¿Y por qué diablos no llegaba él? Hacía más de media hora que ella apenas respiraba, y el dolor debía atormentarla. Sabía que sufría atrozmente. Yo retuve la respiración un momento, porque habíamos hecho tantas cosas juntos, y…
Entonces llegó.
Había cerrado la puerta delantera, para que no pudiese entrar, y oí cómo forcejeaba con ella.
Le di a Amy dos fuertes puntapiés en la cabeza. Su cuerpo se levantó y la blusa se deslizó descubriéndole el rostro. No cabía la menor duda sobre su identidad. Había muerto la noche del… Fui entonces a abrir la puerta y le hice entrar.
Le puse en la mano el fajo de billetes y le dije:
—Métete esto en el bolsillo. El resto lo tengo ahí en la cocina.
Y eché a andar en esa dirección.
Sabía que se metería el dinero en el bolsillo sin más. Todos lo han hecho más o menos. Se acerca uno a alguien y le dice: «Toma esto». Aunque el otro haya empleado el mismo truco, el tipo obedece maquinalmente y tiende la mano. Ya le puedes dar una boñiga de caballo, un higo chumbo o un ratón muerto.
Lo hice muy de prisa y me fui a la cocina. El vagabundo me pisaba los talones; no quería perderme de vista.
Había poca luz, como ya he dicho. Yo me interponía entre él y ella. Le tenía a mis espaldas, y me vigilaba sin desviar la mirada. Al entrar en la cocina, me hizo a un lado bruscamente.
Casi la pisó. Creo que por un instante la tocó con el pie.
Lo retiró mirándola como si ella fuese un imán, y sus ojos de acero. Intentó apartar la vista, pero sólo consiguió poner los ojos en blanco. Al fin los apartó.
Me miró. Le vibraron frenéticamente los labios, y al fin gritó:
—¡Yiiiiiii!
Un sonido estrafalario, como el de una sirena descompuesta que no llegara a arrancar.
—¡Yiiiiiii! —gritaba—. ¡Yiiiiiii!
Resultaba cómico verle y oírle.
Me dio un ataque de risa; su aspecto era tan cómico que no pude contenerme. Entonces me acordé de lo que él había hecho. Dejé de reír y la cólera me dominó.
—¡Hijo de puta! —grité—. Iba a casarme con esa pobre chica. Íbamos a fugarnos los dos; ella te sorprendió en la casa y tú intentaste…
Me cegó la ira; me indignaba verle allí, con su aire sorprendido, gritando «Yiiiiiii» y poniendo los ojos en blanco. ¿Qué derecho tenía a comportarse así? Era yo el único que podía reaccionar de esa manera, pero, ¡ah!, no. Eran ellos… era él quien tenía derecho a actuar así, y a mí me tocaba siempre aguantarme y hacer todo el trabajo sucio.
Yo estaba loco de rabia.
Cogí el cuchillo de cocina oculto debajo del periódico y me lancé sobre él.
Resbalé precisamente donde ella había estado tendida.
Caí hacia delante con los brazos extendidos, y habría chocado contra él, si no se hubiese apartado. El cuchillo se me escapó de las manos.
Durante un minuto no pude mover un dedo. Permanecí inerme en el suelo. Por poco que me hubiese ladeado, habría podido abrazarla y estaríamos los dos juntos para siempre.
Pero ¿creen acaso que el infeliz iba a matarme? ¿Creen que iba a utilizar aquel cuchillo? ¡No, maldita sea!
Se conformó con salir corriendo, como hacen todos.
Cogí el cuchillo y salí corriendo detrás de él.
Cuando llegué a la puerta, se había plantado ya en la escalera. El miserable me llevaba ventaja. Cuando llegué a la calle estaba a más de media manzana de distancia, dirigiéndose hacia el centro de la ciudad. Le perseguí tan de prisa como pude.
Que no era demasiado, por culpa de las botas. Pero el tipo corría mucho. Más bien parecía brincar. Daba saltos, sacudía la cabeza, con el pelo en desorden, con los codos pegados a las costillas, y las manos ejecutando una danza estrafalaria y lánguida. Seguía gritando, ahora más fuerte. Gritaba como un condenado.
