Read El arte del asesino Online
Authors: Mari Jungstedt
—No falta nada, de modo que podemos descartar definitivamente la hipótesis del robo.
—La cartera de Wallin —constató Knutas.
—Debió de perderla en el altercado que se produjo cuando fue asaltado. Hay varios indicios que llevan a suponer que fue asesinado aquí. Hemos encontrado salpicaduras de sangre en la muralla y la colilla de un cigarrillo de la misma marca que la aparecida donde se halló el cuerpo, Lucky Strike. Es una marca poco habitual, al menos aquí en Gotland.
—¿Ningún rastro del móvil?
—Lamentablemente, no.
—Hasta aquí también se puede llegar en coche —comentó Knutas, y observó el suelo a su alrededor—. Pero, claro, ya no se apreciarán apenas las roderas.
—No estés tan seguro. No ha nevado desde la noche del asesinato y por aquí casi nunca pasan coches. Al menos en invierno. A lo mejor tenemos suerte.
—Lo más probable es que lo siguiera hasta aquí desde la calle Snäckgärdsvägen. La cuestión es saber dónde iba. Que se dirigía a la ciudad es evidente, pero ¿adónde?
—Tenía que haber acordado una cita con alguien. En un restaurante que esté abierto hasta tarde los sábados por ía noche o en un hotel. Me cuesta creer que quedara en otro sitio.
—A no ser que hubiera quedado en casa de alguien —apuntó el comisario—. Puede que fuera a reunirse en secreto con alguien de aquí.
—Suponiendo que no fuera a reunirse con el propio asesino.
—Efectivamente, esa es otra posibilidad, ya lo creo.
Knutas lanzó un suspiro.
—Sea como fuere, es excelente que hayamos encontrado el lugar en que se produjo el crimen. ¿Dónde está el testigo?
—En la comisaría para ser interrogado. Nosotros, de momento, vamos a seguir trabajando.
—Está bien. Yo voy a convocar a una reunión a todos los que puedan asistir esta tarde. Espero que podamos hacer esto ahora con discreción para que no se nos echen encima los medios de comunicación.
—Será difícil —objetó Sohlman—. Tenemos que mantener acordonada durante casi todo el día un área bastante amplia. Espero que logremos averiguar exactamente cuáles fueron sus movimientos.
—Tengo la impresión de que el asesino conoce bastante bien el lugar —reflexionó el comisario, pensativo—. ¿Y si realmente estuviéramos buscando a un vecino de la isla?
Ya en comisaría, llamó a Line y le explicó que iba a tener que pasar fuera de casa la mayor parte del día.
Si bien había deseado disfrutar de unos días libres, era agradable que por fin ocurriera algo. En cuanto una investigación quedaba parada unos días, empezaba a desesperarse. La impaciencia no había hecho sino aumentar con los años.
No pasó mucho tiempo antes de que Sohlman llamara. Estaba de vuelta en la comisaría para proceder al análisis pericial del contenido de la cartera de Egon Wallin.
—¿Puedes bajar aquí?
—Por supuesto.
Descendió a toda prisa la escalera que conducía a la sección de investigación pericial, situada en la planta baja.
Sohlman había esparcido el contenido de la cartera en una mesa con un potente tubo fluorescente encima.
—Parece que no falta nada: están las tarjetas de crédito, las de visita, el dinero y los vales de regalo. Había caído en un hoyo y estaba cubierta por la nieve, así que no es de extrañar que no la haya encontrado nadie antes.
—¿Crees que la ha manoseado mucho el testigo?
—Es un señor mayor que había salido con su perro,
Jycksen
. El animal la desenterró de debajo de la nieve. El testigo vio inmediatamente por el permiso de conducir que pertenecía a Egon Wallin y tuvo el sentido común de dejarla en el suelo y llamarnos. Además, llevaba los guantes puestos. Había visto por la televisión cómo hay que actuar. Luego se quedó allí vigilando la cartera hasta que llegamos nosotros. Tenemos que estar agradecidos a todas las series policíacas que ponen en la televisión. Ahora bien, que no conserve ninguna huella dactilar después de estar tanto tiempo a la intemperie, eso ya es otro tema.
—¿Qué has encontrado?
—Mira, hay algo que me pregunto qué será.
Tomó con unas pinzas un papel que había sobre la mesa. Era un
post it
amarillo en el que alguien había escrito cuatro números.
—Un código, sin duda —dijo Knutas—. ¿No será la clave de su tarjeta?
—Parece bastante imprudente tenerlo anotado tan visible y tan a mano en la cartera junto con la tarjeta —desechó Sohlman—. Por supuesto que hay gente que comete semejante majadería, pero a mi parecer eso no encaja con la personalidad de Wallin.
—Tienes razón. Debe de tratarse de otra cosa. ¿Tienen algún código para la puerta de la galería? Por si se da el caso de que uno no tenga llaves y esté cerrada.
Sohlman lo miró escéptíco.
—Wallin ha dirigido esa galería durante veinticinco años. Iba a ella a diario. Aunque hubieran cambiado recientemente el código, debería sabérselo de memoria.
