El asesinato de la Hipotenusa (8 page)

BOOK: El asesinato de la Hipotenusa
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—¿Comprender qué?

—No vale la pena...

—Por favor...

Se lo rogué sinceramente, porque me tenía intrigado. Como él decía, yo quería dedicarme a trabajos en los que la imaginación jugara un papel fundamental, ¿y habría sido incapaz de percibir alguna de las fuerzas invisibles que nos empujan en nuestras acciones y que yo me jactaba de que sabía detectar?

—Es un poco como en el interrogatorio de la biblioteca, cuando el tipo que hacía de policía riñó a Carlota Torrente porque no le daba la gana de aprobar las matemáticas, porque ella se fabricaba la ley y la justicia...

—¿Qué tiene que ver eso...?

—Carlota se fabrica su mundo. Un mundo del que, por despecho, ha excluido las matemáticas.

—Es por tozudez. Por orgullo, también. Ella es la primera perjudicada.

—Lo hace para restablecer la justicia. Está convencida de que la suspendieron injustamente, y trata de prolongar esa injusticia para que todo el mundo se dé cuenta. Es como un grito, el grito mudo de la justicia.

—¿Quieres decir que la existencia... —iba a decir ficticia, pero frené a tiempo— de tu hermano gemelo es también un grito por la injusticia de haber pasado unos años difíciles... sin familia? ¿Intentas prolongar de ese modo la injusticia de vuestra orfandad para que todo el mundo se dé cuenta? ¿Como un acto de protesta?

—Es algo así, pero con una gran diferencia.

—¿Cuál?

—Mi hermano Boris existe de verdad.

—¡Boris eres tú!

—¡Yo soy Malaquías!

LOS NÚMEROS IMAGINARIOS

Me miraba directo a los ojos, sin parpadear, como si intentara convencerme con la mirada en una especie de reto hipnótico.

—Demuéstramelo.

—¿Quieres una demostración como cuando la profe de matemáticas demuestra un teorema? Carlota Verduguilla no aprobará por más que le demuestren la necesidad de pasar las matemáticas, hasta que alguien elimine la causa que le hace odiar la asignatura.

—Y tú... ¿qué hecho quieres eliminar que te obliga a actuar de esa manera tan extraña?

—Tendrás que adivinarlo.

—No importa. Demuéstrame, de todos modos, que tú no eres Boris.

—En el orfanato, a muchos chavales de padres desconocidos nos ponían el mismo apellido. A Boris y a mí, por ejemplo. Por eso, y porque nos criamos juntos desde muy pequeños, nos considerábamos como hermanos. Cuando empezaron las adopciones y nos dimos cuenta de que en cualquier momento nos separarían y dejaríamos de vernos, decidimos intercambiar los nombres: Boris se llamaría Malaquías, y Malaquías se llamaría Boris...

—¿Por qué?

—Era como decir que yo sería él y él sería yo: una manera de seguir juntos. Más que eso: si nos hacíamos pasar el uno por el otro, era como si decidiéramos un poco nuestro futuro. Ya que nuestras vidas dependían de la voluntad de desconocidos, de si nos adoptaban o no, nosotros también decidíamos ser Boris o Malaquías, a nuestro antojo. Así quedaba claro que nuestra decisión también contaba.

—Pero...

—Él viviría la vida que me habían preparado a mí, y yo la suya.

—Pero... ¿y los papeles, documentos, certificados...?

—La administración del orfanato era un desbarajuste y liamos a base de cambios y enredos todos los documentos que pudimos. Pasamos por tantas manos que al final se fiaban más de nosotros que de los papeles que nos acompañaban... Ni se fijaban en el papeleo, ¿qué interés podíamos tener en engañarlos? Los apellidos eran idénticos.

—¿Erais gemelos o no? ¿Os parecíais?

—De pequeños nos parecíamos. De mayores, no tanto. Lo más importante es que nos considerábamos como verdaderos hermanos, como la única familia que teníamos, la verdadera.

—Sigue.

—¿Ves como de verdad soy Malaquías, aunque deje que me llamen Boris y yo mismo haya escogido llamarme así?

—¿Y la paliza al capitán del equipo de fútbol, y las llamadas a María, y el regalo del arete a Carlota, y la idea de robar los exámenes...?

—Eran cosa de Malaquías.

—¿De ti?

—Sí, claro. Imagina un hermano gemelo que realice todo lo que tú no te atreves a hacer y que cargue con toda la rabia y la violencia y los malos humores que llevas dentro...

—Entonces, la doctora Kellerman tenía razón...

—No. Ella creía que yo hacía eso porque estaba chalado o para divertirme.

—O para prolongar el grito de la injusticia.

—Y no es eso. Toda la historia del robo de los exámenes no era más que una tapadera para poder entrar sin mayores problemas en el despacho de la Hipotenusa. Boris, es decir, Malaquías... bueno, mi hermano de orfanato, necesitaba unos programas de ordenador muy valiosos que la profesora había preparado. Se trataba de sacar varias copias y devolverlos la misma noche. Lo mismo que habíamos planeado con los exámenes... es decir, lo mismo que yo quería hacer creer que iba a hacer mi hermano.

—¿Por qué dices que necesitaba? ¿Le obligaba alguien?

