Me susurró al oído lo que me iba a hacer. Y lo hizo. Pero, demonios, se lo podía haber hecho a una estaca con idéntico resultado.
La pequeña Joyce se había ocupado ya de mí. Demasiado.
Amy apartó la mano y se frotó la cadera. Cogió la sábana y se limpió —se restregó— la cadera con ella.
—¡Hijo de puta! —gritó—. ¡Cerdo, asqueroso!
—¿Qué? —exclamé.
Era como recibir un puntapié en la boca del estómago. Amy no solía decir esas palabras. Nunca se las había oído.
—Eres un cerdo. Lo sé. Lo estoy oliendo, la huelo a ella. No has podido lavar su olor. Nunca podrás. Tú…
—Por todos los santos —la cogí por los hombros—. ¿Qué estás diciendo, Amy?
—Te has acostado con ella. Lo has estado haciendo todo este tiempo. Has estado metiendo sus porquerías dentro de mí, me has estado ensuciando con ellas. Y me lo vas a pagar. Aunque sea lo último que haga en mi vida, yo…
Se apartó de mí sollozando y saltó de la cama. Cuando yo me puse en pie ella se parapetó tras una silla, manteniéndola entre ella y yo.
—¡Apártate de mí! ¡No te atrevas a tocarme!
—Claro, cariño —aseguré—. Lo que tú quieras.
No se daba cuenta del alcance de lo que había dicho. Pensaba sólo en sí misma, en el insulto que había sufrido. Pero yo sabía que con el tiempo —y no mucho tiempo— iría uniendo las piezas del rompecabezas. No tendría ninguna prueba, claro. Sólo contaría con unas cuantas suposiciones —intuición— y con sospechas. Intuiciones. Y lo de la operación que me había hecho mi padre, algo que, gracias a Dios, parecía habérsele olvidado por el momento. Pero de todos modos, hablaría. Y el hecho de que Amy no tuviese pruebas, no me ayudaría gran cosa.
Porque no hacen falta pruebas, ¿comprenden? No, tal como he visto proceder a la justicia. Basta con el soplo de que un tipo es culpable. A partir de ahí, si el interesado no es un pez gordo, el problema se reduce a obligarle a confesar.
—Amy —imploré—. Amy, cariño, mírame.
—N… no quiero mirarte.
—¡Mírame…! Soy Lou, cariño, Lou Ford. El chico que conoces de toda la vida. Dime, ¿crees que yo sería capaz de hacer lo que has dicho?
Vaciló, mordiéndose los labios.
—Lo has hecho —en su voz sólo había un leve matiz de duda—. Sé que lo has hecho.
—Tú no sabes nada —repliqué—. Sólo porque llego rendido y preocupado, sacas esa estúpida conclusión. ¿Por qué, por qué iba a andar yo por ahí con una furcia teniéndote a ti? ¿Eh? ¿Por qué a causa de una fulana como ésa iba a correr el riesgo de perder a una mujer como tú? ¿Eh? Es un disparate, compréndelo.
—Bueno…
Había acertado. Había hecho blanco en su orgullo, su punto más sensible. Pero eso no bastaba para borrar sus recelos.
Recogió sus braguitas y empezó a ponérselas sin abandonar el parapeto de la silla.
—Es inútil discutir eso, Lou —suspiró con cansancio—. Supongo que he de agradecer a mi buena estrella no haber contraído ninguna enfermedad.
—¡Por todos los diablos…! —di la vuelta a la silla, de improviso y la abracé—. ¡Maldita sea! No quiero que hables así de la chica con la que voy a casarme. No me importa lo que digas de mí, pero no puedes decir esas cosas de ella, ¿entiendes? No puedes decir que la chica con la que voy a casarme se acuesta con un tipo que se divierte con putas.
—¡Suéltame, Lou! ¡Suél…! —dejó de resistirse de repente—. ¿Qué has di…?
—Ya lo has oído.
