Mamá también había reservado unas estufas eléctricas y una nevera, y cada mes acudíamos a la tienda de electrodomésticos a entregar unos dólares, calculando que serían nuestras para el invierno. Ella siempre compraba mediante el sistema de reserva alguna «extravagancia», algo que realmente no necesitábamos —una colcha de seda con borlas o un jarrón de cristal tallado—, porque decía que la manera más efectiva de sentirse rico era invertir en cosas banales innecesarias, pero de alta calidad. Después de eso, íbamos a la tienda de comestibles instalada al pie de la colina y nos abastecíamos de alimentos básicos como alubias, arroz, leche en polvo y comida en lata. Ella siempre compraba las latas abolladas, aunque no estuviesen rebajadas, porque decía que necesitaban amor.
Al llegar a casa, vaciábamos el bolso de mamá sobre el sofá cama y contábamos el dinero restante. Había cientos de dólares, más que suficiente para cubrir nuestros gastos hasta fin de mes, pensaba yo. Pero mes tras mes, el dinero desaparecía antes de que llegara el cheque siguiente y, de nuevo, me encontraba hurgando en la basura de la escuela para encontrar comida.
En otoño, un fin de mes, mamá anunció que sólo nos quedaba un dólar para la cena. Eso era suficiente para comprar cuatro litros de helado Neapolitan, el cual, dijo, no sólo era delicioso sino que tenía un montón de calcio y vendría bien para nuestros huesos. Trajimos el helado a casa, y Brian lo sacó de la caja y cortó el bloque en cinco trozos iguales. Me pedí elegir primero. Mamá nos dijo que lo saboreáramos porque no nos quedaba dinero para la noche siguiente.
—Mamá, ¿qué ha pasado con el dinero? —pregunté mientras tomábamos nuestras raciones de helado.
—¡Se ha ido, ido, ido! —dijo—. Se ha terminado todo.
—Pero ¿en qué? —preguntó Lori.
—Tengo una casa llena de niños y un marido que bebe como una esponja —respondió mamá—. Llegar a fin de mes es más difícil de lo que creéis.
No podía ser tan difícil, pensé. Otras madres lo hacían. Traté de interrogarla. ¿Se estaba gastando el dinero en cosas para ella? ¿Se lo estaba dando a papá? ¿Papá se lo estaba robando? O ¿nos lo gastábamos rápido? No pude obtener respuesta.
—Danos el dinero —dije—. Haremos un presupuesto y nos ajustaremos a él.
—Para ti es fácil decirlo —replicó mamá.
Lori y yo preparamos efectivamente un presupuesto, e incluimos una generosa mensualidad para mamá, que cubriera lujos tales como barras de chocolate Hershey extragrandes y jarrones de cristal tallado. Si nos ceñíamos a nuestro presupuesto, pensamos, podríamos comprarnos ropa nueva, zapatos y abrigos, e incluso una tonelada de carbón fuera de temporada, que resultaba más barato. Finalmente, podríamos aislar el techo, llevar un tubo de agua al interior de la casa y, tal vez, colocar un calentador. Pero mamá nunca nos entregó el dinero. Así que, aunque ahora tenía un trabajo fijo, nuestra forma de vida no cambió casi nada.
Ese otoño empecé séptimo curso, lo que significaba asistir al instituto de Welch. Era un edificio grande, cerca de la cima de una colina, a cuyos pies se extendía el pueblo, con una carretera empinada que conducía hasta él. Los niños subían en autobús desde las zonas más alejadas, de los valles y de los campamentos mineros como Davy y Hemphill, que eran demasiado pequeños para tener su propio instituto. Algunos alumnos parecían tan pobres como yo, con el cabello cortado en casa y agujeros en las puntas de los zapatos. Me resultó mucho más fácil adaptarme que en la escuela primaria.
