—¡Ice la bandera danesa, señor Grimmond!
El
Minnie
parecía complacido y enseguida izó la misma bandera y se acercó un poco más.
—¡Vire para acercarnos a él, señor Grimmond! —dijo Jack en medio del expectante silencio.
Pero en el momento en que hablaba, en el
Minnie
se dieron cuenta de que había gato encerrado, y el barco viró en redondo, largó las juanetes y huyó en dirección sureste.
Antes de que la
Ariel
desplegara las suyas, ya la presa había largado las sobrejuanetes, y la distancia entre las dos aumentaba. La tardanza molestó mucho a Jack, aunque no podía culpar a nadie sino a sí mismo por ella, y apremió a los marineros a que subieran con rapidez los mastelerillos y las vergas, lo que hicieron con una expresión preocupada.
Pero ya al poco tiempo los mástiles, las vergas y un montón de estayes, formando una tela de araña, estaban donde debían; todas las velas que la corbeta podía llevar desplegadas ya estaban extendidas y muy tensas; todas las velas estaban adujadas en el sollado; y la
Ariel
, ahora con su propia bandera izada y con su gallardete ondeando en la proa, seguía la estela del
Minnie
, navegando con el viento por la aleta de estribor y ganando tanta velocidad como éste le permitía. Era muy pronto para decir cuál de las dos embarcaciones navegaba más rápido en esas condiciones, pero Jack tenía razones para creer que daría alcance a la presa antes de que terminara el día, pues había muy pocas corbetas más rápidas que la
Ariel
en la Armada y ya la conocía muy bien.
—Bien, señor Hyde, creo que podemos quitar la lona alquitranada y limpiar la cubierta.
La rutina diaria del barco, que había sido interrumpida, volvió a seguir su curso. Los marineros frotaron con arena y piedra arenisca la madera gastada y blanquecina; los coyes fueron subidos y guardados; el humo empezó a salir por la chimenea de la cocina; los marineros fueron llamados a desayunar, y durante todo ese tiempo, los dos barcos continuaron deslizándose con rapidez por el mar.
Cuando Stephen subió a cubierta, deseoso de tomar café, sorprendido y un poco molesto por no haberlo olido aún, un guardiamarina le guió hasta la proa, donde el capitán y el oficial de derrota estaban haciendo coincidir un punto del sextante con la presa.
—Buenos días, doctor —dijo Jack—. Espero que hayas dormido bien.
—Admirablemente bien, gracias. Estoy tan descansado que me parece que soy un gigante. Tengo la vista y todos los demás sentidos muy agudos y un apetito voraz. Incluso puedo ver ese barco que está a gran distancia… allí… justamente delante de la proa. Pero tal vez tú lo hayas visto también.
—El señor Grimmond tuvo la amabilidad de indicármelo en la guardia de alba. Ese es el mercante que buscas, Stephen, aunque sea un poco extraño, y me alegro de decirte que nos estamos acercando a él por fin. Al principio huía a gran velocidad.
—¡Ah, entonces es por eso que navegamos tan rápido y con tantas velas desplegadas!
—Bueno, un remiendo a tiempo ahorra ciento —dijo Jack—. Pero dudo que podamos mantener las juanetes desplegadas mucho más tiempo.
—La velocidad produce emoción —dijo Stephen—. ¿No le parece que la velocidad levanta el ánimo, señor Grimmond? ¡Mire cómo sube esa ola gris! ¡Ahora la partimos y la blanca espuma salta hacia los lados! ¡Esta corbeta es magnífica! ¡Sería capaz de cortar una paja navegando de esta forma! Me quedaría aquí mirando cómo navega toda la vida, pero se enfría el desayuno en la cabina, y sobre todo mi café, capitán Aubrey.
—Me reuniré contigo enseguida —dijo Jack.
Y se reunió con él y comieron juntos un poco de gachas de avena y media docena de huevos fritos con una cantidad de beicon en la proporción debida, tostadas y mermelada, todo ello gracias a las atenciones que les habían dispensado en Gotemburgo y Karlskrona, pero la última taza de café se la llevó a la cubierta.
Había perseguido presas con el deseo de obtener una fortuna, pero nunca sintiendo realmente la necesidad de atraparlas. Le parecía necesario, desde un punto de vista personal, porque se había comprometido a realizar una difícil tarea y debía llevarla a cabo, pero sobre todo porque comprendía perfectamente la importancia de esa tarea, la extraordinaria importancia de Grimsholm. Nada podría ni debería impedir a Stephen intentar llegar hasta allí. Jack confiaba en la capacidad de Stephen para enfrentarse a la situación, pero correría menos peligro si llegaba a la isla antes que los oficiales franceses y tal vez incluso lograría cambiar completamente la situación. Los franceses habían llegado a Hollenstein el martes, y si hubieran embarcado en un barco tan veloz como el
Minnie
podrían llegar muy, muy pronto a Grimsholm. En verdad, no era imposible que se encontraran a bordo del mercante ahora mismo, y, además, la ruta que seguía el mercante sería muy adecuada para ese viaje.
