—Algunos conocéis el Finisterre, en el extremo occidental de Galicia, en la diócesis de Iria —nos relató—. Hay allí un paraje boscoso que llaman Libredón donde, desde antiguo, se levanta una gran necrópolis a la vera de un viejo cruce de caminos. Hasta hoy ese paraje ha estado abandonado, sin más humanidad que algunos eremitas que allí se entregaban a la vida contemplativa. Pero es el hecho que uno de esos eremitas, de nombre Pelayo, comenzó a percibir extraños sucesos en torno a la necrópolis: misteriosas luces que destellaban en la noche y cánticos de ángeles que llenaban el cielo. El anacoreta se acercó al lugar y quedó estremecido por lo que vio. Pensando haberse vuelto loco, mantuvo en silencio su hallazgo. Ahora bien, he aquí que algunos campesinos de una parroquia cercana, San Félix de Solobio, acudieron a Pelayo con la misma historia: ellos también lo habían visto…
Aquí Adulfo hizo un alto en su narración. La asamblea le escuchaba maravillada. Adulfo era un hombre enjuto y descarnado, una vara dentro de su hábito, tan modesto por cierto como cuando no era aún obispo, sino solo un clérigo más en la iglesia ovetense de San Vicente. Unos pocos cabellos negros le caían sobre la frente como flecos de un sayal. Pero hablaba con autoridad y mucha ciencia.
—Cuando el eremita Pelayo comprobó que otros habían visto los mismos prodigios que él, acudió de inmediato a su obispo, Teodomiro, en la ciudad de Iria —prosiguió—. Teodomiro es hombre poco dado a las supersticiones del vulgo, de manera que decidió investigar personalmente los hechos. Se instaló en el bosque de Libredón. Aguardó una noche. ¡Y allí vio las mismas luces y escuchó los mismos cánticos angelicales! Profundamente conmovido, al alba se internó en la espesura. Allí encontró la vieja necrópolis. En ella descubrió un túmulo funerario de singular aspecto. Y en el interior del túmulo, tres esqueletos, uno de ellos con la cabeza bajo el brazo. Teodomiro no lo dudó: aquello solo podía ser la tumba del apóstol Santiago, degollado en Judea, y sus discípulos Teodoro y Anastasio. ¡El Arca Marmárica…!
Adulfo se detuvo otra vez. Examinó los rostros de los presentes. Todos estaban tan impresionados como yo. ¡Cuántas veces no me habría confiado Beato de Liébana su convicción de que Santiago estaba enterrado en España, y qué feliz habría sido al conocer este asombroso descubrimiento! El obispo de Oviedo preguntó retóricamente:
—Y vosotros dudaréis: ¿por qué esa tumba ha de ser la de Santiago, y no la de cualesquiera otros mártires? Yo os lo diré. Desde que el obispo León de Jerusalén confió tal extremo a visigodos y ostrogodos, sabemos que Santiago el Mayor, apóstol de Jesús Nuestro Señor, hijo del Zebedeo y hermano de Juan el Evangelista, predicó en España y aquí se enterró después su cuerpo. Por eso León instaba a las gentes de occidente a orar, porque aquí se hallaba oculto Santiago. Asimismo, por el
Breviario de los apóstoles
sabemos que el Arca Marmárica donde fue enterrado Santiago era un lugar del extremo occidente. Por el sabio Adhelmo de Sherborn nos consta que Santiago evangelizó España y que aquí está su altar. Y Beda el Venerable señaló aquellas tierras gallegas como depósito del santo cuerpo de nuestro apóstol. En todas esas fuentes bebió nuestro Beato de Liébana para aseverar que Santiago evangelizó España y que aquí se trajo su cuerpo…
La mención de Beato de Liébana despertó en mi interior una enorme emoción. Aquel pequeño monje de un remoto monasterio lebaniego había sembrado cosechas de abundancia infinita. Adulfo proseguía con su plática:
—Y así fue, en efecto. Después del Pentecostés, Santiago vino a España para predicar el Evangelio. En Tarragona, en la Bética, en Galicia, en Zaragoza… Aquí se le apareció Nuestra Señora la Virgen María sobre un pilar a orillas del Ebro. Santiago volvió a Jerusalén. Sus primeros discípulos, los siete varones apostólicos, quedaron aquí entre nosotros: Torcuato, Tesifonte, Indalecio, Segundo, Eufrasio, Cecilio y Hesiquio. En Judea el infame rey Herodes Agripa mandó martirizar a Santiago; la cabeza de nuestro apóstol fue la ofrenda del martirio. Pero sus discípulos Teodoro y Anastasio, enterados de la muerte del santo, viajaron a Jerusalén para recuperar su cuerpo y en una prodigiosa singladura lo trajeron de vuelta aquí, a España, y en esta vieja necrópolis de Libredón le dieron tierra. Cuando les llegó la hora, pidieron ser sepultados junto a su maestro. Y esta es la sepultura que hoy emerge para bendición de nuestro reino.
