¿Cuál es el origen, mi novia me pregunta a veces, de este enajenamiento universal que impulsa a los hombres a abdicar de su destino ante el ruedo orlado de púrpura de Casandra? Semejante tributo a la locura, ¿no nacerá acaso de un íntimo repudio de la justicia, de un afán eterno e intermitentemente resurgente de injusticia y desorden, que en otros tiempos se explayaba en guerras y crímenes, y que en estos lustros de paz y de decencia busca inconscientemente las deshilvanadas sentencias de Casandra, sus gritos, sus premios y sus castigos, para que el rayo rejuvenecedor del azar golpee el metal de sus engranajes y acelere su marcha tediosa? Nuestro país se rige mediante leyes muy estrictas; puede decirse que todo acto cuyas proyecciones emerjan del círculo familiar es juzgado, ya sea por el tetrarcado o por la opinión pública. Y todo castigo acarrea consigo la vergüenza del castigo, lo que origina vidas enteras de virtud, sobre todo en aquellos que temen más la vergüenza que el castigo. Son estas las víctimas ineludibles de Casandra, porque su arbitrariedad les concede castigos sin vergüenza; hartos de virtud falsa, se ofrecen al capricho de la sibila con un ardor y una sumisión que no entenderán nunca los virtuosos innatos, ni los pecadores innatos. ¡Ingenioso tetrarcado el nuestro, dice mi madre, que sabe ofrecer a sus subditos neuróticos el desahogo de una pena honrosa!
A veces, cuando nos reunimos todos los parientes para celebrar algún acontecimiento, nuestra única diversión, después de un almuerzo abundante, consiste justamente en quedarnos mirando en silencio y durante horas enteras, desde la galería de nuestra vieja casa familiar, los cinco caminos por donde bajan tumultuosamente las multitudes hacia la gruta. Algunos vienen de muy lejos, y si es un día de fiesta no faltan los montañeses con sus sombreros de piel de cabra, y en la falda opuesta los pescadores descalzos. A las cuatro de la tarde, todos miramos nerviosamente el reloj y con un pretexto o con otro nos vamos dispersando, porque sabemos que en ese momento, bajo la cúpula de vidrios pintados de la gruta, en un extremo del gran salón, Casandra acomoda alrededor del trono sus velos, sus colas de encaje y sus armiños, y ordena que entren los suplicantes.
Se entraba por un camino de paraísos altos y eucaliptos; la arboleda del terreno ondulado, que descendía con bastante pendiente hacia una especie de cañada, protegía la casa de las invasiones del sudeste o del norte (hasta el punto de no haberse tenido nunca noticia de ninguna invasión). La caballeriza, el establo y el gallinero eran construcciones elementales, y en ningún momento de su historia cambiaron de lugar; de igual modo conservaban en el parque sus distancias relativas —salvo esa característica desviación de la vertical que en el fondo constituye una libertad de valor más psicológico que práctico— olivos, aromos, eucaliptos, plátanos, magnolias y algunas pocas casuarinas y palmeras: años atrás la pileta de natación, oblonga, había dado origen (aunque sin ulterior penetración) a una doble hilera de ligustros, que todavía no habían logrado desprenderse totalmente de las reliquias de cal de sus troncos. La parte más baja de la propiedad se habría dicho constituida —y estaba en realidad constituida— por un monte de sauces, que de todos los árboles de buen aspecto son tal vez los más baratos, y cuando llovía convenientemente se convertía en un pantano. Si un animal penetraba por error en esos barriales, no lograba salir nunca más y moría, no tanto de inanición como de humedad y de angustia; aunque lo sacaran con vida, no pasaba la noche.
Un sobrino que vivía en el extranjero heredó la quinta. Desde el otro lado del Océano designó un administrador; pero éste, a pesar de su experiencia y de su excelente reputación, no consiguió nunca alquilar una propiedad que constituía tan viva evidencia de los gustos solitarios y desde cierto punto de vista arbitrarios de Emilia: la fuente de azulejos frente a la chimenea; las barras de bronce que la anciana había hecho colocar en todas las habitaciones, a la altura del hombro, para deambular más cómodamente en la oscuridad; el jardincito del patio central, totalmente obstruido por una colosal estatua yacente del Nilo y sus hijos (para pasar al otro lado de la casa había que atravesar un túnel subterráneo con una puerta corrediza, situada justamente debajo del Nilo), y las verjas entre cuarto y cuarto, que en vez de abriise se subían y bajaban como las rejas de los castillos, mediante un sistema, por otra parte ya herrumbrado, de contrapesos. Obedeciendo a ese antiguo impulso que insta al hombre a escoger cualquier tipo de cavidad, con uno o más orificios de ingreso, como morada hasta cierto punto permanente, un viejo que tal vez por eso mismo se hacía llamar «casero» se había instalado en las dos piezas contiguas a la caballeriza; vivía solo, obediente a la despótica voluntad de un grupo de gallinas, cerdos y pavos; ante estos animales se mostraba invariablemente servil, y para congraciarse con ellos los dejaba sueltos.
