Read El Asombroso Viaje De Pomponio Flato Online

Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Ficción Historica

El Asombroso Viaje De Pomponio Flato (7 page)

BOOK: El Asombroso Viaje De Pomponio Flato
12.77Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Más por piedad que por convencimiento le digo:

—Del mismo modo que los dioses frustran nuestros deseos cuando creemos estar a punto de alcanzarlos, así otras veces nos sacan de apuros
in extremis
por la vía más inesperada. Haremos esto: tú te quedas aquí, con esta niña tan simpática y su corderito, mientras yo voy en busca de Apio Pulcro y trato de obtener un aplazamiento de la ejecución, siquiera por unas horas.

—¿Crees que atenderá a tus ruegos,
raboni
? —pregunta Jesús con un destello de esperanza en los ojos.

—Con toda certeza —mentí—. Los dos somos équites romanos, si sabes lo que es eso, y no me puede negar nada.

Sin darle tiempo a reflexionar sobre lo dudoso de esta afirmación, eché a correr nuevamente en dirección al Templo, al que llegué sin perderme, debido a su conspicua mole, pero al límite de mis fuerzas. En la puerta pregunté a los guardias si ya había salido la comitiva expiatoria.

—Nosotros no la hemos visto pasar —respondieron con un encogimiento de hombros y un fingido desdén—. Entra y pregunta a tus compatriotas los legionarios, pues sobre ellos, y no sobre nosotros los judíos, recae esta competencia.

En el patio había cuatro legionarios jugándose la modesta túnica de José a los dados. En un rincón, atado con una soga a una columna, estaba el reo, y apoyada en la pared una cruz de madera blanca rematada por un cartel donde se leía: iosephus interfector. En el desbaste y ensamblaje de los tablones y en la caligrafía de la injuria se advertían la pulcritud y profesionalidad del artesano. Me acerco a él, me reconoce y me pregunta por qué no está conmigo su hijo Jesús. Le tranquilizo al respecto, diciéndole que lo he dejado muy bien acompañado en un lupanar.

—Me parece una buena idea —dice José—. Soy tolerante en grado sumo y cualquier cosa me parece preferible a que mi hijo presencie el espectáculo que estoy a punto de dar. A partir de ahora deberá ingeniárselas por su cuenta y cuanto antes aprenda cómo funciona este mundo, mejor le irá en él. Hasta ahora ha estado demasiado protegido y se ha acostumbrado a hacer siempre su voluntad. Y yo, entre el trabajo y otras razones que ahora no vienen a cuento, no me he ocupado de él como debiera desde que vino al mundo. No es que haya sido un mal padre, dadas las circunstancias. En el aspecto material, dejo las cosas bastante arregladas. He hablado con Zacarías e Isabel, parientes de mi mujer, y ellos se ocuparán de María y del niño cuando yo falte. Pueden obtener algún dinero traspasando el taller. Y estoy seguro de que Dios Padre y el Espíritu Santo les echarán una mano si hace falta.

Viéndole apesadumbrado, interrumpo estas lúgubres reflexiones diciendo:

—Todavía queda alguna esperanza de salvación. ¿Por qué no me cuentas la verdad?

—¿Y qué es la verdad? —responde José.

—Unas veces, lo contrario de la mentira; otras veces, lo contrario del silencio. Tú no mataste al rico Epulón, pero prefieres que recaiga sobre ti la condena y sobre tu familia la infamia antes que revelar lo que ocurrió entre vosotros. Estoy convencido de que ahí está la clave de todo el misterio.

—Lo lamento —dice José—, ya te he dicho que no puedo hablar.

—Ergo, reconoces que algo había entre el muerto y tú. Algo tan grave que puede justificar un homicidio, tanto si tú lo llevaste a cabo como si fue otra persona quien lo mató. Asumir las culpas ajenas no es una virtud ni beneficia a nadie, José. Cuando un inocente muere como un cordero sacrificial por la salvación de otro, el mundo no se vuelve mejor, y encima se malacostumbra. Atribuir al dolor propiedades terapéuticas es propio de culturas primitivas. ¿Por qué te has dejado incriminar si realmente eres inocente?

—Perdona que persista en mi silencio. Por otra parte, ¿de qué me serviría declararme inocente? Todo está en mi contra.

