Porque fue en el instante en que llegaba a estas últimas páginas cuando el sacerdote comenzó a consentir cierta errabundez a sus pensamientos, y permitió a sus sentidos animales, muy agudos por lo general, que despertaran. Oscurecía; llegaba la hora de la cena;, aquel olvidado cuartito se iba quedando sin luz, y tal vez la oscuridad creciente, como a menudo sucede, afinó los oídos del sacerdote. Cuando el padre Brown redactaba la última y menos importante parte de su documento, se dio cuenta de que estaba escribiendo al compás de un ruidito rítmico que venía del exterior, así como a veces piensa uno a tono con el ruido de un tren. Al darse cuenta de esto, comprendió también de qué se trataba: no era más que el ruido ordinario de los pasos, cosa nada extraña en un hotel. Sin embargo, conforme crecía la oscuridad se aplicaba con mayor ahínco a escuchar el ruido. Tras de haberlo oído algunos segundos como en sueños, se puso de pie y comenzó a oírlo de intento, inclinando un poco la cabeza. Después se sentó otra vez y hundió la cara entre las manos, no sólo para escuchar, sino para escuchar y pensar.
El ruido de las pasos era el ruido propio de un hotel; con todo, en el conjunto del fenómeno había algo extraño. Más pasos que aquellos no se oían. La casa era de ordinario muy silenciosa, porque los pocos huéspedes habituales se recogían a la misma hora, y los bien educados servidores tenían orden de ser imperceptibles mientras no se les necesitase. No había sitio en que fuera más difícil sorprender la menor irregularidad. Pero aquellos pasos eran tan extraños, que no sabia uno si llamarlos regulares o irregulares. El padre Brown se puso a seguirlos con sus dedos sobre la mesa, como el que trata de aprender una melodía en el piano.
Primero se oyó un ruido de pasitos apresurados: diríase un hombre de peso ligero en un concurso de paso rápido. De pronto, los pasos se detuvieron, y recomenzaron lentos y vacilantes; este nuevo paso duró casi tanto como el anterior, aunque era cuatro veces más lento. Cuando éste cesó, volvió aquella ola ligera y presurosa, y luego otra vez el golpe del andar pesado. Era indudable que se trataba de un solo par de botas, tanto porque —como ya hemos dicho— no se oía otro andar, como por cierto rechinido inconfundible que a éste le acompañaba. El padre Brown tenía un espíritu que no podía menos de proponerse interrogaciones; y ante aquel problema aparentemente trivial, se puso inquietísimo. Había visto hombres que corrieran para dar un salto, y hombres que corrieran para deslizarse. Pero ¿era posible que un hombre corriera para andar, o bien que anduviera para correr? Sin embargo, aquel invisible par de piernas no parecía hacer otra cosa. Aquel hombre, o corría medio pasillo para andar después el otro medio, o andaba medio pasillo para darse después el gusto de correr el otro medio. En uno u otro caso, aquello era absurdo. Y el espíritu del padre Brown se oscurecía más y más, como su cuarto.
Poco a poco la oscuridad de la celda pareció aclarar sus pensamientos. Y le pareció ver aquellos fantásticos pies haciendo cabriolas por el pasillo en actitudes simbólicas y no naturales. ¿Se trataba acaso de una danza religioso-pagana? ¿O era alguna nueva especie de ejercicio científico? El padre Brown se preguntaba a qué ideas podían exactamente corresponder aquellos pasos. Consideró primero el compás lento: aquello no correspondía al andar del propietario. Los hombres de su especie, o andan con rápida decisión o no se mueven. Tampoco podía ser el andar de un criado o mensajero que esperara órdenes; no sonaba a eso. En una oligarquía, las personas subordinadas suelen bambolearse cuando están algo ebrias, pero generalmente, y sobre todo en sitios tan imponentes como aquel, o se están quietas o adoptan una marcha forzada. Aquel andar pesado sin embargo, elástico, que parecía lleno de descuido y de énfasis no muy ruidoso, pero tampoco cuidadoso de no hacer ruido, sólo podía pertenecer a un animal en la tierra. Era el andar de un caballero de la Europa occidental, y tal vez le un caballero que nunca había tenido que trabajar.
