El asno de oro (17 page)

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Authors: Apuleyo

BOOK: El asno de oro
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Y estando ya Psiches en tiempo del parir, nacioles una hija, a la cual llamamos Placer.

En esta manera aquella vejezuela loca y liviana contaba esta conseja a la doncella cautiva; pero yo, como estaba allí cerca, oíalo todo y dolíame que no tenía tinta y papel para escribir y notar tan hermosa novela.»

Capítulo IV

Cómo, después que la vieja acabó de contar esta fábula a una doncella, para consolarla, vinieron los ladrones, y cómo, tornándose a ausentar, probó Lucio a libertarse con huida, llevándose consigo a la doncella, y topando a los ladrones en el camino, los volvieron, amenazándolos con el morir.

En esto entraron los ladrones por la puerta, cargados, diciendo que habían peleado muy fuertemente, y dejados en casa algunos de los heridos para que curasen sus llagas, algunos de los otros más esforzados tornaban, según decían, por ciertos líos y cosas que habían dejado escondidas en una cueva; y luego que comieron muy de prisa y arrebatadamente, sacaron del establo a mí y a mi caballo, dándonos buenas varadas para que trajésemos aquellas cosas, y puestos en el camino, pasadas muchas cuestas y valles, yendo muy fatigados, casi a la noche llegamos a una cueva, de donde, cargados de muchas cosas, que un poquito de tiempo no nos dejaron descansar, tornaron al camino; ellos se apresuraban con tanto miedo, que con los muchos palos que me daban, empujándome por que anduviese, me lanzaron e hicieron caer sobre una piedra que estaba cerca del camino: de donde recibí tantos golpes y guinchones, que por levantarme me lisiaron en la pierna derecha y en el casco de la mano siniestra. Y como yo comencé a andar cojeando, uno de aquellos ladrones dijo:

—¿Hasta cuándo hemos de mantener de balde a este asnillo cansado y aun ahora cojo?

Al cual otro respondió:

—¿Qué te maravillas? Que con mal pie entró en nuestra casa; después que a nuestro poder vino, nunca hubimos otra buena ganancia, sino heridas y muertes de nuestros compañeros.

A esto añadió otro:

—Cierto, lo que yo haría es que, como él, aunque le pese, haya llevado esta carga hasta casa, luego le lanzaría de esas peñas abajo para que diese de comer y fuese manjar agradable de los buitres.

En tanto que los mansos y misericordiosos hombres entre sí altercaban de mi muerte, ya llegamos a casa, porque el temor de la muerte me hizo alas en los pies. Como llegamos, luego prestamente nos quitaron de encima lo que llevábamos, y no curando de nuestra salud, ni tampoco de mi muerte, llamaron a sus compañeros que habían quedado en casa heridos, y según lo que ellos decían era para contarles el enojo que habían habido de nuestra tardanza. En todo esto no tenía yo poco miedo de la muerte, de que me habían amenazado, y pensando en ella decía entre mí de esta manera:

—¿En qué estás, Lucio? ¿Qué cosa más extrema puedes esperar? Esta muerte muy cruel te está aparejada por deliberación y acuerdo de los ladrones, y en el cierto peligro poco aprovecha el esfuerzo. ¿Ves estos riscos y peñas muy agudas? A cualquier parte que cayeres por ellas te desmembrarás y harás pedazos: porque el arte mágica que tú andabas a buscar no te dio tan solamente la cara y las fatigas y trabajos de asno, mas no cuero grueso como de asno, sino delgado y muy sutil, como de golondrina. Pues que así es, ¿por qué no te esfuerzas y en tanto que puedes provees a tu salud? Tienes ahora muy buena oportunidad para huir, y en tanto que los ladrones no están en casa, ¿has de temer, por ventura, la guarda de una vieja medio muerta, la cual puedes matar con una coz de tu pie cojo? Pero ¿hasta dónde podré huir? O ¿quién me acogerá en su casa?

Este pensamiento, cierto, me parece necio y de asno: porque ¿qué caminante me hallará en el camino que no cabalgue encima de mí y me lleve consigo?

