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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

El camino de fuego (40 page)

BOOK: El camino de fuego
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El artesano no lo negó, y siguió masticando, pensativo, el resto de las vituallas.

—En verdad no soy yo —declaró por fin—. Y debo guardar silencio.

—Nadie te pide que reveles ningún secreto. Preséntame a tu amigo, yo le explicaré la situación.

—Él no hablará nunca.

—¿Acaso es insensible al destino de Egipto?

—¿Cómo saberlo?

—Te lo ruego, dame una oportunidad de convencerlo.

—Es inútil, te lo aseguro. Ninguno de tus argumentos lo conmoverá.

—¿Por qué tanta intransigencia?

—Porque el jefe de la tribu que reina en ese bosque es un babuino colérico, agresivo y sanguinario. Sólo yo logro trabajar aquí sin despertar su furor.

—¿Realmente posee el tesoro?

—Según la tradición, el gran simio preserva desde siempre la ciudad del oro.

—Indícame el lugar donde sueles verlo.

—¡No regresarás vivo!

—Tengo la piel dura.

A bastante distancia de la madriguera del temible simio, el descortezador se negó a seguir adelante. Acompañado por el asno y el perro, Sekari, Isis e Iker cruzaron una maraña vegetal. De pronto,
Viento del Norte
se tendió y
Sanguíneo
lo imitó, con la lengua colgando y la cola entre las patas, en una actitud de total sumisión.

El cinocéfalo que les cerraba el camino blandía un enorme palo, y parecía acostumbrado a utilizarlo. Su pelaje de un gris verdoso formaba una especie de capa, su rostro y el extremo de sus patas estaban teñidos de rojo.

Iker era consciente de que afrontar la mirada del babuino equivalía a una provocación, por lo que bajó los ojos.

—Eres un rey —le dijo—. Yo soy el hijo de un faraón. No abandones tú, encarnación de Tot, dios de los escribas, a las Dos Tierras. No somos ladrones ni avariciosos. El oro está destinado al árbol de vida. Gracias a este remedio, se curará y reverdecerá.

Los coléricos ojos del animal fueron de uno a otro de los importunos. Sekari lo sentía dispuesto a saltar. Con sus colmillos podía matar a una fiera. Cuando una manada de babuinos se acercaba, incluso un león hambriento les cedía su presa.

El cinocéfalo trepó a la copa de un árbol.

Sekari se secó la frente, y el asno y el perro se relajaron.

—¡Mirad —dijo Isis—, está guiándonos!

El poderoso simio indicaba el mejor itinerario, evitándoles los pasos cenagosos o con demasiada maleza. Cuando la vegetación fue más rala, desapareció.

Sekari, atónito, descubrió una carretera adoquinada. Los exploradores la siguieron hasta un altar cubierto de ofrendas.

—Forzosamente hay gente por aquí —consideró Sekari.

Majas, picos, percutores, muelas de frote y albercas de lavado no dejaban lugar a duda alguna sobre la labor que se llevaba a cabo en aquel lugar. Sekari descubrió pozos y galerías poco profundas, fáciles de explotar. El material estaba en buen estado, como si algunos artesanos siguieran utilizándolo.

—¡Los simios no suelen ser mineros!

—Los poderes de Tot sobrepasan nuestro entendimiento —declaró Iker.

—Esperemos que no se hayan apropiado de la totalidad del oro, no veo ni una sola onza.

Pacientes búsquedas resultaron infructuosas.

—Qué raro —observó Iker—. Ni oratorio ni capilla. Ahora bien, toda explotación minera debe estar colocada bajo la protección de una divinidad.

—Más raro aún: no hay insectos voladores, ni tampoco rastreros; ¡ni un solo pájaro en este bosque! —señaló Sekari.

—Dicho de otro modo, el lugar ha sido embrujado.

—Así que el Anunciador ha llegado hasta aquí y hemos caído en su trampa.

—No lo creo —objetó Isis—, el rey de los babuinos no nos ha traicionado.

—Entonces ¿cómo explicar todo esto? —preguntó Sekari.

—El paraje se protege a sí mismo situándose fuera del mundo habitual.

La explicación no tranquilizó al agente especial.

—En cualquier caso, no hay rastro del oro.

—No sabemos descubrirlo. Tal vez la luz del día forme un velo.

—Si pasamos la noche aquí, tendremos que encender una hoguera.

—Es inútil, puesto que ningún animal salvaje nos amenaza —decidió la sacerdotisa—. Con guardianes como
Sanguíneo
y
Viento del Norte
, seremos avisados del menor peligro.

Mientras Isis trataba de percibir mejor al genio del lugar, los dos hombres exploraron los alrededores.

En balde.

Al ocaso se reunieron con ella.

—Ni una sola cabaña de piedra —deploró Sekari— Voy a hacer unos lechos de hojas.

—Sobre todo, no nos abandonemos al sueño —recomendó Isis—. A la luz de la luna, expresión celestial de Osiris, el misterio se desvelará. Mirad, esta noche será llena. Ese ojo nos iluminará.