Un día llegaron varios hombres de cara lavada en un vasto dispositivo rodante, y después de mostrar al viejo una orden del administrador que los autorizaba a llevarse los muebles de Emilia, se dispusieron a preparar un asado. Debían de ser poco prácticos de las cosas de campo porque encendieron el fuego al sol; de vez en cuando alguno de ellos se echaba inesperadamente a correr, y lanzando un grito de alegría se precipitaba boca abajo sobre la hierba, hasta que uno aterrizó sobre las ortigas y el compañero que vino a ver por qué gritaba rozó sin querer una rama de membrillo en su mayor parte ocupada por un avispero. A continuación se pasearon con más cuidado. Como el asado tardaba en hacerse, devoraron las franjas blanquirrojas de músculo y tendón casi crudas, y con la misma violencia con que habían comido trasladaron todo el moblaje de la casa al interior de la caja con ruedas especial para éxodos; cuando ésta se alejó envuelta en su propia nube de tierra, como un profeta en el desierto, los pájaros reanudaron su canto, lo que a su modo sirvió para destacar aun más el silencio.
Un silencio rumoroso, semejante al final de un concierto en una iglesia, un silencio oceánico de ruidos no provocados por el hombre. Por él erraban las gallinas, diseminando de acuerdo con sus ritos huevos que luego el casero vanamente intentaba hallar, humilde como un pariente pobre que busca el pañuelo de una señora distraída entre cardos, biznagas, abrojos, ortigas, malvas, cicutas y gramilla; encorvado, surcaba el matorral como cruzan los ríos torrentosos los que no saben nadar, y a veces parecía más alto o más bajo, porque el suelo conservaba aún la forma originaria de los canteros; hablaba solo y de noche se cosía la patilla de los anteojos a la lejana luz del Asia. Las meras estaciones parecían sembrar toda clase de semillas, y al retirarse la tibia inundación del verano aparecían bajo el parque subparques de aylantus, saúcos, ricinos y paraísos, como entre los mayores aparece la juventud.
A la hora sin viento del crepúsculo —cuando el sol se pone entre arboledas sumamente distantes y el cielo rosado se diluye despacio en la franja de vapor celeste que sube del horizonte, sobre la cual de un árbol cercano se perfila una hoja nítida mientras la hacienda se aleja o se acerca, o simplemente se traslada de costado mugiendo como monjes con cornetas— se iniciaban los rumores desarticulados de la noche en el parque y en los potreros donde la luna no dibujaba todavía sombras. Según el grado mayor o menor de humedad croaban las ranas; al paso de las ratas se balanceaban las ramas de las magnolias, las comadrejas barrían como una ráfaga de lluvia las chapas de cinc del techo de los galpones; los perros merodeadores respondían a los perros del horizonte mientras los murciélagos, seres etéreos, revoloteaban en la espléndida seguridad de su radar perfecto por el lila terso del aire poscrepuscular, sobre los grillos, entre las luciérnagas, bajo las primeras estrellas. Todo esto especialmente en verano.
Con esa nostalgia de apoyarse contra alguna cosa que el ganado siente sobre todo bajo un claro de luna prolongado de estío, las vacas de los puestos vecinos se recostaban sobre los alambrados y torcían los postes; negras, un instinto pintoresco las impelía oscuramente a mancharse de colorado en los restos de polvo de ladrillo de la cancha de tenis. El mismo claro de luna que bajaba atenuado de las frondas sin podar suscitaba destellos napolitanos de traición o andaluces de celos en los ojos de las alimañas sin sexo escondidas en la vegetación del fondo de la fuente rajada por el sol y en general las diferencias de temperatura; los lagartos y las ratas entraban en la casa para depositar sus huevos y sus crías.
Al alba levantaban vuelo las garzas blancas de la cañada; las aves domésticas, que habrían podido ser las más tremendas de todas si durante la noche hubieran aumentado de tamaño hasta tocar el techo del gallinero con la cabeza, emergían dela maleza con su tamaño habitual para ir a beber en la pileta, porque las lluvias abundantes mantenían en ella el líquido rudimento de una piscina viva de peces, sapos, plantas acuáticas y anguilas semovientes en el barro fundamental; tan poco hace falta de abandono para abrir el paso a la imperiosa, incontenible vida, por lo menos de las especies que al parecer nacen de la nada o de la humedad, como ser insectos, hierbas, hongos y arañas. Por escalones de mampostería derruida descendían las aves hasta podridas aguas. Cerca de este prodigio lacustre yacía invisible en el suelo un ancho portón oxidado de hierro en barras, por cuya generosidad otrora siempre abierta un poeta y un general argentino —ambos famosos— habían pasado el año que nevó, y hoy pasaban gavillas de avenas locas o cardos; tumba forjada de visitas a cualquier hora. En otros lugares del parque, que por el momento eran tan poco visibles como el interior mismo de la tierra, capiteles rotos de yeso italiano, una reja de arado, una paloma de piedra sin cabeza, restos de osamentas y el asiento perforado de una silla pastoral de hierro proseguían lentamente, como la puerta, el proceso imperceptible de incorporarse para siempre al territorio americano.
