El bokor (45 page)

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Authors: Caesar Alazai

Tags: #Terror, #Drama, #Religión

BOOK: El bokor
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En la delegación de policía, Adam Kennedy oraba hincado en una esquina de la pequeña celda. A pesar de lo avanzado de la noche no había conciliado el sueño y llevaba más de una hora de rezar en creole, lo que hacía que otros presos se pusieran muy inquietos y llamaran a gritos al oficial de turno. Ante los gritos, el hombre pequeño y con una prominente barriga bajó los escalones y se enfrentó a los hombres.

—Cállense ya.

—Sáquenos de aquí, este hombre está invocando a la muerte —dijo un tipo negro lustroso que sudaba copiosamente.

—No digas tonterías, es un sacerdote.

—Sé bien lo que está diciendo, es creole, no le está orando a Dios sino a uno de los santos del vudú.

—Escúchenlo, quizá a todos les haga bien un poco de magia para enderezar sus sendas.

—Usted no entiende, si no nos saca de aquí, todos moriremos —dijo el negro con los ojos desorbitados.

—Si piensa que lo dejaré en libertad está muy equivocado.

—El negro comenzó a aullar como un lobo y pronto los demás prisioneros hicieron eco, mientras Kennedy seguía impasible orando en un rincón. El policía golpeó los barrotes de su celda con el bastón para llamar su atención, pero el padre seguía inmóvil. Tomó las llaves y abrió la celda y con sigilo se acercó al hombre. Su voz era apenas un susurro y sin duda no hablaba en español aunque él no lograba entender una sola palabra.

—Padre Kennedy —dijo mientras le daba un golpecito en el hombro con el bastón. —El padre no reaccionó.

Padre, ¿está usted bien?

La respiración del sacerdote era pesada, como si estuviera en medio de un profundo sueño. El policía se acuclilló al lado del sacerdote que seguía inmóvil, todo menos sus labios que se movían rítmicamente, como si entonara una canción o una alabanza. En las celdas contiguas los detenidos seguían en un frenesí que no era normal en ellos, muchos eran frecuentes inquilinos de las celdas por sus actividades de venta de drogas o por proxenetismo.

—Padre ¿Me escucha?

Kennedy volvió su mirada hacia el policía, sus ojos estaban muy abiertos y sin embargo todo era un globo blanco, como si todos los colores de sus ojos se hubieran desvanecido. El policía dio un salto aterrado hacia atrás y se golpeó la cabeza con las rejas. Los presos enloquecidos aprovecharon la oportunidad y tomaron las llaves de las celdas que el policía llevaba consigo y salieron en desbandada subiendo las escaleras. Era como si de pronto todos se hubiesen convertido en animales enjaulados deseosos de escapar hacia la libertad. En unos segundos el primer piso de la delegación era un hervidero de prisioneros tratando de escapar y de policías deteniéndolos. Los refuerzos tardaron unos minutos en llegar y para entonces, la mitad de los detenidos había escapado.

Media hora más tarde, Johnson y Bronson llegaron a la delegación. Ambos habían sido alertados de la fuga y habían llegado lo más pronto que pudieron.

—Esto no tiene sentido —dijo Bronson— ninguno de estos tipos tenía razones para huir de esta manera.

—Parece la fuga de prisioneros sentenciados y no de simples transgresores a la espera de una multa.

—Solo el sacerdote se ha quedado en su celda y parece dormido.

—Tiene mucho que explicar, el guardia estaba desmayado en su celda según me han dicho sus compañeros.

—No entiendo, si hubiese sido el sacerdote, lo más lógico es que hubiera sido el primero en escapar. Además, los policías dicen que los prisioneros gritaban como posesos y que algunos decían que el diablo estaba preso en nuestras celdas.

—¿Crees que se referían a Kennedy?

—No creo que el sacerdote sea un demonio, a lo sumo un pecador.

—Y quizá un asesino.

—Eso te gustaría ¿Verdad?