—En cualquier caso, tendremos que comprobar todas las alternativas imaginables. Le pediré a Kihlgård que se encargue de ello. Así tendrá algo más en que pensar, no sólo en comer.
Erik Mattson recuperó lentamente la consciencia. Oyó a lo lejos el rumor de una ducha junto con otros ruidos desconocidos. El estruendo del tráfico en la calle sonaba diferente. Era más intenso que el que oía desde su ventana en la calle Karlavägen; el aire de la habitación era frío y olía a cerrado y la cama donde estaba acostado era bastante más blanda y estaba más hundida que el exclusivo colchón de Duxkomfort al que estaba acostumbrado. Tenía el cuerpo dolorido, lo mismo que la entrepierna. Le dolía la cabeza.
Abrió los ojos y vio inmediatamente que se encontraba en un hotel. Recordó lo que había sucedido la noche anterior, y antes de que tuviera tiempo de pensar nada apareció un hombre corpulento en la puerta del cuarto de baño. El hombre se secaba la cabeza rapada mientras contemplaba a Erik en la cama. Estaba desnudo, y continuó frotándose despreocupadamente, con el miembro colgante en reposo. Los músculos sobresalían en su cuerpo bien entrenado, tenía la piel inusualmente blanca y no se le apreciaba nada de vello, ni siquiera alrededor del sexo. En un brazo llevaba tatuada una tortuga pequeña. Parecía una ridiculez.
Se habían conocido en uno de los clubes gáis más decadente de la ciudad, al cual solía acudir Erik los viernes. Había bastado con media copa y unas cuantas miradas prolongadas para que el tipo se acercase a él. Se mostró interesado, y sólo tomaron unas copas antes de que le propusiera ir a casa. Cuando Erik le explicó que él cobraba, el otro, al principio cabreado, se largó. Pero no pasó mucho tiempo antes de que volviera de nuevo y le preguntara el precio. Al parecer le pareció bien, porque salieron del club y tomaron un taxi hasta un hotel. Se mostró duro, atrevido, casi violento. Erik sintió miedo en algún momento, pero el hombretón no se pasó de la raya. Aunque anduvo cerca. En el momento en que hizo un alto y fue al cuarto de baño, Erik aprovechó para tragarse dos pastillitas amarillas. Para calmar el dolor y aguantar el resto de la noche. El cliente no daba muestras de estar satisfecho, parecía insaciable.
Erik percibía ahora que había sido más duro que de costumbre. A veces, él también disfrutaba, tanto sexual como mentalmente. Era como si se abandonase, como si disfrutara del aspecto destructivo que había en todo aquello. Su vida era un camino cuesta abajo y no había otra alternativa. Era preferible dejar que ocurrieran las cosas. El dolor podía suponer que se sintiera más satisfecho al día siguiente. La tensión era un factor que no se debía infravalorar. Cuando entraba en un club, sabía que al cabo de unas horas mantendría una relación íntima con otra persona, pero no tenía ni idea con quién iba a ser. Por supuesto, había placer en la doble vida que llevaba, eso sin contar con que lo mantenía en pie económicamente. Al mismo tiempo, resultaba agotador, tanto en el aspecto físico como en el mental. En ocasiones le acometían ataques de ansiedad, de desesperación y sentía un vacío infinito. Mitigaba aquello con las pastillas y el alcohol. Una huida momentánea, claro, pero no veía otra salida. No existía otra vida para él. Era como un pez de colores en una pecera, no podía escapar.
El otro le sonrió y lo devolvió a la realidad. Tiró la toalla con un gesto triunfal y dirigió una mirada a su sexo que hizo comprender a Erik que aún no estaba saciado.
Los agentes de la Policía Nacional se habían ido a Estocolmo para pasar el fin de semana en casa; todos salvo Martin Kihlgård. Knutas se preguntaba a veces si Kihlgård tendría algún tipo de vida aparte de su trabajo en la policía. En realidad, no sabía gran cosa de él. Su colega no hablaba nunca de su familia y no lucía ninguna alianza, así que Knutas daba por sentado que era soltero. Tampoco sabía qué hacía durante el tiempo libre, además de comer, claro. Aquel día también encontró a Kihlgård zampándose un bocadillo de salami con queso cuando se asomó al despacho que ocupaba el agente de Estocolmo durante su estancia en Gotland.
—¿Qué tal va eso?
—Bastante bien, he estado analizando este misterioso código. Empecé con una pregunta bastante sencilla.
Respondió con la boca llena de comida, como de costumbre, y Knutas aguardó mientras se lo tragaba.
—Bueno, me pregunté cómo era posible que el asesino supiera que Egon Wallin iba a salir de casa otra vez.
Knutas se encogió de hombros.
—Tal vez fuera pura casualidad. Quizá siguiese a Wallin y esperara a que apagaran las luces.
—¡También cabe que supiera que Wallin iba a encontrarse con alguien!