—¡Yiiiiii! ¡Yiiiiii! ¡Yiiiiii!
Por mi parte, también me puse a aullar.
—¡A-SE-SI-NO! ¡Detenedle! ¡Detenedle! ¡Ha matado a Amy Stanton! ¡A-SE-SI-NO!
Grité con todas mis fuerzas, y sin parar. Empezaron a abrirse ventanas y a cerrarse puertas. La gente se agolpaba a la entrada de las casas. Eso pareció despertarle de su pesadilla.
Saltó al centro de la calle y apretó a correr de veras. Pero yo corría más, porque la calzada no estaba asfaltada y con mis botas podía correr mejor.
Al ver que le ganaba terreno, hizo un esfuerzo por coordinar sus movimientos, pero no parecía conseguirlo. Quizá malgastaba demasiadas energías con su ¡Yiiiiii!
—¡A-SE-SI-NO! —grité—. ¡A-SE-SI-NO! ¡Detenedle! ¡Ha matado a Amy Stanton!
Los acontecimientos se precipitaron. Contada así, la persecución parece más larga, porque lo hago con todo detalle. Quiero contarlo tal como pasó para que lo comprendan bien.
Delante de mí, en el barrio comercial, parecía que un ejército de coches se nos viniera encima. Pero, de repente, fue como si un arado gigante hubiese barrido a todos los coches contra las esquinas.
La gente es así, en esta comarca. Es su manera habitual de reaccionar. No corren para ver qué ocurre cuando hay una pelea. Ya hay quienes cobran por hacerlo, y por hacerlo rápido y bien. Y la gente sabe que si les alcanza una bala perdida, nadie va a lamentarlo.
—¡Yiiiiii! ¡Yiiiiii! ¡Yiiiiii! —seguía gritando.
—¡A-SE-SI-NO! ¡Ha matado a Amy Stanton!
Poco más adelante, un coche doblo la esquina y se cruzó en la calzada. Se detuvo y Jeff Plummer se apeó.
Se agachó para sacar un Winchester del coche. Sin prisas, apoyó la espalda en el guardabarros, dobló una pierna y apoyó un pie contra la rueda. Se echó el arma al hombro.
—¡Alto!
Se lo gritó una vez y luego disparó, porque el vagabundo intentó desviarse hacia un lado de la calle. Un error que nunca debe cometerse.
El vagabundo cayó dando trompicones y cogiéndose la rodilla. Pero se levantó de nuevo y siguió corriendo con toda clase de gestos deslavazados. Parecía querer esconderse dentro de sus propias ropas. Otro error. Definitivo.
Jeff disparó tres veces, apuntando cuidadosamente cada una de ellas. El vagabundo estuvo listo con el primer disparo, pero le dieron los tres. Cuando rodó por el suelo, apenas le quedaba nada en el lugar de la cabeza.
Me abalancé hacia él y comencé a golpearle. Les costó sujetarme. Balbuceé lo que había ocurrido… que yo estaba arriba vistiéndome y había oído un ruido abajo, sin hacer demasiado caso. Y…
No tuve más necesidad de ser más explícito. Todos parecían comprender.
Se abrió paso por entre los curiosos un médico, el doctor Zweilman, y me puso una inyección en el brazo. Me llevaron a casa.
Me desperté a la mañana siguiente, poco después de las nueve. La morfina me había dejado la boca y la garganta secas, (no sé por qué no habían utilizado hioscina, que era lo normal) y estaba muerto de sed.
De pie en el lavabo bebí un vaso de agua tras otro, pero enseguida empecé a vomitar (ya les digo que todo es mejor que la morfina). Al cabo de un momento, desaparecieron las náuseas. Tomé un par de vasos más que ya no devolví. Me remojé la cara con agua caliente y luego fría y me peiné.
Volví al dormitorio y me senté en la cama preguntándome quién me habría desnudado. Y bruscamente todo me volvió a la memoria. No se trataba de Amy. No quería pensar más en ella. Lo que me preocupaba era mi situación presente.
