El Camino de las Sombras (69 page)

BOOK: El Camino de las Sombras
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—Jamás. Y no asientas con cara de sabelotodo; para eso ya me basta con Dorian. —Feir observó a los soldados y meisters que se acercaban—. Vale. Tú primero.

«Piensa ir a por Curoch. Tiene que ser un héroe, el muy tonto.»

—No puedo —dijo Solon—. No me quedan fuerzas para agarrarme a la cuerda. Si voy solo moriré.

Feir se puso en pie.

—Solo un momento, que pruebe a... —Proyectó su Talento hacia delante y asió la espada. Al instante, unas manos de vir se abalanzaron sobre su magia y empezaron a remontarla hacia él. Solon segó el conjuro de su amigo con uno propio. El esfuerzo le hizo ver chiribitas.

—Ay, no hagas eso. No hagas eso, por favor. Ay. Cógeme a caballito, Feir. —Solon no tenía tiempo de explicarse. Los meisters estaban cerca.

—Yo estoy loco, y tú gordo —dijo Feir, pero recogió a Solon y se lo cargó a la espalda.

—Mágicamente también, ¿quieres? Tengo un plan. Y no estoy gordo.

Por muchas pegas que pusiera a los planes cuando estaban a salvo, Feir sabía obedecer durante la batalla. Se abrió sin vacilar y Solon bebió de su Talento. Se afianzó a la espalda de Feir con ataduras mágicas y después preparó deprisa y corriendo cinco finas tramas. Seguía doliéndole, pero ni por asomo tanto como al usar su propio Talento.

—Ahora —dijo—. Salta.

Feir se tiró por el costado del puente. La cuerda estaba en el lugar idóneo, no gracias al viento o el poder de la profecía, sino porque Solon la había colocado allí usando la magia. Cuando Feir se cogió a la cuerda, Solon activó las demás tramas.

Se abrieron agujeros en los lados de cada caldero de fuego, y el aire que contenían se comprimió de repente. El aceite de dentro salió a chorro y roció el puente. La última trama de magia dejó caer una pequeña chispa en mitad del combustible.

Sonó un satisfactorio fragor. El río se encendió de reflejos anaranjados y amarillos, y una ola de calor rebasó a los dos magos que caían.

Después las cosas sucedieron demasiado deprisa para seguirles la pista. Feir se había agarrado a la cuerda con ambas manos y una pierna. Se dio la vuelta al instante y quedó de espaldas al río. El repentino cambio de dirección hizo que Solon se partiera el brazo contra el hombro de su amigo. De no haber sido por las ligaduras mágicas que lo sujetaban, habría caído como una piedra. La cuerda, atada a ambos lados del puente, cedió y se combó hacia abajo. Como Feir y Solon no habían logrado llegar al centro de la pasarela, resbalaron de cabeza por la cuerda unos quince pasos. Entonces la cuerda se partió por el extremo del castillo.

Solon veía estallar una luz por encima de ellos, vagamente consciente de que se estaban deslizando a una velocidad espantosa en dirección al río. El puente estaba envuelto en llamas que saltaban con alegría en la noche. O quizá era el dolor lo que explotaba en su cabeza. Entonces se estrellaron contra algo frío y duro.

Respiró. Era mal momento. La materia fría y dura se había convertido en fría y líquida. Estaban bajo el agua. Tosió cuando Feir salió a la superficie, y Solon pensó con distanciamiento que o bien su amigo era un nadador increíble o bien algo tiraba de ellos hacia fuera.

Feir estaba de rodillas donde no cubría, con las manos en alto. Desde su posición en la espalda de su amigo, Solon vio que la cuerda le había reducido las manos a un amasijo de carne sanguinolenta, incluso se veía el hueso.

—Vaya, habéis salido mejor parados de lo que me esperaba —decía la voz de Dorian mientras su magia los sacaba a rastras del río—. Dejad de holgazanear los dos. Tenemos que ponernos en marcha si queremos llegar a tiempo a Khalidor.

