El Camino de las Sombras (64 page)

BOOK: El Camino de las Sombras
12.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

¡Paciencia! Paciencia.

Volvió a inspirar pausadamente y se detuvo. En el aire flotaba un levísimo rastro.

¡Ajo! Tanto el maestro como el aprendiz habían pensado lo mismo. Durzo estaba colgado exactamente como Kylar, como si fuese su reflejo, a unos centímetros, suspendido en el aire y observando el humo en busca del menor remolino.

Kylar alzó la cabeza bruscamente y atacó con el pequeño cuchillo. Debió de hacer algún ruido, porque la mancha de oscuridad que antes se hallaba apenas un asidero por encima de él también se estaba moviendo.

Su cuchillo cortó tela, y paró una acometida con la otra mano mientras ambos caían desde el techo.

Kylar aterrizó pesadamente, haciendo salpicar el charco que se había formado en el suelo. La caída fue tan violenta que sintió una punzada en el cuello. Rodó y se puso en pie con el impulso. Oyó el siseo de una espada al salir de su vaina.

Durzo se hizo visible de golpe. Kylar también se dejó ver. Estaba demasiado cansado para mantenerse invisible un segundo más. Se sentía como un trapo escurrido. Observó el metro de acero que Blint tenía en la mano y el metro y un palmo que esgrimía él.

—Conque a esto hemos llegado —dijo Durzo—. Supongo que no tendrás más trucos como el de arriba en la torre.

—Ni siquiera sé cómo ha pasado eso —replicó Kylar—. No me queda nada.

—Pues entonces menos mal que no te he dejado ir a por Roth, ¿eh? —dijo Durzo, con esa sonrisilla irritante en los labios.

Kylar no tenía fuerzas para enfadarse. Era una cáscara vacía.

—No veo qué importancia tiene —dijo—. Pero preferiría que mi sangre salpicara su cara que la tuya.

Enfundó la daga.

—Has usado el veneno de áspid, ¿no? —preguntó Durzo. Se rió—. Claro que sí.

Durzo saludó a Kylar inclinándose y envainó su espada. Entonces le fallaron las piernas y tuvo que agarrarse a un asidero de la pared para no caerse.

—Siempre me había preguntado lo que se sentía —dijo. Se llevó la mano a la raja de la túnica. Kylar creía haber cortado solo tela, pero el pecho de Durzo sangraba por una herida superficial.

—¡Maestro! —Kylar corrió hasta él e impidió que cayera cuando le volvieron a fallar las piernas.

Blint soltó una risita, con el rostro blanco como un cadáver.

—Hacía mucho que no me preocupaba morirme. No está tan mal. —Hizo una mueca—. Tampoco está tan bien. Kylar, prométeme una cosa.

—Lo que sea.

—Cuida de mi pequeña. Sálvala. Mama K sabrá dónde la tienen.

—No puedo —dijo Kylar—. Lo haría, pero no puedo.

Volvió la cabeza y se sacó el dardo de Durzo del cuello. Al principio había pensado que el pinchazo se debía a la caída pero, con el primer movimiento, había comprendido su error. Era un dardo envenenado. Kylar también se moría.

Durzo se rió.

—Un disparo afortunado —dijo—. Sácame de este túnel. Bastante azufre oleré dentro de poco.

Kylar lo sacó por la puerta del túnel con un gran esfuerzo. Ayudó a Durzo a sentarse en la pasarela y después se situó delante de él. Estaba agotado.

«A lo mejor el dardo llevaba veneno de serpiente real con cicuta.»

—Quieres de verdad a la tal Elene, ¿eh?

—Sí —respondió Kylar—. La quiero de verdad. —Por extraño que pareciera, ese era su único remordimiento. Debería haber sido un hombre diferente, un hombre mejor.

—Ya debería estar muerto a estas alturas —dijo Durzo.

—El cuchillo se ha mojado. —¿El leve mareo sería por el veneno?

Durzo intentó reírse, pero en lugar de eso se le llenaron los ojos de tristeza.

