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Authors: Caesar Alazai

Tags: #Terror, #Drama, #Religión

El bokor (60 page)

BOOK: El bokor
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—No, padre, no me lleve de aquí, debo buscar a Jeremy, ambos debemos hacerlo, luego podremos buscar al tipo de Haití.

—¿Te ha dicho cómo se llama?

—Dice ser la Mano de los Muertos.

—Imposible. Ese hombre está muerto.

—La Mano de los Muertos no puede ser alcanzada por la muerte. Está aquí y dice ser uno con usted.

Francis se desplomó en posición fetal, una baba espumosa salía de su boca y sus ojos se pusieron en blanco. Kennedy reconoció en aquel rostro el de Nomoko, el nieto de mama Candau. También habían sido sus palabras, las últimas que le escuchó decir al chico antes de que cayera en una especie de coma. Nomoko había dicho la Mano de los Muertos es uno con usted.

Kennedy tomó a Francis por los hombros y la ladeó la cabeza, el chico convulsionaba como lo hacía el niño hacia tantos años en Haití. Kennedy no había podido olvidar nunca aquella noche. Había sido el mismo día que había huido de Amanda Strout y que mama Candau y Jean le habían recriminado el salir con aquella mujer. Después de hablar con su amigo Angelo Pietri, Adam había tomado una ducha helada que le permitiera poner en orden sus pensamientos. Una voz desesperada lo había sacado de su tranquilidad. Era mama Candau, quien contraria a lo que hacía siempre había entrado a la casa en busca del sacerdote.

—Padre Kennedy.

—Mama Candau —dijo Kennedy que apenas si había logrado ponerse algo de ropa y se había terminado de cubrir con un paño.—¿Qué sucede?

—Es Nomoko.

—¿Qué pasa con él?

—He visto que está con la Mano de los Muertos.

—¿Dice que ha ido a verlo?

—Lo he visto, está con él y le hará daño. Esta vez no le bastará con cegarle un ojo.

—¿Por qué dice eso? ¿Qué ha ido a hacer Nomoko a la casa de ese hombre?

—La Mano lo ha atraído. Lo he visto demasiado tarde. Mientras hablaba con usted, ese hombre llamó a Nomoko y lo tiene consigo.

—¿Está usted segura? ¿Ya lo buscó…?

—Usted no entiende. Sé de estas cosas, sabía que esto pasaría si me empeñaba en ayudarlo.

—Iré por él.

—La Mano lo espera. Por eso se ha llevado a Nomoko, quiere atraerlo hacía él. Lo mismo hizo con Barragán y con Casas. Quiere saber si usted sabe algo del sello de fuego.

—¿Por qué habría de saberlo?

—Por que el sello debe estar en un lugar santo.

—No entiendo nada, mama Candau, pero cálmese, iré por el chico. Usted llame a la policía.

—La policía no puede ayudarle a mi chico, Baby Doc protege a la Mano de los Muertos. Lo convertirá en un zombi.

—Cálmese por favor, conozco al menos a dos uniformados que son justos. Venga conmigo, la dejaré con una de las vecinas mientras voy por su nieto. Todo saldrá bien, ya lo verá.

Kennedy terminó de vestirse y salió con la mujer que parecía no poder calmarse y hablaba en creole cosas que Kennedy no lograba entender pero que sonaban a oraciones para sus dioses. Dejó a mama Candau en una casa vecina y volvió a echar a correr hacia la mansión donde había habitado Benjamin Strout, su hija y ahora la Mano de los Muertos. Por el camino se iba encontrando con las mismas caras que una hora antes, los mismos gestos, las mismas murmuraciones al ver al sacerdote corriendo, ahora en dirección hacia la casa del hombre más temido en el pueblo. Parecían anticipar que se daría un enfrentamiento entre aquellas dos fuerzas. El bien y el mal, pero ¿Cuál de ellas era él para aquella gente? Quizá lo verían como el profesador de una religión oscura y a la Mano de los Muertos, como una especie de profeta en un mundo dominado por el lado oscuro.

