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Authors: Mariano Sánchez Soler

Tags: #Intriga, #Policíaco

El asesinato de los marqueses de Urbina (13 page)

BOOK: El asesinato de los marqueses de Urbina
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En cuanto se reanudó la vista pública, Ribas se lanzó a redactar de viva voz una nueva solicitud para que el juicio fuera anulado. Dictó un texto durante más de media hora:

—La geometría del arma es distinta y está determinada por la relación angular entre el percutor y el tope inyector o…

—Señor letrado —le interrumpió Garray—, lo que está haciendo no es una solicitud, es un informe, un auténtico estudio de balística.

—¡Señor presidente —Ribas protestó, compungido—, si no puedo realizar la defensa adecuada, si no puedo alegar de manera correcta, renunciaré a la defensa y abandonaré la sala! ¡Dejo de ser abogado!

Los asistentes, encendidos como en el patio de butacas de un teatro, rompieron en aplausos.

—¡Desalojen la sala! —ordenó Garray tocando la campanilla—. ¡Que salgan todos menos la primera fila y los periodistas!

En varios minutos, la Guardia Civil dejó el recinto vacío; algunas personas amagaron con resistirse antes de ser expulsadas. Ribas continuó su dictado:

—El informe balístico combina fotos, como esas personas que en las ferias se hacen fotografías con distinto traje del que llevan. Se había solicitado un informe balístico, cuya práctica sería esencial para demostrar que los dos tipos de casquillos analizados, el de Tiermes y el de la casa de los marqueses de Urbina, son distintos. Y esta prueba no se ha realizado.

Fierro pudo conocer, ponerles cara, a los policías que habían llevado la investigación. Aquellos tipos tan torpes eran unos auténticos desertores del arado, chusqueros sin ningún amor a la criminología.

El primero en declarar fue el inspector Saturio Cordero, jefe del grupo de Homicidios y uno de los artífices de la confesión de Dani. Con palabras efusivas y gesticulando, explicó:

—Comenzamos a sospechar porque el padre de Daniel Espinosa tenía una pistola registrada en la Guía General de la Guardia Civil, una Star F del calibre 22. Le preguntamos dónde estaba y no nos dio una respuesta satisfactoria.

—¿Le mostraron a su padre esposado mientras los dos detenidos coincidían en la Dirección General de Seguridad? —preguntó el fiscal.

—La Policía no le mostró a su padre —respondió el inspector—, pero pudo haberlo visto en algún momento, por casualidad.

A diferencia del informe oficial firmado por su comisario jefe, Cordero opinaba que en los asesinatos habían intervenido otras personas.

—Dos agentes se quedaron por la noche con Espinosa. Estaba derrumbado, había firmado su confesión y lloró después de hacerlo. A esos funcionarios que le custodiaban les dijo que había más personas, pero que no podía decir quiénes eran, y que en la noche de autos esas personas le estaban esperando en el chalé. A la mañana siguiente lo negó todo.

—¿Cómo desaparecieron los casquillos? —preguntó Ribas, cuando llegó su turno.

—No lo sé. Los entregamos en el juzgado número 16.

—¿Tienen algún justificante?

—No nos dieron recibo. No hay ninguna norma que obligue…

—O sea, que ustedes entregaron las pruebas del caso Urbina, ¡hala!, metidas en una bolsa y sin justificante.

—Sí, señor.

—Ustedes confían en la buena fe de la gente, por lo que veo; y además mandan a este tribunal el informe balístico sin las balas.

Ribas se ensañó con él hasta el punto de que el juez Garray intervino, pacificador:

—Tenga en cuenta el señor letrado de la defensa que el inspector es un funcionario, no toda la institución de la Policía —dijo con tono paternal—. Él no puede saberlo todo, ni ser responsable de todo. Pero para aclarar quién miente, si su defendido o el testigo, vamos a realizar un careo.

Fierro estiró el cuello para ver sus rostros. El aire de un abanico le alivió del calor insoportable que se condensaba en el recinto.

—¡Levántese el acusado! —ordenó Garray—. ¡Pónganse frente a frente!

—Si mi cliente sigue esposado, el careo lo realizará en inferioridad de condiciones con respecto al policía —protestó Ribas.

El juez no aceptó que a Dani le quitaran las esposas.

—Ya es muy tarde —dijo.

Enfrentándolos cara a cara, a pocos metros el uno del otro, el tribunal pretendía saber si, en una entrevista privada que solicitó Espinosa con Cordero, trataron de «ultimar el pacto» o fue simplemente una «entrevista amistosa», como argumentaba el policía. ¿Quién de los dos estaba mintiendo?

Dani comenzó con energía:

—¿Cómo es posible que diga que me entrevisté con usted porque estaba en un callejón sin salida, si nadie me estaba forzando a que declarara y me estaban tratando con caballerosidad?

—¡Mientes! —le increpó Cordero—. ¡Sigues mintiendo!

—¡No discutan! ¡Dialoguen! —intervino Garray.

—¡Estabas acorralado! —añadió Cordero.

—¿Acorralado? ¡Si ya había aceptado firmar mi confesión!