—Jorsin me lo dijo: «Seis ka'kari para seis ángeles de la luz, pero un ka'kari monta guardia de noche». El negro te ha elegido, Kylar. Ahora eres el Ángel de la Noche. Dale a esa gente mezquina y desagradecida algo mejor de lo que se merecen. Dales esperanza. Esa será tu obra maestra: mata a Roth. Por esta ciudad. Por mi hija. Por mí. —Hundió los dedos en el brazo de Kylar hasta hacerle daño—. Lo siento, hijo. Lo siento todo. Algún día, quizá puedas perdonar... —Los ojos se le enturbiaron como si sucumbiera a la somnolencia y luchó por abrirlos y mantenerse centrado.

Estaba hablando sin sentido... Debía de ser el veneno. Sabía que Kylar estaba muriendo.

—Te perdono —dijo Kylar—. No llevemos nuestras muertes en la conciencia.

De pronto los ojos de Durzo se encendieron y pareció plantar batalla al veneno que le corría por las venas. Sonrió.

—No he envenenado... el dardo... La carta... —Durzo murió a media frase; un leve temblor recorrió su cuerpo mientras todavía clavaba los ojos en Kylar.

El joven le cerró los párpados. Sintió un vacío enorme en el estómago. Había un sollozo atrapado en algún lugar de su interior, perdido en la oscuridad hueca de su garganta. Se puso en pie con movimientos rígidos, sin prestar suficiente atención. El cadáver le resbaló del regazo y la cabeza golpeó con fuerza contra la pasarela de hierro; las extremidades caídas en una postura incómoda. Inmóviles. Como cualquier otro cadáver. En la vida, todo hombre era único. En la muerte, todo hombre era carne. Durzo era como cualquier muriente.

Entumecido, Kylar metió la mano en el bolsillo del pecho del cadáver y sacó la carta que según Durzo era su herencia. Estaba justo debajo de donde Kylar le había hecho el corte.

Se había empapado de sangre. Fuera lo que fuese que Durzo había escrito en el papel, resultaba ilegible. Fuera lo que fuese que Durzo había querido excusar, lo que había querido explicar, el regalo que había querido hacerle a Kylar con esas últimas palabras, había muerto con él. El joven estaba solo.

Se hincó de rodillas, agotadas todas sus fuerzas. Cogió al ejecutor muerto en sus brazos y lloró. Permaneció así durante mucho tiempo.

Capítulo 61

El amanecer sorprendió a Kylar avanzando a trompicones hacia una de sus casas seguras. Antes de abandonar la isla, había erigido un túmulo de piedras sobre el cuerpo de Durzo en la punta septentrional de Vos. A esa hora no había nadie a la vista. Había robado un bote del muelle y había dejado que la corriente lo llevase hasta las Madrigueras, demasiado exhausto para remar.

Había amarrado en el mismo taller donde mató a Rata. Seguía siendo oscuro y discreto, perfecto para su tipo de trabajo. Se preguntó si Rata seguiría anclado en el lodo, si su espíritu inquieto observaría el bote de Kylar con el odio y la maldad que en un tiempo habían poblado su corazón adolescente.

Era una mañana propicia para las cavilaciones solitarias. Kylar desarmó las trampas de su puerta sin prestar atención y entró dando tumbos. Blint llevaba razón: habría sido un suicidio ir a por Roth la noche anterior. Estaba tan, tan cansado que lo atribuyó a los efectos de un veneno. Probablemente no habría podido ni con un solo meister.

Quizá valiera la pena pagar una vida con otra para librar al mundo de Roth Ursuul, pero Kylar no tenía intención de morir a cambio de nada. Echó los cerrojos y al poco se detuvo y regresó a la puerta. Cerró cada uno de los tres cerrojos tres veces. Cerrado, abierto, cerrado. «Por ti, maestro.»

Cogió la jarra de agua, llenó la palangana, sacó el jabón y empezó a limpiarse las manos de sangre. El hombre del espejo se lavaba los últimos vestigios de la vida de su maestro con el rostro frío y tranquilo. Ensució de sangre el asa de la jarra, solo un poco. Solo una manchita oscura de la sangre que tenía en las manos.

