—Vea usted cómo fue —continuó el curita con el mismo tono de voz—. Regresé a la confitería aquélla y pregunté si me había dejado por ahí un paquete, y di ciertas señas para que lo remitieran si acaso aparecía después. Yo sabía que no me había dejado antes nada, pero cuando regresé a buscar lo dejé realmente. Así, en vez de correr tras de mí con el valioso paquete, lo han enviado a estas horas a casa de un amigo mío que vive en Westminster. —Y luego añadió, amargamente—: También esto lo aprendí de un pobre sujeto que había en Hartlepool. Tenía la costumbre de hacerlo con las maletas que robaba en las estaciones; ahora el pobre está en un monasterio. ¡Oh, tiene uno que aprender muchas cosas, ¿sabe usted? prosiguió sacudiendo la cabeza con el mismo aire del que pide excusas—. No puede uno menos de portarse como sacerdote. La gente viene a nosotros y nos lo cuenta todo.
Flambeau sacó de su bolsillo un paquete de papel de estraza y lo hizo pedazos. No contenía más que papeles y unas barritas de plomo. Saltó sobre sus pies revelando su gigantesca estatura, y gritó:
—No le creo a usted. No puedo creer que un patán como usted sea capaz de eso. Yo creo que trae usted consigo la pieza, y si usted se resiste a dármela…, ya ve usted, estamos solos, la tomaré por fuerza.
—No —dijo con naturalidad el padre Brown; y también se puso de pie—. No la tomará usted por fuerza. Primero, porque realmente no la llevo conmigo. Y segundo, porque no estamos solos.
Flambeau se quedó suspenso.
—Detrás de este árbol —dijo el padre Brown señalándolo— están dos forzudos policías, y con ellos el detective más notable que hay en la tierra. ¿Me pregunta usted que cómo vinieron? ¡Pues porque yo los atraje, naturalmente! ¿Que cómo lo hice? Pues se lo contaré a usted si se empeña. ¡Por Dios! ¿No comprende usted que, trabajando entre la clase criminal, aprendemos muchísimas cosas? Desde luego, yo no estaba seguro de que usted fuera un delincuente, y nunca es conveniente hacer un escándalo contra un miembro de nuestra propia Iglesia. Así, procuré antes probarle a usted, para ver si, a la provocación se descubría usted de algún modo. Es de suponer que todo hombre hace algún aspaviento si se encuentra con que su café está salado; si no lo hace, es que tiene buenas razones para no llamar sobre sí la atención de la gente. Cambié, pues, la sal y el azúcar, y advertí que usted no protestaba. Todo hombre protesta si le cobran tres veces más de lo que debe. Y si se conforma con la cuenta exagerada, es que le importa pasar inadvertido. Yo alteré la nota, y usted la pagó sin decir palabra.
Parecía que el mundo todo estuviera esperando que Flambeau, de un momento a otro, saltara como un tigre. Pero, por el contrario, se estuvo quieto, como si le hubieran amansado con un conjuro; la curiosidad más aguda le tenía como petrificado.
—Pues bien —continuó el padre Brown con pausada lucidez—, como usted no dejaba rastro a la Policía, era necesario que alguien lo dejara, en su lugar. Y adondequiera que fuimos juntos, procuré hacer algo que diera motivo a que se hablara de nosotros para todo el resto del día. No causé daños muy graves por lo demás;, una pared manchada, unas manzanas por el suelo, una vidriera rota… Pero, en todo caso, salvé la cruz, porque hay que salvar siempre la cruz. A esta hora está en Westminster. Yo hasta me maravillo de que no lo haya usted estorbado con el «silbido del asno».
—¿El qué? preguntó Flambeau.
—Vamos, me alegro de que nunca haya usted oído hablar de eso —dijo el sacerdote con una muequecilla—. Es una atrocidad. Ya estaba yo seguro de que usted era demasiado bueno, en el fondo, para ser un "silbador". Yo no hubiera podido en tal caso contrarrestarlo, ni siquiera con el procedimiento de las "marcas"; no tengo bastante fuerza en las piernas:
—Pero, ¿de qué me está usted hablando? —preguntó el otro.
