El caballero del jabalí blanco (2 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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Ahora os hablaré de mí. Me llamo Zonio y nací en la primavera del año de Nuestro Señor de 774, año 812 de la era hispánica, año 158 de la hégira musulmana, reinando en Asturias el rey Silo. Me bautizaron en la iglesia vieja de San Bartolomé de Aldeacueva, en el valle de Carranza. Vine con mis padres a estas tierras cuando aquí no había sino enemigos y alimañas. Aré los campos, vestí los hábitos, empuñé la espada, luché mucho, perseguí un amor desdichado y repoblé tierras en el nombre de Dios Nuestro Señor. Conocí a Beato de Liébana y viví su guerra con el hereje obispo Elipando. Estuve en la batalla de Lutos y tomé Lisboa con mi rey Alfonso el Casto. Viajé a Córdoba y penetré en el harén del emir. Vi la tumba del apóstol Santiago en Compostela y viajé en embajada al país de Carlomagno. Hice presuras de tierras en Álava y estampé mi nombre en el fuero de Brañosera. Hoy me acerco a los sesenta inviernos y mi cuerpo ya no tiene fuerzas para retener mi alma. Por eso os contaré mi historia antes de morir.

De mi primera infancia apenas recuerdo otra cosa que una vaga impresión de felicidad en un valle verde y estrecho. Me enseñaron que nací en un linaje de hombres libres. Mi bisabuelo, de nombre Lebato, se había alzado en armas contra el moro, junto al duque Pedro de Cantabria, y con él había estado el glorioso día en que los montañeses aplastaron a los sarracenos en su fuga de Covadonga. Mi abuelo, García, fue guerrero en la hueste del primer rey Alfonso antes de echar raíces en este valle. Siguiendo la costumbre goda, mi padre recibió el nombre del abuelo: Lebato, y él fue quien heredó la propiedad. Nosotros, sus hijos, disfrutábamos ahora de esa libertad conquistada a punta de espada.

Fue mi padre, Lebato, el primero en acariciar la idea de pasar los montes. En la aldea ya no había sitio para todos. Ni sitio, ni comida. Uno de sus hijos podría heredar el terruño, pero ¿qué sería de los demás? Por otro lado, la escasez empezaba a roer nuestras vidas. Cada vez era más difícil sacar fruto de la tierra, incesantemente cultivada con nuestros pobres arados de madera. También la caza escaseaba. Los animales escapaban hacia los bosques del sur. Pero el sur era terreno vetado: los musulmanes podían merodear por allí.

Un otoño, mi padre y mis hermanos mayores, García, Vítulo y Ervigio, ascendieron a las peñas y excavaron terrazas para tratar de hacer bancales. Fue la última intentona: convertir aquellas peñas en tierra fértil y cultivable. Pero era un trabajo ímprobo atravesar el bosque, descubrir claros entre la enorme arboleda, escaliar el suelo y sacar de allí algo útil. Aquello no era solución.

Nunca supe cómo se le ocurrió cruzar la montaña. Desde muchos años atrás, todos habíamos crecido en la convicción de que al otro lado de la montaña aguardaba la muerte. Los musulmanes que cabalgaban desde el sur, con sus extrañas vestimentas y sus veloces caballos, pasaban todas las primaveras en busca de botín y esclavos. Todos conocíamos a alguien que había perdido a una hija o a un marido víctimas de aquellas expediciones de rapiña. En nuestro valle, en nuestro mundo, las montañas nos resguardaban del enemigo. Al otro lado, por el contrario, todo era peligro. Pero mi padre dio el paso.

Recuerdo bien el día: se levantó muy temprano, arregló el caballo, besó a mi madre, llamó a sus hombres —Rui, Cervello, Guma— y partió hacia la montaña. Iban armados como a la guerra, y en cierto modo era una guerra lo que afrontaban: la guerra en busca de una vida más libre y mejor. Pasaron los días. Mi madre se deshacía en rezos a la Virgen y a todos los santos. Durante una semana no tuvimos noticia de los exploradores. Los peores presagios invadieron nuestro ánimo. Pero un día Lebato regresó.

Mi padre volvió a casa muy excitado. Se diría que había descubierto un tesoro. Y en cierto modo eso era lo que había ocurrido. Al otro lado de los montes, donde el río Ordunte va a dar en el Cadagua, había descubierto tierras llanas y, en ellas, restos de aldeas, campos abandonados, viejos molinos en ruinas, jugosos prados, bosques de buena madera, montes que sin duda esconderían abundante caza… Allí había tierra para mucha gente. Tierra libre y sin dueño que solo estaba esperando a que una mano diestra le supiera arrancar fruto. Era lo que mi familia estaba necesitando.

