El Caballero Templario (6 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: El Caballero Templario
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—¿Quieres decir que nuestra guerra es eterna?

—Tal vez o tal vez no. Algunos de nosotros… ¿sabes quién es el conde Raimundo de Trípoli?

—Sí, lo conozco… he oído de él. ¿Y?

—Si cristianos como él consiguen el poder en el reino de Jerusalén y vosotros en vuestro lado tenéis a un líder como Saladino, podría haber paz, una paz justa, al menos algo mejor que una guerra eterna. Muchos de nosotros, los templarios, pensamos como el conde Raimundo. Pero volvamos a donde estábamos, a lo que va a suceder ahora. Los sanjuanistas siguieron al ejército real y al
bríncipe
por Siria. Los templarios no lo hicimos.

—Eso ya lo sé.

—Sí, sin duda lo sabes porque tu nombre es Yussuf ibn Ayyub Salah al—Din, el que en nuestro idioma llamamos simplemente Saladino.

—Que Dios nos tenga misericordia, ahora que lo sabes.

—Dios nos es misericordioso al darnos esta curiosa conversación durante las últimas horas de paz entre nosotros.

—Y ambos mantendremos nuestra palabra.

—Me sorprendes con tu preocupación en ese punto. Eres el único de nuestros enemigos conocido por nunca faltar a su palabra. Yo soy templario. Siempre mantenemos nuestra palabra. Basta ya de hablar de eso.

—Sí, basta ya de eso. Pero ahora, querido enemigo, en esta avanzada noche ante un amanecer en que ambos tenemos asuntos urgentes, tú con tus cadáveres malolientes y yo con otras cosas que no quiero decir, pero que sin duda sospecharás, ¿qué hacemos ahora?

—Nos aferramos a esta tal vez única posibilidad que Dios nos ha concedido para razonar con el peor de todos los enemigos. En algo estamos de acuerdo tú y yo… disculpa que te hable de modo tan sencillo ahora que sé que eres el sultán tanto de El Cairo corno de Damasco.

—Nadie excepto Dios nos oye, tal como ordenaste con tanta sabiduría. Quiero que esta única noche me llames de tú.

—Estábamos de acuerdo en una cosa, creo. Corremos el riesgo de una guerra eterna porque ninguno de los bandos puede vencer.

—Cierto. Pero yo quiero vencer, he jurado vencer.

—Yo también. Es decir, ¿una guerra eterna?

—No augura un futuro muy bueno.

—Pues continuemos, aunque yo sólo soy un simple emir entre los templarios y tú eres el único de nuestros enemigos que desde hace mucho tiempo tenemos verdaderas razones para temer. ¿Por dónde volvemos a empezar?

Empezaron con la cuestión de la seguridad de los peregrinos. Era lo más relevante. En realidad se habían encontrado por eso, si es que se quisiese buscar la explicación de las personas y no sólo ver en todo la voluntad de Dios. Pero aunque ambos creyesen más bien que la voluntad de Dios lo dirigía todo o al menos eso aparentaban al hablar en voz alta, a ninguno de ellos les resultaba extraño que las personas también, con su libre voluntad, pudiesen causar grandes desgracias al igual que gran felicidad. Era una piedra angular en las creencias de ambos.

Hablaron largamente aquella noche. Cuando Fahkr, al amanecer, encontró a su hermano mayor —el brillante príncipe, la luz de la religión, comandante de los fieles en la guerra santa, agua del desierto, sultán de Egipto y Siria, la esperanza de los creyentes, el hombre a quien los infieles por todos los tiempos denominarían con el sencillo nombre de Saladino—, estaba sentado acurrucado, con las rodillas recogidas contra la barbilla, abrigado y tapado con el manto y mirando fijamente las tenues brasas.

El escudo blanco con la cruz roja había desaparecido, así como el templario. Saladino miró cansado hacia su hermano, casi como si despertara de un sueño.