Nadie ignoraba las enormes consecuencias de semejante descubrimiento. El primer evangelizador de toda España aparecía en nuestro reino. Oviedo ya era la cabeza de la cristiandad española después de la polémica de Beato con Elipando de Toledo. Ahora la aparición de Santiago significaba que el reino de Oviedo era el legítimo heredero de la España cristiana, tanto la España del imperio convertido bajo Constantino como la de los reyes de estirpe visigoda. A nosotros nos correspondía que toda la vieja España volviera a la cruz. El gran proyecto del rey Alfonso recibía un decisivo espaldarazo sobrenatural.
Cuando Alfonso apareció en la puerta de palacio, el entusiasmo fue indescriptible. De inmediato se puso en marcha la comitiva que escoltaría al rey hasta el paraje de Libredón. Lo más granado del reino acudía a venerar a Santiago.
El viaje a Libredón, o Compostela como también lo llamaban, fue en realidad una larga procesión. Centenares de personas, lo mismo caballeros que clérigos y magnates, dimos escolta al rey Alfonso hasta el lejano Finisterre en una prolongada sucesión de cánticos y rezos, envueltos en la luz de altos cirios y el vaho de los pebeteros. Por el camino se nos sumaban ocasionalmente grupos de labriegos, y el rey, que nunca rehuía la compañía de su pueblo, se dejaba rodear por ellos y les impartía su bendición. Así fue el largo trayecto buscando la calzada hasta Astorga, y después, por la vía romana, hasta el Bierzo, y más tarde Lugo y al fin, ya cerca del mar, la ciudad de Iria.
No solo nosotros acudíamos a la llamada de Santiago: numerosos grupos de monjes y también de monjas transitaban la calzada, en especial en tierras de Galicia, y su emoción al descubrir la comitiva del rey era tan intensa que interrumpían sus rítmicas plegarias para lanzar vítores a nuestro señor don Alfonso. Allá donde nos detuviéramos, los patricios locales venían a presentar sus respetos y a expresar su voto de que Santiago protegiera al rey. Muchos monasterios de la región debían su existencia al impulso de la corona. Todos ellos se inclinaban ahora ante el paso de su patrón. Especialmente cuando sabían que el rey iba en pos de un patrón aún más grande: el apóstol.
Cerca de nuestra meta nos esperaba el obispo Teodomiro. Él nos condujo hasta la tumba de Santiago. El paraje de Libredón era una colina boscosa cubierta de maleza. Solo pequeñas sendas permitían entrar y salir del soto. Hubo que desbrozar algún tramo para que pudiera pasar tanta gente como ahora venía. En un cierto punto, el bosque dejaba paso a un difícil claro donde la vegetación ahogaba una extensión uniforme de piedras caóticamente dispersas. Tal impresión de caos desaparecía al aproximarse uno al campo: porque no eran piedras, sino tumbas, y no estaban dispersas, sino dispuestas según ese orden superior que la muerte prescribe. En medio del camposanto se elevaba un túmulo algo más alto que los demás. Seis sacerdotes envueltos en blancas vestiduras y portando largos cirios encendidos hacían ahora vela ante la tumba. Ahí estaban las reliquias de Santiago.
Había un numeroso grupo de peregrinos alrededor del túmulo jacobeo, clérigos en su mayoría. Monjas y monjes. Alfonso había impulsado tanto el celibato del clero como los monasterios femeninos, y eso se notaba ahora en la nutrida presencia de mujeres consagradas a Dios. Al serles anunciada la llegada del rey, todos los presentes se hicieron a un lado para dejar paso. Y entonces la vi.
Un mar de hiel anegó mi corazón cuando descubrí, en el cortejo de monjas, el rostro de Deva. No cabía duda: era ella. Sus grandes ojos azules seguían siendo los mismos bajo el pesado y tosco hábito. Su boca también era la misma, aunque ahora se contraía en un mohín de lejana amargura. Su mirada se cruzó con la mía. Me reconoció. Ninguno huyó del otro. Pero yo, quizá sacrílego en aquel momento, no veía en ella ni su hábito ni la toca que ocultaba su cabello, sino solo las trenzas doradas de aquella muchacha de Liébana, su carne blanca y rosada ofrecida al sol en los prados, el abrazo de su seno bajo mi pecho, y también la promesa de una huida que nunca se verificó. Sentí el impulso de decirle algo: «Solo he vivido para ti», «No he amado a otra mujer que a ti», «El azul de mi escudo es el de tus ojos»… Pero ¿lo habría entendido?
