El bastión del espino (50 page)

Read El bastión del espino Online

Authors: Elaine Cunningham

BOOK: El bastión del espino
11.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No lo sé.
¿Medianoche? ¿Ala negra? ¿Po?

—No, no —respondía Cara con impaciencia. Apartó su mano de las de él y colocó el puño cerrado sobre la palma de Algorind.

—¿Cuál es el adjetivo que se refiere a los gatos?


Gatuno
, supongo.

En cuanto pronunció las palabras, ella abrió la mano y dejó caer en su palma una gema grande y roja. Al instante, él se sintió barrido por un fuerte vendaval.

Algorind intentó resistirse, utilizando para ello hasta el último vestigio de su voluntad de hierro y su disciplinada resistencia, pero en vano. La saqueada tienda se tornó borrosa y empezó a desvanecerse, mientras un ruido parecido al mar embravecido resonaba en aumento en sus oídos. Por encima del tumulto, Algorind oyó la feliz música de campanillas que era la risa de la niña. Su visión borrosa se posó en el rostro de aquella mujer traidora. Estaba de rodillas junto a la niña, la abrazaba y los ojos de ambas brillaban de alegría y orgullo.

Todo desapareció y el mundo que rodeaba a Algorind se convirtió en un torbellino blanco y terrible. Había sido apartado de su deber por algún tipo de magia traicionera.

El túnel que conducía de la elegante casa de Danilo a la torre de Báculo Oscuro resultaba de lo más conveniente. En opinión de Danilo, últimamente se había hecho demasiado conveniente. Echó a andar por el pasadizo para responder a la tercera llamada que recibía en una semana.

El túnel finalizaba en una puerta mágica. Danilo murmuró la frase que le permitiría pasar y acto seguido se adentró a través de lo que parecía piedra sólida para desembocar en el estudio de Khelben.

El archimago estaba pintando otra vez, cosa que era sin lugar a dudas una muestra de que se encontraba bajo presión. Danilo echó una ojeada al lienzo: era un paisaje marino, encima del cual relampagueaban lívidos hilos de luz procedentes de un montón de henchidas nubes de color púrpura. A pesar de aquel cielo sobrecogedor, el mar lucía un tono verdoso inexplicablemente tranquilo.

—Un trabajo interesante, tío. ¿Me dejas que le ponga nombre?
Pesadilla de Umberlee
es el primero que me viene a la mente.

Khelben sacudió el pincel en su dirección y lo salpicó de pintura púrpura. La furia que reflejaba el rostro del archimago convenció a Danilo de que era mejor no protestar.

—¿Qué te impulsó a hacer una cosa tan estúpida y propia de orcos?

Danilo alzó un hombro.

—Tendrás que ser más específico. Hago un montón de cosas estúpidas y propias de orcos.

El archimago hurgó en los bolsillos de su bata de pintor y extrajo una piedra de color azul brillante.

—¿Qué es esto?

Ir de farol era una pérdida de tiempo, pero Danilo decidió intentarlo.

—¿Un topacio?

—Piedras preciosas —le espetó, enojado, el archimago—. Tú le diste piedras encantadas a la niña y le enseñaste a utilizarlas. Has cometido locuras en tu vida, pero...

—Pero esto no es una locura —lo interrumpió Danilo—. Cara no es sólo una niña.

Es más lista que la mayoría, pero poca gente con más edad que ella se ha ganado una colección de enemigos como la que ella tiene. Un paladín la vio en el exterior de la tienda de Bronwyn y salió en su persecución. Mis agentes, que lo vieron, avisaron a la vigilancia y el presunto secuestrador fue atrapado.

—Sí, lo sé —se quejó Khelben—, y te agradezco que actuaras con tanta rapidez.

Como resultado, todavía tengo la suela de las botas de Piergeiron estampada en el trasero de mis pantalones.

