El camino (8 page)

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Authors: Miguel Delibes

BOOK: El camino
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Después de todo, esta noche era como tantas otras en el valle, sin ir más lejos como la primera vez que saltaron la tapia de la finca del Indiano para robarle las manzanas. Las manzanas, al fin y al cabo, no significaban nada para el Indiano, que en Méjico tenía dos restaurantes de lujo, un establecimiento de aparatos de radio y tres barcos destinados al cabotaje. Tampoco para ellos significaban mucho las manzanas del Indiano, la verdad, puesto que todos ellos recogían buenas manzanas en los huertos de sus casas, bien mirado, tan buenas manzanas como las que tenía Gerardo, el Indiano, en los árboles de su finca. ¿Que por qué las robaban? Eso constituía una cuestión muy compleja. Quizá, simplificando, porque ninguno de ellos, entonces, rebasaba los nueve años y la emoción de lo prohibido imprimía a sus actos rapaces un encanto indefinible. Le robaban las manzanas al Indiano por la misma razón que en los montes, o en el prado de la Encina, después del baño, les gustaba hablar de «eso» y conjeturar sobre «eso», que era, no menos, el origen de la vida y su misterio.

Cuando Gerardo se fue del pueblo todavía no era el Indiano, era sólo el hijo más pequeño de la señora Micaela, la carnicera y, según decía ésta, el más tímido de todos sus hijos. La madre afirmaba que Gerardo «era el más tímido de todos», pero en el pueblo aseguraban que Gerardo antes de marchar era medio tonto y que en Méjico, si se iba allá, no serviría más que para bracero o cargador de muelle. Pero Gerardo se fue y a los veinte años de su marcha regresó rico. No hubo ninguna carta por medio, y cuando el Indiano se presentó en el valle, los gusanos ya se habían comido el solomillo, el hígado y los riñones de su madre, la carnicera.

Gerardo, que ya entonces era el Indiano, lloró un rato en el cementerio, junto a la iglesia, pero no lloró con los mocos colgando como cuando pequeño, ni se le caía la baba como entonces, sino que lloró en silencio y sin apenas verter lágrimas, como decía el ama de don Antonino, el marqués, que lloraban en las ciudades los elegantes. Ello implicaba que Gerardo, el Indiano, se había transformado mucho. Sus hermanos, en cambio, seguían amarrados al lugar, a pesar de que, en opinión de su madre, eran más listos que él; César, el mayor, con la carnicería de su madre, vendiendo hígados, solomillos y riñones de vaca a los vecinos para luego, al cabo de los años, hacer lo mismo que la señora Micaela y donar su hígado, su solomillo y sus riñones a los gusanos de la tierra. Una conducta, en verdad, inconsecuente e inexplicable. El otro, Damián, poseía una labranza medianeja en la otra ribera del río. Total nada, unas obradas de pradera y unos lacios y barbudos maizales. Con eso vivía y con los cuatro cuartos que le procuraba la docena de gallinas que criaba en el corral de su casa.

Gerardo, el Indiano, en su primera visita al pueblo, trajo una mujer que casi no sabía hablar, una hija de diez años y un «auto» que casi no metía ruido. Todos, hasta el auto, vestían muy bien y cuando Gerardo dijo que allá, en Méjico, había dejado dos restaurantes de lujo y dos barcos de cabotaje, César y Damián le hicieron muchas carantoñas a su hermano y quisieron volverse con él, a cuidar cada uno de un restaurán y un barco de cabotaje. Pero Gerardo, el Indiano, no lo consintió. Eso sí, les montó en la ciudad una industria de aparatos eléctricos y César y Damián se fueron del valle, renegaron de él y de sus antepasados y sólo de cuando en cuando volvían por el pueblo, generalmente por la fiesta de la Virgen, y entonces daban buenas propinas y organizaban carreras de sacos y carreras de cintas y ponían cinco duros de premio en la punta de la cucaña. Y usaban sombreros planchados y cuello duro.