Recordé las palabras de Beato: «Hazte a la idea de que es otra mujer. Es otra mujer, como tú eres ya otro hombre». Un mar de lágrimas me vino a los ojos. No hice nada por impedirlo. Cada lágrima era una pregunta formulada al destino que pudo ser y no fue. Preguntas que volvían a mí en respuestas vacías, en la música triste de una existencia frustrada. Nunca pude amarla como hubiera deseado. Nunca pude hacerla mía. Nunca pudo ser la madre de mis hijos. Nunca pudo ser la compañera de mis días. Nunca sería el espejo de mi vejez. Y yo para ella, ay, no era otra cosa que aquel salvaje guerrero que la liberó de una cárcel para encerrarla en otra.
La comunidad de las monjas se apartó de nuestro camino. Humildes, inclinaron la cabeza ante el rey. Deva también. Mi amor levantó un instante el rostro. Sus ojos volvieron a cruzarse con los míos. Vi que también ella lloraba. Quizá ya había vuelto a ser ella misma. Quizá ya lo había recordado todo. Y quizá, en ese caso, ya habría comprendido que la vida había terminado para ella, como había terminado para mí.
Llegados a la tumba, y a una seña de Teodomiro, un clérigo se acercó al rey. Venía muy pobremente vestido, con aspecto desgreñado, pero limpio. Lo más notable en su traza era la sonrisa: una sonrisa fatigada y resignada, como la de quien lo ha visto todo ya. Era Pelayo, el anacoreta que descubrió el sepulcro. Pelayo —o Paio, como le llamaban allá— se acercó al rey y se inclinó para besarle la mano. Alfonso, en un gesto muy propio de él, se inclinó a su vez y tomó las manos del ermitaño.
—Quiero que me bendigan estas manos que fueron las primeras en tocar la tumba de Santiago —pidió el rey.
El ermitaño Pelayo, conmovido, alzó brevemente su mano derecha y dibujó sobre la frente del rey Alfonso la señal de la cruz. Fue indescriptible el entusiasmo de los presentes ante esta muestra de humildad de nuestro rey.
El túmulo de Santiago y sus discípulos estaba entreabierto. La lápida, desplazada, dejaba ver el interior. Alfonso miró. Allí estaba el esqueleto de Santiago, la cabeza bajo el brazo, y los restos de sus dos amantísimos discípulos. El obispo Teodomiro leyó al rey ciertas inscripciones esculpidas en la piedra: «Jacobo, mártir», le escuché decir. Alfonso se arrodilló. Todos le imitamos. En silencio, oró. Cuando hubo terminado, Alfonso se dirigió a su séquito y nos dijo:
—El día que me coroné rey invoqué a Santiago apóstol. Ese día se cantó el himno de Beato de Liébana. Puse mi reinado bajo la protección del apóstol de España. Desde entonces ha derramado abundantes bendiciones sobre nosotros. Y hoy nos regala esta bendición suprema que es el hallazgo de su santa tumba. Necesariamente tenemos que interpretarlo como una señal del cielo. Nunca ha sido más cierto el salmo: «El Señor revela a las naciones su salvación». El apóstol nos ha querido decir con toda nitidez que bendice nuestros esfuerzos y que debemos perseverar. Nos lo ha dicho aquí, en este Finisterre donde el sol muere en el océano. Ya hemos dado noticia a Carlomagno y al papa. En este suelo elevaremos una iglesia que guardará memoria perpetua del acontecimiento. Como nuevos apóstoles expandiremos la buena nueva a todo occidente, de manera que todos los cristianos vengan aquí a dar gloria a Dios Nuestro Señor.
Alfonso concertó con Teodomiro la construcción de una iglesia en aquel mismo sitio. El propio Tioda, arquitecto del rey, se encargaría de levantarla. El obispo, por su parte, anunció al rey su intención de trasladar su sede episcopal a este paraje. Grandes cambios se avecinaban para el despoblado de Libredón en Iria. El emperador Carlomagno no tardaría en avalar ante sus súbditos la peregrinación. Fue lo último que hizo antes de morir. Así, sobre la tumba del apóstol se elevaría un templo, y alrededor del templo una ciudad, y alrededor de la ciudad herviría la fe de los cristianos como en una nueva Roma.