A pesar del cansancio, Sekari tomó su decisión. No era la primera vez que una misión lo obligaba a prescindir del sueño.

Iker se sentó junto a Isis. Disfrutaba cada instante de aquella inesperada felicidad que le permitía vivir a su lado.

—¿Volveremos a ver Egipto?

—No sin el oro verde —respondió la sacerdotisa—. Punt es una etapa en nuestra ruta, y no tenemos derecho a fracasar.

—Isis, ¿habéis sufrido la temible prueba?

—No conozco el día ni la hora, y la decisión no es cosa mía.

Se atrevió a tomar su mano.

Ella no la retiró.

Cuando su pie tocó suavemente el de la joven, ella no protestó.

El país de Punt se convertía en un paraíso. Iker rogó para que el tiempo se detuviera, para que ella y él se convirtieran en estatuas, para que nada modificase aquella inefable felicidad. Tenía miedo de temblar, de respirar, de romper aquella maravillosa comunión.

El fulgor de la luna cambió y se volvió de una intensidad comparable a la del sol. No era ya una luz plateada, sino dorada, que inundaba la mina por sí sola.

—La transmutación se realiza en el cielo —murmuró la sacerdotisa.

Tres pasos ante ellos, la tierra se iluminó desde el interior, animada por un fuego que subía de las profundidades.

Atentos,
Sanguíneo
y
Viento del Norte
permanecían inmóviles. Sekari no se perdía ni un ápice del fascinante espectáculo.

Isis se estrechó más contra Iker. ¿Tenía miedo o le confesaba, sin decir palabra, sus verdaderos sentimientos?

Pero el muchacho no se lo preguntó, temiendo que se disipara aquel hermoso sueño.

El oro dio paso a la plata, la luna se apaciguó, la tierra también.

—Cavemos —exigió Sekari.

Cogió dos picos y le tendió uno a Iker.

—¿A qué esperas? ¡No voy a deslomarme solo!

El hijo real se vio obligado a separarse de Isis, y aquel desgarrón lo llenó de desesperación. Al aceptar aquella intimidad, al compartir aquellos momentos de ternura, al no rechazar su amor, ¿no estaría diciéndole que habría un mañana?

Los dos amigos no necesitaron cavar mucho.

Al poco descubrieron siete bolsas de cuero de buen tamaño.

—Los buscadores utilizaban unas parecidas —observó Sekari.

La sacerdotisa abrió una.

En su interior, el oro de Punt. Las otras seis bolsas contenían idéntico tesoro.

En la aldea, los marinos egipcios disfrutaban del descanso. Mimados, cuidados, pasaban el tiempo bebiendo, comiendo y seduciendo a las hermosas indígenas, a las que contaban fabulosas hazañas que iban desde la conquista de un mar desconocido hasta la pesca de peces gigantescos. Las doncellas, admiradas, fingían creer sus historias.

—La fiesta ha terminado —anunció Sekari— Debemos regresar.

La decisión no produjo un entusiasmo inmediato. Sin embargo, ¿quién iba a protestar por regresar a Egipto? Por encantador que fuera, ningún país lo igualaba. La tripulación se encargó, pues, de buena gana de los preparativos de la partida.

—¿Has encontrado lo que habías venido a buscar? —preguntó el jefe de la aldea a Iker.

—Gracias a tu recibimiento, el árbol de vida se salvará. Me habría gustado darle las gracias al descortezador, pero se ha esfumado.

—¿No has visto un gran simio en la copa de los árboles? La tradición lo considera el guardián del oro verde. Puesto que te ha sido favorable, celebremos un último banquete.

Isis fue la reina de la fiesta. Todos los niños quisieron besarla para quedar protegidos contra la mala suerte.

Pero quedaba una pregunta y había que hacerla.

—¿Puedes indicarnos la mejor ruta? —preguntó Iker.

—Punt nunca figurará en un mapa —respondió el jefe—, y es mejor así. Toma de nuevo los caminos del cielo.

Se separaron con buen humor, aunque no sin cierta nostalgia. Punt había reverdecido, los vínculos de amistad con Egipto se reforzaban. La vela se desplegó, y el barco hendió una mar en calma.

Sin estar serenos aún, los marinos sentían total confianza en Iker.

—¿Qué itinerario te ha indicado el jefe? —preguntó Sekari.

—Debemos esperar una señal.

Muy pronto desapareció la isla, y no hubo ya más perspectiva que el horizonte, huidizo siempre, y aquella masa de agua cuya aparente calma no tranquilizaba a Sekari.

—He aquí nuestro guía —anunció Isis.

Un inmenso halcón se posó en lo alto del mástil. Cuando el viento cambió, emprendió el vuelo e indicó la buena dirección.

—¡La costa! —exclamó Sekari—. ¡Ahí está la costa!

Brotaron gritos de alegría. Incluso para los más expertos marineros, aquella misión conservaba una magia especial.

—El halcón nos lleva al puerto de Sauu.

—No —repuso Iker—. Se limita a sobrevolarlo y nos lleva a mar abierto.

La penetrante vista de Sekari descubrió a unos hombres que corrían hacia la ribera.

