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Authors: Mariano Sánchez Soler

Tags: #Intriga, #Policíaco

El asesinato de los marqueses de Urbina (15 page)

BOOK: El asesinato de los marqueses de Urbina
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Al sentarse, el inspector se puso de espaldas a la puerta. Tenía una gran espejo frente a él, que le avisaría del posible peligro. Pidió un café. Fierro dejó su gin-tonic y metió la mano en el bolsillo lateral de su chaqueta para sacar el bloc. Montero le paró en seco.

—No quiero grabaciones ni notas. Le voy a contar lo que sé. Usted me escucha, se queda con la copla y, luego, de memoria, puede reconstruir el crimen como le dé la gana.

—¿Con la copla? —Fierro simuló que no entendía esa palabra.

—Con los datos.

—Mi memoria es buena —dijo Fierro. No había tiempo que perder y puso la directa—. ¿Quién mató a los marqueses de Urbina?

—Querrá decir quiénes. Porque fueron varios, y todos, menos uno, están libres.

—¿Fue Daniel quien disparó?

—Quizás, es posible…, más o menos… Aquel día el chalé de los Urbina parecía una verbena. Estaba Dani y quien le llevó hasta allí y le esperó para que regresara a casa… Hemos comprobado que el coche de su padre no se movió del garaje. Ya son dos. Y estaba, como mínimo, otro: el auténtico pistolero, un hombre frío, sin duda un profesional capaz de disparar certeramente con una pistola vieja y de pequeño calibre.

—¿Se sabe quién es? ¿Hay alguna pista?

—No, solo tenemos…, tengo… mis sospechas.

—¿Qué personas estaban detrás de la organización del crimen?

—No soy Dios. Déjeme que le explique cómo funciona una investigación por homicidio. Es de libro, para que lo comprenda.

—Trate de hablar despacio para que pueda entenderle bien.

—De entrada, lo primero que buscamos es el móvil, el motivo, el porqué. Dinero, venganza, envidias, robo, terrorismo, sexo… Al mismo tiempo, siempre investigamos el entorno familiar, el círculo íntimo de las víctimas. Después, vamos ampliando la investigación en círculos concéntricos, conforme nos alejamos de la familia, como las capas de una cebolla. El crimen político, el terrorismo, está descartado. El robo también: no movieron ningún objeto ni se llevaron nada, aparentemente. Sobre el dinero, no hay ningún indicio de que los mataran para cobrar una herencia, una deuda o un seguro. A pesar de los apellidos de alcurnia, la fortuna familiar no era muy alta, y en cuanto a los hijos…

—¿No se han beneficiado con las muertes?

—Solo tenemos conjeturas. El reparto de la fortuna de los marqueses ha sido una miseria. Entre cuarenta y cincuenta millones de pesetas, además de las propiedades inmobiliarias de la familia. No ganaban demasiado matándolos o haciendo que los mataran. El motivo más sólido es la venganza. O quizás una combinación de venganza e intereses económicos.

—Entonces, ¿Daniel Espinosa se vengó…? —preguntó el falso periodista.

—¿Usted cree que ese mierdecilla tiene suficiente fuerza y carácter para ejecutar un crimen así?

—No lo sé. —Fierro suspiró.

—Creemos que participó en el asesinato —prosiguió explicando Montero—, pero que otros le ayudaron, otra gente que realmente se beneficiaba con la muerte del marqués.

—¿Quiénes, por ejemplo?

—Lo estamos investigando. Por ahora es solo una línea de trabajo. Resulta materialmente imposible que Dani entrara en el chalé solo. Y que el móvil fuera solo la venganza resulta una opción muy endeble.

—Tras verlo en el juicio, he de decir que Daniel Espinosa parece incapaz de matar a una mosca.

—Es demasiado pusilánime. Pero, a veces, las apariencias engañan. En el estrado parece una cosa, pero con un arma en la mano y, en determinadas circunstancias, podría ser otra bien distinta.

—¿Es cierto que usted se metió en la investigación por su cuenta?

—Al principio lo hice para ayudar a un amigo del grupo de Atracos, para hacerle un favor, pero me encontré con una… martingala.

—No le entiendo. —Fierro trató de matizar.

—Con una marrullería, con una chapuza del tamaño de un elefante. Me puse a investigar y… Cuando detuve a Dani, no recibí precisamente la felicitación de mis compañeros. Les ha jodido mucho porque los he dejado en evidencia. Si me vieran aquí ahora…

Montero miró hacia todos lados.

—Ya ve, inspector —dijo Fierro, levantando los brazos—, no tomo notas, ni grabo, ni hago trampas. Es como si no hubiéramos hablado nunca.

—Yo seguiré mi camino. En Homicidios hay muchos policías de los de antes, acostumbrados a sacar las confesiones a hostias. Una herencia más del antiguo régimen. Tendremos que modernizarnos, ser más científicos, investigar sin derrotar a golpes.

A Fierro le pareció que Montero era un hombre desesperado que había quedado fuera de juego por ser demasiado optimista. Estudiaba Derecho. No tenía ningún futuro en aquel cuerpo de Policía y sin duda buscaba una salida como futuro abogado.