Sus oficiales, o la mayoría de ellos, eran competentes, pero no tenían tanta experiencia como él en gobernar un barco, en aprovechar al máximo el impulso del viento. Además, el viento era muy variable y, a medida que avanzaba el día, cambiaba con más frecuencia de intensidad, y a veces soplaba tan fuerte que peligraban las juanetes e incluso los propios mastelerillos. Su oponente, el
Minnie
, también era variable, pues cambiaba incesantemente de rumbo para comprobar cómo la
Ariel
navegaba con más velocidad y, además, la combinación de velas desplegadas. Jack respondía a todas esas variaciones y a todos los cambios del viento, de modo que en la corbeta aparecían de repente las alas, incluso arriba y abajo y en ambos lados si lo requería la ocasión, y también las bonetas, y a veces eran arriadas apenas habían sido desplegadas. En la
Arielse
vivía una mezcla de emoción y tensión y los marineros realizaban con rapidez su trabajo. Subían las mangueras hasta las cofas y, desde allí, con chorros de agua que llegaban hasta las vergas, mojaban las velas para que pudieran tomar más viento; subían una y otra vez cubos de agua hasta las crucetas y echaban agua a las juanetes hasta que estaban empapadas; y a menudo estaban preparados para halar las escotas o las drizas antes de que les dieran la orden. La distancia disminuía poco a poco, a veces sólo un cable en una hora, pero disminuía. Desde la mitad de la guardia de mañana ya se veía completamente el casco de la presa.
Cuando hicieron las mediciones de mediodía en el
Minnie
, comprobaron con satisfacción que la distancia se reducía menos si éste navegaba con el viento en popa, de modo que el mercante continuó navegando así, con una enorme pirámide de velas. Poco después tiraron los barriles de agua por la borda y luego los cañones, con catorce impactos que hicieron saltar el agua y la espuma, y el peso del mercante se aligeró muchas toneladas.
—¿Vas a comer? —inquirió Stephen—. El despensero está muy preocupado y dice que el cochinillo se estropeará.
—No —respondió Jack—. ¿Ves el arrastraculo que han largado? Lo peor de perseguir a un barco del Báltico es que todos tienen casi siempre mejores aparejos, velas de estupendo lienzo de Riga y cabos de excelente cáñamo, así que pueden navegar a toda vela, y en cambio, nosotros no. Hay que vigilar a ese danés. Comeré algo aquí en la cubierta. Es un extraordinario marino.
—¿Crees que conseguirá escapar?
—Creo y espero que no. A la velocidad que navegamos ahora, si no se desprende nada, seguramente le daremos alcance poco después del crepúsculo. Pero el viento es variable y cuanto más disminuya de intensidad, menos acortaremos la distancia. El
Minnie
navega sin dificultad, y me parece que navegará mejor con viento flojo. No está muy hundido en el agua, como puedes ver, y estoy seguro de que el revestimiento de cobre es nuevo. Todos los oficiales coinciden en afirmar que nunca lo han visto navegar tan velozmente. Le será muy útil al almirante, pues necesita avisos.
—Veo que estás seguro de que lo apresarás.
—¡Oh, no, nunca diría eso! Trae mala suerte. No se debe vender la piel del oso antes de haberlo matado. Lo que quería decir era que si la capturamos, la Armada podría comprarla. Hay muchas probabilidades, muchísimas probabilidades… Espero que pueda darle alcance antes de que anochezca, ya que hoy no hay luna y las estrellas brillarán muy poco.
Una larga, larga tarde, y los barcos todavía seguían navegando a gran velocidad. A pesar de que ahora la
Ariel
tenía más tripulantes, todos estaban empezando a cansarse debido a que tenían que cambiar incesantemente las velas superiores y bombear; sin embargo, Jack pensaba que los tripulantes de la presa seguramente se sentían igual o peor. Pero ahora los marineros podrían descansar, pues Jack había ordenado poner el conjunto de velas más adecuado (ninguna en el palo mesana, las escotas de la mayor desviadas hacia atrás, el velacho desplegado, pero con la superficie expuesta al viento reducida, la trinquete cargada, las alas de la trinquete y todos los foques). Lo que realmente temía era que el barómetro estaba subiendo y el viento amainando, y esto último favorecería al
Minnie
por ser menos pesado; sin embargo, seguía teniendo la inconfesable convicción de que antes o después lo alcanzaría, incluso después que una ráfaga de viento soltase la vela mayor de la relinga. Pero era sumamente importante que lo consiguiera
antes
, pensaba Jack, mirando malhumorado las velas de resistente lienzo del
Minnie
, mientras los tripulantes subían a la jarcia con el lienzo del número ocho del Almirantazgo, extremadamente fino y pasado, para reemplazar la vela desprendida.