Kennedy apresuró el paso y la cara se le volvió a perlar de sudor, un sudor frío y pegajoso que le corría por el cuello y le mojaba la camiseta que dejaba de ser gris para verse oscura. Unos minutos más tarde Kennedy llegaba hasta el jardín de la mansión. Todo era calma, no había gritos o señales de que algo malo pasara dentro de aquella casa. Solo se veía a lo lejos los ojos del perro a un lado de la casa, custodiando a su amo. Los ojos parecían dos focos amarillos como el fuego, pero el animal no se movia ni un centímetro, tampoco amenazaba con sus dientes al intruso, solo lo miraba desde unos treinta metros, esperando sus movimientos. Sintió el temor de que aquel animal no lo dejara llegar hasta la puerta detrás de la que le esperaba aquella otra clase de bestia.

—Doc —gritó con voz titubeante y disminuida por el esfuerzo de la carrera.

Sé que está allí, salga, tenemos que hablar.

No se escuchaba nada, solo el viento que pasaba entre los árboles que ahora se veían como masas oscuras tan solo iluminadas por una luna tímida en la distancia.

—Doc, sé que tiene usted a Nomoko. He venido por él, entréguemelo antes de que venga la policía —dijo sin ningún convencimiento de que la policía atendiera la llamada de mama Candau.

No hubo respuesta. Dio dos pasos hacia el frente y el perro bajó la cabeza y aguzó el oído moviendo sus orejas como dos grandes antenas parabólicas en dirección al sacerdote.

Kennedy tomó su crucifijo entre las manos, sudaba copiosamente aunque ahora no sabía si era producto de la carrera o de la tensión que vivía.

—Doc —repitió mientras daba dos pasos más hacia la casa— necesito hablar con usted.

El animal mostró los dientes de manera amenazadora, le dejaba ver a las claras que no estaba dispuesto a dejarle ingresar a sus dominios y Kennedy recordó que el mismo Nomoko le había dicho que la Mano de los Muertos en ocasiones tomaba posesión del animal.

Sin saber bien por qué, se dirigió al perro.

—Doc ¿o prefiere que lo llame Mano de los Muertos? Deje ir al muchacho. Arreglemos esto entre nosotros.

El animal dio algunos pasos hacia adelante con los dientes por fuera. Kennedy no quería mostrarle temor, pero sentía que el latir de su corazón lo delataría, sin duda el oído fino del perro podía escucharlo con claridad.

—No he venido a pelear con usted, solo deseo que me devuelva al chico.

Una sombra más oscura que la noche pareció moverse por la casa y Kennedy alzó más la voz.

—Voy a acercarme ¿Puede usted llamar a su perro?

El animal tomó una posición de asalto y Kennedy bajó la vista en busca de alguna posible arma, una piedra, un pedazo de madera. Nada de lo que vio pareció ser suficiente para enfrentar a aquel animal que parecía crecer con cada paso que daba hacia el frente.

—Doc. Sé que está allí, lo he visto moverse.

Una vez más la sombra dentro de la casa le dejó ver que no hablaba solo. Unos segundos después la puerta se entreabría como invitándolo a pasar.

Kennedy miró al perro y el animal seguía en posición de atacar en cualquier momento.

Un silbido agudo se escuchó dentro de la casa y el animal vaciló.

—Bien —dijo Kennedy para sus adentros.

El silbido se repitió con mayor intensidad y el animal se replegó dando un par de pasos hacia atrás.

Kennedy aun no se sentía a salvo pero se animó a dar un par de pasos hacia el frente y el animal le dio la espalda y se fue a echar a un rincón. Aún así, sus ojos seguían fulgurando y no perdían un solo movimiento que hacía el sacerdote.

Tomando valor, Kennedy caminó resuelto hacia la puerta. Golpeó dos veces y se asomó. Adentro solo había oscuridad.