—Si todos los enemigos fuesen como Al Ghouti, nunca venceríamos —dijo, pensativo—, Pero por otra parte, si todos nuestros enemigos fuesen como él, ya no sería necesaria ninguna victoria.

Fahkr no comprendió lo que su hermano y príncipe quiso decir pero adivinó que debían de ser más bien murmullos de cansancio como muchas otras veces, cuando Yussuf había quedado despierto cavilando hasta demasiado tarde.

—Debemos irnos, tenemos una dura cabalgada hasta Al Arish —indicó Saladino, levantándose y estirando las piernas—. La guerra espera, pronto venceremos.

Cierto era que la guerra esperaba, estaba escrito. Pero también estaba escrito que Saladino y Arn Magnusson de Gothia pronto volverían a encontrarse en el campo de batalla y que sólo uno saldría victorioso.

II

E
n el mundo en el que Jerusalén era el centro, incluso Roma quedaba lejos. Aún más remoto quedaba el reino de los francos, y allá donde el mundo casi terminaba, en el frío y oscuro Norte, estaba la tierra de Götaland Occidental, de la que poca gente había oído hablar. Entre los eruditos se decía que después de eso sólo había bosques oscuros hasta el fin del mundo, poblados por monstruos con dos cabezas.

Pero incluso hasta aquí arriba al frío y la oscuridad se había hecho su camino la fe verdadera, en mayor parte gracias al venerado san Bernardo, que por misericordia y amor fraternal había pensado que incluso los bárbaros de la oscuridad tenían derecho a la salvación del alma. Fue él quien envió a los primeros monjes a las salvajes y desconocidas tierras de Gota. Pronto la luz y la verdad de más de diez monasterios se propagaron entre los ya no condenados hombres del norte.

El nombre más bello de todos los monasterios lo tenía un convento de monjas situado en la parte sur de Götaland Occidental. Se llamaba Gudhem, «hogar de Dios», y estaba dedicado a la Virgen María. El convento estaba en una colina desde la que se vislumbraba la montaña azulada de Billingen y, con que uno se esforzase un poco, también las dos torres de la catedral de Skara. Al norte de Gudhem resplandecía el lago de Hornborga, adonde las grullas iban en primavera antes de que empezasen a jugar los lucios. El convento estaba rodeado de fincas, campos y pequeños robledos. Era un paisaje muy pacífico y hermoso, que para nada tenía que ver con la idea de oscuridad y barbarie. Para la mujer de edad avanzada que había pagado una buena dote y acudía allí para terminar su vida en paz, el nombre de Gudhem debía de sonar como una caricia, y el paisaje era lo más hermoso que unos ojos envejecidos podían vislumbrar.

Pero a Cecilia Algotsdotter, que a la edad de diecisiete años fue encerrada en Gudhem por culpa de sus pecados, el convento llegó a parecerle durante mucho tiempo un hogar sin Dios, como un lugar que más bien se semejaba a un infierno en la vida terrenal.

Cecilia conocía bien cómo era la vida en el convento; no era eso lo que la asustaba. Incluso conocía Gudhem, pues en varios períodos había llegado a pasar más de dos años de su vida ahí dentro, entre
familiares
, las jóvenes a quienes los linajes nobles enviaban a los conventos para que se las disciplinase y educase un poco antes de casarlas. Por tanto, ya sabía leer y se sabía el Salterio de memoria, pues había cantado cada cántico más de cien veces. Así pues, esto no era nada nuevo ni nada que debiera temer.

Pero esta vez había sido condenada a la vida en convento, y la condena era severa, veinte años. Había sido condenada junto con su prometido Arn Magnusson, del linaje de los Folkung, pues habían pecado gravemente al unirse en amor carnal antes de haber sido unidos ante Dios. Fue la hermana de Cecilia, Katerina la que los delató y la prueba de su pecado era tal que no había nada que discutir. El día en que el portón del convento se cerró tras Cecilia, ella estaba embarazada de tres meses. Del mismo modo, su prometido Arn había sido condenado durante veinte años, pero él haría la penitencia como monje en el sagrado ejército de Dios, en la infinitamente lejana Tierra Santa.

