El bastión del espino (45 page)

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Authors: Elaine Cunningham

BOOK: El bastión del espino
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Ebenezer le dio un codazo a Bronwyn.

—Sería un mercader estupendo —comentó en voz baja, divertido.

—No me ayudas demasiado —musitó ella, mientras echaba un vistazo a la lisa superficie de piedra negra de la torre, preguntándose si alguien en su interior podría ver su situación.

Su súplica en silencio recibió una respuesta inmediata. Apareció Laeral, caminando a través de lo que parecía piedra sólida, como si fuera la imagen viviente de una cascada de agua. Era una mujer muy alta, más que la mayoría de los hombres, y esbelta como un abedul. Había dejado suelta su cabellera plateada, espesa y abundante, y le caía en cascada sobre los hombros desnudos hasta alcanzarle casi las rodillas. El vestido, también plateado, de la maga le ceñía el cuerpo hasta formarle un remolino a los pies, y parecía apropiado como traje de noche o de fiesta. En sus orejas brillaban sendos pendientes en forma de lluvia de estrellas, y el collar era una intrincada malla de filigrana plateada y todavía más cristal. El conjunto era suntuoso, extravagante y perfecto.

Cara se quedó boquiabierta y alzó la mirada al cielo, maravillada.

—Parecéis magia pura —pronunció la niña—. Mucha magia.

Los ojos de la hechicera se iluminaron, afectuosos e irónicos.

—También tú podrás, Cara. Primero, desayunaremos algo y luego empezaremos.

¿Te apetece?

Era evidente que la chiquilla se sentía encantada, pero aun así desvió la vista hacia Bronwyn y se mordió el labio con gesto dubitativo.

—Sí... —murmuró, vacilante.

—Además, tengo una nueva mariposa —prosiguió Laeral— que acaba de nacer esta misma mañana. Tiene unas preciosas alas blancas como la nieve, pero está aprendiendo a volar y necesita alguien que cuide de ella.

Aquello era el último empujón que Cara necesitaba. De inmediato, alargó las manos para ayudar y Bronwyn la levantó del caballo mientras por encima de la cabellera morena de la niña dirigía una mirada de agradecimiento a Laeral.

—Nos lo vamos a pasar muy bien, tú y yo —aseguró Laeral mientras cogía a Cara de la mano. Al ver que la niña contemplaba embelesada sus anillos brillantes, eligió uno que resplandecía como si estuviera hecho de fuego y hielo, y lo deslizó por el diminuto dedo de la niña. De inmediato, la sortija se adaptó al tamaño del dedo.

Bronwyn hizo un gesto de aprobación, pues sabía lo que aquel gesto significaría para Cara. La chiquilla tenía un anillo de su padre y sabía que era importante; consideraría un regalo como aquél algo muy significativo. Parecía que Laeral era tan sabia y perspicaz como hermosa.

Envueltas en una aureola casi tangible de magia, las dos se volvieron y desaparecieron a través del muro, aparentemente sólido, sin mirar atrás.

Bronwyn volvió a suspirar y se frotó los ojos con el dorso de la mano. Luego, montó en su caballo y puso rumbo a la puerta Norte.

Cabalgaron en silencio durante varios minutos.

—Pareces concentrada en algún pensamiento —comentó Ebenezer, tras observarla un rato.

Ella esbozó una fugaz sonrisa.

—Ojalá se me hubiese ocurrido regalarle a Cara un anillo.

Por debajo de las calles de Aguas Profundas existía un extenso laberinto de túneles, y más abajo, otro, y otro más, capa sobre capa de secretos excavados profundamente en la piedra de la montaña. Dos hombres caminaban a buen paso a través de esos túneles, un paso simple que comunicaba la torre de Báculo Oscuro con el palacio de Piergeiron, un túnel accesible sólo para los hombres que dirigían aquellos lugares. Era un rincón solitario. Los únicos sonidos que se alcanzaban a oír eran el goteo del agua procedente del techo abovedado, el retumbo de sus botas sobre el suelo de piedra y, de vez en cuando, el chillido de alguna rata, unas criaturas que se paseaban por donde querían en un claro desafío al poder de aquellos señores.

Caminaban en silencio, pensando ya en el inminente encuentro. El rostro severo de Khelben Arunsun se veía más solemne que de costumbre, arrugado por una expresión que parecía de terror. Su sobrino pensaba que podía entender su preocupación, al menos en parte. El poder que el archimago dominaba lo ponía en ocasiones ante unas cimas que pocos podían escalar. Salvo por la compañía de su dama, Khelben era una persona solitaria y cargaba con un peso más diversificado y cansino de lo que la mayoría de mortales podía siquiera imaginar. Khelben tenía una vida prolongada, y había enterrado a muchas personas: amantes, amigos, compañeros, incluso a sus propios hijos. Aquello era algo que Danilo Thann todavía no podía entender: ¿cómo era posible que alguien soportara el peso de la vida cuando sus propios hijos hacía ya tiempo que se habían convertido en cenizas? Sospechaba que el archimago pronto tendría que sufrir otra pérdida, la de una persona que era de los pocos y mejores amigos que le quedaban.