Al llegar el padre Brown a esta certidumbre, el paso menudito volvió, y corrió frente a la puerta con la rapidez de una rata. Y el padre Brown advirtió que este andar, mucho más ligero que el otro, era también menos ruidoso, como si ahora el hombre anduviera de puntillas. Sin embargo, no sugería la idea del secreto, sino de otra cosa —de otra cosa que Brown no acertaba a recordar—. Y luchaba en uno de esos estados de semirrecuerdo que le hacen a uno sentirse semiperspicaz. En alguna otra parte había él oído ese andar menudo. Y de pronto volvió a levantarse poseído de una nueva idea, y se aproximó a la puerta. Su cuarto no daba directamente al pasillo, sino, por un lado, a la oficina de las vidrieras, y por otro al vestuario. Intentó abrir la puerta de la oficina; estaba cerrada con llave. Se volvió a la ventana, que no era a aquella hora más que un cuadro de vidrio lleno de niebla rojiza al último destello solar; y por un instante le pareció oler la posibilidad de un delito, como el perro huele las ratas.
Su parte racional. —fuere o no la mejor— acabó por imponerse en él. Recordó que el propietario le había dicho que cerraría la puerta con llave y después volvería a sacarle de allí. Y se dijo que aquellos excéntricos ruidos bien pudieran tener mil explicaciones que a él no se le habían ocurrido; y se dijo, además, que apenas le quedaba luz para acabar su tarea. Se acercó a la ventana para aprovechar las últimas claridades de la tarde, y se entregó por entero a la redacción de su Memoria. Al cabo de unos veinte minutos, durante los cuales fue teniendo que acercarse cada vez más el papel para poder distinguir las letras, suspendió de nuevo la escritura; otra vez se oían aquellos inexplicables pies.
Ahora había en los pasos una tercera singularidad. Antes parecía que el desconocido andaba, a veces despacio y a veces muy de prisa, pero andaba. Ahora era indudable que corría. Ahora se oían claramente los saltos de la carrera a lo largo del pasillo, como los de una veloz pantera. El que pasaba parecía ser un hombre agitado y presuroso. Pero cuando desapareció como una ráfaga hacia la región en que estaba la oficina, volvió otra vez el andar lento y vacilante.
El padre Brown arrojó los papeles, y, sabiendo ya que la puerta de la oficina estaba cerrada, se dirigió a la del vestuario. El criado estaba ausente por casualidad, tal vez porque los únicos huéspedes de la casa estaban cenando, y su oficio era una sinecura. Tras de andar a tientas por entre un bosque de gabanes, se encontró con que el pequeño vestuario paraba, sobre el iluminado pasillo, en un mostrador de ésos que hay en los sitios donde suele uno dejar sus paraguas o sombrillas a cambio de fichas numeradas. Sobre el arco semicircular de esta salida venía a quedar uno de los focos del pasillo. Pero apenas podía alumbrar la cara del padre Brown, que sólo se distinguía como un bulto oscuro contra la nebulosa ventana de Poniente, a sus espaldas. En cambio, el foco iluminaba teatralmente al hombre que andaba por el pasillo.
Era un hombre elegante vestido de frac; aunque alto, no parecía ocupar mucho espacio. Se diría que podía escurrirse como una sombra por donde muchos hombres más pequeños no hubieran podido pasar. Su cara, iluminada a plena luz, era morena y viva. Parecía extranjero. De buena esencia, era atractivo e inspiraba confianza. El crítico sólo hubiera dicho de él que aquel traje negro era una sombra que oscurecía su cara y su aspecto, y que le hacía unos bultos y bolsas desagradables. Al ver la silueta negra de Brown, sacó un billete con un número, y dijo con amable autoridad:
—Déme mi sombrero y mi gabán; tengo que salir al instante.