Diciendo esto, con muy alegre esfuerzo, quebré el cabestro con que estaba atado y eché a correr cuanto más presto pude; pero no pudiendo huir los ojos de milano de aquella falsa vieja, la cual, como me vio suelto, tomada audacia y esfuerzo más que su edad y condición le podían dar, arrebatome por el cabestro y porfió a quererme tornar por fuerza al establo; pero yo, recordándome del propósito mortal de aquellos ladrones, no me moví a piedad alguna, antes, alzados los pies, le di un par de coces en aquellos pechos, que di con ella en tierra. La vieja, como quiera que estaba en tierra, todavía me tenía fuertemente por el cabestro: de manera que, aunque yo corría, la llevaba medio arrastrando; la cual luego comenzó con grandes voces y gritos a pedir ayuda de otra más fuerza que la suya; pero de nadie llamaba ayuda con sus voces, porque nadie oía que le pudiese socorrer, salvo aquella doncella que allí estaba presa, la cual, a las voces que la vieja daba, salió y vio una fiesta y aparato para ver. Conviene a saber: la vejezuela, trabada no de un toro, mas de un asno, y como aquello vio, tomada en sí fuerza de varón, osó hacer una hazaña muy hermosa: trabome con sus manos del cabestro y con palabras de halago comenzome a detener un poco, y saltó encima de mí: desde que allí se vio incitábame otra vez para que corriese, y yo así, por la gana que tenía de huir como por escapar aquella doncella, también por las varadas que muchas veces me daba, corría como un caballo, saltando cuanto podía, y tentaba de responder a las delicadas palabras de la doncella, y aun algunas veces, fingiendo quererme rascar en el espinazo, volvía la cabeza y besaba los hermosos pies de la moza. Entonces ella, con gran suspiro, mirando en hito hasta el cielo, dijo:

—¡Oh soberanos dioses, dad ayuda y favor a mis extremos peligros, y tú, cruel fortuna, déjame ya de perseguir: harto te basta que ya te he sacrificado con estas mis penas y tribulaciones; y tú, remedio de mi libertad y de mi salud, si me llevares en salvo a mi casa y me tornares a mis padres y a mi hermoso marido, ¡cuántas gracias te daré! ¡Cuántas honras te haré!

Primeramente estas tus crines muy bien peinadas te adornaré con mis joyas, que me dio mi esposo; en tu frente peinada te haré una partidura; las cerdas de tu cola, que por negligencia están revueltas y mal curadas, con mucha diligencia las puliré y ataviaré: todo te adornaré con chatones de oro, que relumbres como las estrellas del cielo, como cuando en algún triunfo el pueblo sale con mucha pompa y gozo a recibir al que triunfa; de continuo traeré en el seno, debajo de la vestidura de seda, avellanas y otros manjares delicados para engordar a ti, mi salvador y conservador; pero entre estos manjares y la perpetua libertad que tendrás, la cual es felicidad de toda la vida, no te faltará gloria de tu honra. Porque yo haré un testimonio y perpetua memoria de esta mi presente fortuna de la divinal providencia, y pintaré en una tabla la imagen y semejanza de esta mi presente huida y la pondré en el palacio principal de mi casa; la cual será vista y oída entre otras novelas, y será perpetuada esta historia por escritos de hombres letrados, que diga así: Una doncella de linaje real huyó de su cautividad llevándola un asno. Tú serás comparado a los antiguos milagros, porque por ejemplo de tu verdad creemos que Frixo nadó por la mar sobre un carnero, y Arión escapó encima de un delfín, y Europa cabalgó y huyó encima de un toro: porque si fue verdad que Júpiter se transfiguró en buey, bien puede ser que en este mi asno se esconda o alguna figura de hombre o imagen de los dioses.

Entretanto que la doncella replicaba entre sí muchas veces estas cosas, mezclando con este deseo grandes y continuados suspiros, llegamos adonde se apartaban tres caminos. Cuando allí llegamos, ella, tirándome del cabestro con cuanta fuerza podía, porfiaba de enderezarme por el camino de a mano derecha, porque aquélla era la vía para ir a casa de sus padres.