—La Hipotenusa es consultora o ayudante... en fin, trabaja para una compañía internacional de programas para ordenadores, y la familia con la que vive actualmente mi hermano se dedica a piratear programas. Tienen una oficina de consulta para empresas, pero la verdad es que se dedican al espionaje industrial.

—¿Espías industriales?

—Cuando una marca de perfumes, por ejemplo, da con la fórmula de un nuevo perfume, las demás marcas pagan un pastón para saber cómo se obtiene el nuevo producto y sacarlo al mercado antes que la competencia. Se trata de una guerra comercial, tan dura como toda guerra. Y lo mismo ocurre con los nuevos modelos de motos, de zapatillas, de trajes o de cualquier cosa que se venda bien. En este momento, el negocio más fácil y rentable y menos peligroso es la piratería de programas.

—¿Y... tu hermano espía?

—Le obligan.

—Con tu ayuda.

—No puedo negarme. El hace lo que me hubiera tocado hacer a mí si no nos hubiéramos cambiado.

—¿Y no lo han atrapado nunca?

—Una sola vez. Lo llevaron a comisaría. Y se libró por los pelos. La familia con la que vive hizo mangas y capirotes para sacarlo lo antes posible.

Saben que somos amigos y me llamaron. Yo fui con ellos a la comisaría, por si servía de algo, y allí debió de verme aquel bestia del Atlético...

—Pero... ¿por qué no se rebela y los denuncia? ¿Por qué no huye?

—¿Adonde? Empezó con cosas pequeñas, sin importancia, y ahora está metido hasta el cuello...

—¿Y no sabe cómo librarse?

—¿Puedes imaginar una salida que no pase directamente por la comisaría? Además, la gentuza con la que vive podría vengarse. Y también le quieren, a su manera, y él a ellos, lo mismo. No son unos monstruos... son... unos estafadores...

Me pareció que iba a decir «de vía estrecha», pero pensé que aquellos tipos no eran de vía estrecha sino de vía ancha. Quizá había estado a punto de decir «como nosotros», pero pensé que nosotros no éramos unos estafadores, en todo caso, unos aprovechados o unos listillos...

—Déjame pensar —dije—. Vamos a ver... Tú fuiste preparando poco a poco la presentación de tu hermano, para hacernos creer que nos ayudaba, y de este modo, si lo atrapaban en el despacho de la Hipotenusa, todo se limitaría a la inocente sustracción de unos exámenes de matemáticas para ayudar a unos amigos con pocas ganas de estudiar o negados para los números... Eso se llama ir sobre seguro y preparar las cosas bien. Por cierto: ¿llegó a entrar o no, aquella noche, para coger los programas?

—¿Cómo quieres que entrara con el charco de sangre que se encontró?

—¡Ya lo tengo!

—¿Qué?

—La solución para deshacerse de la familia de estafadores industriales.

—Di.

—Habla con tu padre, el abogado, y cuéntale el cambio de nombres. ¿Tienes confianza en él?

—Ahora, sí. Antes no lo conocía bien.

—Que alguien remueva todo vuestro papelorio hasta que dé con algún documento equivocado y pueda demostrar que los nombres no coinciden. Y entonces que reclame a las autoridades y pida poner las cosas en claro: tú debes ser él, y él debe ir en tu lugar.

—Pero yo no quiero ir a parar a casa de esa gentuza... ¡Si supieras...!

—¡No tendrás que pasar con ellos ni un segundo! Cuando pidan tu opinión y se presenten con los papeles, tú dices que estás bien, que no piensas moverte, y él podrá decir que prefiere cambiar...

—¿Y venirse a vivir conmigo...? ¿Y si el abogado no lo acepta?

—Lo aceptará.

Boris-Malaquías movió las cejas, dudando.

—Ya me gustaría... —dijo.

—A eso se llama un final feliz.

—Imaginario.

—Como los números imaginarios que nos explicaba la Hipotenusa, que no existen pero sirven para mucho.

—Al final acabarán gustándote las matemáticas.

—Tendremos que pedir a Carlota que nos dé clases particulares, si queremos pasar... en septiembre.

—¿Sabes? Quizá ése sea el único modo de que vuelva a estudiarlas y a reconciliarse con ellas.

—¡Es una idea estupenda!

—¡Tenemos el día, hoy!

—Tal como repite uno de los profesores de mi agrado, el de plástica y dibujo, se avanza más a golpes de entusiasmo que a golpes de látigo.

Malaquías-Boris puso de nuevo cara de enfado y dijo:

—Sólo se trata de imaginaciones..., no saldrá tan bien como pensamos.

—¡Hombre! Si empezamos pensando que todo va a salir mal, no vale la pena ni mover el dedo meñique.

—Y lo de los números imaginarios... ¿tú lo has entendido alguna vez?

—Muy poco.

—¿Para qué sirven?

—Creo recordar que para resolver las raíces cuadradas de los números negativos...

—¡Uf!... Me estalla la cabeza... ¡Y ahora recuerdo que todavía estoy a malas contigo!

—¿Ah, sí? No pongas mala cara hasta que se publiquen las notas de mates.

—¿Sólo las de mates?

—¿Sólo las nuestras?

—¡Esperemos que esta vez la Hipo puntúe con «números imaginarios»!

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