No tendría que haber estado solo. En un trance así, los amigos no te dejan solo. Había perdido a la chica con quien iba a casarme, había pasado por una terrible experiencia, y me habían dejado solo.
No había ni siquiera una enfermera. Me levanté e inspeccioné las otras habitaciones para cerciorarme.
Abajo, habían limpiado la cocina. Estaba solo. Empecé a preparar café, y entonces oí toser a alguien delante de la casa. Me alegré hasta tal punto que se me saltaron las lágrimas. Apagué el fogón y salí a la puerta de la calle.
Jeff Plummer estaba sentado en las escaleras de entrada.
Estaba ladeado, apoyando la espalda en una de las columnas del porche. Me echó una mirada y siguió con la vista fija hacia delante sin volverse para hablar.
—Diablos, Jeff —exclamé—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Por qué no has llamado?
—Llevo aquí bastante rato —sacó un chicle del bolsillo y empezó a quitarle el papel—. Si, señor, mucho rato.
—¡Bueno, entra! Ahora mismo iba…
—Casi prefiero quedarme donde estoy, el aire me sienta bien. Por lo menos me sentaba bien.
Se metió el chicle en la boca. Dobló el envoltorio hasta convertirlo en una bolita, y se la metió en el bolsillo de nuevo.
—Si, señor. Muy sano, te lo digo yo.
Me encontré como clavado en la puerta. Tenía que estar allí, de pie, mirando cómo movía las mandíbulas al mascar. Mirándole… viendo cómo volvía la cabeza para no mirarme.
—¿Ha venido… alguien…?
—Les he dicho que no querías ver a nadie —explicó—. Que estabas muy afectado por lo de Bob Maples.
—¿Cómo? Yo… ¿Bob?
—Se pegó un tiro hacia la media noche. Esta noche, sí, señor, el pobre viejo se mató, y creo que no era para menos. Me parece que comprendo perfectamente sus sentimientos.
Y seguía sin mirarme.
Cerré la puerta.
Y quedé apoyado en ella; me dolían los ojos y la sangre me martilleaba las sienes. Con cada uno de los latidos que me subían del corazón a la cabeza, iba contando maquinalmente todos esos muertos: Joyce, Elmer, Johnnie Pappas, Amy, el…, Bob Maples… ¡Pero si Bob nunca llegó a saber nada! Se había precipitado a sacar conclusiones igual que todos. No había sido capaz de aguardar a que yo se lo explicase, con lo que me hubiera gustado explicárselo. ¿No se lo expliqué siempre todo? Pero no quiso esperar. Se había pronunciado sin la menor prueba, igual que los demás.
Y todo por estar yo cerca cuando fueron asesinadas unas cuantas personas. Sólo porque dio la casualidad…
No podían saber nada, porque yo era el único que podía decírselo… demostrárselo… y no lo había hecho.
Ni lo haría, claro, por todos los demonios.
De hecho, considerando las cosas lógicamente, no se puede prescindir de la lógica, no existía nada contra mí. La existencia y la prueba son inseparables. Para tener la primera, es necesaria la segunda.
Aferrado a esta idea, hice un copioso desayuno. Pero apenas pude comer. La maldita morfina me había quitado el apetito, como siempre pasa. No conseguí tomar más que una tostada y dos o tres tazas de café.
Subí y encendí un puro. Me tendí en la cama. Yo… un hombre que había pasado por lo que yo, tenía que estar en la cama.
Hacia las once menos cuarto, oí que se abría la puerta de la calle y volvía a cerrarse. Pero no me moví. Seguía tendido en la cama fumando, cuando entraron Howard Hendricks y Jeff Plummer.
Howard me saludó con un gesto y acercó una silla a la cama. Jeff se sentó en un sillón. Seguía rehuyéndome. A Howard tampoco le resultaba fácil guardar las apariencias, pero lo intentaba. Se esforzó en mostrarse serio y apenado, y en hablar con voz firme.
