El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (12 page)

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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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—Significa ‘los golpes del martillo’ —explicó Andrea—. En muchos barcos las vueltas del reloj de arena se marcan golpeando suavemente una campana. Lo que aparece escrito en el mapa es una tabla para calcular la distancia recorrida durante una hora.

El maestre Jacomé y el príncipe Enrique tenían la cabeza muy cerca mientras miraban los mapas. La gente que presenciaba la audiencia estaba en tensión, presintiendo que el clímax llegaría de un momento a otro.

—Como podéis comprobar, la
toleta de marteloio
está dividida en dos partes —continuó Andrea— de tres columnas cada una. La primera y la cuarta dan las desviaciones del cambio de rumbo, permitiendo al navegante calcular la distancia exacta recorrida, incluso en caso de viento fuerte. La parte escrita contiene, además, instrucciones sobre cómo guiar el
raxon de marteloio.

El príncipe Enrique y el maestre Jacomé hablaron en susurros durante algunos momentos. Entonces el señor mayor sacó una hoja de una de las pilas de papeles y la puso sobre la mesa.

—Acércate a la mesa y escribe tu nombre —le ordenó—. Compararemos tu firma con la que usó Andrea Bianco en uno de sus mapas.

Andrea escribió su nombre con letra firme y clara. El maestre Jacomé y el príncipe Enrique la estudiaron un momento comparándola con la del mapa y, por fin, el Príncipe alzó la mirada.

—Las firmas se parecen mucho —dijo—. Hasta tal punto que parecen haber sido realizadas por la misma persona, pero el maestre Jacomé me ha sugerido la posibilidad de que alguien que conoce tan bien como tú al verdadero Andrea Bianco podría incluso haber estudiado su firma. La tuya es una historia capaz de confundir hasta a los más intrépidos contadores de historias, Hakim, o quienquiera que seas. Me gustaría creerte, pero no puedo olvidar que estás bajo pena de muerte según el Consejo de Venecia —se paró—. Por lo tanto, necesitaría más pruebas de las que nos has dado.

—No puedo ofreceros más pruebas —admitió Andrea—. Excepto mi juramento sobre las Sagradas Escrituras y la salvación de mi alma.

El juramento de un convicto por asesinato no resultaba de gran valor, y Andrea lo sabía. Había perdido justo cuando estaba a punto de ganar, vencido por lo mismo en lo que confiaba para ganar el caso: la honradez y sinceridad del príncipe Enrique. Era exactamente esta honradez y sinceridad la que no permitía al Infante dar el paso decisivo que lo llevaría a la libertad basándose en evidencias que no fueran completamente incontestables.

—¡Vuestra Excelencia!

Se escuchó una voz que provenía del fondo de la sala. Andrea se volvió y vio a un hombre alto, con una cara que le parecía familiar, allí de pie.

—Sí, señor Cadamosto —dijo el príncipe Enrique.

—Yo conocí, aunque no muy a fondo, al verdadero Andrea Bianco cuando estuve en Venecia —dijo el hombre al que llamaban Cadamosto—. Si pudiera ver a El Hakim un poco más de cerca, podría resolver la situación.

—Por supuesto, acercaos —dijo el príncipe Enrique y se dirigió a la audiencia—. Este caballero es el señor Alvise de Cadamosto, dueño de la galera veneciana en la que he hecho el viaje de vuelta de Lisboa.

Cadamosto avanzó hasta el estrado y examinó con detenimiento a Andrea. Por fin pareció que sus dudas se aclaraban.

—La barba me ha hecho dudar por un momento —explicó—, pero ahora estoy seguro de que este caballero es realmente Andrea Bianco, como dice ser.

Los presentes empezaron a murmurar entre ellos ante el curso que habían tomado los acontecimientos. Andrea apretó la mano de su benefactor.

—No puedo recompensaos por vuestra ayuda en estos momentos —le dijo con fervor—, pero sin duda llegará un día en que os recompensaré como os merecéis.

El príncipe Enrique también estaba sonriendo.

—Tengo el honor de dar la bienvenida a Sagres a un viajero y cartógrafo tan distinguido como Andrea Bianco —dijo, dando la mano a Andrea.

—Entonces, ¿ya no soy un esclavo?

—¿Con el permiso del señor Di Perestrello?

Don Bartholomeu sonrió.

—Sois libre, señor Bianco, libre de hacer lo que gustéis. ¿Me permitís el honor de ser el segundo en daros la bienvenida?

—Una advertencia, señor —dijo el Príncipe—. Don Bartholomeu y fray Mauro me han informado sobre las circunstancias que rodearon vuestra sentencia de esclavitud perpetua por el juez de Venecia. A estas alturas estoy convencido de que vuestra sentencia fue fruto de una falsa acusación, así que revoco la sentencia por lo que concierne a mi territorio, pero os advierto de que la corte de Venecia podría no estar de acuerdo.

—No tengo intención de volver a Venecia en mucho tiempo, Excelencia —dijo Andrea eufórico—. Podéis estar seguro de ello, y de que os estaré eternamente agradecido.