Muniadona miró a su marido con ojos espantados: tierra al sur, tierra sin dueño, tierra peligrosa, tierra expuesta al moro… Pero no, hacía tiempo que los moros no asomaban la nariz por aquellos pagos. Por otro lado, ¿acaso no teníamos armas? Las mismas armas con las que ahora cazábamos nos servirían para defendernos, como tantas otras veces. Y además, aquella tierra era nuestra por derecho: quizá sus dueños hubieran muerto, pero era tierra cristiana y por cristianos debía ser ocupada. Mi madre, en pie delante del hogar, detuvo sus ojos en mi padre con una rara expresión, una extraña mezcla de incredulidad y miedo y amor y también esperanza. Parecía pensar algo así como «No podrás tú solo». Pero Lebato hundía su vista en el fuego, como buscando en las brasas un augurio.

Entonces mi abuelo García habló. El anciano conocía bien esas tierras de la que hablaba Lebato. Las había recorrido a uña de caballo en su mocedad, en la hueste del gran guerrero Fruela Pérez, hermano de nuestro rey el primer Alfonso. Ocurrió que en aquel tiempo lejano los moros habían abandonado muchas de sus posiciones al otro lado de las montañas. Al parecer, los mahometanos se habían enemistado entre sí. Apenas si dejaron algunas pequeñas guarniciones bereberes en las aldeas del gran valle. El rey Alfonso, yerno del glorioso Pelayo y depositario de su herencia, vio una oportunidad de oro para limpiar la frontera. Así, columnas de jinetes cristianos empezaron a partir todas las primaveras desde los altos valles del reino para vaciar el paisaje al sur.

Mi abuelo nos había contado infinidad de veces, al calor del fuego invernal, aquellas correrías por tierra de nadie. La hueste llegaba a una aldea, aniquilaba a los moros, liberaba a los cristianos y los traía consigo al norte sin dejar tras de sí más que ceniza y desolación. De este modo el viejo García recorrió todo el valle del Duero hasta la gran meseta del sur. El rey Alfonso se había propuesto tres cosas. Una, liberar a aquellos cristianos de su yugo. La segunda, ganar población para su reino. Y la tercera, privar al moro de puntos de reposo en la región. Mi abuelo tenía a gala haber cabalgado junto al rey y su hermano, el gran Fruela, en esas aventuras, y de alguna de ellas sacó además buen botín. El hecho es que en aquellas cabalgadas había atravesado varias veces nuestros montes hacia el valle de Mena, y allí había podido comprobar que este valle, al oriente de la vieja Area Patriniani, era rico y fresco y estaba bien regado, y lo más importante: quedaba protegido por una muralla natural al sur que impedía el paso a cualquier peligro. Era, en fin, un buen sitio para probar suerte.

Aquellas palabras hicieron brillar diamantes en los ojos de Lebato. Mi padre cogió un tizón de la chimenea, lo enfrió en agua y acto seguido, como un autómata, dibujó una especie de croquis sobre la tosca losa del suelo. Unas montañas, unos ríos, unos bosques… Se detuvo y miró a mi abuelo. El viejo guerrero cogió a su vez el tizón y completó el paisaje: los montes que cerraban el valle por el este y por el sur, el estrecho camino del oeste hacia el monte Cabrio y las ruinas de Area Patriniani… Realmente aquel valle era una fortaleza natural. Los hermanos asistíamos al espectáculo como si fuera una especie de ritual mágico. Y oscuramente intuíamos que nuestro destino se jugaba en los negros trazos de aquel conjuro.

En los meses siguientes, y durante un par de años, Lebato consagró toda su energía a buscar caminos hacia la tierra prometida. A veces con su gente —el fiel Cervello, el valiente Rui, el astuto Guma—, a veces con mis hermanos Vítulo y Ervigio, incluso él solo en algunas ocasiones, recorrió palmo a palmo los montes de Ordunte estudiando el terreno, trazando rutas, abriendo claros. Y después bajó al valle, su tierra de promisión, señalando campos y levantando cabañas. Muy pronto decidió que no viajaríamos rodeando los montes, sino que los cruzaríamos aprovechando las veredas naturales de las gargantas. Rodear los montes por el este o por el oeste exigiría un viaje de varias jornadas, con mucha provisión de vituallas y demasiada gente para protegernos de salteadores, y no teníamos ni tantos hombres ni tantos víveres. Cruzar los montes era una vía más difícil, pero nos llevaría menos tiempo y, además, nos aseguraría contra los ladrones de los caminos. Estaba decidido: viajaríamos todos. En la aldea quedaría el primogénito, García, heredero del solar, junto al abuelo, demasiado viejo para la aventura. Y todos los demás daríamos el salto.