Mas yo, sabiendo que los ladrones habían ido por allí a hacer otros robos y saltos, resistíale fuertemente y entre mí callando decía de esta manera:

«¿Qué haces, moza desventurada, qué haces? ¿Por qué te apresuras para la muerte? ¿Qué es lo que porfías a hacer con mis pies? Porque no solamente perderás a ti, pero a mí también.» Estando nosotros altercando cada uno en su porfía y en causa final contendiendo de la propiedad del suelo o dividir el camino, he aquí los ladrones cargados de lo que habían robado; nos tomaron a manos, y como con la claridad de la Luna nos conocieron un poco de lejos, con una risa falsa y maligna nos comenzaron a saludar, y el uno de ellos dijo de esta manera:

—¿Hacia dónde tan de priesa trasnocháis este camino, que no teméis las brujas y fantasmas de la soledad de la noche? Y tú, muy buena doncella,

¿das mucha priesa en ir a ver a tus padres? Pues que así es, nosotros socorreremos tu soledad y te mostraremos el camino bien ancho para ir a tus padres.

Y siguiendo las palabras con el hecho, echó mano del cabestro y tornome para atrás dándome buenos palos y guinchones con un palo nudoso que traía en la mano. Entonces yo, contra mi voluntad, tornando a la muerte que me estaba aparejada, recordeme del dolor de la uña y comencé cabeceando a cojear. Aquel que me tornó para atrás dijo:

—¿Y cómo tú otra vez vas titubeando y vacilando? ¿Y estos tus pies podridos pueden huir y no saben andar? Ahora, poco ha, vencían la celeridad de Pegaso, aquel caballo que volaba.

En tanto que este compañero muy sabroso jugaba conmigo de esta manera, sacudiéndome muy buenas varadas, ya llegamos al canto de su casa: he aquí donde vimos aquella vejezuela que estaba ahorcada, con una soga, de la rama de un alto ciprés, a la cual los ladrones descolgaron y así con su cuerda al pescuezo la lanzaron por estas peñas abajo, y entrando en casa, después que hubieron atado la doncella con sus cordeles, pegaron con la cena que la desventurada vieja en su última diligencia había aparejado; y después que con sus ánimos bestiales y ferocidad tragaron todo lo que allí había, comenzaron entre sí a platicar y considerar de nuestra pena y de su venganza, y, como suele acontecer entre gente turbulenta, fueron diferentes las sentencias que cada uno dijo. El primero dijo que le parecía que debían quemar viva a aquella doncella. El segundo, que la echasen a las bestias. El tercero, que la debían ahorcar en una horca. El cuarto mandaba que con tormentos la despedazasen. Cierto, a dicho de todos, como quiera que fuese, la muerte le era aparejada. Entonces uno de aquéllos mandó callar a todos, y con palabras agradables comenzó a hablar de esta manera:

—No conviene a la secta de nuestro colegio, ni a la mansedumbre de cada uno, ni aun tampoco a mi modestia, sufrir que vosotros seáis crueles más de lo que el delito merece; ni debéis traer para esto bestias fieras, ni horca, ni fuego, ni tormentos, ni aun tampoco muerte apresurada. Así que vosotros, si tomáis mi voto, habéis de dar vida a la doncella, pero aquella vida que merece. No creo yo que se os ha olvidado lo que teníais deliberado de hacer de este asno, aunque continuo perezoso, pero gran comilón, y aun ahora mentiroso, fingiendo que estaba cojo, era ministro y medianero de la huida de esta doncella. Así que me parece que mañana degollemos a este asno, y sacadas del todo las entrañas, por medio de la barriga, cosámosle dentro esta doncella que hubo en más que a nosotros, y solamente que tenga la cara de fuera, todo el cuerpo de la moza se encierre en el cuerpo del asno; y después me parece que se debe poner este asno así relleno y cosido encima de un risco de éstos, adonde le dé el ardor del Sol. Y de esta manera sufrirán ambos todas las penas que vosotros derechamente hayáis sentenciado. Porque ese asno recibirá la muerte que días ha merecido, y ella sufrirá los bocados de las bestias fieras cuando sus miembros serán roídos de los gusanos; y también pasará pena de fuego cuando el Sol encenderá el vientre del asno, con sus grandes ardores, y asimismo sufrirá pena de la horca cuando los perros y bueyes llevarán sus carnes y entrañas a pedazos; además de esto, debéis pensar muchos tormentos y penas que pasará ella; siendo viva morirá en el vientre de la bestia muerta, y del gran hedor sus narices penarán, y de no comer se secará de hambre mortal, y como estará cosida, no tendrá libres las manos para poderse matar.