Dinitia Hewitt iba conmigo. Esa mañana de verano que habíamos nadado juntas en la piscina pública fue uno de los momentos más felices que pasé en Welch, pero nunca volvió a invitarme, y aunque era una piscina pública, no me animaba a ir a nadar a la hora gratuita salvo que ella me lo pidiera. Volví a verla cuando comenzó la escuela, y ninguna de las dos mencionó jamás ese día en la piscina. Supongo que sabíamos que, considerando lo que pensaba la gente de Welch sobre las relaciones de los negros con los blancos, habría sido demasiado disparatado que intentáramos ser amigas íntimas. Durante el almuerzo Dinitia estaba siempre con el resto de los chicos negros, pero teníamos una sala de estudio en la que estábamos todos juntos, y allí intercambiábamos papelitos con mensajes.
En la época en que comenzó el instituto, Dinitia había cambiado. Ya no tenía esa chispa que la caracterizaba. Había empezado a beber cerveza de malta en la escuela. Llenaba un bote de refresco con Mad Dog 20/20 y, sin cortarse un pelo, se lo llevaba al aula. Traté de averiguar qué era lo que le estaba pasando, pero lo único que conseguí saber fue que el nuevo novio de su madre se había ido a vivir con ellas, y en su casa el sitio era bastante escaso.
Un día, justo antes de Navidad, Dinitia me pasó una nota en la sala de estudio, preguntándome por nombres de chica que empezaran con D. Anoté todos los que se me ocurrieron —Diane, Donna, Dora, Dreama, Diandra— y luego escribí: «¿Por qué?». Ella me pasó otra nota que decía: «Creo que estoy embarazada».
Después de Navidad, Dinitia no regresó al instituto. Cuando había pasado un mes fui andando hasta su casa, rodeando la montaña, y llamé a su puerta. Abrió un hombre, que se quedó mirándome. El color de su piel era como el de una sartén de hierro y sus ojos estaban teñidos de un amarillo como el de la nicotina. Dejó cerrada la contrapuerta, así que tuve que hablarle a través del mosquitero.
—¿Está Dinitia en casa? —pregunté.
—¿Por qué?
—Quiero verla.
—Ella no quiere verte —dijo, y cerró la puerta.
Vi a Dinitia por el pueblo una o dos veces después de eso, nos saludamos con la mano pero nunca volvimos a hablar. Más tarde, nos enteramos de que la habían arrestado por matar a puñaladas al novio de su madre.
Las otras niñas hablaban entre ellas sin parar sobre quién era virgen todavía y hasta dónde dejaban llegar a sus novios. El mundo parecía dividido en chicas con novio y chicas sin novio. Era la distinción más importante, prácticamente la única importante. Sabía que los chicos eran peligrosos. Decían que te querían, pero siempre buscaban algo.
Aunque no confiaba en los chicos, deseaba, por supuesto, que alguno mostrara algún interés por mí. Kenny Hall, el hombre mayor que vivía calle abajo y que todavía se desvivía por mí, no contaba. Me preguntaba si, en caso de que algún chico llegara a mostrar interés por mí, tendría los suficientes recursos para decirle, cuando tratara de propasarse, que no era esa clase de chica. La verdad era que no tenía necesidad de preocuparme demasiado por eludir las embestidas, pues veía claro que —tal como Ernie Goad me decía cada vez que tenía ocasión— era fea al estilo chuleta de cerdo. Y con eso quería decir que era tan fea que si quería que un perro jugara conmigo, tendría que atarme al cuello una chuleta de cerdo.
Tenía lo que mamá llamaba aspectos peculiares. Una forma de hablar. Medía casi un metro ochenta, era pálida como la panza de un sapo y tenía el cabello rojo brillante. Mis codos eran como puntas voladoras y mis rodillas como tazas de té. Pero mi rasgo más característico —el peor— eran mis dientes. No estaban carcomidos ni torcidos. De hecho, eran grandes y saludables. Pero apuntaban hacia afuera. La fila superior salía hacia adelante con tanto entusiasmo que tenía problemas para cerrar completamente la boca, y siempre estiraba mi labio inferior para ocultarlos. Cuando me reía, me tapaba la boca con la mano.