2. La migración

Llegó el gran día. Fue al final del verano, apenas recogida la cosecha. Empezaba a amanecer cuando mi gente tomó el camino del sur. El sol aún era más débil que nuestras antorchas. Mi padre iba delante, sólido y compacto sobre su viejo jamelgo, una tea en la mano, la otra sujetando las riendas. Mis hermanos mayores, Vítulo y Ervigio, caminaban a su lado, a pie, cada cual con su luminaria, mascullando rezos, como en una santa procesión. Los demás nos acomodábamos como podíamos en uno de los carros, pegados a mi madre como polluelos, muertos de frío y, al mismo tiempo, ardiendo de excitación. Detrás venía la gente de casa: Cervello con dos mulas cargadas de aperos, su esposa Elvira tirando de un buey, y estaban también Rui y Guma, y García el Tuerto y Eterio, y con ellos sus esposas y sus hijos, todos con sus hatos de ropas y viandas, y los perros, y un carro que transportaba el gallinero, y una cuerda de ocas y dos vacas, y cuatro marranos que gruñían como si supieran que iban a tierra de moros. Yo miraba a nuestra gente y veía en sus ojos miedo, porque nunca habían traspasado aquellas montañas, pero también esperanza, porque al otro lado aguardaba una vida más libre y plena. En la aldea, con García y el abuelo, quedaban además dos ancianos sirvientes: ellos mantendrían vivo el fuego… por lo que pudiera pasar.

Mi padre, ya os lo he dicho, había recorrido varias veces el camino. Había que subir por Tejera, Bárcenas y Cezura para ganar los altos de Pando. Hasta ahí, la ruta no ofrecía gran dificultad. El problema venía después. La tierra se encrespaba entre bosques y lomas, y el camino se convertía en un rizo de vueltas y revueltas, siempre cuesta arriba, a veces sin otra guía que las precarias marcas que había dejado mi propio padre en sus primeras exploraciones. Las hayas y los robles cobraban tamaño de gigantes y entre sus hojas el viento ululaba advertencias a los imprudentes.

No soy capaz de recordar cuántas horas duró la primera jornada. Tengo bien viva la imagen del sol en lo alto y nuestra columna en marcha; en la pesada marcha que los bueyes imponían. A esa hora los hermanos ya caminábamos fuera del carro, ayudando a controlar a las bestias. De vez en cuando algún animal se desmandaba y los mozos tenían que ir en su busca. Mi padre dio orden de no detenerse cuando eso pasara: no debíamos perder más tiempo del preciso. En una ocasión, remontando una loma, una mula resbaló sobre un accidente de la cañada. El animal se asustó y el pobre Rui, que lo llevaba del bocado, a punto estuvo de caer pendiente abajo. Al mediodía nos detuvimos. En un pequeño calvero, al lado de un manantial, hombres y bestias recobramos el aliento.

Abajo, en el valle que dejábamos atrás, apenas si se divisaban ya las manchas de lo que había sido nuestro estrecho hogar. Los hermanos comíamos huevos crudos y coles mientras jugábamos con los otros chiquillos de la clientela. Pero los adultos estaban de otro humor: en el fondo de su alma, les dolía cortar lazos. Nunca olvidaré el gesto melancólico de mi madre, que allí, en Carranza, ahora tan lejana, dejaba risas de novia y dolores de parto, las tumbas de sus padres y la ilusión de la maternidad. Pero también quedaban atrás la angostura de una tierra cada vez más escasa y el hambre de unas cosechas siempre insuficientes. Lebato se sentó junto a Muniadona. No le dijo nada. Solo cruzaron sus miradas antes de depositarlas por última vez sobre la vida que dejaban atrás. Entonces mi padre se puso en pie y gritó: «¡En marcha!». Y la columna de los pioneros volvió a su ritmo cansino y tenaz, como el paso de los bueyes.

El ocaso nos sorprendió en el punto más alto del camino. Era lo previsto. Lebato se había ocupado de preparar las cosas: él y mis hermanos mayores habían desbrozado meses atrás un pedazo de bosque, lo suficiente para que ahora fuera posible instalar allí un improvisado campamento. Incluso habían tomado la providencia de construir un pequeño aprisco para las bestias. Cervello y Rui hicieron fuego. Las mujeres tendieron lienzos y sayales. Los carromatos que llevábamos nos servirían de pared. Pronto cayó la noche, una noche aún tibia de septiembre. El suelo guardaba el calor del reciente verano y el aire no había perdido su olor a vida vegetal. En el interior del bosque se desperezaba la vida nocturna con su música inquietante. Pero nada de todo eso parecía importar a la familia, que formaba ahora un círculo alrededor de la hoguera cantando y riendo, con el ánimo jovial de quien ha tenido una buena jornada. Después, el fuego fue cediendo y el cansancio afloró a los rostros. Y aún más tarde empezó a oírse, a lo lejos, el aullido penetrante del lobo. García y Eterio montaron la guardia. Yo me dormí con el corazón atenazado por las sombras del bosque.

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