El mundo entero guerreaba, y él se esforzaba por salvar a unos cuantos pobres hombres de los puentes. ¿De qué servía? Y sin embargo continuaba cauterizando la carne, cosiendo, salvando vidas como le había enseñado su padre. Empezó a comprender la sensación de inutilidad que había visto en los ojos de su padre en aquellas ocasionales noches tristes en que Lirin bebía vino en soledad.
«Estás intentando compensar por haberle fallado a Dunny —pensó Kaladin—. Ayudar a estos hombres no lo traerá de vuelta.»
Perdió el que sospechaba que iba a morir, pero salvó a los otros cuatro, y el que había recibido un golpe en la cabeza estaba empezando a despertar. Kaladin se sentó en cuclillas, cansado, las manos cubiertas de sangre. Las lavó con un chorro de agua de los odres de Lopen, y luego alzó una mano y recordó por fin su propia herida, donde la flecha le había cortado la mejilla.
Se detuvo. Palpó la piel, pero no pudo encontrar la herida. Había sentido la sangre en la mejilla y la barbilla. Había sentido la flecha cuando lo cortaba, ¿no?
Se levantó, sintiendo un escalofrío, y se llevó la mano a la frente. ¿Qué estaba sucediendo?
Alguien se le acercó. El rostro ahora afeitado de Moash revelaba una cicatriz antigua a lo largo de su mejilla. Estudió a Kaladin.
—Respecto a Dunny…
—Hiciste bien —dijo Kaladin—. Probablemente me salvaste la vida. Gracias.
Moash asintió lentamente. Se volvió a mirar a los cuatro heridos. Lopen y Dabbid les estaban dando agua y les preguntaban sus nombres.
—Me equivoqué contigo —dijo Moash de repente, tendiéndole una mano.
Kaladin la aceptó, vacilante.
—Gracias.
—Eres un necio y un instigador. Pero eres honesto. —Moash rio para sí—. Si haces que nos maten, no será a propósito. No puedo decir lo mismo de algunos a los que he servido. Venga, vamos a preparar a esos hombres para trasladarlos.
«Las cargas de nueve son mías. ¿Por qué debo llevar la locura de todos ellos? Oh, Todopoderoso, libérame.»
Fechado Palaheses, 1173, segundos desconocidos antes de la muerte. Sujeto: un rico ojos claros. Muestra recogida de segunda mano.
El frío aire nocturno amenazaba con que pronto podría llegar un tramo de invierno. Dalinar llevaba una larga y gruesa guerrera, pantalones y camisa. La guerrera se abotonaba hasta el cuello y era larga por detrás y por los lados y le llegaba hasta los tobillos, agitándose en la cintura como una capa. En los primeros años, tal vez se habría llevado con una takama, aunque a Dalinar nunca le habían gustado las ropas que parecían faldas.
El sentido del uniforme no era la moda ni la tradición, sino que se distinguiera fácilmente de aquellos que lo seguían. No tendría problemas con los otros ojos claros si al menos llevaran sus colores.
Llegó a la isla de banquete del rey. Habían colocado soportes a los lados, donde normalmente estaban los braseros, y en cada uno de ellos había uno de esos nuevos fabriales que desprendían luz. La corriente entre las islas se había reducido a un hílelo: el hielo había dejado de fundirse en las tierras altas.
La asistencia a la fiesta esa noche era reducida, aunque esto se notaba especialmente en las cuatro islas que no eran del rey. Cuando había acceso a Elhokar y los altos príncipes, la gente asistía aunque el banquete se celebrara en medio de una alta tormenta. Dalinar recorrió el pasillo central, y Navani (sentada a la mesa de las mujeres) lo miró a los ojos. Se dio la vuelta, recordando quizá las bruscas palabras que le había dirigido en su último encuentro.
Sagaz no estaba en su lugar de costumbre insultando a aquellos que llegaban a la isla del rey; de hecho, no se lo veía por ninguna parte.
«No es sorprendente», pensó Dalinar. A Sagaz no le gustaba volverse predecible: últimamente se había pasado varios banquetes subido a su pedestal largando insultos. Era probable que sintiera que había agotado esa táctica.
Los otros nueve altos príncipes estaban allí presentes. Trataban a Dalinar con frialdad desde que se negaron a su petición de combatir juntos. Como si les ofendiera el mero ofrecimiento. Los ojos claros menores establecían alianzas, pero los altos príncipes se comportaban como si ellos mismos fueran reyes. Los otros altos príncipes eran rivales a quienes había que mantener a raya.
Dalinar envió a un sirviente a traerle comida y se sentó a la mesa. Se había retrasado en su llegada mientras recibía informes de las compañías que había mandado volver, así que fue uno de los últimos en comer. La mayoría de los otros se habían puesto a conversar. A la derecha, la hija de un oficial tocaba una serena melodía de flauta a un grupo de curiosos. A la izquierda, tres mujeres habían sacado sus carpetas de bocetos y dibujaban cada una al mismo hombre. Las mujeres solían desafiarse unas a otras en duelo como hacían los hombres con las espadas esquirladas, aunque rara vez usaban esa palabra. Siempre eran «competiciones amistosas» o «juegos de ingenio».