El pasadizo acababa en una estrecha escalera de caracol que ascendía en vertical.

Danilo se apartó a un lado para que Khelben pudiera subir primero. Al final de la espiral, el archimago dio unos golpecitos a una robusta puerta de madera, una puerta que, por el otro lado, no era una abertura. Ante la respuesta de Piergeiron, abrió la puerta y los dos hombres atravesaron un tapiz para introducirse en una sala de paredes paneladas de roble.

Piergeiron los saludó con afecto y con todo el encanto de cuya fama gozaba. Les sirvió vino de una botella de pedrería e hizo que un sirviente les trajese una bandeja con queso y frutas. Luego, hizo preguntas sobre temas relacionados con el archimago y el trabajo de los bardos, conversando sobre canciones que había oído y gente que los tres conocían. Danilo había sido entrenado en el arte de la conversación intrascendente y durante largo rato estuvieron platicando sobre nimiedades y temas sin trascendencia.

Khelben no dejaba de observar en todo momento a su viejo amigo con una expresión que sugería que lo estaba viendo de modo distinto, o al menos desde una perspectiva diferente. Danilo contemplaba aquella actitud con creciente incomodidad.

Había visto a Piergeiron y a Khelben juntos en varias ocasiones, y a pesar de que su amistad era tan poco estable como la que a menudo acontecía entre un gato doméstico y un caballo de granja, había sido perdurable. Por lo general, entre ellos había una cierta camaradería que en aquella ocasión se echaba en falta. El cambio no podía atribuirse en absoluto a nada de lo que el Primer Señor estuviese haciendo o diciendo, pero Danilo lo percibía con la claridad con que un elfo del bosque olfatearía la inminencia de una nevada en una brisa otoñal.

Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que Khelben rompiese aquella pantomima. El archimago no se caracterizaba por ser un hombre paciente, ni era probable que soportara aquel tratamiento de parte de un viejo amigo. Era preferible un insulto punzante, o un súbito golpetazo, que aquel educado y elaborado intento por mantener las distancias.

—Una joven susceptible de ser agente Arpista ha entrado en conflicto con una hermandad de paladines —comentó el archimago sin más preámbulo—. Supongo que me habrás mandado llamar para hablar de ese asunto. Si es así, dime lo que tengas que decirme, y yo haré lo mismo.

—Muy bien. —Piergeiron dejó la copa en la mesa. Más que ultrajado, parecía aliviado de regresar a un terreno que conocía bien. Con admirable franqueza, el Primer Señor expuso cuáles eran sus preocupaciones, basándose en el relato de sir Gareth.

—Deja que te tranquilice —repuso de inmediato el archimago—. Es cierto que Bronwyn es agente de los Arpistas. Tiene un objeto de Tyr en su posesión; eso también es cierto, pero en este preciso instante va de camino a Summit Hall, el monasterio de Tyr.

La expresión de Piergeiron pareció suavizarse. Danilo miró de soslayo al archimago, sin poder evitar pensar si sentiría la más mínima comezón de culpa por mentir a un viejo amigo. De hecho, Khelben no estaba diciendo que Bronwyn fuera a devolver el anillo, pero era evidente que Piergeiron creía eso, y parecía evidente que Khelben no iba a sacarlo de su error.

—Me alivia oír eso, amigo mío, pero debo admitir que albergo serias dudas sobre las intenciones de Bronwyn. Según sir Gareth, ha estado haciendo preguntas sobre un sacerdote de Cyric que, además, resulta que es hermano suyo.

Khelben ni siquiera parpadeó.

—Tiene razones para andar buscándolo. Los Arpistas y los zhentarim han sido enemigos durante muchos años.

«Otra verdad que oculta una mentira», pensó Danilo. ¿Era en eso en lo que se convertirían los Arpistas? Con el paso del tiempo, ¿también él haría como Khelben: manipular a sus viejos amigos y retorcer la verdad en beneficio del Equilibrio? Más tarde, tendría que prestar atención seriamente a ese asunto, pero ahora no era el mejor momento, así que disimuló al máximo la expresión de su rostro para que ocultara sus agitados pensamientos.

Khelben se inclinó hacia delante.

—Para hablarte con franqueza, Piergeiron, yo miraría con recelo los motivos que pueda tener sir Gareth en todo este asunto.

El Primer Señor pareció ofendido.

—¡Es un paladín de Tyr!

—Es miembro de la Orden de los Caballeros de Samular —especificó Khelben—.

No voy a discutir en absoluto que los paladines no sean hombres buenos y santos, pero siento desconfianza de las Órdenes. Que un hombre tenga convicciones justas es algo positivo, pero imagina el daño que pueden hacer muchas personas buenas que persigan como único objetivo una meta que están convencidas de que es justa. Odiaría ver a Bronwyn arrasada por una marea tan poderosa.

Piergeiron sacudió la cabeza, incrédulo.