Los antiguos amigos de Gerardo le preguntaron cómo se había casado con una mujer rubia y que casi no sabía hablar, siendo él un hombre de importancia y posición como, a no dudar, lo era. El Indiano sonrió sin aspavientos y les dijo que las mujeres rubias se cotizaban mucho en América y que su mujer sí que sabía hablar, lo que ocurría era que hablaba en inglés porque era yanqui. A partir de aquí, Andrés, «el hombre que de perfil no se le ve», llamó «Yanqui» a su perro, porque decía que hablaba lo mismo que la mujer de Gerardo, el Indiano.

Gerardo, el Indiano, no renegó, en cambio, de su pueblo. Los ricos siempre se encariñan, cuando son ricos, por el lugar donde antes han sido pobres. Parece ser ésta la mejor manera de demostrar su cambio de posición y fortuna y el más viable procedimiento para sentirse felices al ver que otros que eran pobres como ellos siguen siendo pobres a pesar del tiempo.

Compró la casa de un veraneante, frente a la botica, la reformó de arriba abajo y pobló sus jardines de macizos estridentes y árboles frutales. De vez en cuando, venía por el pueblo a pasar una temporada. Ultimamente reconoció ante sus antiguos amigos que las cosas le iban bien y que ya tenía en Méjico tres barcos de cabotaje, dos restaurantes de lujo y una representación de receptores de radio. Es decir, un barco de cabotaje más que la primera vez que visitó el pueblo. Lo que no aumentaban eran los hijos. Tenía sólo a la Mica —la llamaban Mica, tan sólo, aunque se llamaba como su abuela, pero, según decía el ama de don Antonino, el marqués, los ricos, en las ciudades, no podían perder el tiempo en llamar a las personas por sus nombres enteros— y la delgadez extremada de la yanqui, que también caía por el valle de ciento en viento, no daba ocasión a nuevas esperanzas. César y Damián hubieran preferido que por no existir, no existiera ni la Mica, por más que cuando ella venía de América le regalaban flores y cartuchos de bombones y la llevaban a los mejores teatros y restaurantes de la ciudad. Esto decía, al menos, el ama de don Antonino, el marqués.

La Mica cogió mucho cariño al pueblo de su padre. Reconocía que Méjico no la iba y Andrés, el zapatero, argüía que se puede saber a ciencia cierta «si nos va» o «no nos va» un país cuando en él se dispone de dos restaurantes de lujo, una representación de aparatos de radio y tres barcos de cabotaje. En el valle, la Mica no disponía de eso y, sin embargo, era feliz. Siempre que podía hacía una escapada al pueblo y allí se quedaba mientras su padre no la ordenaba regresar. Ultimamente, la Mica, que ya era una señorita, permanecía grandes temporadas en el pueblo estando sus padres en Méjico. Sus tíos Damián y César, que en el pueblo les decían «los Ecos del Indiano», velaban por ella y la visitaban de cuando en cuando.

Daniel, el Mochuelo, nació precisamente en el tránsito de los dos barcos de cabotaje a los tres barcos de cabotaje, es decir, cuando Gerardo, el Indiano, ahorraba para adquirir el tercer barco de cabotaje. Por entonces, la Mica ya tenía nueve años para diez y acababa de conocer el pueblo.

Pero cuando a Roque, el Moñigo, se le ocurrió la idea de robar las manzanas del Indiano, Gerardo ya tenía los tres barcos de cabotaje y la Mica, su hija, diecisiete años. Por estas fechas, Daniel, el Mochuelo, ya era capaz de discernir que Gerardo, el Indiano, había progresado, y bien, sin necesidad de estudiar catorce años y a pesar de que su madre, la Micaela, decía de él que era «el más tímido de todos» y de que andaba por el pueblo todo el día de Dios con los mocos colgando y la baba en la barbilla. Fuera o no fuera así, lo contaban en el pueblo y no era cosa de recelar que existiera un acuerdo previo entre todos los vecinos para decirle una cosa que no era cierta.