—No me merece ningún sentimiento, solo lo veo como un sospechoso más.

—Todo esto es muy extraño. Las muertes, los cuerpos colgados en la iglesia, el sacerdote muerto.

—El cuerpo desaparecido de ese chico.

—Un sacerdote proveniente de Haití que está involucrado en todo.

—Debemos hablar con él.

—Más que dormido parece estar desmayado, le he pedido a un uniformado que lo despertara y me ha dicho que parece que estuviera anestesiado, que no responde a los llamados, y como si fuera poco, dicen que lo han oído hablando en una lengua extraña.

—Supongo que se trata de esa lengua haitiana.

—Puedes apostarlo. ¿Has sabido algo del chico Bonticue?

—No y ya supera la media noche, el plazo que le di a su padre para traerlo consigo ha expirado.

—¿Damos la alerta?

—Creo que sí, mientras, yo trataré de despertar a Kennedy.

Bronson caminó deprisa hacia la celda del sacerdote que yacía en el camastro con su cuerpo en posición fetal.

—Padre. Padre Kennedy, soy el detective Bronson ¿Puede oírme?

El sacerdote no reaccionaba. Bronson le subió los párpados y sus pupilas estaban dilatadas al punto de parecer que ocupaban todo el globo ocular.

—Padre, es preciso que hable con usted.

—Bronson vió una punta de una bolsa plástica que sobresalía debajo de la almohada de Kennedy y levantó el cojín con extremo cuidado. Una bolsa pequeña y transparente estaba llena de unas hojas secas y molidas. El detective la olió y no tardó en reconocer el olor de la marihuana.

—¿Cómo ha llegado esto hasta aquí?

Kennedy seguía dormido.

Johnson se unió a su compañero.

—¿Qué pasa?

—He encontrado esta bolsa de yerba.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí?

—No tengo la más remota idea, sé bien que cuando lo detuvimos se le revisó ampliamente.

—Una bolsa como esa podría llevarla en los genitales.

—Puede que tengas razón, pero ¿por qué un sacerdote cuestionado haría tal cosa?

—Kennedy tiene mucho que explicar.

—Te lo dije desde un principio, este hombre no está limpio.

—Empiezo a creer que tienes razón, pero no veo la lógica de traer esta droga a la comisaría.

—Quizá su adicción es mucha y necesita elevarse para poder dormir, aunque diga que debe tratarse el glaucoma, debe saber que en una comisaría no puede traer tal cosa.

—Es muy peligroso lo que hizo.

—El guardia ya ha despertado, nos espera para hablar con él.

—Vamos, este hombre no despertará en unas horas.

Bronson y Johnson subieron las escaleras y el uniformado sostenía un pedazo de hielo en su cabeza. Lucía avergonzado y asustado.

—Bien. Dinos ¿qué ha pasado?

—No lo sé bien. Los prisioneros comenzaron a gritar, luego aullaban y daban saltos diciendo que ese sacerdote estaba invocando a la muerte.

—¿A la muerte dices?

—Así es, el tipo hablaba en una lengua extraña, parecía estar orando en calma mientras se daba todo aquel jaleo. Entré a la celda para hacer que se detuviera y fue cuando lo vi…

—¿Qué viste?

—El sacerdote, tenía los ojos en blanco. Era como un maldito zombi.

—¿Un zombi?

—Es lo que todos dicen de él, todos saben que este tipo estuvo en las islas y que aprendió el arte de la hechicería.

—Eso es solo un disparate.

—Pregunte a los demás presos, ellos le dirán que este hombre se metió dentro de sus cabezas y los estaba volviendo locos.

—Tonterías —bramó Johnson.

—Vamos detective, pregúnteles, todos deseaban escapar, mas no de la policía sino de ese hombre. Han regresado algunos policías que los fueron a buscar, dicen que muchos estaban recluidos en una iglesia a tres cuadras de aquí. No intentaron escapar, solo estaban protegiéndose de Satanás.