IV

Se creó una confusión tremenda mientras muchos de los presentes se acercaban a Andrea para felicitarlo por haber conseguido escapar de las galeras de los moros y por haber recuperado su verdadera identidad. Muchos de ellos eran hombres de gran reputación en el campo de la cartografía y la navegación, la construcción y el diseño de barcos, y de sectores relacionados con las matemáticas, la astronomía y la geografía.

Por fin el Príncipe llamó al orden y cada uno volvió al lugar que le correspondía. Andrea se sentó al lado de fray Mauro en uno de los asientos principales de la sala, finalmente como hombre libre.

—No es frecuente tener entre nosotros a un hombre que ha viajado tanto como vos, señor Bianco —dijo el Infante—. Espero que no os moleste contarnos algo de lo que visteis en vuestros viajes.

Andrea enrojeció de pies a cabeza.

—Será para mí un honor hablar de mis viajes, Excelencia, y de contestar a todas las preguntas que tengáis sobre ellos —y, con tono irónico añadió—, especialmente ahora que el maestre Jacomé no sigue considerándome un impostor y un villano.

Se oyeron risas desde la audiencia y el viejo cartógrafo lanzó una de sus raras sonrisas.

—Un judío raramente acepta que una moneda sea verdadera hasta que no lo comprueba mordiéndola con los dientes —observó—. Estoy tan contento como todos los demás por poder daros la bienvenida a Sagres, señor Bianco.

—Como ya os he contado, fui capturado por un turco renegado que me vendió como esclavo en Constantinopla —empezó diciendo Andrea—. Un mercader llamado Ibn Iberanakh me compró y me nombró su ayudante en un viaje que hicimos a China para comprar especias, maderas preciosas y seda fina, que vendimos en Alejandría.

La historia de Marco Polo y de sus viajes a la corte de Kublai Khan algunos siglos antes había corrido por toda Europa y todos los que sabían leer estaban familiarizados con ella, pero eran pocos los que habían visitado las tierras del Khan durante los últimos años, desde que los turcos habían puesto una barrera de acero curvado entre Occidente y la puerta de entrada a Oriente.

—¿Qué ruta seguisteis? —preguntó el príncipe Enrique.

—En el viaje hacia el Este fuimos por tierra, como hicieron los hermanos Polo en su viaje a China, pasamos por Bagdad, Ormuz y Kashgar. Desde allí nos dirigimos hacia el sur, hacia Khotan y Charchan, la tierra de los hombres amarillos. En Campchú nos unimos a las caravanas que estaban volviendo a casa a través de un río llamado Hwang Ho, en la provincia de Catay. Así llegamos a Chandú y, más tarde, a Janbalic. Desde allí navegamos hasta la isla de Cipangu con una misión del gobernador de esta ciudad por la que debíamos comerciar con gusanos de seda.

Todos los presentes lo escuchaban atentamente, con la mirada despierta que deriva del interés. Eran hombres que pensaban en el mundo en términos globales, y no considerando solamente las pequeñas partes que de él recogían los mapas del Mediterráneo. Algunos de ellos eran capitanes que habían llegado más allá de las fronteras del mundo conocido, navegando por la costa oeste africana, superando el Cabo Bojador por aguas ignotas y temidas por muchos hombres de mar, y se sentían mucho más atraídos por las tierras lejanas que el resto de los hombres.

—En Cipangu —instó el príncipe Enrique—, ¿visteis algún mapa o carta de navegación que situara la isla o mostrara su tamaño real?

Andrea negó con la cabeza.

—Los habitantes de esta isla son ignorantes, Excelencia. Son valientes guerreros, pero no navegantes; algunos de ellos hasta temen atravesar el estrecho mar hacia China.

—¿Mencionaron alguna otra isla más al Este?

—No, Excelencia. Los hombres de Cipangu saben poco de navegación y absolutamente nada del arte de la cartografía. En algunas de las Islas de las Especias vi mapas hechos con tiras de bambú unidas por conchas que mostraban la posición de algunas islas, pero en Cipangu no conocen ni siquiera este tipo de mapas tan simple.

—¿Qué nos podéis decir de China?

—Los habitantes de China han desarrollado las artes del mar incluso más que Portugal, a excepción de los valientes navegantes que se dedican a estos menesteres a vuestro servicio. En el poblado de Sin-Kalan vi navíos que llevaban hasta diez velas. Los barcos eran pesados y el casco estaba hecho con una plancha del grosor de tres tablones. Llevaban remos tan largos como el mástil de una galera, con hasta quince galeotes en cada remo. Estos se dividen en dos grupos, uno enfrente del otro, dándose la cara, y van atados con cuerdas fortísimas a los remos, que mueven alternándose. Alguno de estos barcos tienen hasta cuatro cubiertas.

—Todas estas cosas ya las contó Ibn Babuta hace más de cien años —dijo el maestre Jacomé impaciente—. Describió estos inmensos barcos, pero señaló también que no se atrevían a alejarse de la costa sin tener a la vista tierra firme.