Cuando saltaron la tapia del Indiano, Daniel, el Mochuelo, tenía el corazón en la garganta. En verdad, no sentía apetito de manzanas ni de ninguna otra cosa que no fuera tomar el pulso a una cosa prohibida. Roque, el Moñigo, fue el primero en dejarse caer del otro lado de la tapia. Lo hizo blandamente, con una armonía y una elegancia casi felinas, como si sus rodillas y sus ingles estuvieran montadas sobre muelles. Después les hizo señas con la mano, desde detrás de un árbol, para que se apresurasen. Pero lo único que se apresuraba de Daniel, el Mochuelo, era el corazón, que bailaba como un loco desatado. Notaba los miembros envarados y una oscura aprensión mermaba su natural osadía. Germán, el Tiñoso, saltó el segundo, y Daniel, el Mochuelo, el último.

En cierto modo, la conciencia del Mochuelo estaba tranquila. Las manías de la Guindilla mayor se le habían contagiado en las últimas semanas. Por la mañana había preguntado a don José, el cura, que era un gran santo:

—Señor cura, ¿es pecado robar manzanas a un rico?

Don José había meditado un momento antes de clavar sus ojillos, como puntas de alfileres, en él:

—Según, hijo. Si el robado es muy rico, muy rico y el ladrón está en caso de extremada necesidad y coge una manzanita para no morir de hambre, Dios es comprensivo y misericordioso y sabrá disculparle.

Daniel, el Mochuelo, quedó apaciguado interiormente. Gerardo, el Indiano, era muy rico, muy rico, y, en cuanto a él, ¿no podía sobrevenirle una desgracia como a Pepe, el Cabezón, que se había vuelto raquítico por falta de vitaminas y don Ricardo, el médico, le dijo que comiera muchas manzanas y muchas naranjas si quería curarse? ¿Quién le aseguraba que si no comía las manzanas del Indiano no le acaecería una desgracia semejante a la que aquejaba a Pepe, el Cabezón?

Al pensar en esto, Daniel, el Mochuelo, se sentía más aliviado. También le tranquilizaba no poco saber que Gerardo, el Indiano, y la yanqui estaban en Méjico, la Mica con «los Ecos del Indiano» en la ciudad, y Pascualón, el del molino, que cuidaba de la finca, en la tasca del Chano disputando una partida de mus. No había, por tanto, nada que temer. Y, sin embargo, ¿por qué su corazón latía de este modo desordenado, y se le abría un vacío acuciante en el estómago, y se le doblaban las piernas por las rodillas? Tampoco había perros. El Indiano detestaba este medio de defensa. Tampoco, seguramente, timbres de alarma, ni resortes sorprendentes, ni trampas disimuladas en el suelo. ¿Por qué temer, pues?

Avanzaban cautelosamente, moviéndose entre las sombras del jardín, bajo un cielo alto, tachonado de estrellas diminutas. Se comunicaban por tenues cuchicheos y la hierba crujía suavemente bajo sus pies y este ambiente de roces imperceptibles y misteriosos susurros crispaba los nervios de Daniel, el Mochuelo.

—¿Y si nos oyera el boticario? —murmuró éste de pronto.

—¡Chist!

El contundente siseo de Roque, el Moñigo, le hizo callar. Se internaban en la huerta. Apenas hablaban ya sino por señas y las muecas nerviosas de Roque, el Moñigo, cuando tardaban en comprenderle, adquirían, en las medias tinieblas, unos tonos patéticos impresionantes.

Ya estaban bajo el manzano elegido. Crecía unos pies por detrás del edificio. Roque, el Moñigo, dijo:

—Quedáos aquí; yo sacudiré el árbol.

Y se subió a él sin demora. Las palpitaciones del corazón del Mochuelo se aceleraron cuando el Moñigo comenzó a zarandear las ramas con toda su enorme fuerza y los frutos maduros golpeaban la hierba con un repiqueteo ininterrumpido de granizada. Él y Germán, el Tiñoso, no daban abasto para recoger los frutos desprendidos. Daniel, el Mochuelo, al agacharse, abría la boca, pues a ratos le parecía que le faltaba el aire y se ahogaba. Súbitamente, el Moñigo dejó de zarandear el árbol.