—No me creo lo que estoy oyendo.

—Al menos considera lo que te estoy diciendo. Desde hace tiempo miro con recelo las Órdenes Militares, y es especial a los seguidores de Samular. Recientemente, he llegado a sospechar que hay razones buenas y de peso que sustentan ese recelo.

El Primer Señor se puso de pie, con el rostro contraído y los ojos medio cerrados.

—Cuando encuentres pruebas que corroboren ese recelo, si es que llegas a encontrarlas, te ruego que me lo comuniques de inmediato. Me perdonarás si no deseo ni hablar del tema hasta que llegue ese momento.

Khelben se puso de pie en respuesta a aquel rechazo. Si acaso había percibido la frialdad del tono de voz de su amigo, no se vio reflejado en su mirada.

—Créeme, amigo mío, que desearía estar equivocado en este asunto.

Pasaron con rapidez por el consabido teatro de gestos educados y palabras de despedida, antes de que los Arpistas salieran de palacio. Mientras desandaban el camino a través de los túneles, el silencio de Khelben era pesado e inquietante. Por primera vez se le ocurrió a Danilo que el archimago podía estar entablando una batalla que no esperaba ganar. ¿Cómo podía un hombre ir en contra de los paladines sin aparecer ante la sociedad como una persona malvada? ¿Y qué hombre vivo, en especial un hombre que había vivido tantos años como Khelben y atesorado un vasto poder, no podía encontrar en el pasado algún secreto que sustentara aquella imputación? Danilo no tenía ningún recuerdo en especial, pero la reacción de Khelben cuando habían conversado sobre la historia de los Caballeros de Samular le inducía a creer que al menos unos cuantos de los secretos del archimago estaban relacionados con esa orden.

—Lo que has dicho a Piergeiron... —aventuró Danilo—. Has dicho que todo podía acabar mal pero que esperabas que tus predicciones fueran equivocadas. ¿Crees realmente en esa posibilidad?

El archimago chasqueó la lengua.

—¿Quieres una respuesta honrada?

Una irónica sonrisa curvó los labios de Danilo.

—Supongo que no.

—Ya me parecía —repuso Khelben con una voz cargada de cansancio—. Como la mayoría de la gente.

14

La cabalgada hasta Summit Hall transcurrió con más rapidez de lo que Bronwyn había anticipado. El pony azul de Ebenezer, a pesar de su naturaleza huraña, tenía un paso incansable y una veta de tozudez ancha como el trasero del enano.
Diablo Azul
, nombre con el que había bautizado Ebenezer al animal, era incapaz de seguir el ritmo de la veloz yegua de Bronwyn, pero trotaba a su lado como si desafiara al caballo a seguir sus pasos.

Gatuno
también los acompañaba, a veces posado sobre el caballo de carga, otras tomando impulso y sobrevolando el cielo en círculos por encima de sus cabezas.

—¿Por qué has traído el cuervo? —quiso saber Ebenezer—. ¿Pretendes ahuyentar a los ladronzuelos?

Hizo un ademán para señalar el extenso páramo que los rodeaba. Era su segundo día de viaje. Habían vadeado el río Dessarin a primera hora de la mañana y ahora seguían la ruta de la carretera de Dessarin, en dirección al norte. El día anterior, habían pasado a la vera de varias aldeas y granjas aisladas, y se habían cruzado con jinetes y caravanas que los saludaban amistosamente al pasar. Pero aquel día se habían topado con sólo dos grupos de viajeros, y ambos a primera hora de la mañana. Salvo por el propio camino que seguían, aquella ruta tenía pocas señales de estar habitada. En la mayor parte del camino, los árboles eran densos y lo suficientemente altos para que las copas se cruzaran por encima de sus cabezas. En pleno verano, debían de proporcionar una sombra de lo más agradable, pero Bronwyn se alegraba de que en aquel momento apenas brotaran racimos de hojas de color verde dorado. Cuando estuviesen cubiertos por completo, aquellos árboles proporcionarían un vasto cobijo para bandidos y depredadores.

—¿Por qué el cuervo? —repitió ella en eco—. A veces lo uso para enviarle mensajes a Alice. ¿Por qué el caballo de carga?

Ebenezer se encogió de hombros.

—La costumbre. Nunca se sabe cuándo vas a encontrar algo que valga la pena llevar al mercado.

Ella soltó una carcajada.

—Eso suena a buscador de tesoros.

—No negaré haberlo hecho. Hay maneras peores de ganarse el sustento. Ser Arpista debe de ser una de ellas...

La mujer miró con ojos especulativos al enano. Aquel estudiado tono de indiferencia demostraba cierto interés. Por regla general, los enanos eran reservados y odiaban entrometerse como odiaban el agua, pero Ebenezer era de naturaleza curiosa y su interés era mayor que el de la mayoría de sus congéneres.

—No es en realidad el modo en que me gano el sustento, aunque supongo que haya quien sí lo hace. Ser Arpista es formar parte de algo, ser algo más que una persona sola.

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