—Ahí llevas razón. ¿Cómo fue a parar el buril a la estancia del muerto y la llave de la biblioteca a tu escarcela?

—No lo sé. Epulón me llamó para pedirme que reparara la puerta de la biblioteca. Con este motivo fui a trabajar allí dos jornadas consecutivas. Es posible que dejara olvidado el buril.

—O que alguien se hiciera con él para culpabilizarte del asesinato. ¿Hiciste una copia de la llave?

—Naturalmente. Siempre que instalo una cerradura me ocupo de que haya al menos dos llaves. En este caso recuerdo habérselas entregado a Epulón al concluir el trabajo. O quizá a otra persona, no recuerdo. Tal vez…

La brusca entrada de Apio Pulcro en el patio interrumpió el diálogo. Los soldados abandonaron los dados, se pusieron en pie y empuñaron lanzas y escudos entre voces de mando y clamor de metales.

—Demasiado tarde —murmuró José—. Se ha cumplido la hora.

—No te rindas aún, José. Hablaré con el tribuno y lograré un aplazamiento.

—Ni tú mismo crees tus propias palabras. Para cambiar la decisión haría falta un milagro. ¿Tú crees en los milagros?

—No —respondí—, pero creo en el poder persuasivo de la lógica. Veamos si estoy en lo cierto y un razonamiento exacto puede cambiar el curso de los acontecimientos o si la retórica, por el contrario, es un puro juego del intelecto.

Me interpongo entre Apio Pulcro y el reo y le digo:

—Apio Pulcro, escucha este silogismo.

Él me aparta con mano firme y dice:

—Ahora no puedo perder el tiempo en bobadas. He de proceder a la ejecución. Dura lex, sed lex, como decíamos en Roma antes de la decadencia. ¿Dónde está el reo?

—Yo soy —dice José.

—Ya lo veo —dice Apio Pulcro secamente. Y luego, señalando la cruz, añade enfurecido—; ¡Cómo! ¿Acaso es esto lo que yo te encargué? ¡Vergüenza debería darte! ¡Dos tablones mal clavados! ¡Y el letrero! ¿No ha de ir también en hebreo, que es la lengua propia de esta provincia, para edificación de la población autóctona? Además, si mal no recuerdo, yo te ordené hacer una cruz vertical, no este modelo en aspa, que parece un espantapájaros. Maldito incompetente: esto es una afrenta al derecho romano. ¡Soldados, llevad a este infeliz de vuelta a su casa y no le dejéis salir hasta tener otra cruz digna de ser exhibida en el calvario! ¡La ejecución queda aplazada hasta nueva orden! Y tú, Pomponio, ¿qué me querías decir? Si es otra vez lo del dinero, mi disposición sigue siendo la misma.

Los soldados habían desatado a José y se lo llevaban con la cruz a cuestas, propinándole de vez en cuando algún latigazo.

—¿Realmente la cruz estaba tan mal? —le pregunto al tribuno cuando nos quedamos solos—. A mí me ha parecido un trabajo excelente.

—Por supuesto —replica—, la cruz estaba muy bien hecha y aun cuando no hubiera sido así, me traería sin cuidado. Sólo necesitaba un pretexto para prolongar mi estancia en Nazaret sin levantar sospechas. Ven, a ti te lo puedo mostrar. Al fin y al cabo, los dos pertenecemos al orden ecuestre.

Subimos a la azotea, nos acercamos a la muralla y allí Apio Pulcro, apoyando una mano en una almena y alargando el otro brazo me pregunta:

—¿Qué ves?

—Nada —respondo—, un terreno baldío.