—¡Hablaste conmigo porque tenías confianza en mí!

—¿Confianza yo? ¿Cuándo he comido con usted?

—¡Le está llamando de tú y no de usted! —intervino Ribas—. ¡Aquí se está representando el clásico papel de superioridad del policía con el detenido! ¡Espinosa está en inferioridad de condiciones!

—¡Se acabó! —exclamó el juez, que dio por terminada la sesión hasta la mañana siguiente.

Joaquín María Ribas cerró su cartera satisfecho. La desaparición de los casquillos daba un nuevo argumento para que su defensa saliera victoriosa. Su enfrentamiento con Garray, su énfasis en contraste con la meticulosidad del fiscal no era más que el brioso comienzo de una carrera. Adornos. Ribas comprendió que, pasara lo que pasara, el juicio contra Daniel Espinosa proseguiría hasta el final. Trataría de poner al tribunal contra las cuerdas, demostrar la carencia de pruebas, la incompetencia de los policías, la coacción como medio de conseguir que confesara…

Fierro estaba preocupado. No percibía que todo era un artificio. El primer asalto no es el combate entero. Y el resultado final estaba amañado para que el sistema se saliera con la suya. El teatro no cambiaba la mentalidad de los cinco magistrados, no alteraría su ideario ni su moral temerosa de Dios. No matarás. Y quedaban más de cien testigos convocados y demasiadas pruebas documentadas en el sumario.

Mientras se retiraba, esposado entre dos guardias, Dani parecía contento, como si creyera que había ganado por los puntos. Qué ingenuo. Con su declaración pública de inocencia y sus buenos modales, salió entero, casi como un héroe popular. La confianza de que iba a ser absuelto por falta de pruebas, o con una condena mínima, le había impedido decir la verdad, o implicar a Fierro y al Fotógrafo; ser el gran chivato a cambio de un trato favorable. Sin embargo, había perdido su única oportunidad. Durante el resto del juicio ya no le darían la palabra; no tendría la más mínima ocasión para defenderse. Todo su papel consistiría en entrar, salir, mirar de reojo, saludar a hurtadillas, hacer algún comentario con los guardias que le escoltaban y levantarse para que el testigo de turno respondiera a un cuestionario: ¿Conoce usted a la persona que está de pie? ¿Tiene con él alguna relación de parentesco, amistad o conocimiento? ¿Jura decir la verdad a todo cuanto se le pregunte?

Peligros, número 1

Fierro quiso actualizar sus datos y comprobar que todo seguía en su sitio. Tenía que aprovechar su paso por Madrid. Salió de la Audiencia Provincial con el sol de la tarde y avanzó en dirección a la calle Peligros. No estaba lejos. Le vendría bien caminar después de tantas horas sentado en aquel banco, entre aquellas maderas carcomidas por tantas sentencias injustas. Siempre le gustó aquella zona de la capital, apuntalada por el olvido, con sus fachadas ordenadas y sucias por el humo y la desidia.

Cruzó por la calle Prim, aceleró el paso frente al cuartel general del Ejército y, al mirar al otro lado de las rejas de hierro, sintió algo parecido a la nostalgia. Giró a la izquierda por la calle Barquillo con sus tiendas de aparatos musicales y, al entrar en la Gran Vía, supo que estaba de nuevo en el centro del mundo. Llenó sus pulmones con aquel aire turbulento y tosió. Se notaban ciertos cambios, una mayor agitación ambiental, retoques en las farolas y papeleras, señales de prohibido más grandes y una diosa Cibeles esplendorosa después de que a sus leones les hubieran hecho un lavado de cara.

Atravesó por el paso de peatones de la bifurcación con Alcalá, recorrió varios metros cuesta arriba y, por fin, Peligros, número 1, el edificio de oficinas más anónimo de Madrid, solo comparable con los cubículos del Plaza. Y sin portero.

Palpó la llave sin sacarla del bolsillo, entró en el ascensor y apretó el botón de la planta octava. Antes de que aquel féretro con espejo esmerilado avanzara renqueante, se lo pensó dos veces y hundió el dedo en el 5. Aquel viejo artilugio no tenía memoria.

Abrió la portezuela metálica del ascensor, miró en todas las direcciones para garantizar que nadie le vería, salió al descansillo y se quedó inmóvil ante la puerta sin cartel de su antigua oficina: Agencia Paladin Press. En su lugar, apenas se distinguía la marca de un rectángulo descolorido.

«Inma…»

Su rostro era un recuerdo difuso en la mente de Fierro, pero también una cuenta pendiente que removía su alma de mercenario. Al matarla de ese modo, aquellos canallas habían demostrado de qué pasta estaban hechos y hasta dónde eran capaces de llegar. Habían alcanzado las últimas cotas de la infamia: destruir una inocencia que no soportaban, porque, bajo los oropeles de su decencia pública, no eran más que gentuza de la peor ralea.