—¿Holgazanear? —preguntó Solon, contento de que le quedaran fuerzas para indignarse.

—¿Khalidor? —inquirió Feir.

—Bueno, es allí donde espera mi prometida. No veo la hora de descubrir quién es. Me parece que Curoch también encontrará la forma de acabar allí.

Feir maldijo, pero Solon, incluso con el brazo roto, las chiribitas y demás, solo se rió.

Capítulo 65

Cuando entraban dentro del arco de su espada o se ponían a tiro de sus veloces pies o sus fuertes puños, los hombres caían como el grano en una tormenta de verano. Para Kylar, que siempre había tenido un don para combatir, la batalla de repente cobraba sentido. El caos se recomponía en bellos diseños intrincados, entrelazados y lógicos.

Con un mero vistazo a la cara de un hombre, podía juzgar al instante: parada izquierda, pausa, acometida, fuera. Un hombre murió y cayó a suficiente distancia para no entorpecer sus movimientos. Siguiente, barrido derecho, vuelta interior, puño de revés a la nariz. Giro, gemelo, garganta. Parada, contraataque. Estocada.

La batalla tenía un ritmo, una música acompasada a la percusión individual de cada cámara de su corazón. No había un solo sonido fuera de lugar. El tenor del acero tintineante complementaba el bajo de los puños y los pies que aporreaban la carne —blando a duro, duro a blando— y el barítono de las maldiciones de los hombres, alternado con el punteo en
staccato
de la cota de malla al desgarrarse.

Con su Talento cantando, Kylar era un virtuoso. Luchaba en un grácil frenesí, como un bailarín poseído. El tiempo no llegaba a frenarse, pero descubrió que su cuerpo reaccionaba a imágenes que no había captado de forma consciente: giraba, se agachaba para esquivar golpes que su mente no llegaba a prever y golpeaba con la sobrecogedora velocidad y elegancia de ese ángel de la muerte, el Ángel de la Noche.

Los montañeses intentaban imponer su superioridad numérica. Sus armas cortaban el aire a un centímetro de la oreja de Kylar, a medio de su estómago, a un cuarto de su muslo. Sus rivales fueron estrechando el círculo, hasta que los cuerpos que mataba ya no caían hacia atrás, sino hacia él.

Envainó a Sentencia, agarró la mano que blandía una espada destinada a su vientre y tiró de un montañés delgaducho a través del círculo para que se la clavara a un compañero. Desvió una estocada por la espalda llevando un cuchillo por encima de su hombro mientras apuñalaba un ojo con su otra mano.

Dos lanzas lo buscaron y él se dejó caer al suelo mientras tiraba de ambas armas hacia delante. Cada una se empaló en un cuerpo. Volvió a levantarse y destrozó la cara a otro montañés de una patada.

Sin embargo, la situación era desesperada. Dentro de una jaula de armas enredadas y hombres moribundos dando manotazos, quedaría atrapado en cuestión de segundos.

Ligero como un gato, se encaramó a la espalda de un soldado que agonizaba de rodillas y saltó impulsándose en el hombro de uno de los lanceros empalados.

Mientras rodaba de lado en el aire, una bola de fuego de brujo de color verde y el tamaño de un puño surcó el aire a toda velocidad hacia él. Alcanzó su capa y se desintegró. Kylar aterrizó de pie y se agachó para esquivar un mandoble. Un fuego verde prendió en su capa. Se la quitó mientras se lanzaba al suelo entre dos lanzas.

Sosteniendo la capa por una punta, se puso en pie y envolvió con ella a otro de sus atacantes. Las llamas verdes se abalanzaron sobre la piel del soldado y allí ardieron de un azul brillante mientras el hombre gritaba.

Otra bola de fuego de brujo surcó el aire chisporroteando y Kylar se refugió detrás de uno de los pilares que sostenían el alto techo.