—El paladín se lo había buscado —protestó Danilo sin recurrir ni pizca a su habitual sentido del humor—. Nadie tiene derecho a separar a una niña de su familia.

—Su familia es Dag Zoreth, un sacerdote de Cyric.

—Bronwyn también es familia de Cara —rezongó Danilo—. Es hermana de Dag Zoreth.

—Sí, creo que eso también se comentó en la conversación con Piergeiron. ¿No te acuerdas?

Danilo se cruzó de brazos.

—Con un poco de ayuda, Bronwyn podrá hacerse cargo de Cara. Si no tienes respeto alguno por el concepto de familia, ten esto en cuenta: ¿no sería más conveniente que el poder que esa familia posee, sea cual fuere, esté en poder de los Arpistas y no a disposición de la Sagrada Orden de los Caballeros de Samular?

El archimago ponderó aquella sugerencia.

—Tu razonamiento es bueno, pero comprende que hagamos lo que hagamos crearemos un conflicto entre los Arpistas y los paladines. Esta situación es peligrosa. No podemos permitirnos enojar a los Caballeros de Samular más de lo que ya lo hemos hecho.

Una súbita brisa barrió la estancia, un viento intangible que evocaba el poder de la magia, pero antes de que ninguno de los dos magos pudiera responder con un hechizo defensivo, un resplandor iluminó la estancia. Un hombre apareció tambaleante en un invisible torbellino blanco, prácticamente en brazos de Khelben.

Los dos hombres se echaron hacia atrás, contemplándose el uno al otro con gesto de sorpresa. Mientras, Danilo observó al recién llegado. Era un hombre joven, alto y corpulento, con el pelo rubio y rizado cortado muy corto, según un estilo poco a la

moda. La descripción no dejaba lugar a dudas, a pesar de que no lucía los distintivos colores de los Caballeros de Samular. Aquél era el paladín que había estado persiguiendo a Cara, y seguro que aquella pequeña bribona lo había hecho regresar.

Danilo estalló en carcajadas, incapaz de controlar una risa que lo sacudía a oleadas mientras se sujetaba la tripa y se inclinaba para recobrar el aliento.

El paladín apenas le prestó atención, concentrado como estaba en Khelben.

—¿Qué tipo de brujería retorcida es ésta? —preguntó, disgustado.

—Yo no he hecho nada —replicó Khelben con severidad.

—Oh, vamos, finge ser tú el responsable —consiguió balbucir Danilo en mitad de la risa—. Su dignidad quedará menos mermada si se siente superado por el archimago de Aguas Profundas que si lo gana una chiquilla semielfa de apenas nueve años.

El paladín echó mano de su espada, y aquel gesto pareció apaciguar en cierto modo la risa de Danilo. El bardo se frotó los ojos, empapados de lágrimas, y siguió riendo por lo bajo, mientras con una mano iba realizando los gestos necesarios para invocar un hechizo diseñado para calentar el metal. La empuñadura de la espada del paladín empezó a enrojecerse por efecto del calor. Con una exclamación de sorpresa, el joven soltó la espada y se quedó mirando hacia abajo con una expresión que sugería que en aquel momento consideraba la propia espada responsable de traición deliberada.

Aquello desató de nuevo la hilaridad de Danilo.

—¿De dónde vienes? —preguntó Khelben, alzando la voz para poder hacerse oír por encima de las carcajadas de su sobrino—. Te enviaré de regreso.

Danilo se interrumpió en mitad de una risotada.

—Tío, eso no sería...

—Lo enviaré a una distancia razonable del lugar de donde partió —especificó el archimago, antes de volverse hacia su «visitante».

—Gladestone —admitió el paladín.

—Esto queda cerca de Summit Hall. Te enviaré de regreso al monasterio, que está a medio día de distancia a caballo. Siempre que eso te parezca razonable a ti —añadió Khelben, dirigiendo una siniestra mirada en dirección a Danilo.

Danilo alzó ambas manos con gesto de rendición.