—Mirad; está ahí el coche —murmuró, desde lo alto, con una extraña opacidad en la voz.

Daniel y el Tiñoso miraron hacia la casa en tinieblas. La aleta del coche negro del Indiano, que metía menos ruido aún que el primero que trajo al valle, rebrillaba tras la esquina de la vivienda. A Germán, el Tiñoso, le temblaron los labios al exigir:

—Baja aprisa; debe de estar ella.

Daniel, el Mochuelo, Y Germán, el Tiñoso, se movían doblados por los riñones, para soportar mejor las ingentes brazadas de manzanas. El Mochuelo sintió un miedo inmenso de que alguien pudiera sorprenderle así. Apoyó con vehemencia al Tiñoso:

—Vamos, baja, Moñigo. Ya tenemos suficientes manzanas.

El temor les hacía perder la serenidad. La voz de Daniel, el Mochuelo, sonaba agitada, en un tono superior al simple murmullo. Roque, el Moñigo, quebró una rama con el peso del cuerpo al tratar de descender precipitadamente. El chasquido restalló como un disparo en aquella atmósfera queda de roces y susurros. Su excitación iba en aumento:

—¡Cuidado, Moñigo!

—Yo voy saliendo.

—¡Narices!

—Gallina el que salte la tapia primero.

No es fácil determinar de dónde surgió la aparición. Daniel, el Mochuelo, después de aquello, se inclinaba a creer en brujas, duendes y fantasmas. Ella, la Mica, estaba ante ellos, alta y esbelta, embutida en un espectral traje blanco. En las densas tinieblas, su figura adquiría una presencia ultraterrena, algo parecido al Pico Rando, sólo que más vago y huidizo.

—Conque sois vosotros los que robáis las manzanas, ¿eh? —dijo.

Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, fueron dejando resbalar los frutos, uno a uno, hasta el suelo. La consternación les agarrotaba. La Mica hablaba con naturalidad, sin destemplanza en el tono de voz:

—¿Os gustan las manzanas?

Tembló, un instante, en el aire, la amedrentada afirmación de Daniel, el Mochuelo:

—Siiií...

Se oyó la risa amortiguada de la Mica, como si brotase a impulsos de una oculta complacencia.

Luego dijo:

—Tomad dos manzanas cada uno y venid conmigo.

La obedecieron. Los cuatro se encaminaron hacia el porche. Una vez allí, la Mica giró un conmutador, oculto tras una columna, y se hizo la luz. Daniel, el Mochuelo, agradeció que una columna piadosa se interpusiera entre la lámpara y su rostro abatido. La Mica, sin ton ni son, volvió a reír espontáneamente. A Daniel, el Mochuelo, le asaltó el temor de que fuera a entregarles a la guardia Civil.

Nunca había visto tan próxima a la hija del Indiano y su rostro y su silueta iban haciéndole olvidar por momentos la comprometida situación. Y también su voz, que parecía el suave y modulado acento de un jilguero. Su piel era tersa y tostada y sus ojos oscuros y sombreados por unas pestañas muy negras. Los brazos eran delgados y elásticos, y éstos y sus piernas, largas y esbeltas, ofrecían la tonalidad dorada de la pechuga del macho de perdiz. Al desplazarse, la ingravidez de sus movimientos producían la sensación de que podría volar y perderse en el espacio lo mismo que una pompa de jabón.

—Está bien —dijo, de pronto—. De modo que los tres sois unos ladronzuelos.

Daniel, el Mochuelo, se confesó que podría pasarse la vida oyéndola a ella decir que era un ladronzuelo y sin cansarse lo más mínimo. El decir ella «ladronzuelo» era lo mismo que si le acariciase las mejillas con las dos manos, con sus dos manos pequeñas, ligeras y vitales.

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