Por encima del portal del convento de Gudhem había sólo dos esculturas hechas en arenisca que representaban a Adán y Eva, expulsados del paraíso tras el pecado original, cubriéndose con hojas de parra. Era una imagen de advertencia y una imagen que le hablaba directamente a Cecilia como si hubiese sido talada, labrada y pulida en piedra sólo para ella.

La habían separado de su amado Arn a sólo un tiro de piedra de ese portal. Él había caído de rodillas y juró con el ardor que sólo un hombre de diecisiete años puede jurar, incluso sobre su espada bendecida por Dios, que sobreviviría a todos los fuegos y a todas las guerras y que en verdad regresaría a buscarla cuando hubiesen cumplido su penitencia.

Hacía mucho tiempo de eso ahora. Y no había recibido ni una letra de Arn desde Tierra Santa.

Pero lo que realmente asustó a Cecilia desde el momento en que la abadesa Rikissa la arrastró por el portal y la agarró con dureza y desprecio por la muñeca, del modo que se llevaba a un siervo al castigo, fue que Gudhem se había convertido ahora en un lugar completamente diferente de aquel en que muchas veces antes había pasado temporadas con familiares.

Es decir, de cara al exterior, Gudhem seguía siendo lo que ella conocía, lo único nuevo eran algunas casetas. Pero en el interior, muchas cosas habían cambiado por completo y de hecho tenía motivos para sentir miedo.

La tierra de Gudhem había sido donación de alguna propiedad real, por parte del rey Karl Sverkersson. Por consiguiente, la abadesa Rikissa pertenecía al linaje de Sverker de la isla de Visingsö, al igual que la mayoría de las hermanas ordenadas y casi todas las doncellas entre las familiares.

Pero cuando el pretendiente del trono Knut Erikson, hijo de Erik Jedvardsson,
el Santo
, regresó de su exilio en Noruega para reclamar la corona de su padre y vengar su muerte, él mismo asesinó al rey Karl Sverkersson en Visingsö. Entre los hombres que lo habían apoyado en tal crimen estaba el amigo y amado de Cecilia, Arn Magnusson.

Por este motivo volvía a haber guerra en el mundo al exterior del monasterio; en un bando, los linajes de los Folkung y Erik y sus aliados noruegos, y el linaje de Sverker y sus aliados daneses en el otro.

Por eso Cecilia se sentía como una larva de mariposa encerrada en un avispero, y tenía buenos motivos para sentirse así. Dado que la mayoría de las hermanas pertenecían al bando de Sverker, la odiaban y lo demostraban en todo momento, y también todas las doncellas entre las familiares la odiaban y lo demostraban, y también las hermanas legas, las
conversae
, que tanto trabajaban, no se atrevían a hacer otra cosa que odiarla. Nadie hablaba con Cecilia, ni siquiera cuando estaba permitido mantener conversaciones. Todo el mundo le daba la espalda, era como si no existiera.

Tal vez la madre Rikissa intentase empujarla hacia la muerte durante el primer tiempo. Cecilia había llegado a Gudhem durante los meses en que tocaba aclarar el plantel de los nabos. Era un trabajo duro y caluroso en los campos, en el que ninguna de las hermanas nobles y, por supuesto, ninguna de las familiares participaba.

La madre Rikissa había ordenado pan y agua para Cecilia ya desde el primer día; en las comidas en el
refectorium
Cecilia tenía su propio sitio en una mesa vacía, al fondo de la sala, donde permanecía rodeada de un frío silencio. Pero como si eso no fuese suficiente castigo, la madre Rikissa había decidido que Cecilia trabajaría con las
conversae
en los campos, se arrastraría a cuatro patas con el niño pataleando en la barriga.