—Deje de decir tonterías —dijo Johnson cansado.

—Agente —dijo Bronson mostrando la bolsa de yerba. —¿Sabe usted cómo ha llegado esto a la celda de Kennedy?

El policía no mostró asombro.

—Estos tipos son duchos en meter esas cosas.

—Revisé personalmente a Kennedy y no traía nada —dijo Johnson agresivo.

—Quizá se la dio otro de los prisioneros. No me dirá que usted revisó a todos ¿o sí?

—Lo que creo es que alguien permitió que entrara droga a la celda.

—¿Insinúa que fui yo?

—Johnson no insinúa nada, pero más vale que encuentre usted una explicación a esto o tendrá problemas.

—Les he dicho que no tengo idea de cómo llegó eso a la celda de Kennedy, quizá algún espíritu se la dio. Les digo que este hombre estaba poseído por un demonio cuando lo vi.

—¿Lo golpeó Kennedy?

—No, creo que no. Me golpee con los barrotes cuando le vi los ojos, los presos debieron haberme golpeado también y luego escaparon. Como les dije estaban enloquecidos, como si algo se hubiese posesionado de ellos.

—¿Alguno dijo algo?

—Ahora que recuerdo, el negro, el tipo que trajeron por tráfico de anfetaminas, fue el que dijo que Kennedy estaba invocando a la muerte. Creo que ese tipo es haitiano y de seguro sabía de lo que hablaba.

—¿Lo han logrado atrapar?

—No está entre los que ingresaron a la iglesia, debe seguir en fuga.

—No tiene sentido. Mañana mismo quedaría libre, ¿por qué habría de escapar de esa manera? Además, no era la primera vez que estaba preso por un delito similar.

—Ahora lo recuerdo —dijo Johnson. —Ese hombre, el haitiano, estaba relacionado con los hombres que aparecieron muertos en la iglesia.

—¿Estás seguro?

—Por supuesto, eran de la misma pandilla de traficantes.

—Esto parece complicarse —dijo Johnson enarcando las cejas. Lo que menos esperaba es que esto tuviera relación con el crimen, más allá de que Kennedy estaba en esta celda.

—Y se complica aún más —dijo un uniformado bajando las escaleras. Hemos encontrado al haitiano.

—Bien, tráiganlo.

—No podemos detective, el hombre está en la oficina del forense. Apareció colgado de los pies en la entrada del bosque.

—¿Colgado de los pies?

—Sí señor, igual que los hombres de la iglesia.

—Bronson, ¿Crees posible que Kennedy haya salido de la celda y luego haya vuelto a entrar?

—Parece un disparate.

—Eso lo haría parecer inocente, si este hombre apareció muerto en las mismas circunstancias y él estaba preso.

—Dudo que haya salido.

—Quizá no salió físicamente.

—¿A que te refieres?

—No sé, solo pensaba en este tipo y su estadía en la isla.

—¡Maldición! Esperaba no tener que llegar a hacerlo, pero creo que debemos presionar a este hombre.

