El caso de la joven alocada (15 page)

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Authors: Michael Burt

Tags: #Policiaca

BOOK: El caso de la joven alocada
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La sugestión fue aceptada en seguida y ejecutada sin tardanza. Las mujeres desaparecieron silenciosamente a través de la puerta del sótano, mientras —yo regresaba por el pasaje y volvía a ganar
Abbots Lodging
. Saliendo por allí, no me preocupé de volver a entrar en los claustros, sino que hice mi camino por el lado oriental del monasterio hasta que alcancé la puerta septentrional de la iglesia. Mi fiel bicicleta estaba todavía en su sitio, y los últimos restos de la congregación continuaban aún conversando agrupados alrededor de la puerta de la iglesia. Un par de Canónigos Rojos estaba mezclado con los feligreses, charlando, como lo hacen frecuentemente los domingos por la noche. Saludé con la cabeza y chacoteé un rato con ellos, reprendiendo al Padre Hyacinth por su creciente barriga y al Padre Anselm por una picadura de abeja que le desfiguraba el rostro (es el Prior apicultor), y después monté en mi bicicleta y fui balanceándome, camino abajo.

Todo se arregló bien. Incidentalmente, durante mi corto trayecto, no vi a Custerbell ni a la
Bestia Rubia
que había estado en la iglesia, ni a algún otro capaz de despertar mis sospechas.

7

C
UANDO
me lo propongo, no soy un mal actor, y me vanaglorio de que mi asombro al encontrar a Thrupp en
Gentlemen’s Rest
estaba pasablemente bien ejecutado. Hace algunos años que nos conocemos Thrupp y yo, y ha sido extraordinariamente amable el ponerme al corriente de muchas cosas que un escritor debe conocer sobre crímenes, criminales y el C. I. D. Es un hombre divertido, y aunque nos vemos pocas veces y raramente nos escribimos, salvo para cambiar tarjetas en Navidad, somos en realidad buenos amigos. Barbary gusta mucho de él y yo creo que Thrupp le profesa un verdadero afecto fraternal. Si no hubiera sido por los misteriosos acontecimientos de este caluroso domingo, hubiera dado la bienvenida a su inesperada llegada con mayor entusiasmo aún del que ahora simulaba.

—Precisamente venía por aquí —explicó al acercarme— y pensé que no sería amistoso pasar de largo. Tienes muy buen aspecto, Roger.

—Lo mismo digo de ti, Thrupp —repliqué, dejándome caer cauteloso en una reposera—. Vamos, toma más cerveza y sírveme a mí también. Bueno, hombre, bueno. La vida está llena de pequeñas sorpresas, ¿no es cierto? Y, a propósito, ¿dónde diablos está Barbary? Supongo que la has visto, ¿no?

—Sí, muy poco. Cuando llegué había salido, pero regresó pronto y me saludó con un grito de alegría, si puedo decirlo así. Pero ahora que pienso en eso, Roger, tengo la impresión de que además de estar complacida se encontraba algo desconcertada. Sin embargo, me atendió y me sirvió cerveza, muy amable y diligentemente; a la castellana (¿no es esa la palabra?) y charlamos de crímenes y de crisantemos hasta hace unos diez minutos en que se fue adentro. Incidentalmente,
mon vieux
, siento de nuevo la sensación de que estaba algo molesta.

Lancé grandes risotadas.

—Vosotros no os dais cuenta de lo que significa tener «la policía» en casa, querido Thrupp.

Sé que no es sensato, pero te aseguro que aunque tenga uno la conciencia cristalina como el agua (lo que, entre paréntesis, no ocurre nunca) la llegada del más amistoso policía provoca trastornos en el plexo solar. Es posible que Barbary haya pensado que habías venido a avisarle que me habían arrestado o que recordara que había estado manejando el coche sin llevar la luz de atrás reglamentaria o algo por el estilo. Voy a buscarla. Debe estar ocupándose de la cena.