Los ladrones, cuando oyeron esto que aquél decía, no solamente con los pies, mas con todas sus voluntades y ánimos, se allegaron a aquella sentencia, la cual yendo yo con estas mis grandes orejas, ¿qué otra cosa podría hacer sino llorar mi muerte, que había de ser otro día?

SÉPTIMO LIBRO

Argumento

La historia que Luciano escribió en un libro, Apuleyo la repitió en muchos, contando largamente cada cosa por sí, por que no pareciese que era intérprete de obra ajena, sino hacedor de historia nueva, y por que en la variedad de las cosas que suele ser muy agradable prendiese, halagase y deleitase a los lectores sin darles enojo. Así que ahora cuenta cómo de mañana uno de aquellos ladrones vino de fuera y contaba a los otros en qué manera culpaban a Apuleyo y le imputaban el robo y destrucción que se había hecho en la casa de Milón, y que a ninguno de los ladrones culpaban de tan gran crimen, salvo sólo a Apuleyo, que era capitán y autor de toda esta traición, porque nunca más había parecido: lo cual, oyendo Apuleyo, que estaba hecho asno, gemía entre sí, quejándose amargamente que era tenido por culpado no siéndolo, y por traidor siendo bueno, y que no podía defender su causa. Entreteje algunas fábulas muy graciosas y la maldad de un mozo que traía leña con él, y otros engaños de mujeres.

Capítulo I

Que trata cómo viniendo un ladrón de la compañía de la ciudad de Hipata, cuenta a los compañeros la seguridad que de sus hechos ha espiado por allá, y cómo oyó en la casa de Milón que toda la culpa del robo echaban a Lucio Apuleyo, y cómo fue recibido un afamado ladrón en la compañía.

El día siguiente de mañana, después de salido el Sol, uno de la compañía de aquellos ladrones, según yo conocí en sus hablas, entró por la puerta, y como llegó a la entrada de la cueva sentose allí para cobrar resuello y comenzó a hablar a su compañía de esta manera:

—Cuanto toca a la casa de Milón el de la ciudad de Hipata, la cual poco ha robamos, ya podemos estar seguros, porque yo lo he bien solicitado; que después que vosotros robasteis todo lo de aquella casa y os partisteis para esta nuestra estancia, mezcleme entre aquella gente popular de aquella ciudad, haciendo parecer que me dolía y me pesaba de aquel negocio.

Andaba mirando qué consejo tomaban sobre buscar quién había hecho aquel robo y en qué manera y cómo querían hacer la pesquisa para buscar los ladrones, lo cual todo yo miraba para decíroslo como mandasteis, y no solamente por dudosos argumentos, más por razones probadas, todos los de aquella ciudad y de consentimiento de todos pedían no sé qué Lucio, diciendo ser el autor manifiesto de tan gran crimen; el cual, pocos días antes, con ciertas cartas fingidas y fingiéndose hombre de bien, había hecho amistad estrechamente con aquel Milón, en tanto que lo recibió por huésped de su casa y por amigo muy íntimo entre sus familiares y amigos, y él se detuvo algunos días en su casa fingiendo tener amores con una criada de Milón, y espió muy bien las cerraduras de la puerta y de los palacios donde Milón tenía todo su patrimonio; para lo cual no pequeño indicio se halla contra aquel mal hombre, porque aquella misma noche y en el momento de aquel robo él huyó, y desde entonces acá nunca más pareció; y porque tuviese ayuda para su huida y muy prestamente lejos y bien lejos se escondiese, dejando atrás los que lo seguían, tuvo buen remedio que llevó consigo, en qué fue cabalgando, aquel su caballo blanco en que había venido, dejando en la posada a su mozo; el cual hallado allí por las justicias de la ciudad, lo mandaron echar en la cárcel como testigo que sabía de las maldades y consejos de su señor, y otro día, puesto a cuestión de tormento, que lo quebrantaron y desmembraron casi hasta llevarlo a la muerte, nunca confesó cosa alguna de lo que le preguntaban; por la cual causa enviaron muchos del número de la ciudad a tierra de aquel Lucio, para hacerle pagar la pena del delito que había cometido.

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