—Lou —dijo—, nosotros… yo no estoy nada satisfecho. Los acontecimientos de esta noche… los acontecimientos recientes… Esto no me gusta nada, Lou.
—Bueno —dije—. Es natural. Lo raro sería lo contrario. Tampoco me gustan a mí.
—¡Ya sabe lo que quiero decir!
—Claro. Sé perfectamente cómo…
—Por ejemplo, ese supuesto ladrón violador… Ese pobre diablo que ha querido hacer pasar usted como ladrón violador… ¡pues sabemos que no era nada de eso! Era un obrero del oleoducto. Llevaba la paga en el bolsillo. Y si, sabemos que no estaba borracho, porque acababa de tomar una cena muy abundante. No tenía ningún motivo para hallarse en esta casa, de modo que la señorita Stanton no pudo…
—¿Dice que no estuvo aquí, Howard? —exclamé—. Pues no es muy fácil de probarlo.
—Bueno… no había venido a robar, es una certeza. Si…
—¿Por qué? —dije—. Si no vino a robar, ¿qué diablos hacía?
Empezaron a brillarle los ojos.
—¡No importa! ¡Dejemos esto por un momento! Para empezar le diré lo siguiente. Si cree que conseguirá escapar al ponerle ese dinero para hacer creer…
—¿Qué dinero? —inquirí—. ¿No dijo que llevaba su paga?
¿Lo ven? El pobre carecía de todo buen sentido. Tenía que haber esperado que fuese yo quien mencionase los billetes marcados.
—El dinero que le robó usted a Elmer Conway. ¡El dinero que cogió usted la noche que les mató a los dos, a él y a ella!
—Oiga, un momento, un momento —grité—. Vamos por partes. Hablemos de la mujer. ¿Por qué iba yo a matar a esa mujer?
—Porque… bueno, porque usted mató a Elmer y tenía que hacerla callar.
—¿Y por qué iba yo a matar a Elmer? Le conocía de toda la vida. Si hubiese querido hacerle daño, no me habrían faltado las oportunidades.
—Usted sabe… —se interrumpió bruscamente.
—Si… ¿Por qué iba yo a matar a Elmer, Howard?
No podía decirlo, claro. Chester Conway le había dado instrucciones muy precisas al respecto.
—Usted le mató —afirmó ruborizándose—. Y a ella también. Y ahorcó a Johnnie Pappas.
—Está diciendo una sarta de disparates, Howard —suspiré meneando la cabeza—. Fue usted quien insistió en hacerme hablar con Johnnie porque sabía lo mucho que le apreciaba yo y lo mucho que me apreciaba él a mí. Y ahora está pregonando a los cuatro vientos que le maté yo.
—Tenía que matarle para protegerse… ¡Ese billete marcado de veinte dólares, se lo dio usted!
—Todo esto es un disparate —protesté—. Vamos a ver, faltaban quinientos dólares, ¿no? ¿Pretende que yo maté a Elmer y a aquella mujer por quinientos dólares? ¿Es eso lo que dice, Howard?
—Estoy diciendo que… que… maldita sea, Johnnie no estaba en el lugar del crimen. Cuando se cometieron los asesinatos estaba robando neumáticos.
—¿Es cierto? —pregunté poco a poco—. ¿Le vio alguien, Howard?
—¡Si! Es decir, bueno…
¿Ven lo que quiere decir? ¡Metralla!
—Supongamos que Johnnie no cometió esos crímenes —proseguí—. Usted sabe que me era difícil creer que fuera culpable, Howard. Se lo he dicho desde el principio. Siempre pensé que se asustó y que había perdido la cabeza cuando se ahorcó. Yo era su único amigo, y entonces parecía que yo no le creía tampoco, y…
—¡Su amigo! ¡Jesús!
—Así que no creo que fuese él. La pobre Amy murió asesinada casi de la misma forma que la otra mujer. Y ese hombre… dice que llevaba encima buena parte del dinero que faltaba. A un hombre así quinientos dólares le parecían mucho dinero. Si juntamos eso con el parecido que guardan los dos asesinatos…