Lori me dijo que era muy exagerada y juzgaba muy duramente mi propia dentadura.
—Sólo tienes unos ligeros dientes de conejo decía Tienen encanto tipo Pippi Calzaslargas.
Mamá decía que mi dentadura prominente le daba carácter a mi rostro. Y Brian afirmó que me sería útil si alguna vez tenía que comerme una manzana a través de un agujero en una cerca.
Lo que necesitaba, y lo sabía, era una ortodoncia. Cada vez que me miraba al espejo, anhelaba lo que los otros niños llamaban boca de alambre de espino. Mamá y papá no tenían dinero para una ortodoncia, por supuesto —ninguno de nosotros habíamos ido jamás al dentista—, pero, dado que había estado trabajando de canguro y haciéndoles los deberes del instituto a otros niños a cambio de dinero, decidí ahorrar hasta que pudiera pagármela. No tenía ni idea de cuánto costaba, así que me acerqué a la única niña de mi clase con aparato y, después de elogiar su ortodoncia, le pregunté de pasada cuánto se habían gastado sus padres. Cuando me dijo mil doscientos dólares, casi me caigo de espaldas. Yo ganaba un dólar por hora haciendo de canguro. Solía trabajar cinco o seis horas por semana, lo que significaba que si ahorraba cada céntimo ganado me llevaría unos cuatro años reunir el dinero.
Decidí hacerme mi propia ortodoncia.
• • •
Fui a la biblioteca y pedí un libro de ortodoncia. La bibliotecaria me miró entre divertida y sorprendida, y dijo que no tenían ninguno, así que tendría que resolver las cosas sobre la marcha. El proceso supuso cierto grado de experimentación y varios comienzos fallidos. Al principio, simplemente usé una goma elástica. Antes de ir a la cama, la extendía de punta a punta rodeando la dentadura superior entera. La goma era pequeña pero gruesa, y se ajustaba bien, tirante. Sin embargo, me provocaba una incómoda presión sobre la lengua, a veces saltaba en medio de la noche, y yo me despertaba ahogándome por que me atragantaba con ella. Sin embargo, generalmente se quedaba en su lugar, y por la mañana mis encías estaban doloridas por la presión sobre mis dientes.
Aquello me pareció una señal prometedora, pero empecé a preocuparme de que en vez de empujar mis dientes delanteros hacia dentro, la goma pudiera estar tirando de mis dientes traseros hacia fuera. Conseguí unas gomas elásticas más grandes y las puse alrededor de toda la cabeza, presionando mis dientes delanteros. El problema de esta técnica era que las gomas elásticas apretaban mucho —tenían que hacerlo, para ser efectivas—, así que me despertaba con dolores de cabeza y unas profundas marcas rojas donde las gomas se me habían clavado, a los lados del rostro.
Necesitaba una tecnología más avanzada. Torcí una percha de alambre en forma de herradura para adaptarla a la parte de atrás de mi cabeza. Luego doblé cada extremo formando un bucle hacia afuera, de modo que tuviera la percha alrededor de la cabeza, los extremos no se me clavaran en el rostro sino que apuntaran hacia afuera, formando ganchos que sostuvieran la goma en su lugar. Cuando me la probé, la percha se me clavó en la nuca, así que le puse una compresa higiénica para que hiciera las veces de almohadilla.
El artilugio funcionó a la perfección, salvo que tenía que dormir boca arriba, y siempre me había costado, especialmente cuando tenía frío: me gustaba acurrucarme en las mantas. Además, las gomas elásticas seguían soltándose en mitad de la noche. Otro inconveniente del aparato era que costaba un buen rato acomodarlo bien en su sitio. Esperaba que estuvieran las luces apagadas, para que nadie pudiera verlo.
Una noche, estando acostada en mi litera con mi sofisticada ortodoncia de percha, se abrió la puerta de la habitación. Pude distinguir vagamente una silueta en la oscuridad.
—¿Quien anda ahí? —pregunté en voz bien alta, pero como tenía puesta la ortodoncia las palabras sonaron algo así como
«¿Gueán-naí?».
