Read El asesinato de la Hipotenusa Online
Authors: Emili Teixidor
—Y este señor que está a mi izquierda es Goyo Juncosa, profesor de psicología de la universidad, que ha aceptado amablemente acompañarnos y ayudarnos en lo que se presente.
Cogió una silla y se la ofreció a la señora.
—Siéntese, por favor.
Después indicó otra silla al profesor y, eligiendo una tercera para él, dijo:
—Sentémonos.
Se sentaron los tres, acercando las sillas a la mesa de la bibliotecaria, situada encima de una plataforma de madera, como la tribuna de los jueces. El sol había conseguido sacar la cabeza entre el mar de nubes matinales, y los cristales de las cuatro ventanas de la biblioteca se encendieron con un amarillo tímido y flojo.
—Bien... Aquí están los siete testigos —explicó el inspector mientras sacaba unos papeles del bolsillo de la chaqueta y los depositaba encima de la mesa, junto a sus manos—. Aquí tengo las siete fichas que he elaborado con ayuda del director y el secretario del colegio.
Cogió de nuevo la pila de cartoncitos para jugar con ellos como si se tratara de una baraja, mientras hablaba:
—Creo que hay de todo, como en todas partes: cuatro chicos y tres chicas, estudiantes buenos y malos, diligentes y holgazanes, puntuales y tardones, serios y tarambanas, personas de fiar y mentirosos— Dejó que este último calificativo quedara colgado en la pausa que hizo, quizá para que se grabara con más fuerza en nuestra memoria.
—Pero los siete tienen un denominador común: los repetidos insuficientes en la asignatura de la señorita Cinta Olius. Eran el martirio de la profesora de matemáticas. Y dejémonos ya de historias y pongámonos a trabajar. Lo primero, antes de empezar los interrogatorios, será establecer las reglas del juego.
—Vamos a perder las clases... —dijo Salud con voz clara pero insegura, cosa inhabitual en ella, siempre tan directa y decidida.
—No importa —opinó el inspector—. Los aquí reunidos tenemos permiso de la Dirección para tomarnos todo el tiempo que precisemos. Una clase menos no influirá muchas décimas en la nota final. El asunto que nos ocupa es más importante que los números quebrados. Se trata de una vida quebrada.
La doctora Kellerman lo contempló con ojos severos, como reprendiéndole, como si hubiera ido demasiado lejos en sus palabras. E inmediatamente se dirigió a nosotros con su voz suave de isleña.
—¿Qué clase teníais ahora?
—Matemáticas... —respondió Román Veira.
Se hizo un silencio que duró el tiempo de mirarnos unos a otros, con sorpresa por la coincidencia y sin saber qué decir para salir de aquel atolladero.
—Bien... —dijo el inspector, abriendo las manos sobre el montón de fichas, con un gesto que significaba que no teníamos nada que perder, mientras miraba de reojo a la psicóloga, como para pedirle la aprobación—, no penséis en la clase perdida, pensad en la profesora que quizá todavía podamos ganar.
—¿Qué ha ocurrido, exactamente? —preguntó Boris, aprovechando el momento en que parecía que el inspector había bajado las defensas—. Como he llegado tarde... no he oído bien qué le ha pasado a la... profesora Cinta Olius.
—Deberás esperar. —Arveja volvió a amurallarse en su rigidez—. Y en otra ocasión, sé más puntual. Ahora quiero que me ayudéis a organizar las entrevistas. Vamos a ver...
El inspector repasó las fichas, para comprobar que estábamos todos, y prosiguió con su voz de subterráneo:
—De momento, estos procedimientos no son oficiales... de modo que podéis hablar con toda libertad, porque se trata sólo de un primer contacto que no os compromete a nada. Pero, aunque sólo se trata de una charla amigable, quiero que uno de vosotros tome nota de todas las cosas que surgirán aquí. Una especie de recordatorio para evitar repeticiones y facilitar la memoria de todo lo que digamos... ¿Quién puede encargarse de escribir la crónica de estas entrevistas?
Las miradas de todos mis compañeros me acribillaron.
—¡El literato del curso! —exclamó la doctora Kellerman.
—Escribe poesía... —reveló Salud Pitufa creyendo hacerme un favor—, aunque a mí no me ha dedicado ni una.
—Andrés escribe bien... —añadió Nico Deltoide.
—¡Muy bien! ¿Tienes papel y pluma? —El inspector no perdía el tiempo.
—Sí, pero yo no sé si...
—No se admiten protestas. ¡Te ha tocado a ti y no se hable más! Siéntate aquí, más cerca de nuestra mesa, y empieza a apuntarlo todo. Luego pondrás los apuntes en limpio. Y añadirás al borrador un informe con tus propias declaraciones...
