—Sí. Me temo que tendrá que enterarse, Johnnie.
—¿Cuándo podré salir de aquí?
—Muy pronto. Ya no falta mucho. ¿Dónde estuviste el domingo por la noche?
—Fui al cine —aspiró una gran bocanada y pude ver que su rostro empezaba a recuperar firmeza—. ¿Qué importa eso ahora?
—Ya sabes lo que quiero decir, Johnnie. ¿Dónde estuviste después del cine… hasta que entraste a trabajar?
—Bueno —aspiró otra vez—. No veo qué tiene que ver. Yo no te pregunto dónde estuviste tú…
—Puedes hacerlo —repliqué— y te contestaré. Me parece que no me conoces tanto como yo pensaba, Johnnie. ¿No he jugado siempre limpio contigo?
—¡Ah…! Lou, oye —murmuró avergonzado—. Ya sabes cómo te aprecio, pero… Está bien, probablemente te lo contaría igual, tarde o temprano. Esto fue lo que pasó, Lou. Le dije al viejo que tenía un plan el miércoles pero, oye, que estaba preocupado por los neumáticos, que podía conseguir un par muy baratos y devolverle el dinero poco a poco, cada semana, hasta que los hubiera pagado. Y…
—A ver si lo entiendo. ¿Necesitabas neumáticos para tu cacharro e intentaste sacarle dinero a tu padre?
—¡Claro! Lo que te digo. ¿Y sabes lo que me contestó? Que no necesitaba neumáticos, que era un holgazán. Que lo que tenía que hacer era traer a la chica a casa, y mamá nos haría helado y jugaríamos todos a las cartas o a algo. ¡Por el amor de Dios! —Sacudió la cabeza asombrado todavía—. ¡Hace falta ser imbécil!
Reí comprensivo.
—Y entonces tú conseguiste tus neumáticos, ¿verdad? ¿Se los quitaste a un coche aparcado?
—Bueno… sabes… te diré la verdad, Lou. Le quité los cuatro. No pensaba hacerlo, pero sabía dónde colocar un par rápidamente, y… pues…
—Claro. Te había costado convencer a esa chica y querías asegurártela. Una chica apasionada, ¿eh?
—¡Ufff! ¡De primera, Lou! Una chica como no tienes idea.
Volví a reírme, él me imitó. Se hizo un silencio penoso, y el chico se removió inquieto.
—Conozco al dueño del coche, Lou. En cuanto me arregle un poco, le mandaré el dinero de los neumáticos.
—Eso está muy bien —asentí—. No te preocupes.
—¿Vamos a… oye… puedo…?
—Dentro de un momento. Te irás de aquí dentro de pocos minutos, Johnnie. Pero antes hay que resolver algunas formalidades.
—¡Chico, qué alivio salir de aquí! ¡Caramba, Lou, no sé cómo puede aguantar esto la gente! Yo me volvería loco.
—Y cualquiera —repuse—. Les vuelve locos a todos… Tal vez estarías mejor si te tumbases un poco, Johnnie. Tiéndete en el jergón, que tengo aún que decirte algo.
—Pero… —se volvió lentamente intentando mirarme, verme la cara.
—Haz lo que te digo, será mejor. El aire se enrarece si los dos paseamos por aquí.
—¡Ah! Bueno. —Y se tendió. Suspiró profundamente—. ¿Sabes qué te digo? Que así estoy muy bien. Parece mentira la diferencia que hay. De estar solo a tener alguien con quien hablar. Alguien que te aprecia y te entiende. Si lo tienes, puedes aguantar cualquier cosa.
—Si. Hay mucha diferencia… Bien. ¿No les habrás dicho que ese billete de veinte dólares te lo di yo, Johnnie?
—¡Diablos, no! ¿Quién te has creído que soy? Ya se pueden ir a la mierda todos esos.
—¿Y por qué no? ¿Por qué no se lo has dicho?
—Bueno, mmm —las tablas del camastro crujieron—. Bueno, yo pensé… ya sabes, Lou. Elmer siempre andaba metido en líos, y pensé que quizá… bueno, yo sé que tú no sacas mucha pasta y que encima la vas repartiendo por ahí a otra gente… y si alguien te daba una pequeña propina…
—Entiendo. Pero yo no acepto sobornos, Johnnie.