—Soy yo, tu viejo —respondió papá—. ¿Qué coño te pasa que farfullas así? —Se acercó a mi litera, alzó la mano con el Zippo y lo encendió. La llama me iluminó el rostro—. ¿Qué cuernos tienes puesto en la cabeza?
—
Bi oddodoncia —
dije.
—¿Tú qué?
Me quité el artilugio y le expliqué que, dado que mis dientes delanteros sobresalían mucho, necesitaba una ortodoncia, pero ésta costaba mil doscientos dólares, así que yo sola me había hecho una.
—Vuélvetela a poner —dijo papá. Examinó mi obra de artesanía con gran atención, y luego sacudió la cabeza—. Esa ortodoncia es una condenada proeza de ingeniería —dijo—. Sales a tu viejo. —Me agarró la barbilla y me la empujó hacia abajo para abrirme la boca—. Y como que me llamo Rex Walls creo que funcionará bien.
Ese año empecé a trabajar para el periódico del instituto,
The Maroon Wave.
Quería unirme a algún club, grupo u organización a los que pudiera sentir que pertenecía, en donde la gente no se apartara si me sentaba a su lado. Era una buena corredora, y pensé en incorporarme al equipo de atletismo, pero había que pagarse el uniforme, y mamá decía que no teníamos dinero para eso. No tenía que comprarme un uniforme ni un instrumento musical ni pagar una matrícula para trabajar en el
Wave.
La señorita Jeanette Bivens, una de las profesoras de Lengua del instituto, era la asesora docente del periódico. Mujer callada y meticulosa, llevaba tanto tiempo en el instituto de Welch que también había sido la profesora de papá. Fue la primera persona en su vida, me contó papá una vez, que mostró algo de fe en él. Pensaba que era un escritor de talento y le había animado a enviar un poema de veinticuatro versos titulado
Tormenta de verano
a un concurso de poesía estatal. Cuando ganó el primer premio, otra de las profesoras de papá se preguntó en voz alta si el hijo de dos alcohólicos de los bajos fondos como Ted y Erma Walls podría haber escrito solo aquel poema. Papá se sintió tan insultado que abandonó el instituto. Fue la señorita Bivens quien le convenció para volver y conseguir su diploma, diciéndole que tenía lo que hay que tener para ser alguien. Papá me puso mi nombre por ella; mamá sugirió agregar la segunda «n» para hacerlo más elegante y francés.
La señorita Bivens me contó que, hasta donde ella recordaba, era la única alumna de séptimo que había trabajado para el
Wave.
Comencé como correctora de pruebas. En las tardes de invierno, en lugar de apiñarme con los demás alrededor de la estufa, iba a las cálidas y secas oficinas de
The Welch Daily News,
donde se hacía la composición tipográfica de
The Maroon Wave
, se maquetaba y se imprimía. Me encantaba la atmósfera ajetreada de la sala de redacción: el traqueteo de las máquinas de teletipos contra las paredes y los rollos de papel con noticias de todo el mundo amontonándose en el suelo. Lámparas de luz fluorescente colgaban cincuenta centímetros por encima de los escritorios inclinados con superficie de cristal, en los que hombres con viseras verdes discutían ante montones de manuscritos y fotografías.
Recogía las galeradas del
Wave
y me sentaba en uno de los escritorios, con la espalda erguida y un lápiz en la oreja, para examinar las páginas en busca de erratas. Los años que pasé ayudando a mamá a corregir la ortografía de los deberes de sus alumnos me dieron muchísima práctica en este tipo de trabajo. Hacía las correcciones con un rotulador de fibra azul claro, no perceptible para la cámara que fotografiaba las páginas para imprimir. Los cajistas volvían a componer las líneas corregidas y las imprimían. Yo pasaba las líneas corregidas por la máquina de cera caliente, que dejaba pegajoso el lado posterior, luego cortaba las líneas con un cúter X-Acto y las colocaba sobre las originales.