—P… pero si hace sólo dos días…
—¿Y qué? —exclamé—. A ningún hombre le gusta que le obliguen a casarse. Quiere proponerlo él, que es precisamente lo que estoy haciendo. ¡Demonio! Creo que ya hemos esperado demasiado. Y la ridícula discusión de esta noche lo demuestra. Si estuviésemos casados, no nos pelearíamos ni tendríamos todos esos malentendidos que tenemos ahora.
—Querrás decir desde que llegó esa mujer a la ciudad.
—Está bien —asentí—. Yo he hecho todo lo que he podido. Si sigues creyendo eso de mí, no quiero…
—¡Espera, Lou! —se me echó encima—. Al fin y al cabo, no puedes reprocharme que…
Pero no insistió más. Por su propio interés le convenía capitular.
—Lo siento, Lou. Reconozco que me equivoqué.
—Claro que te equivocaste.
—¿Y cuándo, Lou? Quiero decir cuándo nos casaremos.
—Cuanto antes mejor —mentí. No tenía la menor intención de casarme con ella. Pero necesitaba tiempo para hacer planes y mantenerla a raya—. Lo hablaremos con calma un día de éstos, cuando los dos estemos más serenos.
—No, no —meneó la cabeza—. Ahora que tú has… ahora que nosotros lo hemos decidido, liquidemos la cuestión. Hablemos ahora mismo.
—Está amaneciendo ya, cariño —insistí—. Si te entretienes aquí, te verá la gente cuando salgas.
—No me importa que me vean, querido. No me importa en absoluto.
Se me arrimó y hundió la cabeza en mi pecho. No necesitaba verle la cara para saber que sonreía. Me tenía acorralado, y estaba encantada.
—Bueno, estoy cansado —murmuré—. Tendría que dormir un poco antes de…
—Te preparo café, querido. Verás cómo despiertas.
—Pero, cariño…
Sonó el teléfono. Me soltó sin darse prisa, y fui hasta el escritorio donde tenía la extensión y descolgué.
—¿Lou?
—Era el
sheriff
Maples.
—Si, Bob —contesté—. ¿Qué te pasa?
Me lo explicó, le dije que de acuerdo y colgué. Amy me miró, intentó protestar, pero cambió de opinión.
—¿Tu trabajo, Lou? ¿Tienes que hacer algo?
—Sí. El
sheriff
viene a recogerme dentro de un momento.
—¡Pobrecito mío! ¡Con lo cansado que estás! Me visto y me voy.
La ayudé a vestirse y fui con ella hasta la puerta trasera. Me dio dos besos cariñosísimos y yo prometí llamarla cuando tuviese un momento de respiro. Se fue dos minutos antes de que llegase el
sheriff
Maples.
El fiscal del condado, Howard Hendricks, iba en el asiento trasero del coche. Le dirigí un frío saludo al sentarme delante, y me miró sin siquiera inclinar la cabeza. Nunca me había preocupado mucho de él. Era uno de esos patriotas profesionales que se pasan la vida contando las heroicas hazañas que realizaron durante la guerra.
El
sheriff
puso el motor en marcha y carraspeó nerviosamente.
—Me fastidia tener que molestarte, Lou —explicó—. Espero no haber interrumpido nada.
—Nada que no pueda esperar —suspiré—. Ella… ya la había hecho esperar cinco o seis horas.
—¿Tenía una cita anoche? —preguntó Hendricks.
—Exacto.
No me volví para responderle.
—¿A qué hora?
—Un poco después. A la hora en que pensé terminar con el asunto Conway.
El fiscal refunfuñó. Parecía claramente defraudado.
—¿Quién es la chica?
—Esto no le…
—¡Un momento, Lou! —Bob quitó gas para doblar hacia Derrick Road—. Howard, estás pasándote. No llevas mucho tiempo aquí… ¿unos ocho años, no? Pero tendrías que saber ya que esas preguntas no se le hacen a un hombre.