—Hombre, creí que conocía usted las «marcas" —dijo el padre Brown agradablemente sorprendido—. Ya veo que no está usted tan envilecido.
—Pero, ¿cómo diablos está usted al cabo de tantos horrores? —gritó Flambeau.
La sombra de una sonrisa cruzó por la cara redonda y sencillota del clérigo.
—¡Oh, probablemente a causa de ser un borrico célibe! —repuso—. ¿No se le ha ocurrido a usted pensar que un hombre que casi no hace más que oír los pecados de los demás no puede menos de ser un poco entendido en la materia? Además, debo confesarle a usted que otra condición de mi oficio me convenció de que usted no era un sacerdote.
—¿Y qué fue ello?— preguntó el ladrón, alelado.
—Que usted atacó la razón; y eso es de mala teología.
Y como se volviera en este instante para recoger sus paquetes, los tres policías salieron de entre los árboles penumbrosos. Flambeau era un artista, y también un deportista. Dio un paso atrás y saludó con una cortés reverencia a Valentín.
—No; a mí, no,
mon ami
—dijo éste con nitidez argentina—. Inclinémonos los dos ante nuestro común maestro.
Y ambos se descubrieron con respeto, mientras el curita de Essex hacía como que buscaba su sombrilla.
Arístides Valentin, jefe de la policía de París, llegó tarde a la cena, y algunos de sus huéspedes estaban ya en casa. Pero a todos los tranquilizó su criado de confianza, Iván, un viejo que tenía una cicatriz en la cara, y una cara tan gris como sus bigotes, y que siempre se sentaba tras una mesita que había en el vestíbulo; un vestíbulo tapizado de armas. La casa de Valentin era tal vez tan célebre y singular como el amo. Era una casa vieja, de altos muros y álamos tan altos que casi sobresalían, vistos desde el Sena; pero la singularidad y acaso el valor policiaco de su arquitectura estaba en esto: que no había más salida a la calle que aquella puerta del frente, resguardada por Iván y por la armería. El jardín era amplio y complicado, y había varias salidas de la casa al jardín. Pero el jardín no tenía acceso al exterior, y lo circundaba un paredón enorme, liso, inaccesible, con púas en las bardas. No era un mal jardín para los esparcimientos de un hombre a quien cientos de criminales habían jurado matar.
Según Iván explicó a los huéspedes el amo había anunciado por teléfono que asuntos de última hora le obligaban a retrasarse unos diez minutos. En verdad, estaba dictando algunas órdenes sobre ejecuciones y otras cosas desagradables de este jaez. Y aunque tales menesteres le eran profundamente repulsivos, siempre los atendía con la necesaria exactitud. Tenaz en la persecución de los criminales, era muy suave a la hora del castigo. Desde que había llegado a ser la suprema autoridad policíaca de Francia y en gran parte de Europa, había empleado honorablemente su influencia en el empeño de mitigar las penas y purificar las prisiones. Era uno de esos librepensadores humanitarios que hay en Francia. Su única falta consiste en que su perdón suele ser más frío que su justicia.