Llegó la comida, estagma cocido (un tubérculo marrón que crecía en los charcos profundos) sobre una base de grano hervido. El grano se hinchaba con agua, y toda la comida estaba empapada en una densa salsa de pimienta marrón. Dalinar sacó el cuchillo y cortó una rodaja del extremo del estagma. Usando el cuchillo para rociarle grano encima, cogió la rodaja con dos dedos y empezó a comer. Esta noche estaba sabroso y picante, probablemente por el frío, y sabía bien mientras el vapor del plato nublaba el aire.
Hasta ahora, Jasnah no había respondido al mensaje sobre su visión, aunque Navani decía que tal vez podría resolver el caso por su cuenta. Era una renombrada erudita también, por más que siempre le habían interesado más los fabriales. La miró. ¿Era un necio por ofenderla como lo había hecho? ¿Haría aquello que usara contra él el conocimiento de sus visiones?
«No —pensó—. No sería tan mezquina.» Navani parecía interesada en él, aunque el modo de su afecto era inadecuado.
Las sillas a su alrededor estaban vacías. Se estaba convirtiendo en un paria, primero por hablar de los Códigos, luego por sus intentos de conseguir que los altos príncipes cooperaran con él, y finalmente por la investigación de Sadeas. No era extraño que Adolin estuviera preocupado.
De repente, alguien se sentó a su lado, vestido con una capa negra para protegerse del frío. No era uno de los altos príncipes. ¿Quién se atrevería…?
La figura se bajó la capucha, mostrando el rostro de halcón de Sagaz. Todo líneas y ángulos, con la nariz y la mandíbula afiladas, cejas delicadas y ojos agudos. Dalinar suspiró, esperando el inevitable torrente de astutas pullas.
Sin embargo, Sagaz no dijo nada. Inspeccionó a la multitud con expresión intensa.
«Sí —pensó Dalinar—. Adolin también tiene razón con este hombre.» Dalinar lo había juzgado demasiado a la ligera en el pasado. No era el bufón que fueron algunos de sus predecesores. Sagaz continuó sin decir nada, y Dalinar decidió que, tal vez, la broma de esta noche sería sentarse junto a las personas para ponerlas nerviosas. No era una gran broma, pero Dalinar a menudo olvidaba el motivo por el que Sagaz hacía lo que hacía. Tal vez era terriblemente divertido si le veías la gracia. Dalinar volvió a su comida.
—Los vientos están cambiando —susurró Sagaz.
Dalinar lo miró.
Los ojos de Sagaz se entornaron, y escrutó el cielo nocturno.
—Lleva meses ya. Un remolino. Cambiante y retorcido, soplando alrededor de nosotros. Como un mundo girando, pero no podemos verlo porque somos parte de él.
—Un mundo girando. ¿Qué tontería es esa?
—La tontería de los hombres que se preocupan, Dalinar —dijo Sagaz—. Y la inteligencia de aquellos que no lo hacen. Lo segundo depende de lo primero, pero también lo explora, mientras que lo primero no entiende a lo segundo, esperando que sea más parecido a él. Y todos sus juegos nos roban el tiempo. Segundo a segundo.
—Sagaz —suspiró Dalinar—, esta noche no estoy de humor. Lamento no entender tu intención, pero no tengo ni idea de lo que quieres decir.
—Lo sé —dijo Sagaz, y entonces lo miró directamente—. Adonalsium.
Dalinar frunció aún más el ceño.
—¿Qué?
Sagaz escrutó su rostro.
—¿Has oído hablar alguna vez del término, Dalinar?
—¿Ado…, qué?
—Nada —dijo Sagaz. Parecía preocupado, algo que no era habitual en él—. Insensato. Cantamañanas. Bla bla bla. No es raro que las palabras sin sentido sean a menudo los sonidos de otras palabras, cortadas y desmembradas, y luego cosidas a algo nuevo…, y sin embargo sean completamente distintas al mismo tiempo.
»Me pregunto si se podría hacer eso con un hombre. Desmontarlo, emoción a emoción, trozo a trozo, pedazo ensangrentado a pedazo ensangrentado. Y luego combinarlo todo junto para que sea otra cosa, como un Dysian Aimian. Si ensamblas a un hombre así, Dalinar, asegúrate de llamarlo Parlanchín, como yo. O tal vez Charlatán.
Dalinar frunció el ceño.
—¿Ese es tu nombre, entonces? ¿Tu verdadero nombre?