—Eso dicen algunos —admitió Andrea—, pero en Sin-Kalan oí una historia extraña de un monje llamado Hoei Shin que unos 500 años d. C., es decir, hace unos mil años, viajó hacia el Este desde la isla de Cipangu, perdiéndose de vista desde tierra durante varios días. Por fin llegó a una tierra que él pensó que debía de ser una isla, a la que llamó Fu-Sang por un árbol extraño que encontró allí. Sus brotes eran como los del bambú y se podían comer, y sus frutos eran como una pera, pero rojas como la sangre.

Se paró un momento y miró a la audiencia. Todas las miradas, incluidas las del maestre Jacomé y el Príncipe, se dirigían hacia él, siguiendo cada palabra que decía.

—Con la corteza de este árbol de Fu-Sang, las gentes del Este empezaron a preparar tejidos como el lino que usaban para vestirse. No tenían armas ni guerras, ni construían fortificaciones de ningún tipo. Tampoco valoraban la plata y el oro como lo hacemos nosotros, ni siquiera el cobre, y la tierra no contenía hierro. Usaban a los hombres como bestias de carga y hacían grasas de la leche de cierva. Era una tierra hermosa, según el monje Hoei Shin, donde la gente era amable y el sol era templado.

—¿Cuánto fue hacia el Este el monje para llegar hasta allí? —preguntó el maestre Jacomé.

—No me lo dijeron, pero fueron muchos días navegando en un mar en calma y con viento a favor.

—Si creemos las teorías de Ptolomeo —dijo el Príncipe pensativo—, la Tierra no es tan grande como para eso. El monje debió de llegar a las costas de Europa navegando hacia el Este desde Cipangu, sin necesidad de recorrer una gran distancia.

El maestre Jacomé lo miró un momento.

—Las ideas que tenía Ptolomeo sobre el tamaño del mundo han sido aceptadas por muchos de los mejores cartógrafos y geógrafos durante cien años, señor Bianco.

—Me temo que cualquier conocimiento que no se haya podido desarrollar en cien años debe de tener algún error de base, señor —observó Andrea.

Se escucharon algunas risas, y esperó a que se calmaran.

—Ptolomeo también afirmó que las aguas de la región equinoccial estaban continuamente en ebullición debido al calor del sol. Si esto fuera así, el agua debería estar considerablemente más caliente conforme vamos hacia el sur, con una temperatura que incomode a los ocupantes de los barcos mucho antes de llegar a dicha región. ¿Alguno de sus capitanes ha comprobado alguna vez algo así?

—No.

—Si Ptolomeo se equivocaba en esto, también pudo equivocarse en otros cálculos.

—¿Tenéis alguna otra prueba que demuestre que sus cálculos no eran correctos? —preguntó el príncipe Enrique.

—Creo que sí —dijo Andrea en confianza—. En Alejandría, antes de que muriera mi señor, leí algunas traducciones árabes de los escritos de los antiguos geógrafos griegos. Un libro en concreto mencionaba que Eratóstenes había medido el tamaño del mundo unos 200 años a. C.

El príncipe Enrique se inclinó hacia adelante, cada vez más intrigado.

—Hemos oído hablar de esto —dijo—. ¿Se describía el método usado por Eratóstenes?

—Sí. De acuerdo con lo que leí, aprendió de un viajante que durante el solsticio de verano durante el mes de junio el sol daba directamente en el centro de un pozo en la ciudad de Syene
[3]
en Egipto. Eratóstenes tomó este dato para indicar que el sol brillaba directamente sobre esta ciudad durante el solsticio de verano. También creía que Alejandría y Syene estaban en línea directa de norte a sur, pasando a través de los polos de la Tierra. Al diseñar mis mapas pude comprobar que esto no era cierto, pero el error de Eratóstenes no era tan grande como para desviarlo demasiado en sus cálculos.

Andrea volvió a hacer una pausa y a mirar hacia la audiencia. Ante el interés que demostraban los presentes por su explicación no pudo evitar sentir una gran satisfacción y orgullo. Gracias a todo esto se había jugado aquella misma mañana (y había ganado) lo que más anhelaba, su libertad.

—Eratóstenes erigió un asta en el patio de un museo de Alejandría —continuó— usándolo como indicador para medir el ángulo que formaba su sombra el día del solsticio de verano. De este modo creía poder calcular la distancia del Sol, al brillar directamente sobre Alejandría el mismo día que sabía que brillaba directamente sobre la ciudad de Syene. Al medir el ángulo de la sombra del sol y usando los principios de geometría de Euclides, pudo establecer que el ángulo que formaba Syene al sur, el centro de la Tierra, y Alejandría en el norte, era la quinta parte de un círculo. Sabía la distancia que había entre Alejandría y Syene, y así pudo calcular la circunferencia de la Tierra en unos cuarenta mil kilómetros, como la conocemos nosotros.

Un murmullo de entusiasmo corrió entre los presentes. El príncipe Enrique sonrió e incluso el maestre Jacomé parecía estar contento.

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