Disfrutó de dos compases de descanso. Había matado o incapacitado a más de la mitad de los khalidoranos, pero los otros ya habían aprendido a explotar sus ventajas. Punto, contrapunto.

—¡Al capitán! ¡Mantened a un meister a la vista! —gritó Roth.

Los hombres corrieron junto al capitán para formar una cuña entre Kylar y su príncipe, que se había retirado hasta el trono para observar.

Kylar, sin embargo, no estaba perdiendo el tiempo al amparo del pilar. Sabía que, si quería tener una oportunidad de matar a Roth, debía liquidar a los brujos. Los dos tenían la vista clavada en los espacios entre pilares por los que Kylar tendría que salir corriendo.

Formó un charquito con el ka'kari en su mano y, obligándose a recordar el tacto de aquellos dedos de magia, lo instó a avanzar por su espada. El ka'kari, que parecía haber captado su urgencia, cubrió el acero al instante. Tanto el ka'kari como la espada reverberaron y se volvieron invisibles.

Abandonó el cobijo del pilar y los dedos mágicos se le echaron encima al instante. Cortó en un rápido círculo y los notó marchitarse y desaparecer. Agarró el borde de uno de los largos tapices que cubrían las paredes del salón del trono y corrió hacia otro pilar, pero no antes de que brotara el fuego de brujo de los dedos de un meister.

Si hubiese tenido tiempo de pensárselo, Kylar no habría intentado pararlo con su espada (era una locura intentar bloquear la magia), pero tenía esa respuesta muy arraigada. La parte plana de su espada golpeó la esfera verde de fuego. En lugar de estallar, el conjuro fue engullido por la hoja con un bramido.

Kylar bordeó un pilar, con el tapiz en una mano y en la otra su espada, ya visible por las crepitantes llamas verdes que reptaban por la hoja. Con toda la fuerza de su Talento, saltó.

Voló por el aire en mitad del salón del trono; el tapiz se enroscó en torno al pilar, lo hizo cambiar bruscamente de trayectoria y lo lanzó hacia los escalones.

El otro brujo debía de haber lanzado fuego sin que Kylar lo viera, porque el tapiz cedió y se desgarró un momento antes de lo que pensaba soltarlo. Aterrizó en el rellano entre los tramos de escalones con dos metros y medio de tapiz ardiendo en las manos. Lo lanzó hacia los montañeses y atacó con la espada al brujo que canturreaba a menos de dos pasos de distancia.

La parte superior de la cabeza del brujo se abrió y dejó a la vista su cerebro. El hombre giró, pero sus labios completaron el sortilegio. Los gruesos zarcillos negros que se habían estado retorciendo bajo la piel de sus brazos engordaron de un modo grotesco, como músculos ondulantes, y se liberaron de las extremidades del brujo atravesando la piel.

El poder manó rugiendo del brujo agonizante, que se tambaleó intentando encontrar a Kylar. Este saltó a su espalda y le propinó una patada tan fuerte que el hombre salió volando por los aires y se empotró contra los montañeses.

Los zarcillos negros desbocados saltaron sobre los soldados como manos ácidas. Se abrieron camino por la carne con el siseo agudo de los troncos en el aserradero.

Mientras los tentáculos negros destrozaban a los montañeses, Kylar sintió más que vio la luz blanca que se formaba a su espalda. Se volvió a tiempo de ver al homúnculo que volaba como un rayo. La criatura esquivó el mandoble que lanzó a la desesperada y le clavó en el pecho sus minúsculas garras.

Ya estaba saltando a un lado cuando notó la sacudida y vio ondularse el aire. La realidad formó una burbuja en una línea que se dirigía hacia él. El aire ondulante se curvó y lo siguió mientras corría. Después ese aire se rasgó. Kylar saltó la distancia entera que le faltaba hasta la pared y estuvo a punto de recibir otra bola de fuego de brujo en la cara.