—Deja la piedra ahí, antes de irte —le dijo a Algorind.

El joven bajó la vista hacia su mano al recordar lo que sostenía. Dejó caer la piedra al suelo como si fuera un insecto repugnante.

—No quiero tener nada que ver con estas cosas, pero sí que aceptaré vuestra ayuda —le dijo a Khelben con frialdad—, para poder cumplir con mi deber.

El archimago inició el hechizo, un complejo balanceo de las manos acompañado de un cántico breve pero poderoso. Gracias a eso, consiguió tejer un camino de plata a través de la magia que rodeaba y sostenía el mundo entero, cosa que no era sencilla, a pesar de que los artilugios mágicos como las piedras encantadas podían hacer pensar lo contrario a gente poco entendida. Danilo conocía el esfuerzo que suponían los viajes a través de la magia y conocía también a ciencia cierta el coste del trío de piedras que se requería para hacer los hechizos de salto.

En aquel momento, tenía la sensación de que la pequeña Cara Doon se merecía eso y más.

Mientras contemplaba cómo el paladín se iba disolviendo lentamente, hasta desaparecer convertido en plateadas partículas de luz, meditó sobre lo que Cara había hecho y supo que la decisión de proporcionarle aquella magia había resultado oportuna.

16

Para cuando el sol se hubo alzado por encima de los árboles, los aldeanos habían enterrado ya a sus muertos. Un puñado de supervivientes rebuscaba entre los restos de sus comercios con la esperanza de encontrar lo suficiente para alimentar a sus exhaustos y desesperanzados congéneres. Agruparon toda la comida que habían podido reunir para introducirla en una cacerola grande que pudiese ser compartida por todos.

Ebenezer deambulaba por la aldea cuando la sopa estuvo lista. Bronwyn lo distinguió en la lejanía y se apresuró a acercarse, con una prisa fruto de una mezcla de alivio y cólera. Había estado fuera desde la noche anterior, dejándola prácticamente enferma de inquietud. En cuanto lo tuvo a su alcance, le dio un palmetazo en la cabeza, como había visto hacerle a su hermana, con bastante fuerza.

—Buena colleja —admitió él, frotándose el cráneo—. He estado cazando orcos.

Pásame ese cuenco de ahí.

Le dio el cuenco y vertió en él un poco de sopa. Luego, se sirvió uno para ella.

Bronwyn sorbió varias cucharadas antes de apartar el cuenco. Cara dormía, exhausta por los acontecimientos de la noche. Cuando se despertara, tendría hambre, y entonces ya no quedaría sopa.

—¿Cómo te ha ido?

—Pillé unos cuantos —replicó el enano con deleite—, pero no tenían tantas ganas de luchar como me habría gustado. Eran unos seres escuálidos.

—Eso tiene una razón —repuso una voz suave pero severa a su lado y, al volver la vista, descubrieron el rostro enjuto y atribulado de una mujer semielfa.

Como la aldeana parecía tener ganas de hablar, Bronwyn dio unos golpecitos al suelo a su lado a modo de invitación; la mujer se sentó y, tras un momento de vacilación, cogió el paquete de raciones de viaje que Bronwyn le tendía y se lo metió en el bolsillo del delantal.

—Para mis niños —repuso con tristeza—. Pasarán hambre hasta que llegue la nueva cosecha.

—Ésta no era la primera vez que os atacaban los orcos —aventuró Bronwyn.

—No, ni será la última. Son criaturas desesperadas que luchan por su supervivencia. A mi modo de ver, la orden de paladines destruyó un asentamiento de orcos que había en las colinas, hacia el sur. Los orcos no pueden salir de caza por las colinas sin toparse con las patrullas de paladines. Los paladines persiguen a los orcos con gran fervor, porque les proporciona práctica..., sí, práctica, a los jóvenes caballeros que desean aprender a luchar y a matar.

Sus palabras destilaban una profunda amargura.