—Exactamente. Un terreno baldío perteneciente al Templo, donde pronto, por decisión expresa del rey Herodes, se construirá un barrio de viviendas y comercios. ¡Al lado mismo del Templo! El proyecto sólo es conocido de unos pocos, entre ellos, el difunto Epulón y, por supuesto, el sumo sacerdote Anano, el cual, muerto el principal inversionista, por deferencia a mi persona y a mis conexiones en la metrópoli, así como por amor a la patria, pensando sólo en el bienestar del pueblo de Israel y en la gloria infinita de Yahvé, me ha propuesto participar en la compra del terreno antes de que la decisión real se haga pública. Esto que ahora ves a tus pies, Pomponio, no vale nada, pero cuando se anuncie su desacralización, valdrá cientos…, no, ¡miles de talentos! ¿No es acaso un milagro, Pomponio? Si no hubiera sido por un estúpido homicidio, yo nunca habría venido a esta población apestosa. ¡Los dioses, Pomponio, los dioses inmortales me han guiado hasta este filón! El problema, como puedes suponer, es de liquidez. ¡Pecunia praesens! Prácticamente no he traído dinero, contando con que las autoridades locales sufragarían todos mis gastos, como es preceptivo y como mandan las leyes sagradas de la cortesía. Y los soldados apenas si llevan consigo unas pocas monedas sin valor, para sus necesidades adicionales o para mostrar su gratitud hacia la benevolencia de sus superiores. La paga entera se les da al regreso, para disuadirles de desertar o de no luchar con el debido arrojo. En resumen: esta misma tarde he despachado un mensajero a Jerusalén. Un árabe: magnífico jinete. Y como no entiende nuestro alfabeto, no podrá descifrar el contenido del mensaje. Va dirigido a unos comerciantes de la capital con los que en anteriores ocasiones he realizado fructíferas transacciones y a quienes he pedido, en términos que no admiten evasiva, un préstamo a bajo interés. Si no hay contratiempo, mañana estará de regreso el mensajero con un pagaré. Nunca se debe confiar dinero en metálico a un soldado, y menos si es árabe.

Acabó de perorar Apio Pulcro y me despedí alegando una cita en el otro confín de la ciudad. No prestó la menor atención a mis palabras y lo dejé absorto en el ilusorio fulgor de sus ganancias.

Al salir del Templo advertí que se había producido un cambio radical. Como es costumbre en lugares de clima cálido, las calles, desiertas durante el día, reviven cuando el sol recoge sus ardientes rayos. Toda la ciudad parecía haberse convertido en un bullicioso mercado, e incluso entre las gruesas columnas que sostienen el suntuoso pórtico del Templo habían instalado sus mesas los cambistas. Lentos carros de bueyes, pollinos abrumados por abultadas alforjas y camellos indolentes se cruzaban con hombres y mujeres de toda edad y condición, que iban o volvían llevando al hombro costales de harina, odres de aceite y vasijas de leche, o una agitada gallina sujeta por las patas o un conejo muerto o un pez plateado al extremo de un sedal, o una cesta de mimbre con ropa recién lavada en el agua clara del arroyo. Al pasar frente a una casa, a la puerta de la cual una hilandera sentada en un poyo devanaba la rueca, vi a través de la ventana abierta una familia entera sentada alrededor de una mesa bien provista de sopa y cocido, aves asadas, vino espumoso de la región y unos sabrosos dulces de almendra y miel. En una taberna unos pastorcillos cantaban al son de dulzainas y zambombas, y, semioculto en un soportal, un hombre en cuclillas hacía sus necesidades corporales.

A causa de la debilidad y la fatiga, las imágenes hogareñas y los estímulos sensoriales que me rodeaban me produjeron una vaga desazón, que traté de combatir refugiándome en el silencio de una solitaria plazoleta. Una suave brisa traía aroma de jazmín de los jardines ocultos tras los muros blancos. Para recobrar el ánimo y las fuerzas, me siento en un banco de piedra y lucho contra la melancolía, hasta que me saca de mi ensimismamiento una voz rasposa que dice:

—Pobre hombre: hambriento y cansado en tierra extraña.

Miro a mis pies, de donde parecen provenir estas palabras y veo un cuervo con un pedazo de queso en el pico. En aquel momento se le acerca sigilosa una zorra, ladea la cabeza y le dice:

—No te dé pena. Él mismo se ha buscado su infortunio. Es un filósofo.

—A lo mejor —replica el cuervo— no sirve para otra cosa.

—Un parásito —dice la zorra—. Su muerte no hará mal a nadie. Ahora, si tanta compasión te inspira, dale tu queso, amigo cuervo, y veamos si esto le reanima.

—Tú siempre quieres privarme de mi queso —protesta el cuervo.

Los dos animales se quedaron un rato en silencio y finalmente el cuervo preguntó a su compañera:

—¿Y si en vez de darle el queso le doy por el culo?

—¿Cuándo se ha visto a un cuervo hacer tal cosa? —dijo la zorra.

—Todo es empezar —repuso el cuervo.