Ya es costumbre establecida retirar de los jardines los eucaliptos volteados por el viento, pero aquí permanecían supinos, más largos en la apariencia que en la realidad, moviendo desganados algún racimo supérstite de hojas secas; los frutales más finos languidecían y morían, menos los cífreos que se dejaban no obstante invadir por las ramas que ascendían con vigor desde el pie del injerto. Donde una rama había roto el alero en su caída, quedaba el hueco y de noche podían verse las constelaciones; al destello de los relámpagos de las tormentas de agosto los batientes de las persianas imitaban dementes que emergían despeinadas de las ventanas amenazando suicidarse con los brazos abiertos y arrancándose sus propios listones para dar paso de una vez por todas a los murciélagos de la muerte.
Cuando el casero iba al pueblo a vender los huevos que habían puesto sus sultanas, acudían los párvulos vecinos a robar la leña, además de barandas, manijas, herrajes, caños, etcétera, de la casa, aunque nunca se les ocurrió llevarse el Amor de mezcla de la fuente, que ahora era una simple estatua por falta de agua; sin embargo varias veces lo apedrearon hasta que perdió la nariz, las orejas, el carcaj y un pie, dios incompleto, imberbe, impotente.
Ya nadie o casi nadie recordaba —y si lo recordaba el recuerdo se había transformado en otra cosa— que ante esos escalones donde hoy dormía un cerdo, habían bajado de un sulky o de un automóvil inglés muchachas de sombrero liviano y falda sumaria, que abrazaban a sus amigas más odiadas con sonoras interjecciones, en todo caso lo bastante audibles para que los jóvenes cazadores, viciosamente atareados detrás de la cañada, proyectaran al escucharlas paseos crepusculares o aun inmediatamente postprandiales con derivaciones sentimentales por un parque entonces cuidado, cuando Emilia era joven y sus padres vivían y el cordobés sádico que un día la perseguiría desnuda a latigazos por la escalera de la casa de Las Heras no le había sido presentado todavía y tal vez por eso las adelfas y los jazmines florecían puntualmente en un clima ideal.
Pero lo que ocurrió en otra época ocurrió por así decir en otro lugar, y nunca más las grietas de las paredes y el esqueleto del perro Lindbergh muerto en el aljibe recibirían visitas. Sin embargo, si uno se alejaba hacia el oeste y desde cierta distancia volvía la mirada, la casa no era fea, aunque ya no revelara haber alojado aquellas señoras que contemplaban estúpidamente el ocaso desde una galería de glicinas que a la luz roja de famosas nubes habían conseguido por un momento parecer uvas.
Aunque siempre dentro de los límites de la moderación, el Jardín de Diversiones de Battersea Park parecía satisfacer adecuadamente la voluntad de exotismo de sus visitantes mediante pagodas, animales en jaula, pérgolas, esculturas modernas y vivas combinaciones de colores violentos; entre otras atracciones Diana Pucci vio surgir de la parte posterior del gran orinatorio para caballeros una multitud militar de asiáticos vestidos de escocés, en verde y negro, que desfiló tocando la gaita a través de un caos de chocolatines, padres entusiasmados y patos de celuloide que flotaban ensimismados en los charcos de la lluvia. Porque hacía mucho calor y cada diez minutos caía un chaparrón; la animación general, periódicamente frustrada, se arrastraba con gallardía como una bandera mojada entre los truenos y las lapiceras en forma de avión o de cohete.
Para eludir la lluvia intermitente Diana decidió refugiarse en un pabellón de aspecto oriental que ostentaba sobre la entrada, en caracteres chinescos pero claramente legibles, este letrero: «Templo de la Verdad». La puerta era inesperadamente angosta; por otra parte, no era en realidad una puerta, sino un corredor sinuoso que parecía girar varias veces sobre sí mismo, de modo que al recorrerlo uno no sabía con certeza si entraba o salía. Por esto o por algún otro motivo de carácter más complejo la gente prefería repararse de la lluvia en cualquiera de los locales circundantes, que proclamaban sus nombres, viles o simbólicos pero siempre concretos y directamente relacionados con los placeres de la vida cotidiana, entre escenas y caricaturas más o menos groseras pintadas sobre arpilleras a ambos lados de sus respectivas entradas.
A lo largo del corredor inicial del Templo de la Verdad se alineaba una serie de aparatos automáticos que mediante la introducción de una moneda en una ranura suministraban al visitante un papel impreso o un folleto —según el importe de la moneda— sobre el cual se podía leer la respuesta a este o aquel problema fundamental de la humanidad; el enunciado del problema se encontraba indicado en el cartelito correspondiente a cada aparato. Pero estos cartelitos estaban tan cubiertos de polvo y de hollín, que Diana no conseguía descifrar el texto completo de esos antiguos enigmas del espíritu, manuscritos en letreros polvorientos.