—¿Quién ha hablado de sobornos? —oí que se encogía de hombros—. Yo no he dicho eso. No quería que ésos te pillasen de improviso, quería que pudieses pensarlo… hasta que te acordaras dónde lo habías encontrado.
Estuve un minuto silencioso. Pensaba en él, en ese chico que todo el mundo consideraba despreciable, y en unas cuantas personas que yo conocía. Al fin dije:
—Siento que no se lo hayas dicho, Johnnie. Era lo peor que podías hacer.
—¿Quieres decir que se enfadarán? —gruñó—. ¡Al diablo con ellos! Ellos no me importan nada, y, en cambio, tú eres un verdadero amigo.
—¿Estás seguro? —pregunté—. ¿Cómo lo sabes, Johnnie? Nunca puede uno estar seguro de nada. Vivimos en un mundo loco, muchacho, en una civilización muy peculiar. Los policías juegan a ladrones y los ladrones juegan a policías. Los políticos son predicadores y los predicadores son políticos. Los recaudadores de impuestos recaudan para su propio bolsillo. Los Malos quieren que tengamos más dinero y los Buenos luchan para impedírnoslo. No nos conviene, ¿comprendes? Si pudiéramos comer todo lo que quisiéramos, cagaríamos demasiado. Habría inflación en la industria de papel higiénico. Esta es mi opinión. Más o menos, los argumentos que oigo repetir son de esta clase.
Rió entre dientes y dejó caer la colilla al suelo.
—¡Caray, Lou! Me gusta oírte hablar así… Nunca te había oído hablar así… pero se está haciendo tarde y…
—Si, Johnnie —seguí—. Vivimos en un mundo absurdo, corrompido y me temo que seguirá siendo así. Te diré por qué. Porque nadie, o casi nadie, tiene nada en contra. No ven que las cosas están corrompidas, y no se sienten preocupados. Lo que les fastidia son los chicos como tú. La gente que tiene ganas de beber y bebe. La gente que quiere algo y lo toma sin pedirlo a nadie. La gente que sabe lo que le conviene, y no admite que se le convenza de lo contrario… Los chicos como tú no les asustan, y se arrojan sobre vosotros. Y me parece que lo seguirán haciendo cada vez más al correr del tiempo. Tú me preguntarás que por qué sigo yo ahí, sabiendo eso, y sería difícil explicártelo. Creo que vivo con un pie en cada lado, Johnnie. Los planté hace tiempo, y ahora he echado raíces, y no puedo moverme ni saltar. Lo único que puedo hacer es esperar a que me parta en dos. Justo por la mitad. Eso es lo único que puedo hacer… Pero tú, Johnnie… Bueno, quizás hiciste lo que debías. Quizá sea mejor así. Porque las cosas van a ir de mal en peor, muchacho, y ya sé lo mal que han ido hasta ahora.
—No te… entiendo.
—La maté yo, Johnnie. Les maté a los dos. Y no digas que es imposible que lo haya hecho y que yo no soy así, porque no lo sabes.
—Yo… —empezó a incorporarse, y se dejó caer otra vez—. Yo estoy seguro de que tenías motivos para hacerlo, Lou. Estoy seguro de que ellos se lo merecían.
—Nadie merece eso —murmuré—. Pero tenía un motivo, claro que sí.
Vagamente, a lo lejos, como el mugido de un fantasma, se oían las sirenas de la refinería que marcaban el cambio de turno. Vi en la imaginación a los obreros que ocupaban su puesto de trabajo y a los que lo dejaban. Metían las cestas de la comida en el coche. Iban a casa y jugaban con sus críos, bebían cerveza, miraban la televisión, engañaban a sus mujeres y… como si no ocurriese nada. Como si un chico no fuese a morir y un hombre, parte de un hombre, no muriese también con él.
—Lou…
—Si, Johnnie.
Era una afirmación, no una pregunta.