—Es posible —admitió Thrupp, mientras echaba humo de su pipa—, aunque lo dudo. Mucho más probable es que esté instalando a su joven huésped en su habitación… es decir, en la tuya.

Se me erizaron los cabellos como si fueran una segunda barba. Pero no creo que mi rostro traicionara mi agitación.

—¿Huésped? —repetí asombrado—. ¿Mi joven huésped? ¿En mi habitación? Mi querido Thrupp…

Sonrió.

—¡Vamos, vamos, Roger! Comienza el cuento. Es inútil. Soy Hawshaw, el detective, y lo sé todo.

—¿Todo…? —proferí—. Mi querido amigo, te aseguro que…

—¡Vamos, vamos!… y justamente sales de la iglesia… Me avergüenzo de ti, Roger.

—No sé de qué diablos me estás hablando…

—Basta, basta.
Magna est veritas
.

Un encogimiento de hombros terminó el entredicho.

Mi cerebro trabajaba activamente.

—Es evidente —observé bondadoso— que has tomado demasiada cerveza para un día tan caluroso como el de hoy. Acaso yo también. Bueno, no divagemos. ¿Qué es ese todo que pretendes saber?

Thrupp sonrió y preparó su pipa antes de contestar. Después me lanzó una ojeada contemplativa.

—Si te lo digo —contestó—, ¿me prometes ser igualmente franco? ¿Todas las cartas sobre la mesa sin esconder ninguna en la manga?

—Franqueza obliga a franqueza —contesté— y puedo observar de paso que tú mismo disté un lamentable ejemplo atestiguando.

Thrupp rió.

—Entonces, ¿aceptas mi proposición?

—No dije eso —contesté—. Tan sólo observé que franqueza obliga a franqueza, y que tú mismo eres responsable por la sofística apertura de nuestra conversación. Aunque te estimo mucho, no quiero comprometerme, a apostar contigo: Di tu parte y después veremos qué pasa.

—Muy bien. Por el momento, tu posición es más fuerte que la mía, así que si no quieres aceptar mis condiciones es mejor que acepte yo las tuyas. No obstante tu barba y tus libros, sé que no eres tonto del todo, de manera que diré mi parte, como dices… y dejaremos el resto a tu buen sentido. Si eres inteligente no recurrirás a medidas extravagantes para prevenir.

—Muy delicadamente expuesto —murmuré abriendo otra botella.

—Me alegro que pienses así. Bueno, aquí está mi parte. Te diré lo que sé, pero debes estar preparado para aceptarlo como una «información recibida», sin esperar que mencione la procedencia. Seré breve. En este instante, dentro de la casa, estás ocultando la persona de una tal Bryony Hurst, quien, en virtud de algún derecho cuyos detalles no he podido descubrir todavía, ha buscado tu protección contra ciertos individuos, antes asociados suyos, que se han vuelto ahora traidores y que le hacen desagradables amenazas. ¿Admites esto?

—No admito nada —dije tranquilamente—. Sigue. —Muy bien. Te encontraste con Miss Hurst en virtud de una cita en una taberna llamada
The King of Sussex
hoy, al mediodía, y probablemente te contó su historia y se aseguró tu simpatía. Tú decidiste, presumiendo otra vez, que lo más acertado seria traerla aquí, ahora por lo menos, y a tal fin, ideaste un complicado, pero no obstante buen proyecto, incluyendo el famoso pasaje subterráneo. Tu prima está también en el proyecto, y cuando me dejó, justamente ahora, fue para recibir a Miss Hurst de tu custodia, ocultarla arriba y prevenirte de mi tan inoportuna llegada.

Hizo una pausa y esperó mis comentarios. Pero no hice ninguno. Y en seguida prosiguió.