La sierpe del abismo irrumpió en la realidad y no lo alcanzó por los pelos. Se revolvió, furiosa, ensanchando el agujero y clavando sus zarpas ardientes en torno a dos de los pilares, a apenas un metro de él. Kylar se arrancó el homúnculo del pecho y se lo pegó a un soldado en la cara.

Cuando la sierpe del abismo volvió a arremeter, Kylar saltó directamente hacia arriba. La bestia proyectó hacia delante su boca de lamprea, la adhirió al montañés que gritaba y se lo llevó consigo al abismo. Cuando Kylar aterrizó, tanto la sierpe como el soldado habían desaparecido.

Dio media vuelta y saltó hacia la parte superior de la escalinata, pero fue demasiado lento. En el preciso instante en que se impulsaba para saltar, distinguió un borrón de luz que se dirigía hacia él. No había tiempo de sacar un cuchillo arrojadizo. Kylar lanzó su espada contra el último brujo.

El rayo de magia le quemó el hombro izquierdo cuando la inercia del salto lo desplazaba hacia arriba y adelante. El impacto le hizo girar sobre su eje y caer de espaldas sobre el suelo de mármol a los pies del trono. Sintió que se destrozaba la rodilla izquierda.

Durante un largo momento, todo a su alrededor se enturbió. Parpadeó y parpadeó hasta que al fin pudo enfocar la mirada. Vio a Sentencia hundida hasta la empuñadura en un brujo a diez pasos de distancia, con la hoja negra a causa de su ka'kari.

Cayó en la cuenta de que estaba viendo al brujo muerto por entre un par de piernas. Sus ojos las siguieron hacia arriba hasta el rostro de Roth.

—Levántate —le dijo, y le clavó su larga espada en la zona lumbar.

Kylar sintió náuseas cuando Roth le retorció la hoja en el riñón. Entonces se retiró el metal caliente y algo puso en pie a Kylar.

El dolor era como una nube que lo volvía todo borroso e indistinto. Confuso, Kylar observó a los brujos muertos. «¿Quién me ha levantado?»

—Todos los hijos herederos del rey dios Ursuul son brujos natos —explicó Roth—. ¿No lo sabías?

Kylar miró a Roth, atontado. ¿Roth tenía Talento? Las manos invisibles lo soltaron y se vino abajo al apoyar el peso en su pierna izquierda destrozada. El suelo de mármol volvió a castigarlo.

—¡Levántate! —ordenó Roth. Lo hirió en la ingle y lo maldijo.

Kylar dejó caer la cabeza en el mármol mientras los gritos de Roth se volvían inarticulados. El sonido de su voz no era más que un murmullo comparado con el rugido del dolor.

El dolor estalló en otro compás en su estómago cuando Roth volvió a clavarle la espada. Después el príncipe Ursuul debió de levantar a Kylar otra vez, porque este sintió que su cabeza caía hacia un lado. Si antes había sentido dolor, en ese momento experimentó una agonía.

Estaban chamuscando con fuego, mojando en alcohol y rociando de sal todas las partes de su cuerpo. Tenía los párpados forrados de cristales rotos. Unos dientes pequeños masticaban sus nervios ópticos. Y después de sus ojos, todos los tejidos, tendones, músculos y órganos se marinaron a su vez en el tormento. Estaba gritando.

Sin embargo, la cabeza se le despejó.

Parpadeó. Estaba de pie ante Roth, y estaba consciente. Consciente y desesperado. Debía de haber aterrizado sobre la rodilla izquierda al caer en el mármol, porque la tenía destrozada. Padecía hemorragias internas: sus intestinos filtraban una muerte lenta a sus vísceras, los ácidos del estómago le abrasaban las tripas y un riñón vertía sangre negra. Tenía el hombro izquierdo como si hubiera besado el martillo de un gigante.

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