—Extrañas palabras en boca de una elfa que acaba de perder a sus congéneres y su hogar en manos de los orcos —comentó Ebenezer.

—No soy amiga de los orcos —afirmó la mujer—, pero sé lo que está ocurriendo y no echo toda la culpa a esos bárbaros que nos han atacado. ¿Qué alternativa les queda a esos orcos desarraigados si les quitan sus territorios de caza? Tienen que hacer incursiones en los poblados y en las granjas para sobrevivir, y eso es lo que hacen.

—Hay que mantener a los orcos a raya —intervino Ebenezer, en cuyo rostro se reflejaba la confusión que le producía aquel dilema—. Si dejáis que sobrevivan, se multiplicarán como ratas.

—Supongo —asintió la semielfa—. Pero ahora somos nosotros quienes hemos de trasladarnos. Los que hemos sobrevivido. —Se levantó y rozó levemente el hombro de Bronwyn—. Gracias por vuestra amabilidad y por escucharme. La conversación no cambia nada, pero necesitaba decirlo.

Ebenezer la vio partir, sintiéndose incómodo ante una conversación que trataba de malvados a aquellos que cazaban orcos. Luego, se encogió de hombros y se volvió hacia Bronwyn.

—¿Has encontrado el juguete que buscabas?

—No. —Bronwyn se pasó una mano por los mechones de cabello pajizo deseando poder resolver aquel problema con la misma facilidad con que domaba los rizos que se le escapaban. Se deshizo la trenza y se soltó el pelo, con la intención de reunir toda la melena y poder anudarla de nuevo.

—Déjame hacerlo a mí —pidió el enano, apartándole las manos—. Tienes la mirada extraviada; apuesto a que ahora serías incapaz de caminar y escupir al mismo tiempo. He trenzado muchas crines de caballo, así que no te preocupes.

Bronwyn volvió la cabeza, obediente, hacia el enano. Fiel a su palabra, Ebenezer empezó a trenzarle con soltura el cabello.

—El «juguete» ha desaparecido —comentó ella, cansada—. Los orcos se llevaron todas las cosas útiles que encontraron en el poblado, y alguna cosa más. Me da la impresión de que se llevaron todos los juguetes relacionados con la guerra y dejaron el resto.

—Cuando los tiempos son duros, los pequeños lo pasan mal —musitó Ebenezer—. Aunque me cueste creerlo, supongo que los orcos consiguen alegrar un poco los ánimos si llevan a su prole algo que les ayude a olvidar un estómago vacío o un corazón herido. —Se aclaró la garganta—. No es que esté a favor de los orcos, por supuesto.

—Ya lo veo. ¿Qué hacemos ahora?

—Bueno, hemos de recuperar el juguete. Hasta un enano ciego sería capaz de seguir el rastro. Los orcos se ocultan en cuevas situadas no lejos de aquellas montañas.

—Sólo somos dos —señaló ella—. Seguro que no podemos ir a pedir ayuda a los paladines de Summit Hall.

—Tienes razón —accedió Ebenezer—. Déjame pensar un poco.

Permanecieron en silencio hasta que el enano hubo acabado su sopa.

—Me da la impresión de que este lugar es encantador, y la gente odia tener que abandonar su hogar. Quizá no tengan que hacerlo si nos libramos de una vez por todas de esa tribu de orcos.

Una mujer elfa que pasaba por allí se detuvo en seco al oír aquellas palabras. Se agazapó a su lado y se apartó un mechón de espeso pelo rubio de la cara.

—Dinos cómo.

El enano se quedó mirándola.

—Acabáis de terminar una batalla. ¿Estáis listos para enzarzaros en otra?

Other books

My Own Revolution by Carolyn Marsden
Impulse by Kat Von Wild
Taking Command by KyAnn Waters & Grad Stone
Brass Man by Neal Asher
Boy Trouble by Sarah Webb
The Shadow Companion by Laura Anne Gilman