El miedo espantoso, el miedo a un fracaso total, no le asaltó hasta mucho más tarde, cuando el Sol poniente restó fuerza al viento y el
Minnie
avanzó perceptiblemente. Desde hacía una hora el mercante estaba al alcance de sus carronadas y él había ordenado preparar los cañones de proa hacía mucho tiempo, pero no quería causar daños a un barco que después tendría que usar, y, además, era probable que al disparar desaprovecharan el poco viento que aún soplaba. Pero quizá fuera la mejor solución, ya que si la velocidad del
Minnie
seguía aumentando a ese ritmo y el viento seguía soplando con poca fuerza y en la misma dirección, el mercante podría llegar a Grimsholm antes que él porque estaba en su ruta; y la isla ya estaba a poca distancia, tal vez a una noche de navegación.
Después de dar la peligrosa orden de largar una monterilla en el palo mayor (peligrosa porque el mastelerillo de la
Arielse
había resquebrajado cuando la vela se desprendió) siguió dándole vueltas al asunto en la cabeza. El pequeño alcázar estaba abarrotado. Todos los oficiales y guardiamarinas habían permanecido allí desde el comienzo de la persecución, aunque hablaban muy poco y siempre en voz baja. Ahora estaban silenciosos y miraban atentamente hacia la monterilla para ver qué ocurría cuando cazaran sus escotas. Lo único que Jack oía desde su puesto, en la zona sagrada de la cubierta, junto al costado de estribor, era la conversación entre el doctor Maturin y Jagiello, quienes no sabían la importancia que tenía la monterilla y hablaban con la libertad que da la absoluta ignorancia.
—Dígame, por favor, señor Jagiello, ¿que costa es ésta que vemos? —preguntó Stephen—. ¿Es la costa de Curlandia o de Pomerania o me he desviado mucho?
—Estoy perdido, señor —respondió Jagiello, sonriendo—. Podría ser cualquiera de ellas. Esta parte de la costa del Báltico es toda igual: llana, con dunas de arena a lo largo de millas y millas y bancos de arena. Es estéril, yerma, no es buena para nadie, y, sin embargo, los polacos y los suecos y los rusos y los alemanes se han peleado por ella durante cientos de años. Veo un castillo en ruinas, pero no puedo decirle cuál es —dijo, dándole su telescopio—. Lo único que produce es ámbar.
—¿Ámbar? —inquirió Stephen.
Al mismo tiempo, se oyó un suspiro colectivo en el sector profesional del alcázar, ya que la monterilla, aquel pequeño trozo de lienzo (no era más que eso) le dio un poco más de impulso a la
Ariel
, el suficiente para evitar que la presa se separara más de ella. Pero eso no resolvió el problema de Jack, que, malhumorado como pocas veces estaba, tuvo deseos, muchos deseos de que cesara la conversación sobre el ámbar, su origen, sus propiedades eléctricas, su uso en la antigüedad clásica, y lo que decía de él Tales de Mileto.
—Señor Hyde, el agua… —empezó a decir, mirando fijamente el
Minnie
, pero se interrumpió al ver con asombro que el mercante viraba a babor y se situaba con el viento por la aleta, a 40 ° del través.
Inmediatamente dio una serie de órdenes: largar la cangreja, la sobremesana, la perico, la sobreperico, la trinquete y, además, todas las alas y las velas de estay que no se podían utilizar con el viento en popa. Y entonces se notó la superioridad de la
Ariel
por tener en su tripulación a un gran número de marineros de barcos de guerra: la nube de velas apareció con asombrosa rapidez y las escotas fueron cazadas y amarradas antes de que el
Minnie
hubiera desplegado la mitad de las velas.
Pero antes de que esto terminara, incluso antes de que Stephen y Jagiello hubieran sido derribados dos o tres veces por los apresurados marineros, Jack había mandado a un guardiamarina al tope. El cambio de rumbo del
Minnie
era un suicidio, no sólo porque el capitán ya había comprobado que la
Ariel
era más rápida que el mercante navegando como ahora, a la cuadra (lo había comprobado mucho antes), sino que éste, en los últimos minutos, había perdido un cable de la ventaja que le llevaba. Y si seguía ese rumbo, perdería casi una milla cada hora, aunque llevara desplegadas todas las velas, y el Sol todavía estaba a una cuarta del horizonte. La única explicación que le encontraba a ese cambio era que el mercante había visto a un aliado en la costa o a un enemigo en alta mar.
—¡Cubierta! —gritó el guardiamarina—. ¡Un barco, señor! ¡Un barco a 25° por la amura de estribor!
—¿Tiene un gallardete? —preguntó Jack.
Esa era una pregunta tonta, pues si la
Minnieno
hubiera visto el gallardete, el distintivo de un barco de guerra, no se habría desviado de su rumbo, pero quería la confirmación de lo que le causaba gran alegría.
—¡Oh, sí, señor! Y creo que sé cuál es. Es un bergantín-goleta y tiene las velas amuradas a estribor… Está virando… Sí, señor, lo reconozco.