—Doc. He venido por el chico. Sé que Nomoko está aquí.

Una figura menuda salió de la oscuridad.

—Nomoko no está aquí.

Era una niña vestida como mujer, con su cara maquillada de una manera grotesca.

—¿Quién eres? —dijo Kennedy. —Luego recordando: Eres Aqueda ¿No es verdad? La sobrina de Jean.

—Nomoko no está aquí —dijo la niña sin atender las preguntas de Kennedy.

—Aqueda, necesito saber dónde está Doc y qué ha hecho con Nomoko.

—El niño no debió haberse metido dónde no lo llamaban.

—¿Qué dices? ¿Qué ha hecho Nomoko?

—Husmear donde no debía.

—Es solo un niño —dijo Kennedy sin percatarse de que hablaba con una niña jugando a ser mujer.

—No debió espiar a Doc. No le bastó con perder uno de sus ojos. Tenía que volver —dijo con tono molesto.

—Dime dónde está. Yo me encargaré de que no vuelva a espiar ni a Doc ni a nadie.

—Es tarde. Nomoko ya no puede salvarse.

—No digas eso. Hablaré con Doc. También a ti te sacaré de aquí.

—Marchese padre Kennedy.

Hasta eso momento Kennedy se percató de que la niña sangraba por la vagina, empapando de sangre el vestido negro que llevaba.

—¿Qué te ha pasado?

No hubo respuesta.

—¿Kisa ki rive ou? —lo intentó en creole.

La niña lo miraba desafiante, no parecía la mirada de una niña y Kennedy adivinó que esa misma debió ser la mirada cuando asesinó a sus padres.

—Aqueda, necesitas ayuda. Déjame llevarte al hospital.

La niña sonrió y se subió su vestido hasta la altura de la cintura, luego, cambiando su voz por una más grave dijo:

—Li ansent.

—¿Kisa? —Preguntó el sacerdote.

—Li ansent —repitó la voz grave. —Ella está encinta.

Kennedy se sobresaltó. La Mano de los Muertos parecía hablar a través de la niña que ahora lucía como si estuviera en un trance hipnótico.

—¿Ki oun ki Ia? —Preguntó Kennedy.

—Deseaba hablar conmigo, padre —dijo la voz grave que salía de la boca de Aqueda. —¿Kisa ou ta vIa?

—Deseo saber dónde está Nomoko.

—El no está aquí. ¿Ou konprann?

—No, creo que no entenderle. ¿Ki kote li ale? ¿Dónde se ha ido? Se que vino aquí.

—Toupatou.

—Debe decirme donde está Nomoko o llamaré a la policía.

—Pa kounye —a.

—Dímelo ahora maldito cobarde, te refugias en una niña —dijo Kennedy apretando los puños. —Sal y enfréntate conmigo.

Aqueda sonrió de una manera maligna y Kennedy recordó las palabras de Jean de que su sobrina era un ser demoniaco.

—Aqueda, dímelo por favor, dónde están Nomoko y la Mano de los Muertos.

—¿Kisa ou vIe? —dijo la voz de la niña otra vez.

—Quiero salvar a Nomoko y también a ti, déjame llevarte al hospital.

La niña volvió a sonreir, esta vez sin aquella malignidad que aparecía cuando Doc hablaba a através de ella.

—Nomoko no puede ser salvado y yo tampoco.

—Dime ¿qué hizo Nomoko?

—Vio lo que no tenía que ver.

—¿Acaso a Doc violándote? ¿Fue eso lo que el chico vio?

—La niña miró al sacerdote como si fuera transparente y mirara através de él hacia un punto distante.

—Aqueda —dijo tomándola de la mano— ven conmigo.

La niña se resistió en un inicio y luego se dejó llevar por el sacerdote. Kennedy caminó con ella por el jardín y sentía clavada en sus espaldas la mirada del can.

—No debe usted temer, padre —dijo la niña— no nos atacará, llevo a su hijo en mi vientre.