El padre Brown, sin chistar, tomó el billete y fue a buscar el gabán; no era la primera vez que hacía de criado. Trajo lo que le pedían, y lo puso sobre el mostrador. El caballero, que había estado buscando en el bolsillo del chaleco, dijo riendo:
—No encuentro nada de plata; tome usted esto.
Y le dio media libra esterlina, y tomó su sombrero y su gabán.
La cara del padre Brown permaneció impávida, pero él perdió la cabeza. Siempre el padre Brown valía más cuando perdía la cabeza. En tales momentos sumaba dos y dos, y sacaba un tal de cuatro millones. Esto, la Iglesia católica, que está prendada del sentido común, no siempre lo aprueba. Tampoco lo aprobaba siempre el padre Brown. Pero ello era cosa de inspiración, muy importante en las horas críticas, horas en que lo salvará su cabeza sólo el que la haya perdido.
—Me parece, señor —dijo con mucha cortesía—, que ha de llevar usted plata en los bolsillos.
—¡Hombre! —exclamó el caballero—. Si yo prefiero darle a usted oro, ¿de qué se queja?
—Porque la plata es, a veces, más valiosa que el oro —dijo el sacerdote—. Quiero decir, en grandes cantidades.
El desconocido le miró con curiosidad; después miró todavía con más curiosidad hacia la entrada del pasillo. Después contempló otra vez a Brown, y muy atentamente consideró la ventana que estaba a espaldas de éste, todavía coloreada en el crepúsculo de la tarde lluviosa. Y luego, con súbita resolución, puso una mano en el mostrador, saltó sobre él con la agilidad de un acróbata, y se irguió ante el sacerdote, poniéndole en el cuello la poderosa garra.
—¡Quieto! —le dijo con un resoplido—. No quiero amenazarle a usted, pero…
—Pero yo sí quiero amenazarle a usted —dijo el padre Brown, con voz que parecía un redoble de tambor—. Yo quiero amenazarle a usted con los calores eternos y con el fuego que no se extingue.
—Es usted —dijo el caballero— un extraño bicho de vestuario.
—Soy un sacerdote Monsieur Flambeau —dijo Brown—, y estoy dispuesto a escuchar su confesión.
El otro se quedó un instante desconcertado, y luego se dejó caer en una silla.
Los dos primeros servicios habían transcurrido en medio de un éxito placentero. No poseo copia del menú de «Los Doce Pescadores Legítimos», pero si la poseyera, no aprovecharía a nadie;, porque el menú estaba escrito en una especie de superfrancés de cocinero, completamente ininteligible para los franceses. Una de las tradiciones del club era la abundancia y variedad abrumadora de
los hors d’oeuvres
. Se los tomaba muy en serio, por lo mismo que son números extras inútiles, como aquellos mismos banquetes y como el mismo club. También era tradicional que la sopa fuera ligera y de pocas pretensiones: algo como una vigilia austera y sencilla, en previsión del festín de pescado que venía después. La conversación era esa conversación extraña, trivial, que gobierna al Imperio británico —que le gobierna en secreto—, y que, sin embargo, resultaría poco ilustrativa para cualquier inglés ordinario, suponiendo que tuviera el privilegio de oírla. A los ministros del Gabinete se les aludía por su nombre de pila, con cierto aire de benignidad y aburrimiento. Al canciller real del Tesoro, a quien todo el partido Tory maldecía a la sazón por sus exacciones continuas, le elogiaban por los versitos que solía escribir o por la montura que usaba en las cacerías. Al jefe de los «Tories», odiado como tirano por todos los liberales, le discutían, y, finalmente, le elogiaban por su espíritu liberal. Parecía, pues, que concedieran mucha importancia a los políticos, y que todo en ellos fuera importante menos su política. Mr. Audley, el presidente, era un anciano afable que todavía gastaba cuellos a lo Gladstone: parecía un símbolo de aquella sociedad, a la vez fantasmagórica y estereotipada. Nunca había hecho nada, ni siquiera un disparate. No era derrochador, ni tampoco singularmente rico. Simplemente, estaba en el cotarro y eso bastaba. Nadie, en sociedad, lo ignoraba; y si hubiera querido figurar en el Gabinete, lo habría logrado. El duque de Chester, vicepresidente, era un joven político en marea creciente. Quiero decir que era un joven muy agradable, con una cara llena y pecosa, de inteligencia moderada, y dueño de vastas posesiones. En público, siempre tenía éxito, mediante un principio muy sencillo: cuando se le ocurría un chiste, lo soltaba, y todos opinaban que era muy brillante; cuando no se le ocurría ningún chiste, decía que no era tiempo de bromear, y todos opinaban que era muy juicioso. En lo privado, en el seno de un club de su propia clase, se conformaba con ser lo más francote y bobo, como un buen chico de escuela. Mr. Audley, que nunca se había metido en política, trataba de estas cosas con una seriedad relativa. A veces, hasta ponía en embarazos a la compañía, dando a entender, por algunas frases, que entre liberales y conservadores existía cierta diferencia. En cuanto a él, era conservador hasta en la vida privada. Le caía sobre la nuca una ola de cabellos grises, como a ciertos estadistas a la antigua; y visto de espaldas, parecía exactamente el hombre que necesitaba la patria. Visto de frente, parecía un solterón suave, tolerante consigo mismo, y con aposento en el «Albany», como era la verdad.
Como ya se ha dicho, la mesa de la terraza tenía veinticuatro asientos, y el club sólo constaba de doce miembros. De modo que éstos podían instalarse muy a sus anchas, del lado interior de la mesa, sin tener enfrente a nadie que les estorbara la vista del jardín, cuyos colores eran todavía perceptibles, aunque ya la noche se anunciaba, y algo tétrica, por cierto, para lo que hubiera sido propio de la estación. En el centro de la línea estaba el presidente, y el vicepresidente en el extremo derecho. Cuando los doce individuos se dirigían a sus asientos, era costumbre (quién sabe por cuáles razones) que los quince camareros se alinearan en la pared como tropa que presenta armas al rey, mientras que el obeso propietario se inclinaba ante los huéspedes, fingiéndose muy sorprendido por su llegada, como si nunca hubiera oído hablar de ellos. Pero, antes de que se oyera el primer tintineo de los cubiertos, el ejército de criados desaparecía, y sólo quedaban uno o dos, los indispensables para distribuir los platos con toda rapidez, y en medio de un silencio mortal. Mr. Lever, el propietario, desaparecía también entre zalemas y convulsiones de cortesía. Sería exagerado, y hasta irreverente, decir que volvía a dejarse ver de sus huéspedes. Pero a la hora del plato de solemnidad, del plato de pescado, se sentía algo —¿cómo decirlo?—, se sentía en el ambiente una vívida sombra, una proyección de su personalidad, que anunciaba que el propietario andaba rondando por allí cerca. A los ojos del vulgo aquel sagrado plato no era más que una especie de monstruoso pudín, de aspecto y proporciones de un pastel de boda, donde considerable número de interesantísimos peces habían venido a perder la forma que Dios les dio. «Los Doce Pescadores Legítimos» empuñaban sus famosos cuchillos y tenedores, y atacaban el manjar tan cuidadosamente cual si cada partícula del pudín costara tanto como los mismos cubiertos con que se comía. Y, en efecto, creo que costaba tanto. Y el servicio de honor transcurría en el más profundo silencio de la devoración. Sólo cuando su plato estaba ya casi vacío, el joven duque hizo la observación de ritual: