Read El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo Online
Authors: H. G. Wells
Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento
Todas las mujeres y niños se quedaron observando sobre la cresta del montículo. Y la vieja en pie gritó al león para que se llevara a aquella a la que buscaba y le aconsejó sobre los tormentos que podía infligirle.
Eudena estaba ahora muy abatida, aturdida por los golpes, la fatiga y la tristeza, y sólo el miedo de lo que faltaba por venir la sostenía. El Sol estaba grande y de color rojo sangre entre los troncos de los castaños distantes, y el oeste era todo fuego. La brisa vespertina había dado paso a una cálida tranquilidad. El aire estaba lleno de enjambres de mosquitos, los peces en el río, muy cerca, saltaban a veces, y una y otra vez un abejorro zumbaba por el aire. Por el rabillo del ojo, Eudena podía ver una parte del campamento en el montículo, y pequeñas figuras en pie mirándola. Y —un sonido muy leve, pero muy claro— podía oír el golpeteo de la piedra del fuego. Oscuro, cercano a ella y quieto estaba el matorral bordeado de cañas de la guarida.
Pronto cesó la piedra del fuego. Buscó al Sol y notó que había desaparecido y, por encima, volviéndose más brillante, estaba la Luna en cuarto creciente. Miró hacia el matorral de la guarida en busca de formas en las cañas y luego súbitamente comenzó a moverse y retorcerse, llorando y llamando a Ugh-lomi. Pero Ugh-lomi estaba lejos. Cuando la vieron mover la cabeza con sus forcejeos gritaron todos juntos en el montículo, y ella desistió y se quedó quieta. Luego vinieron los murciélagos y la estrella que era como Ugh-lomi salió de su escondite azul en el oeste. Ella la llamó, pero suavemente porque tenía miedo del león. Y todo a lo largo de la caída del anochecer el matorral estuvo quieto.
Así la oscuridad se deslizó sobre Eudena y la Luna se volvió brillante, y las sombras de las cosas, que habían subido volando ladera arriba y desaparecido con la tarde, volvieron a ellas, breves y negras. Y las formas oscuras del matorral de cañas y alisos donde yacía el león se juntaron y una débil agitación se estremeció por allí. Pero nada salió de allí mientras se congregaban las tinieblas. Miró al campamento y vio los fuegos con resplandor rojo de humo y a los hombres y mujeres que andaban de acá para allá. Por el otro lado, sobre el río, se elevaba una neblina blanca. Luego, desde lejos, llegó el gimoteo de zorros jóvenes y el alarido de una hiena.
Había largos intervalos de dolorosa espera. Después de mucho rato algún animal chapoteó en el agua y pareció que cruzaba el río por el vado de más allá de la guarida, pero no pudo ver qué animal era. Desde los distantes abrevaderos podía oír ruido de chapoteos y de elefantes —tan tranquila estaba la noche.
La Tierra era ahora un descolorido ámbito de pálidos reflejos y sombras impenetrables. La plateada Luna estaba ya pespunteada con las filigranas de las crestas de los bosques de castaños y sobre los umbrosos montes en dirección este las estrellas se multiplicaban. Los fuegos del montículo eran ahora de un rojo vivo y negras siluetas esperaban en pie frente a ellos. Esperaban un grito… Seguramente sería pronto.
De repente la noche pareció llenarse de movimiento. Ella contuvo el aliento. Había cosas que pasaban —una, dos, tres—, sombras sutilmente sigilosas… chacales. Después, otra larga espera. Luego, imponiendo su realidad de inmediato sobre todos los sonidos que había imaginado en su mente, llegó una agitación en el matorral y a continuación un movimiento enérgico. Hubo un chasquido. Las cañas se aplastaron pesadamente una, dos, tres veces, y después todo estuvo quieto salvo un pausado silbido. Oyó un gruñido bajo y tembloroso y de nuevo todo estuvo quieto otra vez. La quietud se prolongó… ¿No iba a terminar nunca? Contuvo la respiración. Se mordió los labios para no gritar. Luego algo corrió precipitadamente por la maleza. Su grito fue involuntario. No oyó el alarido que le siguió desde el montículo.
Inmediatamente el matorral despertó de nuevo a un vigoroso movimiento. Vio los tallos de la hierba meciéndose a la luz de la luna que se ponía y a los alisos balanceándose. Forcejeó violentamente —su último forcejeo. Pero nada se le acercó. Una docena de monstruos pareció apresurarse de acá para allá en aquel reducido sitio durante un par de minutos y luego volvió de nuevo el silencio. La Luna se hundió tras los distantes castaños y la noche se tornó oscura.
Después, un sonido extraño, un jadeo con sollozos que se hacía más rápido y más débil. Todavía otro silencio y a continuación débiles sonidos y el gruñido de algún animal.
Todo estaba quieto de nuevo. Lejos, hacia el este, un elefante hizo sonar la trompa y desde los bosques llegaron gruñidos y gritos que fueron desvaneciéndose.
En el largo intervalo la Luna brilló de nuevo entre los troncos de los árboles en la cresta enviando dos grandes haces de luz y una banda de oscuridad a través del yermo de cañas. Luego llegó un constante crujir, un chapoteo y las cañas se inclinaron separándose más y más. Y finalmente dejaron el espacio abierto separadas de la raíz a la punta… El final había llegado.
Miró para ver lo que había salido de entre las cañas. Por un momento pareció ciertamente la gran cabeza y mandíbula que esperaba, y luego disminuyó y cambió. Era algo bajo y oscuro que permanecía en silencio, pero no era el león. Se quedó quieto, todo se quedó quieto. Ella miró. Era como una rana gigante, dos extremidades y un cuerpo sesgado. Su cabeza se movía buscando entre las sombras…
Un crujido y se movió torpemente con una especie de salto. Y al moverse dio un gemido ronco.
La sangre que le hervía en las venas se convirtió en júbilo.
—¡Ugh-lomi! —susurró.
La cosa se detuvo.
—Eudena —respondió suavemente con voz dolorida y mirando entre los alisos.
Se movió de nuevo y salió de las sombras más allá de las cañas, a la luz de la luna. Todo el cuerpo, cubierto de oscuras manchas. Vio que arrastraba las piernas y que empuñaba el hacha, la primera hacha, en una mano. En otro instante, forcejeando, había conseguido ponerse a cuatro patas y llegado hasta ella tambaleándose.
—El león —dijo con una extraña mezcla de exaltación y angustia—. ¡Guau! He matado un león. Con mis propias manos. Igual que maté al gran oso.
Se movió para dar énfasis a sus palabras y de repente se interrumpió con un débil grito. Durante un rato no se movió.
—Suéltame —susurró Eudena.
No le respondió con palabras, pero se levantó de su posición a gatas agarrándose al tronco del aliso y, a tajos, cortó las correas con el filo del hacha. Ella le oyó sollozar a cada golpe. Cortó las correas que le sujetaban el pecho y los brazos y luego la mano cayó. Su pecho golpeó contra el hombro de ella y él se deslizó hasta el suelo junto a ella y se quedó inmóvil.
Pero el resto de su liberación fue fácil. Se desató muy deprisa. Dio un paso desde el árbol y la cabeza le daba vueltas. Su último movimiento consciente fue hacia él. Se tambaleó y cayó. La mano cayó sobre el muslo. Era suave y húmedo y cedía a su presión. Él gritó al sentir su tacto, se retorció y se quedó quieto de nuevo.
Pronto una oscura forma perruna salió muy sigilosa de entre las cañas, se paró en seco y se quedó oliendo, dudó y finalmente se dio la vuelta y se escabulló de nuevo entre las sombras.
Mucho tiempo permanecieron allí inmóviles, con la luz de la luna que se ponía brillando sobre sus miembros. Muy despacio, tan despacio como el ponerse de la luna, la sombra de las cañas se deslizó sobre ellos hacia el montículo. Pronto, sus piernas quedaron ocultas y Ugh-lomi no era sino un busto de plata. Las sombras reptaron sigilosamente hasta el cuello, por encima de la cara y, así, por fin, la oscuridad de la noche los engulló completamente.
Las sombras se llenaron de características agitaciones. Hubo un ruido de patas y un débil gruñido, el sonido de un golpe.
Aquella noche las mujeres y los niños del campamento apenas si durmieron hasta que oyeron gritar a Eudena. Pero los hombres estaban cansados y se adormilaron sentados. Cuando Eudena gritó sintieron garantizada su seguridad y se apresuraron a conseguir los sitios más cercanos al fuego. La vieja se rió del grito y se rió otra vez porque Si, la pequeña amiga de Eudena, había gimoteado. En cuanto llegó la aurora todos estaban alerta y mirando a los alisos. Pudieron ver que se había llevado a Eudena. No pudieron por menos de sentirse contentos pensando que Uya había sido aplacado. Pero el pensamiento de Ugh-lomi ensombrecía las mentes de los hombres. Podían entender la venganza, pues el mundo era viejo en venganzas, pero no pensaban en el salvamento. De repente, una hiena huyó volando del matorral y cruzó al trote el espacio de las cañas. Tenía el hocico y las pezuñas manchadas de oscuro. Al verla todos los hombres gritaron y cogieron piedras arrojadizas y corrieron tras ella, pues ningún animal es tan lamentablemente cobarde como la hiena durante el día. Todos los hombres odiaban a la hiena porque devoraba a los niños y venía a morderlos cuando estaban durmiendo al borde del campamento. Piel-de-gato, con un tiro directo y certero, golpeó al bruto hábilmente en el costado y toda la tribu dio alaridos de placer.
El ruido que hicieron produjo grandes aleteos desde la guarida del león y tres buitres de cabeza blanca se elevaron lentamente, dieron vueltas en círculo y vinieron a posarse en las ramas de un aliso que daba a la guarida.
—Nuestro señor está fuera —dijo la vieja apuntando—. Los buitres tienen su parte de Eudena.
Durante un tiempo permanecieron allí y luego, primero uno y después otro, volvieron a caer sobre el matorral.
Después, sobre los bosques del este, cubriendo el mundo entero de vida y color, fluyó, con el júbilo de un toque de trompeta, la luz del sol naciente. Al verlo, los niños gritaron a la vez y aplaudieron y empezaron a correr hacia el agua. Sólo la pequeña Si se rezagaba y miraba perpleja a los alisos donde había visto la cabeza de Eudena por la noche.
Sin embargo Uya, el viejo león, no estaba fuera, sino en casa y yacía muy quieto, ligeramente de costado. No estaba en su guarida, sino un poco alejado de ella en un lugar de cañas aplastadas. Debajo de un ojo tenía una pequeña herida, el débil mordisco de la primera hacha. Pero todo el suelo bajo su pecho estaba de un moreno rojizo con una raya intensa y en el pecho tenía un pequeño agujero hecho por la lanza de matar. Por el costado y en el cuello los buitres habían dejado marcados sus derechos, pues en esa postura le había matado Ugh-lomi cuándo yacía herido bajo su garra; apuntando de cualquier' modo contra su pecho, le había introducido la lanza con todas sus fuerzas, clavándosela al gigante en el corazón. Así fue como el reinado del león, la segunda reencarnación de Uya, el jefe, llegó a su fin.
Desde el montículo el bullicio de la preparación creció con los tajos a las lanzas y piedras arrojadizas. Nadie pronunciaba el nombre de Ugh-lomi por miedo a que eso le convocara. Los hombres iban a estar juntos, muy unidos, cazando un día más o menos. Y su presa iba a ser Ugh-lomi, no fuera que él viniera a cazarlos a ellos.
Pero Ugh-lomi yacía muy quieto y silencioso, fuera de la guarida del león, y Eudena se sentó junto a el con la lanza de fresno toda manchada con la sangre del león en la mano.
La lucha en el matorral del león
Ugh-lomi yacía quieto con la espalda contra un aliso, su muslo era una masa roja que daba pánico ver. Ningún hombre civilizado que hubiera sido herido tan gravemente podía haber sobrevivido, pero Eudena le consiguió espinos para cerrar las heridas y se sentó junto a él día y noche, espantándole las moscas con un abanico de juncos durante el día y por la noche amenazando a las hienas con la primera hacha en la mano, y en poco tiempo empezó a cicatrizar. Era pleno verano y no llovió. Poca fue la comida de que dispusieron durante los dos primeros días que tuvo las heridas abiertas. En el sitio bajo donde se escondieron no había ni raíces ni pequeños animales, y la corriente con sus caracoles de agua y peces estaba en campo abierto a cien yardas de distancia. Ella no podía salir durante el día por miedo de la tribu, sus hermanos y hermanas, ni durante la noche por temor a las bestias, tanto por su parte como por la de ellas. Así que compartieron el león con los buitres. Pero había un hilillo de agua cerca y Eudena le trajo cantidad en las manos.
El lugar donde yacía Ugh-lomi estaba bien oculto de la tribu por una mata de alisos y cercado todo alrededor por juncos y altas cañas. El león muerto, que él había matado, se hallaba cerca de su vieja guarida, en un sitio de cañas pisoteadas a cincuenta yardas que se veía a través de las cañas, y los buitres se disputaban entre sí las mejores piezas y mantenían alejados a los chacales. Muy pronto una nube de moscas que parecían abejas volaba sobre él, y Ugh-lomi podía oír su zumbido. Cuando la carne de Ugh-lomi estaba ya cicatrizando —no muchos días antes de que empezara el proceso— sólo unos pocos huesos del león, de una blancura reluciente, quedaban esparcidos.
Ugh-lomi pasaba la mayor parte del día sentado sin moverse, mirando hacia adelante a nada en concreto. A veces refunfuñaba algo sobre caballos, osos y leones, y a veces golpeaba el suelo con la primera hacha y decía los nombres de la tribu —parecía no tener miedo de recordar a la tribu— durante horas y horas. Pero principalmente dormía, soñando poco a causa de la pérdida de sangre y la escasez de comida. Durante la corta noche de verano los dos se mantenían despiertos. Todo el tiempo que duraba la oscuridad había cosas que se movían en torno suyo, cosas que nunca habían visto de día. Durante algunas noches las hienas no vinieron y luego una noche sin luna se acercó casi una docena y lucharon por lo que quedaba del león. La noche fue un tumulto de gruñidos, y Ugh-lomi y Eudena podían oír los huesos chasquear entre sus dientes. Pero sabían que las hienas no osan atacar a ningún ser vivo y despierto, así que no tuvieron mucho miedo.
Durante el día Eudena iba por el estrecho sendero que el viejo león había hecho en las cañas hasta que estaba más allá del recodo y una vez allí se introducía gateando en el matorral y observaba a la tribu. Yacía junto a los alisos donde la habían atado para ofrecérsela al león y desde allí podía verlos en el montículo junto al fuego, pequeño y claro, como los había visto aquella noche. Pero contaba a Ughlomi poco de lo que veía porque temía hacerlos presentes por medio de sus nombres, pues eso creían en aquellos tiempos, que el nombrar convocaba.
La mañana después de que Ugh-lomi matara al león vio a los hombres preparar lanzas de matar y piedras que arrojar y salir a cazarle dejando a las mujeres y a los niños en el montículo. No se imaginaban lo cerca que le tenían cuando se pusieron en marcha en fila india hacia los montes con Siss, el rastreador, a la cabeza. Después de que los hombres se marcharan observó a las mujeres y los niños recogiendo hojas de helecho y ramas para el fuego de la noche, a los chicos y chicas corriendo y jugando juntos. Pero la vieja le daba miedo. Hacia el mediodía, cuando la mayoría de las otras estaban abajo en la corriente junto al recodo, vino y estuvo en pie del lado de acá del montículo, una retorcida figura morena, y gesticuló de forma que Eudena apenas si podía creer que no la veía. Eudena estuvo como una liebre con los brillantes ojos fijos en la bruja inclinada allá lejos y pronto comprendió oscuramente que era el león a quien la vieja estaba adorando, el león que Ugh-lomi había matado.