—¿Quieres decir que yo… que yo tendré que pagar por ti? Yo…
—No —dije—. O sí.
—N-no sé… ¡No puedo, Lou! Por Dios… ¡No puedo! No puedo pasar por…
Le calmé haciéndole tumbar de nuevo en el jergón. Le pasé la mano por el pelo, le acaricié suavemente la barbilla, empujándola hacia atrás.
—«Hay un tiempo de paz —recité—, y un tiempo de guerra. Un tiempo de siembra y un tiempo de cosecha. Un tiempo para vivir y un tiempo para morir…»
—L-lou…
—A mí me duele más que a ti.
Con un golpe seco, descargué el filo de la mano sobre su laringe. Luego me incliné para desabrocharle el cinturón.
… Llamé a la puerta y al momento vino el carcelero. Entreabrió la puerta, salí y volví a cerrar.
—¿Algún problema, Lou?
—No. Estaba lo más tranquilo del mundo. Creo que ya tenemos el caso resuelto.
—¿Va a hablar?
—Otros lo han hecho antes —me encogí de hombros.
Subí y le conté a Howard Hendricks que había tenido una larga conversación con Johnnie y que parecía habérselo tomado muy buen.
—Déjenle solo una hora o dos —aconsejé—. He hecho todo lo posible. Si no he conseguido que vea la luz, no la verá nunca.
—De acuerdo, Lou, de acuerdo. Conozco su fama. ¿Quiere que le llame cuando le haya visto?
—Si, me gustaría. Siento curiosidad por saber si habla.
He estado a veces vagando por las calles, me he parado delante de un escaparate, con el sombrero echado hacia atrás y una bota por detrás de la otra —demonio, tienen que haberme visto si han pasado alguna vez por allí— y me quedaba así tranquilamente con mi aire simpático, cordial y estúpido. Como si fuese incapaz de mear aunque se me incendiasen los pantalones. Siempre me desternillaba de risa interiormente. Sólo de mirar a la gente.
Ya me entienden… las parejas, los maridos y las esposas que se van paseando juntos. Las mujeres altas y gordas y los hombres canijos y flacos. Las mujercitas menudas y los hombrones corpulentos. Las mujeres carilargas y los hombres sin barbilla. Las maravillas patiabiertas y los fenómenos patizambos. Los… Me reía —interiormente, claro— hasta que me dolían las tripas. Era casi tan divertido como asomarse a un almuerzo de la Cámara de Comercio cuando se levanta un tipo, tose varias veces y dice «Caballeros, de la vida nadie saca más de lo que invierte en ella». (Y el tanto por ciento de interés, ¿qué?) Y pienso que todos esos… la gente… todas esas parejas descabelladas… no resultan simplemente risibles. Son trágicas.
No son estúpidos, al menos no más de lo normal. No se han apareado para nuestra exclusiva diversión. La verdad es, creo yo, que la vida les ha gastado una broma muy pesada. Hubo una vez, sólo unos minutos quizá, en que todas sus diferencias desaparecieron y eran lo que cada uno de ellos pretendía ser, cuando se miraron en el momento adecuado, en el lugar adecuado y en las circunstancias adecuadas. Y todo era perfecto. Disfrutaron de ese momento —aquellos escasos minutos— y ya no tuvieron ningún otro. Pero mientras duró…
… Todo parecía igual que siempre. Las persianas bajadas, la puerta del cuarto de baño entreabierta, lo suficiente para que se filtrase un poco de luz; y ella boca abajo, dormida. Todo igual que siempre… pero distinto. Era uno de esos momentos.
Se despertó mientras me desnudaba; me cayeron algunas monedas del bolsillo y rodaron hasta dar con el zócalo. Se sentó, se frotó los ojos, y se dispuso a decir algo desagradable. Pero, no sé por qué, me sonrió, y yo, le sonreí. La tomé en brazos y me senté en la cama estrechándola con fuerza. La besé, entreabrió la boca y sus brazos me oprimieron dulcemente.
Así es como empezó. La vida continuaba.