Cuando el supuesto periodista apuró su gin-tonic, el inspector ni siquiera había tocado su taza de café.

—Después del crimen —dijo Montero—, todos pactaron sus declaraciones judiciales. Se pusieron de acuerdo para decir lo mismo a la Policía y al juez de instrucción. Incluso utilizaron palabras idénticas y ocultaron los mismos elementos.

—¿Todos?

—Los hijos, Alicia y Borja, y el administrador Damián Fernández, el hombre de confianza. Los tres estaban conchabados. No son ajenos a los asesinatos. Tienen algo que ver con ellos y saben más de lo que dicen.

—Es una gran revelación.

—Lo denuncié al juzgado y a la fiscalía por escrito, pero sin ningún resultado. Dijeron…

—¿Ah, sí? —Fierro exageró su sorpresa.

—Dijeron que se trataba de meras sospechas, que yo no tenía ninguna prueba, ningún indicio; que eran suposiciones mías.

—Me gustaría leer ese informe.

Durante unos segundos, Montero le miró fijamente. Luego metió su mano derecha en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un papel doblado.

—Es una fotocopia, sin firmas ni fechas, pero es el escrito presentado ante el juez. —Lo deslizó hasta Fierro por debajo de la mesa—. Yo no se lo he dado ni nos hemos visto nunca.

—Ya sabe, totalmente
off the record
.

—Estoy harto de que me ninguneen.

Se levantó y se fue.

En cuanto se quedó solo, Fierro leyó aquel texto con el corazón en un puño.

Montero había escrito:

En las declaraciones de Alicia de la Fonte, de su hermano Borja y del administrador Damián Fernández Ferreira, prestadas en el juzgado a los diez días de que fueran cometidos los crímenes, se advierte que, salvo matices, son idénticas en su contenido esencial. En ellas los tres cuentan que desconocen los motivos por los que se dio muerte a los marqueses; que estos carecían de enemigos y de significación política; que no ejercían cargos ejecutivos en ninguna empresa; que no tenían problemas con el servicio; que el marqués estaba intranquilo por motivos de salud y por unas supuestas amenazas de la organización terrorista ETA. Recibidas por separado y sin merma alguna de la espontaneidad, las tres declaraciones evidencian que han sido preacordadas.

Alicia llega a decir que «después de la boda consiguió que las relaciones fueran más cordiales a raíz del matrimonio», como consta en su declaración. Tan cordiales que ahora se sabe cómo terminaron. Y Borja en la suya dice que «Daniel, aunque buen chico, no quería trabajar ni estudiar, ni tenía carrera». Nada sospechoso, en suma. Todo eso permite hacer una segunda afirmación: silencian deliberadamente extremos de gravedad e importancia.

Se saltó algunos renglones de prosa insoportable.

Dado que no es razonable que herederos y administrador ocultasen lo grave e importante y dijeran lo vano y lo falso si eran ajenos a los crímenes, cabe afirmar, como conclusión, que no lo son y que su propósito era desorientar la investigación; lo que al parecer consiguieron a lo largo de ocho meses.

Un hecho nuevo para las actuaciones sumariales: el hallazgo en un cubo de basura del chalet, a los tres o cuatro días de los luctuosos sucesos, de una docena de casquillos del calibre 22, arrojados allí por Borja de la Fonte. De este hallazgo me informaron verbalmente Vicente Gil y un periodista del semanario
El Caso
, si bien no había constancia documental de su existencia. El actuante ignora la procedencia y el destino que se haya dado a tales casquillos, pero, desde luego, está claro que son la prueba del uso de un arma calibre 22 y que el arrojarlos al cubo de la basura, en fechas tan próximas a los crímenes, no parece sino una maniobra para tratar de hacer desaparecer algo relacionado con ellos, habida cuenta de que Daniel Espinosa dijo haber vendido el arma a Borja de la Fonte antes de la consumación de los hechos.

No menos extraño resulta que, al ser entregados a la Policía, ni siquiera se extendiera un acta que reflejara su recepción, ni se remitieran al Laboratorio de Balística Forense —por donde nunca pasaron— a efectos de la oportuna pericia. La investigación ha sido unidireccional en sus resultados, pese a las ingentes y diversas averiguaciones practicadas, que siempre conducen a las mismas personas.

Por último, cabe significar que las mayores trabas a la investigación surgen de las querellas por calumnia y por injuria presentadas por los herederos y el administrador, quienes, más preocupados por lavados de imagen e hilarantes apariciones en televisión, o lucrativas declaraciones en revistas, nunca aportaron un ápice a la investigación. Por el ejercicio de aquellas acciones judiciales, enmudecen a los testigos, intimidan a los que pudieran serlo y alertan contra cualquier vocación de justicia del señorío del poder y del dinero.