Me cambié de sitio, avergonzado por tener que poner, por primera vez en la vida, mis aptitudes literarias al servicio de una causa tan alejada de la poesía como es la burocracia de un caso criminal. Y para más inri en papeleo no oficial. Una especie de chapuza, un borrador de procedimiento. Aquel inspector Arveja, con su pinta fantasmal de brujo de la tribu, empezaba a parecerme un policía de pega, un detective de segunda o tercera división, y encima mal clasificado. Pero me callé como un muerto, claro.
Abrí el cuaderno, destapé el bolígrafo y afiné el oído para comenzar mis apuntes de lo que más adelante se convertiría en esta crónica.
—Los demás, por favor, saldréis de la biblioteca en silencio y esperaréis fuera hasta que os llamemos. Aquí se quedará sólo uno. Y el primero será... —el inspector examinó las fichas—, Boris Bau, para que no se diga que siempre es el último en todo. Boris, tú no te muevas. Ahora te vas a enterar detalladamente de lo que ha ocurrido esta noche, mientras tú dormías más de la cuenta.
Los cinco descartados ya salían, cuando el trueno de la voz del amo del juego los detuvo.
—¡Eh...! ¡Un momento! ¡Una advertencia...! Mientras esperáis fuera, no quiero de ninguna manera que habléis entre vosotros y, sobre todo, no quiero que digáis nada a los demás alumnos del colegio. No quiero alarmas ni cuchicheos. Y mucho menos, rumores. Cuando llegue la hora, ya les comunicaremos lo que debamos comunicarles. De momento, pido calma y serenidad para poder trabajar con eficacia. De manera que un agente os colocará en un despacho cercano y se quedará vigilándoos para que no abráis la boca más que para respirar. Hasta que os llegue el turno de venir a
declarar.
El policía alto abrió la puerta desde fuera, como si hubiera tenido la oreja planchada en la madera y lo hubiera oído todo, y condujo el rebaño al corral vecino.
Y Boris se quedó solo ante el tribunal.
Boris había cambiado el color, pasando de un rosa pálido a un blanco de leche pura, como si la sangre se le hubiera evaporado y no le quedara ni una gota en todo el cuerpo.
Contemplaba a los tres expertos, el equipo técnico, con unos ojos inmensos. Los nervios se le habían concentrado en la cara y movía la comisura izquierda de los labios hacia arriba en un tic que le hinchaba rítmicamente la mejilla.
—Leo aquí —empezó el inspector, leyendo la ficha— que eres alumno de este colegio desde hace poco. ¿Adonde ibas antes?
—A otro colegio, al Antonio Machado. Es un colegio público.
—¿Y por qué te cambiaste?
—Lo decidieron... en casa.
—¿Por qué razón?
—Para cambiar...
—Ésa no es ninguna razón... Boris se encogió de hombros.
—Leo también que las calificaciones no son muy buenas. Especialmente en matemáticas. Boris encogió de nuevo los hombros.
—¿Qué oficio quieres aprender o qué carrera quieres estudiar?
—No lo sé...
—¿No tienes aficiones? ¿No te gusta nada?
—El fútbol, el dibujo, la gimnasia, la historia...
—¿Cuál es la profesión de tus padres? Boris se calló un momento, desconcertado. Con intención de ayudar al muchacho, la doctora Olivia Kellerman tomó la palabra y le dijo al policía:
—Estas fichas son muy esquemáticas. Boris vive actualmente con su padre, un famoso abogado, que lo adoptó hace poco más de un año. Es su padre adoptivo. Viven los dos solos, porque el abogado es viudo.
—Bien... —reaccionó el inspector—, eso no significa nada. Carece de importancia para el caso que nos ocupa. ¿Dónde vivías antes?
—Con una familia que se ocupaba de nosotros...
—¿Vosotros? ¿Cuántos hermanos sois?
—Catorce o quince.
—¿Catorce o quince hermanos?
—A los chicos y chicas que vivíamos en la misma casa, con la misma familia, nos decían que éramos hermanos...
—Ya. Comprendo. Amigos-hermanos, digamos. ¿Los ves alguna vez, ahora? Desde que vives con el abogado, quiero decir.
—Una vez al año, por Navidad, nos reunimos para visitar al matrimonio que llevaba la casa y nos cuidaba.
—¿Todos los... compañeros-hermanos han sido adoptados, como tú?
—Casi todos.
—¿Y están contentos?
—Si no nos gusta o no nos entendemos con la familia que nos ha acogido, podemos decirlo y esperar a que surja otra.
—¡Ah...! No sabía que esas cosas funcionaran así. Se han modernizado, por lo que dices. Y entonces... ¿volvéis a casa... de la familia de quince hermanos?
—Si hay sitio, sí. Si no, nos llevan a otra casa. Eso es durante los dos primeros años. Hasta que firmamos los papeles ante el juez.
—Y a ti, ¿cómo te va con el abogado?
—Bien...
—¿Te quedarás con él cuando se cumpla el período de prueba?
La Lechuza psicóloga miró a Arveja con unos ojos de fuego que por poco lo fulminan.
—Sí... —dijo Boris con un hilo de voz—. Creo que sí... Antes viví con otra gente y no quise quedarme.