Al fin quedamos tendidos en la cama el uno junto al otro, con sus brazos en torno a mis caderas y los míos en torno a las suyas; inertes, agotados, casi sin aliento. Pero seguíamos deseándonos… deseábamos otra cosa. En lugar del fin, parecía el principio.
Hundió la cabeza en mi hombro, y era delicioso. No deseaba rechazarla. Empezó a susurrarme al oído, con voz de niña:
—Te odio. Me has hecho daño.
—¿De veras? ¡Oh! Lo siento, cariño.
—Mucho daño. Aquí. Me pinchaste con el codo.
—¡Bueno, maldita sea…!
Me besó. Sus labios resbalaron lentamente por los míos.
—No te odio —murmuró.
Quedó callada, como aguardando a que yo dijese algo. O hiciese algo. Se apretó más a mí, contorsionándose, con la cara oculta en mi hombro.
—Sé una cosa.
—¿Si, cariño?
—Tu vasec… tu operación.
—¿Si? ¿Qué es lo que crees saber?
—Fue después… después de lo de Mike…
—¿Qué pasa con Mike?
—Querido —me besó el hombro—. A mí no me importa. Me da igual. Pero fue entonces, ¿no? Tu padre se… inquietó y…
Dejé escapar un lento suspiro. Cualquier otra noche habría disfrutado retorciéndole el pescuezo, pero era una de esas raras ocasiones en que no sentí deseos de hacerlo.
—Sería por esa época, si no recuerdo mal. Pero que yo sepa no tienen ninguna relación.
—Querido…
—¿Qué?
—¿Por qué crees tú que la gente…?
—Yo que sé. Nunca he sido capaz de comprenderlo.
—¿N-no hay algunas mujeres que…? Apuesto que para ti sería espantoso si…
—¿Si qué?
Se apretó más contra mí, y su cuerpo parecía de fuego. Se estremeció y empezó a llorar.
—N-no, Lou. No me obligues a preguntártelo. Sólo…
No la obligué, pues, a que me lo preguntase.
Algo más tarde, cuando aún lloraba pero en otro tono, oí el teléfono. Era Howard Hendricks.
—¡Lou, muchacho, lo consiguió! Le ablandó usted de veras.
—¿Ha firmado la confesión? —pregunté.
—¡Mejor aún! ¡Se ha ahorcado en su celda! ¡Con el cinturón! ¡Esto demuestra su culpabilidad sin necesidad de que nos andemos y tribunales gastando el dinero de los contribuyentes! ¡Maldita sea, Lou, quisiera estar ahí ahora mismo para estrecharle la mano!
Dejó de chillar e intentó disimular su regocijo.
—Ahora, Lou, quiero que me prometa que no se lo va a tomar a mal. Una persona así no merecía vivir. Está mucho mejor muerto que vivo.
—Si. Supongo que tiene razón.
Me libré de él y colgué. Inmediatamente volvió a sonar el timbre del teléfono. Era Chester Conway que me llamaba desde Fort Worth.
—Un gran trabajo, Lou. Excelente trabajo. Muy bueno. Supongo que comprende lo que esto representa para mí. Creo que me equivoqué en lo de…
—¿Sí? —pregunté.
—Nada. No importa ahora… hasta la vista, muchacho.
Volví a colgar y el aparato sonó por tercera vez. Bob Maples. Por teléfono su voz parecía trémula y frágil.
—Sé cuánto querías a ese chico, Lou. Sé que hubieras preferido que te pasara a ti en vez de a él.
—Sin duda, Bob —afirmé—. Hubiera sido mejor.
—¿Quieres venir por aquí, para charlar un rato. Lou, y jugar una partida de ajedrez o lo que quieras? No puedo levantarme, por eso no digo de ir yo a verte.
—Bueno… prefiero no ir, Bob. Pero muchas gracias, de veras.
—Está bien, hijo. Si cambias de idea, vente. A cualquier hora.
Amy no se había perdido una palabra; impaciente, se moría de curiosidad. Cuando me derrumbé en la cama, se sentó junto a mí.
—¡Por el amor de Dios! ¿A qué venía todo eso, Lou?
Se lo conté. No la verdad, por supuesto, sino lo que pasaba por ser la verdad. Amy batió palmas.