—¿Y por qué diablos? —exclamó Hendricks—. Hago mi trabajo. Es una pregunta importante. Si Ford tenía una cita anoche, bueno… —vaciló— esto significa que pensaba estar aquí en vez de… bueno, ejem… en otra parte. ¿Entiende lo que quiero decir, Ford?
Claro que lo comprendía, pero no iba a decírselo. Yo no era más que un tonto que había nacido ayer. Yo no había pensado en una coartada, porque no había hecho nada para necesitarla.
—No —dije arrastrando las palabras—. Creo que no entiende lo que quiere decir. Hablando francamente, y sin ofender, creí que ya había desembuchado usted todo lo que tenía que desembuchar cuando hablamos hace una hora.
—Bueno, pues está muy equivocado, amigo —gritó mirándome por el retrovisor, con la cara encendida—. Tengo unas cuantas preguntas más. Y todavía espero su respuesta a la última que le he hecho. ¿Quién es la…?
—¡Ya está bien, Howard! —Bob volvió la cabeza un instante—. No le vuelva a preguntar eso, porque me enfadaré. Conozco a la chica. Es una de las señoritas más distinguidas de la ciudad, y no me cabe la menor duda de que Lou tenía una cita con ella.
Hendricks refunfuñó, dejando escapar una risita irritada.
—No lo entiendo. No será tan distinguida cuando se acu… en fin, dejémoslo… ¿Y es demasiado distinguida para mencionar su nombre a título estrictamente confidencial? Que me lleve el diablo si entiendo eso. Cuanto más tiempo llevo con ustedes, menos consigo entenderles.
Me volví sonriente, mirándole de una forma amigable y severa a la vez. A fin de cuentas, no me convenía por el momento que nadie estuviese a malas conmigo. Cuando se tiene algo sobre la conciencia no se puede perder la cabeza.
—Creo que aquí somos un poco reservados, Howard —expliqué—. Supongo que se debe a que esta comarca no estuvo nunca muy poblada, y un hombre debía tener muchísimo cuidado con lo que hacía, o le marcaban de por vida. Quiero decir que aquí no era posible ocultarse entre la gente… se estaba siempre a la vista de todos.
—¿Y qué?
—Que si un hombre o una mujer hacen algo, nada malo, ya me entiende, sino lo que los hombres y las mujeres han hecho siempre, no debe usted dar a entender que lo sabe. No debe, porque más pronto o más tarde necesitará que le hagan el mismo favor. ¿Se da cuenta? Es la única forma de seguir siendo humanos, y llevar la frente alta.
Asintió con indiferencia.
—Muy interesante. Bueno, hemos llegado, Bob.
El
sheriff
Maples salió de la carretera y aparcó junto a unos árboles. Nos apeamos y Hendricks señaló el viejo camino cubierto de hierba que llevaba a la casa de los Branch. Indicó algo con un ademán de cabeza y se volvió para mirarme.
—¿Ve esas marcas, Ford? ¿Sabe de qué son?
—Creo que sí —contesté—. De un neumático aplastado.
—¿Lo confiesa? ¿Reconoce que habría allí esas señales, si tuviera su coche un pinchazo?
Me eché el Stetson hacia atrás y me rasqué la cabeza. Miré a Bob con el ceño algo fruncido.
—No entiendo a dónde quiere ir a parar —aseguré—. ¿A qué viene eso, Bob?
Pero lo entendía perfectamente. Comprendía que había cometido una tontería. Lo adiviné en cuanto vi las marcas sobre la hierba, y tenía una respuesta preparada. Pero no quería darla antes de tiempo. Había que esperar el momento oportuno.
—Es Howard el que pregunta —gruñó el
sheriff
—. Tal vez será mejor que le contestes, Lou.
—Muy bien —me encogí de hombros—. Ya se lo he dicho. Un neumático aplastado deja ese tipo de marcas.
—¿Y sabe —preguntó con lentitud— cuándo se hicieron?
—Ni la menor idea —contesté—. Lo único que sé es que no las hizo mi coche.
—Es usted un maldito embus… ¿Eh? —Hendicks se quedó con la boca abierta, desconcertado—. P… pero…
—No tenía ningún pinchazo al salir de la carretera.