La voz de Kihlgård sonó triunfante, como si lo que acababa de decir fuera algo nuevo y revolucionario.
—Sí, eso ya lo hemos discutido, y le hemos estado dando vueltas cientos de veces.
Knutas se impacientaba. Ah, no, no pensaba quedarse allí y desperdiciar su valioso tiempo discutiendo tonterías.
—El asesino tenía que saber que Wallin pensaba salir más tarde para verse con alguien —insistió Kihlgård sin inmutarse—. Es probable que también supiera que esa persona se alojaba en el hotel Wisby.
—¿En el hotel Wisby? —repitió Knutas boquiabierto—. ¿Cómo sabes que la mujer con quien se iba a reunir se alojaba allí?
El otro le acercó el papel con el código que Knutas había garabateado aquella misma mañana.
—¿Por qué si no va uno por ahí con el código nocturno del hotel anotado en un papel dentro de la cartera?
—¿Cómo has llegado a esa conclusión?
—Primero comprobé en el banco sí podía ser el código de una tarjeta de crédito; y luego, con su mujer, si era el código de la alarma de la casa, ya que tienen tantas pinturas valiosas en su hogar… No dio resultado. Entonces pensé otra vez en la situación y en la hipótesis de que fuera a encontrarse con alguien, probablemente en un hotel. Comprobé qué hoteles no tienen portero por la noche. Resulta que en el Wisby cambiaron el sistema tras el asesinato de la mujer que se encargaba de la recepción por las noches. Quien llega al hotel pasada la media noche y antes de las seis de la mañana, tiene que llamar a un timbre para que la recepcionista baje a abrir. De esa manera no puede colarse ningún extraño. En el caso de que un huésped del hotel no quiera llamar al portero, quizá porque él o ella quieran subir a alguien a la habitación de tapadillo… —Le hizo un guiño con un gesto de ya-sabes-a-lo-que-me-refiero—. Bueno, en previsión se les facilita a todos los clientes un código que pueden usar. Comprobé el código con el hotel y resulta que coincidían. Por razones de seguridad lo cambian cada día y éste era el código habilitado para la noche del sábado 19 al domingo 20 de febrero.
Knutas emitió un silbido.
—No está nada mal —le dijo con admiración en el tono de voz—. Impresionante. Así que nos limitamos al hotel Wisby. No habrá muchos clientes entre los que elegir. Excelente, Martin.
Le dio a su colega una palmada amistosa en la espalda.
—Muchas gracias.
Les interrumpió la llegada de Karin.
—¿Almorzamos?
A Kihlgård se le iluminó la cara.
—Me parece una excelente idea —contestó metiéndose el último trozo de bocadillo en la boca—. Sólo una cosa más. He comparado la lista de los clientes que se alojaban en el hotel aquella noche con la de los invitados a la exposición.
—¿Sí?
—No hay ni una sola mujer que estuviera en ambas listas. Todos los que visitaron la exposición y se alojaban en el hotel son hombres.
El sábado, Johan se despertó temprano. Se quedó en la cama echado de lado y mirando la cara de Emma mientras pensaba cómo iban a casarse. Teniendo en cuenta lo turbulenta que había sido su relación hasta ahora, quería acceder al deseo de ella y casarse cuanto antes. No se atrevía a arriesgarse a que ocurriese algo que pudiera echar por tierra sus planes.
Quizá tuviera que renunciar a su sueño de casarse en la iglesia. Sería maravilloso, de todas formas.
Estaban a finales de febrero y deberían disponer al menos de dos meses si querían alcanzar a enviar las invitaciones a tiempo. Que asistieran la familia y los amigos era para él una condición indispensable. Se negaba a renunciar a ello. Pero ¿dónde podían celebrar la ceremonia sino en una iglesia? Nada más pensarlo se le ocurrió una idea: ¿por qué no en las ruinas del monasterio que había en Roma? Así podían celebrar la fiesta en casa. Quizá el espacio resultara algo reducido, pero la casa era amplia; si habilitaban los doscientos metros cuadrados, podía hacerse. Además, no hacía falta servir la comida en las mesas; quizá ni siquiera hacía falta comida. Podían invitar a tarta salada y champán, sencillamente. Tal vez una tarta de gambas primero y luego el café y el pastel nupcial… Nada de asignar a los invitados un puesto en las mesas y nada de discursos formales. Sólo alegría, fiesta y diversión.
Se entusiasmó tanto sólo de pensarlo que tuvo que levantarse en busca de papel y lápiz. Anotaría a quién quería invitar para ver si había alguna posibilidad de hacer la fiesta en casa. Si se querían casar al aire libre tal vez tuvieran que retrasar la boda algo más. En mayo o en junio, cuando hiciera más calor y todo estuviera verde y bonito. Harían un viaje de luna de miel, por supuesto. El canguro para los niños no era ningún problema. Lo mejor sería que Elin se quedara en casa y que su madre o los padres de Emma, que vivían en la isla de Fårö, se hicieran cargo de ella. Además, así podían aprovechar para estar también con Sara y con Filip.