—Espera —dijo la zorra—, tengo una idea mejor. Vamos a proponerle un acertijo. Di, Pomponio, ¿qué está sobre el hombre y bajo el hombre, antes de la vida y después de la muerte?

CAPÍTULO IX

Despierto reclamado al mundo de los vivos por una voz femenina. Con dificultad al principio, luego con paulatina claridad, consigo fijar la vista en la persona que me habla: una mujer joven que arrodillada ante mí me observaba con inquietud. A su lado en el suelo, un cesto rebosante de alimentos, entre los que sobresale un queso cuyo olor suculento trae a mi memoria la onírica revelación. Viéndome despierto, dice la mujer de hermosos cabellos:

—Pasaba por la plaza y te he visto sentado en el banco con la mirada extraviada, la lengua colgando del belfo y una agitación de las extremidades que tanto podía ser signo de vitalidad como de agonía. Mi primer impulso ha sido salir huyendo, por si estabas poseído por Asmodeo u otro demonio malintencionado, pero luego he recordado las normas de nuestro estatuto y he acudido a prestarte socorro.

—Que los dioses —respondo— premien tu piedad y te den todo aquello que ansias, pues tengo por cierto que tu presencia, oh ninfa de hermosos cabellos, ha ahuyentado a los malos espíritus o lamias que me acosaban. Y nada temas: no soy un endemoniado, sino un ciudadano romano del orden ecuestre y un filósofo en un mal trance, de nombre Pomponio Flato. Vencido por el hambre y la fatiga al término de una jornada rica en trabajos y sobresaltos, me había sentado en este banco a recobrar fuerzas, me he quedado dormido inadvertidamente y he tenido un sueño de hermético significado.

Me levanto y al hacer ella lo mismo veo que es alta y delgada, pero no exigua de formas, y que va vestida con elegancia y pintada con discreción. Viéndome titubear quiere brindarme su apoyo, pero la rechazo suavemente diciendo:

—No me toques, venérea desconocida, y no comprometas tu reputación con mi propincuidad, pues a pesar de haber llegado ayer, gozo en Nazaret de una fama tan ruin como infundada. Ya estoy bien y he de proseguir mi camino si no quiero extraviarme, porque no conozco las calles y el cielo se ha oscurecido casi por completo.

—Tal vez —dice ella— yo pueda orientar tus pasos si me dices adónde los diriges.

—Tú no puedes ayudarme, ninfa de hermosos cabellos —respondo—, pues voy a una casa inicua habitada por una hetaira que tiene una hija de muy corta edad y un corderito.

—En tal caso —dice ella animadamente—, no sólo te puedo indicar el camino, sino acompañarte, porque yo soy la mujer que andas buscando y me dirijo a mi casa, ya libre de las ocupaciones que me han tenido ausente largo rato. Y como he aprovechado para comprar vituallas y tú estás famélico, puedo darte de cenar si no te ofende compartir mesa con una pecadora pública. Ya sé que no me puedes pagar, porque te he registrado mientras dormías, pero nadie está excusado del deber de prestar ayuda a un necesitado, y más si es forastero y no puede recurrir sino a los dioses, los cuales, dicho sea entre nosotros, no suelen mostrarse diligentes cuando se les necesita. En cuanto al sueño a que te refieres, tal vez yo te pueda ayudar a desentrañar su significado, pues poseo el don de interpretar los sueños heredado de mi madre, la cual lo heredó de la suya y así sucesivamente hasta llegar a José, el que fue vendido por sus hermanos y llegó a gobernar Egipto tras haber interpretado acertadamente los sueños del Faraón. Mi abuela se jactaba de descender de una hija habida de la unión de José y la mujer de Putifar. Te lo cuento porque eres extranjero, pero no lo repitas. Aunque algunas personas acuden a mí para que interprete sus sueños, no me conviene que se divulgue esta faceta de mi oficio. La otra es más fácil de entender y de aceptar por el vulgo.

BOOK: El Asombroso Viaje De Pomponio Flato
12.77Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Beware False Profits by Emilie Richards
Rise of a Merchant Prince by Raymond E. Feist
GeneSix by Dennison, Brad
vittanos willow by Aliyah Burke
The Ophelia Cut by John Lescroart
Solitaria by Genni Gunn
Making Money by Terry Pratchett
Linda Gayle by Surrender to Paradise
Five Kingdoms by T.A. Miles
The Romulus Equation by Darren Craske