—¡Un momento! Usted…
—Un momento tú también, Howard —le interrumpió el
sheriff
—. No recuerdo que Lou nos haya dicho que tuviera un pinchazo en la carretera. No recuerdo que dijera nada de eso.
—Y si lo dije —remaché—, no quería darle ese sentido. Yo sabía que llevaba un pinchazo, eso sí; el coche se me iba un poco. Pero me metí en el camino antes de que el neumático se deshinchase.
Bob asintió y miró a Hendricks. El fiscal del condado se entretenía encendiendo un cigarrillo. No sabría decir qué estaba más rojo, si su cara o el sol que se elevaba en las colinas.
Me rasqué otra vez la cabeza.
—Bueno —añadí—. No quiero meterme donde no me llaman. Pero estoy seguro de que no se van a creer que un neumático bueno haya dejado esa marca.
Hendricks se esforzaba por articular alguna palabra. Los ojos de Bob brillaban maliciosamente. A lo lejos, tal vez a cinco o seis kilómetros, se oyó el fragor de la bomba de una perforadora que se ponía en funcionamiento. De improviso, el
sheriff
carraspeó, tosió y soltó una estruendosa carcajada.
—¡Ja, ja, ja! —explotó—. Vamos. Howard, ésa sí que es buena… ¡Ja, ja, ja!
Hendricks empezó a reírse también. Al principio forzado, violento; luego rió con ganas. Yo me quedé mirándoles sonriendo con sorpresa, como quien quiere tomar parte en la broma pero no le ve la gracia.
Ahora me alegraba de haber cometido aquel error. Cuando te echan el lazo y te escabulles, se andan con mucho tiento antes de intentarlo de nuevo.
Hendrick me dio una palmada en la espalda.
—Soy un imbécil. Lou. Debí darme cuenta.
—Escuche —murmuré, como si comprendiese al fin—. ¿No querrá decir que pensaba que yo…?
—No, de ninguna manera —exclamó Bob afectuosamente—. Nada de eso.
—Era sólo un detalle que deberíamos comprobar —explicó Hendricks—. Teníamos que encontrar una respuesta. Veamos, habló mucho con Conway anoche, ¿verdad?
—No —respondí—. No me pareció ocasión apropiada para hablar.
—Bueno, yo hablé con él. O mejor dicho, él habló con nosotros. Está realmente rabioso. Esa mujer… ¿cómo se llama? ¿Lakerland…? Es como si estuviese muerta. Los médicos dicen que nunca recobrará el conocimiento, así que Conway no podrá cargarle las culpas a ella. Como es natural, querrá cargárselas a algún otro; se agarrará a lo que sea. Por eso tenemos que adelantarnos a él, con todos los indicios que parezcan, ejem, más peculiares.
—Pero, ¡cáscaras! —exclamé—. Cualquiera vería claro lo sucedido. Elmer bebió, empezó a molestarla, y…
—Bien, pero Conway no quiere admitirlo. Y no lo admitirá, mientras pueda.
Nos instalamos los tres en el asiento delantero del coche para volver a la ciudad. Yo iba en medio, entre el
sheriff
y Hendricks, de repente se me ocurrió una idea descabellada. Quizás no había conseguido engañarles. Quizás por eso me habían puesto a mi en medio, para que no pudiera tirarme del coche.
Era una idea descabellada, naturalmente, y se me fue enseguida de la cabeza. Pero tuve un sobresalto antes de poder contenerme.
—¿Te pasa algo? —preguntó Bob.
—Es el hambre —sonreí—. No he comido nada desde ayer por la tarde.
—A mí tampoco me importaría comer —exclamó Bob—. ¿Qué dices tú, Howard?
—Buena idea. ¿Podemos pasar antes un momento por el juzgado?
—Ni hablar —negó Bob—. Si pasamos por allí, allí nos quedaremos. Puede usted llamar desde el restaurante. Y de paso llame también a mi oficina.