Capítulo XXX

Puerto Príncipe, Haití, 1971

Kennedy sentía la urgente necesidad de hablar con mama Candau y aclarar así todas las dudas que envolvían su mente como si se tratara de una hiedra vigorosa que se encargaba de ahogar cualquier intento de pensar con claridad acerca de lo que sentía por Amanda Strout. ¿Amor? No podía tratarse de eso, apenas si la conocía como para pensar que estaba enamorado de aquella mujer, sin embargo lo hacía sentirse subyugado como nunca nadie lo había hecho sentir jamás. Amanda era capaz de ocuparle los sueños mientras dormía y sus pensamientos mientras estaba despierto. Debía reconocerlo, era simplemente deliciosa. Una mujer en un millón, capaz de seducir su intelecto al mismo tiempo que su cuerpo. ¿Deseo? Ojalá se tratará solo de eso, otras veces había vencido al demonio del deseo y había logrado apartar las necesidades de su cuerpo, haciendo privar su mente y espíritu sobre el deseo de la carne. Muchos pensaban que hacerse sacerdote era renunciar al placer de los deseos mundanos, pero Kennedy sabía que eso era imposible, no se trataba de no sentir el deseo, sino de no dejarse vencer por él y que aun reconociendo su natural presencia poder contenerse. Con Amanda Strout no debería ser diferente, pero lo era. Desde que oyó hablar por primera vez sintió: ¿el embrujo?, no, el encanto de su cadencioso hablar y no se trataba solo de su entonación, sino de la forma de enlazar las frases, de abordar los temas, de atacar y replegarse justo cuando era preciso. Nunca un gesto inútil, todo en aquella mujer parecía ser obra de un ensayo que resultaba a la vez endemoniadamente espontáneo. ¿Sería posible que Amanda fuera un súcubo? Tonterías, Adam no era un isleño lleno de aprensiones, era un psiquiatra, conocedor de la mente humana y de la forma de comportarse de los seres humanos. Pero en Amanda no había enfermedades mentales, aunque quizá si estaba produciendo una en él.

Jean le había dejado saber el temor que debería sentir por aquella mujer. Para su amigo, Amanda era una especie de reencarnación de Jazmín, la chica que muriera en manos del padre Barragán, la jovencita que había sido su amante y quizá también amante de uno de los Castro. Estupideces. Era sacerdote y creía en la muerte y la espera por el juicio final, no en reencarnaciones sucesivas hasta alcanzar un estado de perfección que le permitiera al hombre disfrutar del nirvana. Amanda se acercaba mucho a la perfección, mas no a la del alma como pregonizaban los orientales, quizá era solo que a sus ojos, humanos y plagados de vendas, le resultaba perfecta como mujer.

Habían pasado dos días desde que habló con los sacerdotes, dos días interminables de intentar reecontrarse con sus creencias más básicas y poder desechar así las ideas que Amanda parecía, aun sin verla, imponer en su cabeza. Negarse a recibirla cuando fue a visitarlo, escondiéndose en la casa como si fuera un niño que juega a las escondidas lo había hecho sentirse un imbécil, ni siquiera hablar con Pietri lo había logrado calmar en esa angustia que sentía y el deseo creciente de hablar con Amanda. Hablaría de cualquier tema, de la isla o de Australia, de religión o de paganismo, de historia o geografía, de filosofía o de política, cualquier tema daba igual, con Amanda no se trataba de qué hablaba, sino de simplemente disfrutar su forma de hablar. Podría escucharla por horas sin emitir una sola palabra y aun así quedarse con la sensación de que lo había dicho todo y a la vez nada. Pietri lo había advertido. Su viejo amigo le había dicho que esa sensación solo es producida por un amor juvenil y que si no se replegaba cuanto antes terminaría cediendo en todo ante aquella mujer. Eso lo preocupó, incluso mucho más que escuchar los reportes que Pietri tenía sobre los tres curas que había investigado. Los reportes de Barragán, Rulfo y Casas, eran similares a muchos otros que había leído como psiquiatra de la iglesia. Hombres atormentados por vidas tormentosas. Demonios al acecho de ellos, pervirtiéndolos, atacándolos en las áreas más sensibles. La vida de pareja de aquellos dos hombres que vivían en Cuba, los temores a la homosexualidad y a la ira de la iglesia que los veía como monstruos tan solo por sentir un amor diferente o quizá simplemente por sentir amor carnal, y en cuanto al tercero, su pervención al sentir ese deseo hacia niños, enfermo como tantos los que la iglesia le debía horas amargas. Sin embargo, a la iglesia no parecía importarle si era amor hacia una mujer adulta o como el caso de aquellos hombres, amor entre ellos o hacia los menores, era el amor filial lo que condenaba la iglesia y que la había llevado a retirarle las credenciales como sacerdotes y la posibilidad de comulgar. Con él actuarían de la misma forma, sin importar que Amanda fuera una mujer.

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