—Como sabes, Roger, carezco del complejo de Holmes, y no tengo deseos de hacer mucho misterio de todo esto. En cuanto a tu cita, en
The King of Sussex
, si querías guardarla en secreto no debías haber dejado tus ventanas sin cerrar y la nota de Miss Hurst cara arriba en el escritorio de tu estudio. La leí sin vergüenza, pero con gran interés, puesto que esperaba tropezar con algo parecido. Y en cuanto a cómo sé que la dama en cuestión está ahora instalada en tu dormitorio, tampoco hay nada mágico en ello. La última vez que pasé el fin de semana contigo, aquí (hace cerca de un año y medio, ¿no es cierto?), observé un extraño capricho de acústica, que pensé advertirte en aquella oportunidad. Si recuerdas, era un domingo húmedo, y tú y Barbary usasteis el pasaje para ir a la iglesia. Yo, siendo un pobre hereje descarriado, no fui con vosotros, sino que permanecí dentro de la puerta principal durante algunos momentos, mirando el jardín y maldiciendo a la lluvia. De repente, estando allí, me estremecí al escuchar la voz de Barbary que parecía hablarme al oído. Ella dijo (la oí bien claramente): «El cinco, después de Pentecostés, ¿no es cierto?» Y mientras me recobraba de mi sorpresa (pues yo sabía que tú y Barbary os habíais ido al sótano un buen par de minutos antes), oí tu voz que decía: «No, el cuatro. Vamos o llegaremos tarde»; Después oí que se cerraba una puerta y nada más. Te aseguro, Roger, que al principio estaba completamente aturdido, pues parecía absurdo que las voces flotaran tan nítidas a tal distancia, pero sabía por experiencia lo extrañas que son en este sentido algunas de estas casas viejas, y en cualquier caso, no había duda posible que estando en la puerta del frente os había oído hablar a ti y a Barbary en la puerta del sótano. Y, a propósito, ¿esto es nuevo para ti o ya lo sabías?

—Si hablas en serio, esto es completamente nuevo para mí.

Yo estaba de hecho tan asombrado como para ser ligeramente incrédulo.

—Completamente en serio. Y no es realidad tan sorprendente que viviendo aquí no hayáis hecho el descubrimiento vosotros mismos. Después de todo, era muy remota la posibilidad de que uno de vosotros usara la puerta del túnel al mismo tiempo que el otro estuviera en la puerta central de la casa. Sólo hubieran hecho el descubrimiento si el que entrara en el túnel hablara consigo mismo. Es una cosa rara, ciertamente, pero no única. Supongo que cualquier experto en acústica podría decirte la causa. Aquel día pensaba decírtelo cuando volvieras de la iglesia, pero, recordarás que salí a pasear cuando llovía y me disloqué un tobillo en el pozo de la cal. Esto hizo que me olvidara, y puedo asegurarte que se me borró de la memoria hasta hace unos veinte minutos.

Todavía me sentía incrédulo, pero Thrupp no era hombre que inventara. De cualquier forma la verdad de su aserto podría ser comprobada fácilmente, al instante.

—La parte siguiente es un poco más difícil de explicar, Roger —prosiguió—. Los detectives algunas veces tienen que espiar y hacer cosas desagradables, ¿sabes?, pero nunca pensé que podría hacer eso en la casa de un amigo personal. No me excusaré. Ya ves que sabía entonces algo de lo que le ocurría a Miss Hurst. No ignoraba que se iba a encontrar contigo al mediodía de hoy, presumiblemente con objeto de conseguir que la ayudaras. Deduje que lo más inmediato y urgente que podrías hacer sería ocultarla en algún sitio, y era lógico que probablemente la traerías a tu casa. Pero, por otra información recibida, sabía que sería torpeza hacerlo abiertamente porque cualquiera podría verla, y así razoné que esperarías a que anocheciera o que usarías el pasaje subterráneo. En cualquier caso, estimé que lo mejor que podía hacer era venir aquí y esperar los acontecimientos. Así lo hice, y pude darme cuenta por el proceder de Barbary que no estaba muy cómoda viéndome aquí. De ello inferí que, en cierto modo, ella estaba en el complot. Y cuando después de estar sentada aquí, dándome charla un rato, me preguntó de improviso la hora y entró precipitadamente, me di cuenta de que, sin duda, yo entorpecía algún horario preestablecido.