—No, amigo mío —dijo Sagaz, poniéndose en pie—. He abandonado mi verdadero nombre. Pero, la próxima vez que nos veamos, pensaré en uno astuto para que me llames. Hasta entonces, Sagaz bastará… O si quieres, puedes llamarme Hoid. Ten cuidado: Sadeas planea una revelación en el banquete de esta noche, aunque no sé cuál es. Adiós. Lamento no haberte insultado más.
—Espera, ¿te marchas?
—Debo hacerlo. Espero hacerlo. Lo haré si no me matan. Probablemente lo harán de todas formas. Discúlpame ante tu sobrino por mí.
—No se sentirá feliz. Te aprecia.
—Sí, es una de sus tendencias más admirable, junto a la de pagarme, dejarme comer su cara comida y darme la oportunidad de burlarme de sus amigos. El cosmero, por desgracia, tiene preferencia sobre la comida gratis. Cuídate, Dalinar. La vida se vuelve peligrosa, y tú estás en el centro.
Sagaz asintió una vez y se volvió hacia la noche. Se puso la capucha y pronto Dalinar no pudo distinguirlo de la oscuridad.
Dalinar volvió a su comida. «Sadeas planea una revelación en el banquete esta noche, aunque no sé cuál es.» Sagaz rara vez se equivocaba, aunque casi siempre se portaba de un modo extraño. ¿Se marchaba de verdad, o estaría todavía en el campamento a la mañana siguiente, riéndose de la broma que le había gastado?
«No —pensó Dalinar—, esto no ha sido una broma.» Llamó a un maestro-siervo vestido de blanco y negro.
—Tráeme a mi hijo mayor.
El sirviente inclinó la cabeza y se retiró. Dalinar comió el resto de su comida en silencio, mirando ocasionalmente a Sadeas y Elhokar. Ya no estaban en la mesa, y por eso la esposa de Sadeas se había reunido con él. Ialai era una mujer curvilínea que según decían todos se teñía el pelo. Eso indicaba sangre extranjera en el pasado de su familia: el cabello alezi siempre se reproducía en proporción con la sangre alezi que tuvieras. La sangre extranjera implicaba mechones de otro color. Irónicamente, la sangre mixta era mucho más común en los ojos claros que en los ojos oscuros, quienes rara vez se casaban con extranjeros, pero las casas alezi a menudo necesitaban alianzas o dinero de fuera.
Terminada la comida, Dalinar pasó de la mesa del rey a la isla propiamente dicha. La mujer seguía tocando su melancólica canción. Era bastante buena. Unos momentos más tarde, llegó Adolin. Corrió hacia Dalinar.
—¿Padre? ¿Me has mandado llamar?
—Quédate por aquí. Sagaz me ha dicho que Sadeas planea hacer una tormenta de algo esta noche.
La expresión de Adolin se ensombreció.
—Hora de irnos, entonces.
—No. Tenemos que dejar que las cosas se desencadenen.
—Padre…
—Pero puedes prepararte —dijo Dalinar en voz baja—. Por si acaso. ¿Invitaste a los oficiales de nuestra guardia al banquete de esta noche?
—Sí. A seis de ellos.
—Tienen mi invitación para pasar a la isla del rey. Transmite la noticia. ¿Qué hay de la guardia del rey?
—Me he asegurado de que algunos de los que esta noche guardan la isla sean los más leales a ti. —Adolin señaló con la barbilla un espacio en la oscuridad, al lado de la cuenca del banquete—. Creo que deberíamos colocarlos allí. Será una buena línea de retirada por si el rey intenta arrestarte.
—Sigo sin creer que llegue a eso.
—No puedes estar seguro. Elhokar, después de todo, permitió esta investigación en primer lugar. Se está volviendo cada vez más paranoico.
Dalinar se volvió a mirar al rey. El joven llevaba puesta casi siempre su armadura esquirlada, aunque no lo hacía en ese momento. Parecía continuamente nervioso, miraba por encima del hombro, sus ojos corrían de un lado a otro.
—Házmelo saber cuando los hombres estén en posición —dijo Dalinar.
Adolin asintió y se marchó rápidamente.
La situación hizo que Dalinar tuviera pocas ganas de socializar con nadie. Con todo, estar allí de pie solo y con aspecto molesto no era mejor, así que se acercó a la hoguera principal, donde el alto príncipe Hatham charlaba con un grupito de ojos claros. Saludaron con la cabeza a Dalinar cuando se reunió con ellos; a pesar de cómo lo trataban en general, nunca le darían la espalda en un banquete como este. Simplemente, eso no se hacía a alguien de su rango.
—Ah, brillante señor Dalinar —dijo Hatham de forma excesivamente amable. Delgado y con el cuello largo, el hombre llevaba una camisa verde con chorreras bajo un abrigo en forma de túnica, con una bufanda de seda de color verde oscuro alrededor del cuello. En cada uno de sus dedos tenía un rubí que brillaba débilmente: habían extraído la luz tormentosa de ellos con un fabrial creado para la ocasión.