—¿Por qué?
—Les interesaba sólo para el trabajo. Mi hermano...
Boris se detuvo.
—¿Qué decías de tu hermano? —le tiró de la lengua el policía.
—Nada... Que a mi hermano le ocurre igual con la familia donde está ahora.
—¿Y piensa dejarlos?
—Seguramente.
—¿En qué trabajan?
—Son traperos. Pero no de los que van por las calles con un saco a la espalda como los quinquis, sino con camiones. Son muy ricos, trafican con cacharros, coches viejos... con todo.
—¿Se trata de un hermano... hermano?
—Gemelo.
—¿Un mellizo, igual que tú?
—Clavado.
—¿Y... lo ves con frecuencia?
Boris negó con la cabeza.
—Comprendo... —dijo el inspector—. Es raro que separaran a unos mellizos.
—Vivimos separados desde hace tiempo...
—¿No formaba parte de la familia de los quince hermanos?
—No. A él lo adoptaron en seguida, casi inmediatamente después de la muerte de nuestros padres en un accidente de coche. Éramos unos crios.
—Bien... no dejemos que los malos recuerdos nos ablanden. Sigamos, ¿te parece, Boris?
Boris asintió con la cabeza, sin demasiado convencimiento.
—¿Por dónde íbamos...? ¡Ah... sí! Que llevabas las matemáticas muy mal porque no podías con ellas. Y con la profesora, ¿cómo te llevabas?
—Era muy exigente...
—¿Te entendías bien con ella?
Boris hizo un gesto vago que quería decir que ni sí ni no.
—¿Cómo aceptaste, entonces, asistir a la reunión que convocó ayer por la noche en su casa, en una especie de merienda-cena, para tratar de las dificultades que los siete convocados teníais para sacar medianamente bien la asignatura?
—Decidimos ir todos... los siete.
—¿Y quién decidió robar los exámenes que la señorita Cinta Olius, alias la Hipotenusa, había preparado para la primera evaluación, en el despacho de su casa?
Boris, pillado por sorpresa, recuperó toda la sangre evaporada al comienzo de la sesión y quedó completamente teñido de rojo.
—¿Te ha sorprendido la pregunta?
Boris tragó saliva antes de responder.
—No sabía que... no sabía nada...
—¿Quién robó los exámenes?
El acusado movió la cabeza para buscar ayuda en mis ojos, pero yo bajé la vista a la libreta en la que garabateaba los apuntes del acto. Noté un nudo en el estómago y me sentí muy miserable por tener que abandonar a un compañero.
—Del cajón de la mesa del despacho de la profesora han desaparecido las preguntas y los ejercicios de los exámenes que había preparado para la próxima evaluación. Lo hemos descubierto porque el ladrón, en su precipitación, perdió una de las hojas al saltar por la ventana. Una única hoja de ejercicios que hemos encontrado en el jardín, debajo mismo de la ventana abierta. ¿Qué explicación das a todo eso?
—No sé nada... no me explico nada...
—¿No quieres ayudarnos?
—Sí, sí... —El tic de los labios se hizo más intenso.
—¿Sospechas de alguno de tus compañeros?
—¡Oh, no, no...!
—¿Quién fue el primero en llegar a casa de la profesora?
—No sé. Cuando yo llegué, ya estaban todos.
—¿También fuiste el primero en abandonar la casa?
—Fui el primero.
—¡Por una vez no fuiste el último en todo!
—El último autobús para volver a casa pasaba a las once.
—¿Saliste solo?
—Sí... La reunión ya había acabado.
—¿Con qué resultado?
—La... señorita Olius nos aconsejó, todo el rato, que no nos desanimáramos si no acertábamos la primera prueba. Dijo que después nos pondría unos ejercicios de repaso del curso pasado y, si los sacábamos bien, nos subiría un punto o dos la primera evaluación de este año...
—¿Os dejó solos en algún momento?
—Sí... dos o tres veces... cuando entraba a la cocina a buscar la comida. Las chicas la ayudaban...
—¿Y vosotros os quedabais solitos en el comedor como unos iberos machistas, servidos por esclavas?
—No estábamos en el comedor.
—¿Ah, no? ¿Dónde merendasteis o cenasteis, entonces? ¿En el suelo, como si se tratara de una excursión a la montaña?
—En la sala de estar. La casa no tiene comedor. En la cocina hay una mesa grande para comer, pero no para siete personas.
—Un comedor-cocina, vamos, como en las casas americanas. Y si vosotros no entrasteis en la cocina, ¿cómo sabes que la mesa era insuficiente? Boris no esperaba la pregunta y tardó unos momentos en contestar.
—Abrían y cerraban la puerta de la cocina y, a veces, la dejaban abierta. La sala donde comimos estaba al lado y se veía muy bien todo.
—¿Y el despacho?
—Estaba al otro lado de la sala de estar, con todas las paredes llenas de libros hasta el techo.
—Y una ventana...
—Sí...