Kennedy se espantó de escuchar esas palabras en la boca de una niña.

—Se ocuparán de ti, yo velaré porque ese hombre no te ponga una mano encima nunca más, pero por favor, dime ¿dónde está Nomoko?

—Está con Doc. El bokor lo convertirá en un zombi, así se vengará de mama Candau y los demás.

—¿Los demás? ¿A quienes te refieres?

—A los que le ocultan el sello.

—¿Te refieres al sello de fuego?

—Doc lo necesita y no se detendrá hasta tenerlo.

Unas luces de una patrulla iluminaron el lugar, Jean salió del auto y detrás dos uniformados lo custodiaban.

—Mira, es tu tío. Ha venido por ti.

Aqueda lo miró fríamente y Jean con rencor.

—¿Dónde está Nomoko?

—No lo sé. No me lo ha dicho.

Jean tomó a la niña por un brazo y se retiró unos pasos con ella, luego se agachó y le habló al oído. La niña lo miró con una sonrisa enigmática y Jean le gritó en creole cosas que Kennedy no logró entender.

Aqueda bajó la cabeza y susurró algunas palabras.

—¿Te lo ha dicho? ¿Sabes dónde está Nomoko?

—Está con Doc. El maldito se lo ha llevado para convertirlo en un zombi.

—Dime dónde está.

—Camino al malecón, pero es demasiado tarde. Aqueda te ha distraído para que no pudieras hacer nada por él.

La niña miró al sacerdote con una mirada que no supo interpretar.

—Ve con tu tío.

—No pienso llevarla a ningún sitio.

—Maldición Jean, es tan solo una niña, y debe ir al hospital.

El hombre vaciló un momento y luego asintió. Kennedy corrió por entre matorrales para acortar la distancia que lo separaba del malecón, corriendo llegaría más deprisa y Aqueda necesitaba de la patrulla para ir al hospital. Ninguno de los uniformados había aceptado ir con él, al parecer ambos le temían a la Mano de los Muertos.

No tardó mucho en llegar. A lo lejos, en medio del bosque se veía una antorcha encendida y Kennedy se dirigió directamente a aquel lugar. Al llegar una sombra se escurrió por entre los árboles. Tomó la antorcha que ardía e iluminó el sitio, Nomoko yacía en el suelo con los ojos muy abiertos. Rápidamente se inclinó y tomó al chico entre sus brazos.

—Pronto estarás bien —dijo sin convencerse. —Revisó su cuerpo y no había huellas de heridas.

Nomoko tuvo una convulsión y una baba corrió por su barbilla mojándole el cuello. Comenzó a hablar en creole, pero Kennedy no lograba entender una sola palabra, parecía orar o cantar una extraña canción en aquella lengua. Un nuevo estremecimiento del cuerpo del chico.

—Nomoko, ¿Dónde está la Mano de los Muertos?

El chico dirigió sus ojos al sacerdote, su ojo muerto parecía más blanco que nunca:

—La Mano es uno con usted —dijo con voz débil.

—¿Qué has dicho?

Nomoko ya no habló más, su cuerpo se tensó como un cable y un nuevo estertor lo hizo estremecerse en los brazos del sacerdote, luego se quedó exangüe y un suspiro de alivio se escapó de su boca.

Capítulo XLII

—Adam Kennedy, el más poderoso de los Bokor… —decía Francis que ahora tenía una mirada de fascinación para aquel hombre al que consideraba cercano a un Dios o al menos a uno de los profetas más poderosos.

—Francis, dime, ¿Qué sabes del cuerpo de Jeremy?

—Usted lo sabe bien. Jeremy ha vuelto…

—Eso es imposible.

—No tiene que fingir conmigo. Lo sé todo, sé de los ritos…

—Deja de decir eso.

—No tiene de qué preocuparse, si lo he llamado para que viniera es porque aquí estamos a salvo.

—¿Qué me has llamado?

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