Valentin llegó. Estaba vestido de negro; llevaba en la solapa el botoncito rojo. Era una elegante figura. Su barbilla negra tenía ya algunos toques grises. Atravesó la casa y se dirigió inmediatamente a su estudio, situado en la parte posterior. La puerta que daba al jardín estaba abierta. Muy cuidadosamente guardó con llave su estuche en el lugar acostumbrado, y se quedó uno segundos contemplando la puerta abierta hacia el jardín. La luna —dura— luchaba con los jirones y andrajos de nubes tempestuosas. Y Valentin la consideraba con una emoción anhelosa poco habitual en naturalezas tan científicas como la suya. Acaso estas naturalezas poseen el don psíquico de prever los más tremendos trances de su existencia. Pero pronto se recobró de aquella vaga inconsciencia, recordando que había llegado con retraso y que sus huéspedes le estarían esperando. Al entrar en el salón, se dio cuenta al instante de que, por lo menos, su huésped de honor aún no había llegado. Distinguió a las otras figuras importantes de su pequeña sociedad: a lord Galloway, el embajador inglés —un viejo colérico con una cara roja como amapola, que llevaba la banda azul de la Jarretera—; a lady Galloway, sutil como una hebra de hilo, con los cabellos argentados y la expresión sensitiva y superior. Vio también a su hija, lady Margaret Graham, pálida y preciosa muchacha, con cara de hada y cabellos color de cobre. Vio a la duquesa de Mont Saint-Michel, de ojos negros, opulenta, con sus dos hijas, también opulentas y ojinegras. Vio al doctor Simon tipo del científico francés, con sus gafas, su barbilla oscura, la frente partida por aquellas arrugas paralelas que son el castigo de los hombres de ceño altanero, puesto que proceden de mucho levantar las cejas. Vio al padre Brown, de Cobhole, en Essex, a quien había conocido en Inglaterra recientemente. Vio, tal vez con mayor interés que a todos los otros, a un hombre alto, con uniforme, que acababa de inclinarse ante los Galloway, sin que éstos contestaran a su saludo muy calurosamente, y que a la sazón se adelantaba al encuentro de su huésped para presentarle sus cortesías. Era el comandante O’Brien, de la Legión francesa extranjera; tenía un aspecto entre delicado y fanfarrón, iba todo afeitado, el cabello oscuro, los ojos azules; y, como parecía propio en un oficial de aquel famoso regimiento de los victoriosos fracasos y los afortunados suicidios, su aire era a la vez atrevido y melancólico. Era, por nacimiento, un caballero irlandés, y, en su infancia, había conocido a los Galloway, y especialmente a Margaret Graham. Había abandonado su patria dejando algunas deudas, y ahora daba a entender su absoluta emancipación de la etiqueta inglesa presentándose de uniforme, espada al cinto y espuelas calzadas. Cuando saludó a la familia del embajador, lord y lady Galloway le contestaron con rigidez y lady Margaret miró a otra parte.
Pero si las visitas tenían razones para considerarse entre sí con un interés especial, su distinguido huésped no estaba especialmente interesado en ninguna de ellas. Por lo menos, ninguna de ellas era a sus ojos el convidado de la noche. Valentin esperaba, por ciertos motivos, la llegada de un hombre de fama mundial, cuya amistad se había ganado durante sus victoriosas campañas policíacas en los Estados Unidos. Esperaba a Julius K. Brayne, el multimillonario cuyas colosales y aplastantes generosidades para favorecer la propaganda de las religiones no reconocidas habían dado motivo a tantas y tan felices burlas, y a tantas solemnes y todavía más fáciles felicitaciones por parte de la prensa americana y británica. Nadie podía estar seguro de si Mr. Brayne era un ateo, un mormón o un partidario de la ciencia cristiana; pero él siempre estaba dispuesto a llenar de oro todos los vasos intelectuales, siempre que fueran vasos hasta hoy no probados. Una de sus manías era esperar la aparición del Shakespeare americano (cosa de más paciencia que el oficio de pescar). Admiraba a Walt Whitman, pero opinaba que Luke P. Taner, de París (Philadelphia) era mucho más «progresista» que Whitman. Le gustaba todo lo que le parecía «progresista». Y Valentin le parecía «progresista», con lo cual le hacía una grande injusticia.
La deslumbrante aparición de Julius K. Brayne fue como un toque de campana que diera la señal de la cena. Tenía una notable cualidad, de que podemos preciarnos muy pocos: su presencia era tan ostensible como su ausencia. Era enorme, tan gordo como alto; vestía traje de noche, de negro impecable, sin el alivio de una cadena de reloj o de una sortija. Tenía el cabello blanco, y lo llevaba peinado hacia atrás, como un alemán; roja la cara, fiera y angelical, con una barbilla oscura en el labio inferior, lo cual transformaba su rostro infantil, dándole un aspecto teatral y mefistofélico. Pero la gente que estaba en el salón no perdió mucho tiempo en contemplar al célebre americano. Su mucha tardanza había llegado a ser ya un problema doméstico, y a toda prisa se le invitó a tomar del brazo a lady Galloway para pasar al comedor.