Retrocedió sobre sus pasos, regresó al ascensor y marcó de nuevo el número 8. Dio dos vueltas a la llave de la oficina
86
. Entró despacio. Todo estaba tal como lo había dejado tres años atrás, con la mesa cubierta por una fina capa de polvo, dos archivadores vacíos y un gran cuadro en la pared que representaba a un gaucho argentino que, al galope, derribaba un novillo con unas boleadoras. Aquel reducto era propiedad de una floreciente compañía de importación-exportación, con sede central radicada en Buenos Aires y presidida por un tal Ítalo Lora, otro nombre que nadie conocía, un nuevo túnel del laberinto donde debe ocultarse un buen profesional.

Sin tocar nada, se dirigió al minúsculo retrete, se agachó bajo el lavabo y comenzó a tantear los azulejos con los nudillos. Uno sonó a hueco. Con la parte más afilada de la llave, rasgó el borde hasta que cedió. Sacó un bulto envuelto en plástico y esparadrapos. Era un Star del 22, un puñado de balas y una cuartilla manuscrita con direcciones y teléfonos. Reconoció la caligrafía de Inma, su letra esmerada y cuidadosa. Cargó la Star bala por bala: había sido su «plan B» por si fallaba la pistola de Dani. Al comprobar su perfecto estado, dedicó todos sus malos pensamientos al
Gordo
Barrachina. Las pupilas de Fierro se afilaron como en sus mejores tiempos.

Guardó el papel en el bolsillo. Ahora era cuestión de comprobar que los datos continuaran siendo correctos. Miró la hora en su reloj de pulsera, un Sanyo digital fabricado en serie. Las 19.45. Aún disponía del tiempo suficiente.

Envolvió de nuevo en el plástico la pistola cargada, apretó el paquete con el esparadrapo y lo metió en el agujero. Encajó el azulejo y pegó los bordes con restos de pasta dentífrica sacada del único tubo que yacía olvidado en aquel retrete mugriento.

Regresó a la calle Peligros con el sigilo de un ladrón y se marchó con paso decidido hacia el otro lado de la Gran Vía, hasta el cercano aparcamiento de Vázquez de Mella, en una plaza con carteles de lavajes en los balcones, algunas pajilleras baratas en los portales y los últimos navajeros casposos de la capital. Aquel era el lugar más siniestro y solitario de las rendijas oscuras que rodeaban la calle más famosa de España, y el más seguro para un tipo como él.

Después, metió la cabeza dentro del casco negro con visera ahumada y cabalgó en su potente BMW hasta La Moraleja. Edificio Nínive. Tenía que comprobar si aquel cabrón seguía viviendo allí.

Los asesinos en la sala

En el vestíbulo de la Audiencia, los curiosos reconocían ya las facciones suaves de Alicia, la nariz aguileña de Borja, la brusca mirada de Connors o los movimientos cadenciosos del mayordomo Vicente. Las señoras comentaban el modelo exclusivo que lucía la exmujer de Espinosa, la camisa blanca de David Connors o la mueca con título nobiliario del marquesito Borja. Frente al escaparate, cada cual hacía sus conjeturas, tomaba partido, afirmaba culpabilidades. «Todos estaban en el ajo», parecían decir. Los principales testigos, ligados a la familia Urbina, se mostraban remisos y distantes.

Ribas irrumpió en la sala abriéndose paso. Los familiares de los magistrados seguían gozando de butaca preferente. Algunos letrados utilizaban sus togas para franquear la barrera de guardias civiles; una vez dentro se las quitaban y las doblaban sobre sus rodillas. Hacía demasiado calor.

—No se permiten máquinas de fotos ni magnetófonos. Por favor, el carné…

—En la boca —apostilló alguien.

Jesús Montero Sánchez, el policía que había llevado a Espinosa hasta el banquillo, subió al estrado. Las malas lenguas decían que esperaba un ascenso que jamás llegó. Montero había seguido la pista facilitada por Juan Fernández de Toledo y, por su cuenta, había puesto de nuevo en marcha la investigación. Durante sus primeras pesquisas, un empleado de los Espinosa en la finca de Tiermes corroboró el dato del campo de tiro. Además, el padre de Dani era aficionado a las pistolas. No se perdía nada intentándolo. Dani vivía allí desde enero de 1981, cuidando gallinas, alejado de todo. Varios policías uniformados, con Montero al frente, registraron el campo de tiro y recogieron doscientos quince casquillos del calibre 22. Detuvieron a Dani y lo trasladaron a la Dirección General de Seguridad.

—Oiga —le preguntó Ribas—, ¿qué ocurrió con la primera confesión de Espinosa, la que escribió con su puño y letra?

—Era una cuartilla sin valor —respondió Montero—. Una vez hecho el primer borrador de la declaración, aquella confesión no servía para nada y la tiramos.

—¡Vaya! —exclamó el abogado—. ¡La única confesión autógrafa de Daniel Espinosa, que podría demostrar en un estudio grafológico el estado de ánimo de mi defendido, y va la Policía y la hace desaparecer! —Movió unos papeles con gesto preocupado, miró al inspector a los ojos y le espetó—: Por cierto, ¿qué trato recibió el señor Espinosa cuando estuvo detenido?

—Le tratamos muy bien, le dimos siete Coca-Colas y todo el tabaco rubio que quiso.

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