–Suspiró, sonrió y extendió sus manos—. No me gusta hacerlo, Roger, pero… bueno, sabes que, hay serias consecuencias en juego. Endiabladamente serias, en verdad. Mira, yo vacilaba en abusar de tu hospitalidad, por decirlo así. Intenté persuadirme de que estaba imaginando cosas y que toda mi cadena de razonamientos era probablemente vacua; pero se desvanecieron mis dudas definitivamente viendo que de repente aparecía este perro espantoso, saltando a través de la puerta del frente. —Señaló con la cabeza al perro Smith, que estaba entonces tendido muy cómodamente con serio detrimento de un colchón de clavelinas. Una vez más Thrupp se encogió de hombros y gesticuló con sus manos—. Bien, esto lo aclara todo. Sabía perfectamente bien que el perro no había estado en la casa cuando llegué, y lo hubiera visto si hubiera entrado después. Y como tenía presente la posibilidad de que usarían el túnel, esta pequeña evidencia circunstancial resultaba demasiado fuerte para ignorarla. Así es que esperé lo suficiente para hacer amistad con el perro, y después me deslicé hasta la puerta del frente, y me detuve dos pasos adentro. Llegué a tiempo para oír la voz de Barbary que decía algo sobre «justamente ahora hay una luna hermosa y no tendrá prisa en irse». Y después, mucho me temo que oí todo lo que pasó entre ustedes tres. Lo lamento, Roger, pero, por lo menos, lo he dicho con franqueza.

Asentí en silencio, pues sus palabras habían destruido todo el
bluff
y la jactancia que pudiera haber en mí. Soy un embustero pasablemente habilidoso, pero es difícil mentir convincentemente a quien sabe la verdad.

8

L
OS SEGUNDOS
se sucedían y los tic-tacs de mi cerebro se sucedían más rápidamente aún. Muy pronto había llegado yo a ciertas decisiones.

—Mira, Thrupp —dije—. Todo esto me ha colocado en una situación embarazosa. ¿Te das cuenta?

—Sí, condenadamente embarazosa. Me imagino que tu primera dificultad es que has prometido a Miss Hurst ocultarnos sus andanzas a nosotros, la policía, así como a los demás; y que, por consiguiente, no puedes admitir nada de lo que he dicho o sugerido, sin romper tu promesa. ¿No es así?

—Exacto. Supongo que de hecho la he roto al admitir que ésta es mi dificultad. Estrictamente hablando, yo debería seguir manteniendo con firmeza que nunca la he visto. —Se me ocurrió un pensamiento, y lo expresé—. Suponiendo que te diga que nunca he oído hablar de Bryony Hurst, y que tampoco la he visto, y que niegue con indignación tu absurda sugestión de que ahora está escondida en mi propio dormitorio, ¿qué vas a hacer? ¿Tienes una orden de allanamiento?

Se sonrió y me dio unos golpecitos en la rodilla.

—Pareces salido de la pluma de Stanley Weyman cuando se te eriza la barba así, Roger —sugirió.

Naturalmente que no tengo una orden de allanamiento, bobo. Por mí y por lo que toca a la Ley puedes tener todo un ballet ruso en tu dormitorio, siempre que no se necesite a ninguno de ellos por ofensa criminal, en cuyo caso serías culpable por ampararla. No me interpretas, querido amigo. Necesito saber dónde está Bryony Hurst y necesito tener con ella una corta conversación.

Pero te aseguro que necesito estas dos cosas pura y simplemente para su bien. No intento arrestarla ni cosa por el estilo.

Sentí un gran alivio en todo mi ser.

—¿Eres sincero?

—Puedes estar seguro, Roger.

—Entonces, ¿ella no ha hecho nada malo?

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