De modo que los estaban esperando. Probablemente eran merodeadores de las arenas enviados por el Anunciador, que se agrupaban, decididos a no perder su presa.

—Nuestras reservas de agua se han agotado, Iker, y no podremos permanecer mucho tiempo en el mar. En cuanto tomemos tierra, atacarán en masa.

—Sigamos al ave de oro.

Con regular aleteo, la rapaz costeaba. Cuando se acercó a la ribera, poniendo el Ojo de Ra al alcance de las flechas enemigas, un movimiento de pánico disgregó a la tropa de beduinos.

Varios regimientos egipcios, compuestos por arqueros y lanceros, los rodeaban.

—¡Los nuestros! —exclamó Sekari— ¡Estamos salvados!

Debido a la emoción, el atraque no fue muy ortodoxo. Sin aguardar la pasarela, el general Nesmontu, vigoroso como un joven atleta, subió a bordo.

—¡El faraón acertó! Aquí debía recibiros yo. Esos cobardes no han dado la talla, pero si hubierais desembarcado en Sauu, os habrían masacrado. Puesto que os conducía el halcón divino, habéis encontrado el oro de Punt.

49

Aunque impulsivo, Sobek el Protector sabía mostrarse paciente y metódico. Ninguno de sus fracasos, dolorosos a veces, lo desalentaba. Y su primer éxito de verdad le daba más energía aún para seguir acosando a la organización terrorista de Menfis. A su modo de ver, el ataque al puesto de la policía y el intento de corrupción parecían iniciativas mediocres, indignas del Anunciador. En su ausencia, uno de sus subordinados había procurado brillar, aunque no tenía la envergadura de su patrón.

Sobek creía en la pista de los aguadores. Puesto que el lugar más amenazado era el palacio real, comenzó a hacer que siguieran discretamente a los habituales del sector. Un policía, que representaba el papel de vendedor del precioso líquido, se mezcló con los profesionales.

—Tal vez tenga algo interesante —anunció a su jefe tras varias jornadas de investigación—. Más de treinta aguadores recorren el lugar, pero uno de ellos tiene especial interés. ¡Es imposible pensar en un tipo más anodino! Soy incapaz de describíroslo.

—Pues eso no nos sirve de mucho.

—Ni siquiera me habría fijado en él si no le hubiera hablado una hermosa muchacha. Se marcharon del brazo con arrumacos y significativos gestos.

—Tu historia me parece de una trivialidad lamentable.

—No tanto, jefe, no tanto, a causa de la moza. La reconocí en seguida, pues… En fin, como sabéis…

—Dejemos los detalles. ¿Quién es?

—Una lavandera que trabaja desde hace mucho tiempo en palacio. A veces ayuda a la camarera de su majestad.

Una gran sonrisa iluminó el rostro del Protector.

—¡Buen trabajo, pequeño, buen trabajo! Te asciendo. Ahora voy a interrogar a la damisela.

Un extraordinario rumor recorría Menfis: el regreso del hijo real, que detentaba un fabuloso tesoro procedente del país de Punt.

El aguador, escéptico, había transmitido, sin embargo, la información al libanés antes de salir otra vez de cacería, para confirmar o desmentir los rumores. Forzosamente, sabría algo más gracias a su amante.

La muy coqueta siempre se retrasaba. Una vez terminado su servicio, le encantaba charlar y recoger algunos chismes. Orgullosa de su oficio y encantada de repetir lo que oía, la lavandera resultaba una verdadera mina de informaciones para el aguador y la organización terrorista.

Finalmente apareció.

Varios detalles despertaron la desconfianza de su amante. Caminaba lentamente, crispada, inquieta. La atmósfera de la plaza acababa de cambiar bruscamente: había menos gente, menos ruido, y algunos ociosos se dirigían hacia él.

El error.

Su único error.

¿Cómo suponer que Sobek sospecharía de aquella criada, tan anónima?

Aparentemente relajado, le sonrió.

—¿Cenamos juntos, dulzura?

—¡Sí, sí, claro!

Brutal, le rodeó el cuello con su antebrazo.

—¡Dispersaos o la mato! —aulló dirigiéndose a las fuerzas del orden.

La plaza se vació. Tan sólo quedaron los policías, que formaban un semicírculo alrededor de la pareja, que retrocedía hacia las viviendas más cercanas.

—No cometas una estupidez —recomendó Sobek—. Ríndete y te trataremos bien.

El aguador sacó un puñal de su túnica y pinchó a su rehén en la espalda. La lavandera soltó un grito de espanto.

—Apartaos y dejadnos marchar.

Los arqueros se apostaban en las terrazas.

—Que nadie dispare —exigió Sobek—. Lo quiero vivo.

El terrorista empujó a su amante hacia el interior de un edificio en construcción.

—¡Pequeña imbécil, les has hablado de mí! Ahora me estorbas.

Indiferente a sus súplicas, el hombre la apuñaló salvajemente y, luego, trepó por una escalera. Saltando de tejado en tejado, tenía una posibilidad de desaparecer en el barrio que conocía a la perfección.

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