Y como si esto tampoco fuese suficiente, o como si a la madre Rikissa le molestase que Cecilia no perdiese a su niño con el duro trabajo, Cecilia fue enviada a dejar sangre todas las semanas durante ese primer tiempo tan duro. Se decía que sangrar era bueno para la salud y que además tenía un sano efecto enfriador sobre los deseos carnales. Y dado que estaba demostrada la debilidad de Cecilia por los deseos carnales, era preferente que dejase sangre todavía más a menudo.

Cecilia se arrastraba por los campos cada vez más pálida pero rezando constantemente en voz baja a Nuestra Señora que la protegiese, le perdonase sus pecados y, aun así, mantuviese su dulce mano protectora sobre el niño que llevaba en su interior.

Hacia el otoño, cuando llegó la hora de cosechar los nabos, el trabajo más duro y sucio que había para mujeres en Gudhem, Cecilia estaba llegando al final de su embarazo. Pero la madre Rikissa era inflexible.

Estuvo cerca de dar a luz a su hijo en el frío barro de noviembre de los campos de nabos. Fue al final del trabajo de cosecha cuando de repente se desplomó con un breve grito y los dientes apretados. Las
conversae
y las dos hermanas que estaban en el lugar para vigilar que se mantuviese la virtud y el silencio en el trabajo comprendieron de inmediato lo que estaba sucediendo. Primero pareció como si las dos hermanas opinasen que no había que hacer nada. Sin embargo, las hermanas legas no estuvieron de acuerdo en eso y levantaron a Cecilia, sin preguntar ni tan siquiera decir nada, y la llevaron corriendo al
hospitium
, la casa de huéspedes que había a las afueras de los muros. Allí la tumbaron sobre una cama y mandaron a buscar a la señora Helena, una mujer sabia, una de las pensionistas de Gudhem que había pagado una gran dote.

Para sorpresa de las hermanas legas, la señora Helena llegó corriendo y lamentándose, a pesar de pertenecer a la casa de Sverker. Decidió, sin que nadie se atreviese a llevarle la contraria, que dos de las hermanas legas permanecerían en
hospitium
para ayudarla y luego Rikissa —cuyo nombre pronunció sin decir
madre
Rikissa— podía decir y opinar lo que quisiese. Las mujeres de este mundo ya lo tenían lo suficientemente difícil como para que encima tuvieran que cargar piedras sobre las penas de las demás, dijo a las sorprendidas hermanas legas, que se habían quedado con ella y que por orden suya calentaron agua, fueron a buscar trapos de lino y lavaron a la atormentada Cecilia, que ahora casi había perdido el conocimiento, limpia de barro y suciedad.

La señora Helena fue su salvación, que debió de ser enviada por la mismísima Sagrada Virgen María; había dado a luz a nueve niños, de los que siete sobrevivieron, y había ayudado a muchas otras mujeres en este difícil momento, en que están solas y sólo otras mujeres pueden ser de ayuda. La simple idea de que esa joven fuese enemiga suya le parecía absurda, y ante las dos hermanas legas dijo que eso de amigo o enemigo podía cambiar en un día o en una noche o con una pequeña y miserable guerra entre los hombres. La mujer que elegía amiga o enemiga en función del momento recibiría una dura lección en la vida sobre lo insensato que eso podía ser.

Cecilia no recordó mucho de las horas nocturnas en que dio a luz a su hijo Magnus, tal como había sido decidido que se llamaría. Recordaba el dolor que la atravesaba como un cuchillo en su pecaminosa carne. Recordaba el momento en que todo había pasado y bañaba en sudor y ardía en fiebre, y la señora Helena apretó al pequeño contra su dolorido pecho, al igual que recordaba las palabras de la señora Helena de que era un niño hermoso con buena salud y con todos los miembros en su sitio. Pero luego sus recuerdos se perdían en una niebla.

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