El condenado

En un cuartucho interior del Venus que hacía las veces de oficina, Fierro dormitaba con los pies sobre la mesa. La sangre le hervía, algunas magulladuras seguían recordándole su fragilidad y no era capaz de concentrarse. No podía borrar de su mente el rostro de Daniel Espinosa mientras entraba en la sala por última vez, con gesto sombrío y las pupilas cargadas de tristeza, como si no hubiera conciliado el sueño durante toda la noche. En aquel instante, Fierro temió que su culpable se desmoronara, que aprovechara el acto final para decir esta boca es mía, y que el castillo de naipes se viniera abajo en un suspiro. Nada cambió a pesar del desfile de psicólogos, forenses y expertos en balística. Cualquier giro legal iba a convertirse en pólvora mojada. Pero Fierro, al escucharlos, creía ver por todas partes el largo brazo de Jacobo Castellar, su manera de ejercer un poder ilimitado y discreto. Todos bailaban para él.

Con los ojos cerrados, recordaba el discurso monótono del fiscal Zarzalejos, dando golpecitos en la mesa con la punta de su bolígrafo, mientras desmenuzaba su diatriba con voz cavernosa: «Los marqueses de Urbina recibieron una muerte alevosa, trágica, inmisericorde; pero yo he actuado igual que si los muertos fueran de cualquier condición. Y en este caso que nos ocupa, la fantasía se ha desbordado. Como en los mejores seriales, no ha faltado la CIA, las drogas, el terrorismo, las amenazas… Fue preciso ceñirse al círculo familiar. El crimen había sido una chapuza; el tipo de arma que se usó no era buena, dejaba demasiadas pistas. ¿Y a quién beneficiaban aquellas muertes? Daniel Espinosa había firmado la separación de bienes al casarse, pero su matrimonio estaba roto, legalmente roto… Lo que queda en el aire es el móvil. ¿Por qué Daniel Espinosa mató a sus suegros? La respuesta es clara: los asesinó por sus frustraciones matrimoniales, profesionales y económicas. ¡Señores, los motivos por los que se comete un crimen pueden resultar inverosímiles! En cierta ocasión, un hombre mató a su mujer porque le llevaba el desayuno a la cama. No existen los móviles totalmente explicables. Es un simplismo pensar que podemos encontrar un porqué lógico de todos los actos…»

En la mente aturdida de Fierro también reverberaba la oratoria perdida de aquel insigne abogado defensor, Joaquín María Ribas, tan inútil frente a la gran maquinaria: «La confesión de Daniel Espinosa no es suficiente para condenar a un hombre. Las condiciones en que mi defendido confesó, derrumbado, presionado por los inspectores Montero y Cordero, ponen en tela de juicio la confesión como prueba. ¡Y lo nunca visto: escribió de su puño y letra una declaración de culpabilidad! Con esto pretendían amarrar la confesión, dar caza a tan ingenua víctima. Luego, dicha prueba desapareció. Existió un pacto entre Daniel Espinosa y el inspector Cordero; a mi defendido se le sometió a una coacción psíquica, lo desnudaron, lo humillaron; le mostraron a su padre esposado y le dijeron: "Lo mismo que hemos hecho con tu padre, lo haremos con tu madre y tus hermanos". La confesión de Daniel Espinosa, en estas condiciones, carece de garantía procesal. "Espinosa es inocente"».

Recordó la voz del juez Garray, que redoblaba en su cerebro como un tambor: «¡Levántese el acusado! ¿Tiene algo que añadir?». Y Dani, cabizbajo, balbuceando que no, que no tenía nada más que decir. «¡Visto para sentencia!». A Fierro se le fue la cabeza a un lado y estuvo a punto de caer. Se incorporó tambaleándose y encendió la radio. Eran las siete de la mañana del 7 de julio, y el primer informativo difundió la noticia.

Sin pensarlo dos veces, salió a la calle, cruzó con el semáforo en rojo y se acercó al quiosco más cercano. Estaba en la primera plana de todos los periódicos. Tomó uno de ellos y comenzó a leer:

Espinosa condenado a 53 años de prisión

Madrid.— Daniel Espinosa Hontoria, yerno de los marqueses de Urbina, ha sido declarado culpable del asesinato de sus suegros, ocurrido hace tres años. El tribunal, que no descarta la posible existencia de cómplices del delito, ha condenado al acusado a una pena de veintiséis años por cada uno de los dos asesinatos, así como al pago de veinte millones de indemnización a los herederos de las víctimas. Al enterarse de la sentencia, Espinosa, que dijo que no esperaba ser declarado culpable, comentó: «¡Qué le vamos a hacer!».

En su tercera página, con gran despliegue tipográfico, el diario reproducía textualmente el fallo de la sentencia redactada por el juez ponente, Bienvenido Garray:

FALLAMOS que debemos condenar y condenamos al procesado Daniel Espinosa Hontoria, como responsable en concepto de autor de dos delitos de asesinato, con la concurrencia de las circunstancias agravantes de premeditación y nocturnidad, a la pena de veintiséis años, ocho meses y un día de reclusión mayor por cada uno de los delitos, con la limitación establecida en el artículo 60 del Código Penal, con su accesoria de inhabilitación absoluta durante el tiempo de la condena, al pago de las costas y de la indemnización de veinte millones de pesetas a favor de los hijos de los fallecidos.

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