Levantó la jarra y la lanzó contra el espejo. Tanto el cristal como la jarra saltaron en pedazos y rociaron de porcelana y agua la pared, la habitación, su ropa, su cara. Cayó de rodillas y sollozó.

Al final, se durmió. Al despertarse, se sentía mejor de lo que tenía derecho a sentirse. Se lavó y se sintió refrescado. Mientras se afeitaba, se descubrió sonriendo en uno de los fragmentos del espejo.

«Blint no tenía ninguna intención de matarme, pero no pudo resistirse a clavarme un dardo solo para demostrar que podía. El viejo cabrón. —Kylar se rió—. El viejísimo cabrón.»

Era humor negro, pero necesitaba algo a lo que aferrarse.

Se vistió y armó, mientras pensaba apenado en el equipo que había perdido la noche anterior. Dagas, venenos, garfios, cuchillos arrojadizos, el tanto, la daga de envenenador... Había perdido todos sus favoritos exceptuando a Sentencia.

«Lamento la pérdida de mi equipo, pero no la de Logan, Durzo o Elene.»

Era tan ridículo que volvió a reírse.

Estaba un poco desquiciado, decidió. Quizá era natural. Antes jamás había perdido a nadie que le importase de verdad. De golpe había perdido a tres en una noche.

Las calles estaban abarrotadas al atardecer, cuando por fin salió de su casa segura. Corrían rumores sobre lo sucedido en el castillo la noche anterior. Había aparecido un ejército de la nada. Había brotado un ejército hirviente de la Grieta de la isla de Vos. Había llegado del sur un ejército de magos. No, eran brujos del norte. Los montañeses habían matado a toda alma viviente en el castillo. Khalidor iba a arrasar la ciudad entera.

Pocos de los curiosos parecían preocupados. Kylar vio a un puñado de personas a punto de abandonar la ciudad con sus pertenencias cargadas en carros, pero no eran muchas. Nadie parecía creer que le pudiera pasar nada malo.

El escondite de Mama K seguía vigilado por el fibroso ceurí que fingía reparar la valla. Kylar no se molestó en volverse invisible. Se acercó al hombre sin prisas, se inclinó hacia él para pedirle indicaciones y le puso una mano sobre la espada corta que llevaba oculta. El ceurí intentó desenfundar demasiado tarde y se encontró el arma bien sujeta por Kylar, que le rompió el esternón con la mano abierta y lo dejó boqueando como un pescado.

Le quitó las llaves del cinturón y abrió la puerta. Tras entrar, echó el cerrojo y se envolvió en las sombras.

Encontró a Mama K en el estudio, repasando los informes procedentes de sus burdeles. Kylar los leyó en silencio por encima de su hombro. La antigua cortesana intentaba dilucidar lo que había pasado en el castillo.

La aguja se hundió en la carne flácida del dorso de su brazo. Mama K soltó un grito y se dio un manotazo en la zona. Retiró la aguja y después volvió la butaca poco a poco. Parecía una anciana.

—Hola, Kylar —dijo—. Te esperaba ayer.

Kylar apareció en la otra butaca, una joven Muerte repantigada.

—¿Cómo sabías que era yo?

—Si hubiera sido Durzo, el veneno me estaría matando de dolor.

—Es una tintura de raíz de ariamu y espora de jacinto —dijo Kylar—. El dolor está al caer.

—Un veneno lento. O sea que has decidido darme tiempo. ¿Para qué, Kylar? ¿Para disculparme? ¿Para llorar? ¿Para suplicar?

—Para pensar. Para recordar. Para lamentar.

—Conque esto es la sentencia. Recorre las calles un nuevo y joven asesino para dar su merecido a las viejas putas.

—Sí, y tú mereces perder lo mismo que te llevó a traicionar a Durzo.

—¿Y qué es eso, oh gran sabio? —Sonrió con la sonrisa de una serpiente.