Los Galloway estaban dispuestos a pasar alegremente por todo, salvo en un punto: siempre que lady Margaret no tomara el brazo del aventurero O’Brien, todo estaba bien. Y lady Margaret no lo hizo así, sino que entró al comedor decorosamente acompañada por el doctor Simon. Con todo, el viejo lord Galloway comenzó a sentirse inquieto y a ponerse algo áspero. Durante la cena estuvo bastante diplomático; pero cuando a la hora de los cigarros, tres de los más jóvenes —el doctor Simon, el padre Brown y el equívoco O’Brien, el desterrado con uniforme extranjero— empezaron a mezclarse en los grupos de las damas y a fumar en el invernadero, entonces el diplomático inglés perdió la diplomacia. A cada sesenta segundos le atormentaba la idea de que el bribón de O’Brien tratara por cualquier medio de hacer señas a Margaret, aunque no se imaginaba de qué manera. A la hora del café se quedó acompañado de Brayne, el canoso yanqui que creía en todas las religiones, y de Valentin, el peligrisáceo francés que no creía en ninguna. Ambos podían discutir mutuamente cuanto quisieran; pero era inútil que invocaran el apoyo del diplomático. Esta logomaquia «progresista» acabó por ponerse muy aburrida; entonces, lord Galloway se levantó también, y trató de dirigirse al salón. Durante seis u ocho minutos anduvo perdido por los pasillos; al fin oyó la voz aguda y didáctica del doctor, y después la voz opaca del clérigo, seguida por una carcajada general. Y pensó con fastidio que tal vez allí estaban también discutiendo sobre la ciencia y la religión. Al abrir la puerta del salón sólo se dio cuenta de una cosa; de quiénes están ausentes. El comandante O’Brien no estaba allí; tampoco lady Margaret.
Abandonó entonces el salón con tanta impaciencia como antes abandonara el corredor, y otra vez metióse por los pasillos. La preocupación por proteger a su hija del pícaro argelino-irlandés se había apoderado de él como una locura. Al acercarse al interior de la casa, donde estaba el estudio de Valentin, tuvo la sorpresa de encontrar a su hija, que pasaba rápidamente con una cara pálida y desdeñosa que era un enigma por sí sola. Si había estado hablando con O’Brien, ¿dónde estaba éste? Si no había estado con él, ¿de dónde venía? Con una sospecha apasionada y senil se internó más en la casa, y casualmente dio con una puerta de servicio que comunicaba al jardín. Ya la luna, con su cimitarra, había rasgado; y deshecho toda nube de tempestad. Una luz de plata bañaba de lleno el jardín. Por el césped vio pasar una alta figura azul camino del estudio. Al reflejo lunar, sus facciones se revelaron: era el comandante O’Brien.
Desapareció tras la puerta vidriera en los interiores de la casa, dejando a lord Galloway en un estado de ánimo indescriptible, a la vez confuso e iracundo. El jardín de plata y azul, como un escenario de teatro, parecía atraerle tiránicamente con esa insinuación de dulzura tan opuesta al cargo que él desempeñaba en el mundo. La esbeltez y gracia de los pasos del irlandés le habían encolerizado como si, en vez de un padre, fuese un rival; y ahora la luz de la luna le enloquecía. Una especie de magia pretendía atraparle, arrastrándole hacia un jardín de trovadores, hacia una tierra maravillosa de Watteau; y, tratando de emanciparse por medio de la palabra de aquellas amorosas insensateces, se dirigió rápidamente en pos de su enemigo. Tropezó con alguna piedra o raíz de árbol, y se detuvo instintivamente a escudriñar el suelo, primero con irritación, y después, con curiosidad. Y entonces la luna y los álamos del jardín pudieron ver un espectáculo inusitado: un viejo diplomático inglés que echaba a correr, gritando y aullando como loco.