—El control. —El tono de Kylar era plano, apático—. Y no intentes tirar de la cuerda de la campanilla. Tengo una ballesta de mano, pero no es muy precisa. Podría darte en la mano en lugar de a la cuerda.

—El control, lo llamas —dijo Mama K, con la espalda recta como un palo, sin entonarlo como una pregunta—. ¿Sabías que las violaciones no se reparten equitativamente, ni siquiera entre las profesionales? A algunas chicas las violan una y otra vez. A otras nunca. Las violadas son víctimas natas. Esos malnacidos violadores lo notan de algún modo. No es «control», Kylar. Es dignidad. ¿Sabes cuánta dignidad tiene una chica de catorce años cuando su chulo no la protege?

»Cuando yo tenía catorce años, me llevaron a casa de un noble, donde él y sus diez mejores amigos gozaron de mí durante quince horas. Después de eso tuve que hacer una elección, Kylar, y elegí la dignidad. De manera que, si te crees que dándome un veneno que me haga cagarme encima hasta la muerte vas a conseguir que suplique, cometes un triste error.

Kylar siguió impertérrito.

—¿Por qué nos traicionaste?

La actitud desafiante de Mama K se desvaneció poco a poco mientras Kylar esperaba con paciencia de ejecutor. Pasó un minuto, cinco. Kylar aguardó con toda la paciencia de la Muerte. Sabía que, a esas alturas, ella estaría empezando a tener mareos.

—Yo amaba a Durzo —dijo Mama K.

Kylar parpadeó.

—¿Cómo?

—Me he acostado con cientos de hombres casados en mi vida, Kylar, así que nunca vi la cara más amable del matrimonio. Pero si Durzo Blint me lo hubiese pedido, me habría casado con él. Durzo es... era, porque supongo que lo has matado. ¿Sí? Ya me lo parecía. Durzo era un buen hombre, a su manera. Un hombre honrado. —Le temblaron los labios—. Yo no podía afrontar la honradez. Me contó demasiadas verdades feas sobre mí misma, y esa parte dura y oscura que vive dentro de mí no pudo soportar la luz.

Se rió. Era un sonido amargo y desagradable.

—Además, nunca dejó de amar a Vonda, una mujer que no lo merecía ni por asomo.

Kylar meneó la cabeza a los lados.

—¿De modo que decidiste matarlo? ¿Y si me hubiera matado él a mí?

—Te quería como a un hijo. Me dijo lo que ocurriría cuando enlazaras el ka'kari. Una vida por una vida; él lo llamaba la economía divina. Ya sabía entonces que moriría por ti, Kylar. Sí, a veces se rebelaba, pero Durzo nunca tuvo tan pocos principios como quería creer. Además, cambió cuando murió Vonda.

»Se lo advertí, Kylar. Era una chica encantadora y despreocupada. El tipo de mujer que nace sin corazón y por eso no puede imaginarse rompiendo el de nadie. Para ella Durzo era un hombre emocionante, no más. Fue solo su forma de rebelarse, pero Vonda murió antes de que él la calara, por lo que a sus ojos nunca dejó de ser perfecta. Ella siempre fue una santa, y yo una cerveza con escupitajo.

—No la amaba —dijo Kylar.

—Oh, eso ya lo sabía, pero Durzo no. Por muchas cosas en las que fuera distinto a todos, Durzo creía que excitación más follar equivalía a amor, como cualquier hombre. —De repente se dobló de dolor al sentir un espasmo en el estómago.

Kylar sacudió la cabeza.

—Me contó que intentaba ponerte celosa, hacer que te sintieras como se sentía él cuando estabas con otros hombres. Al morir ella, pensó que nunca lo perdonarías. Gwinvere, te amaba a ti.

Ella soltó un bufido de incredulidad.

Other books

Seeds of Earth by Michael Cobley
Deep Surrendering (Episode Two) by Cameron, Chelsea M.
I, Claudius by Robert Graves
The Wishbones by Tom Perrotta
My Father and Myself by J.R. Ackerley
Leave the Lights On by Stivali, Karen
Zero Saints by Gabino Iglesias