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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

El arqueólogo (26 page)

BOOK: El arqueólogo
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Los baches y resaltos del camino lo devolvieron a la realidad, aunque quedaban un poco amortizados gracias a las butacas sobre muelles, que hacían menos molestas las irregularidades. Era sólo el presagio de lo que les esperaba, porque, unos instantes después, el coche se quedó tirado en medio de la nada.

La rueda se había quedado torcida al cambiar de terreno y pasar de la arena suelta del desierto a las piedras del torrente seco y abrupto. Djamil hizo bajar a todos los ocupantes del vehículo.

—¡Todo el mundo fuera del coche! —ordenó a voz en grito.

Gracias a la ayuda de un grupo de beduinos que pasaban por allí y a los propios viajeros del coche, consiguieron con mucho esfuerzo empujar el vehículo hasta una superficie plana donde Djamil pudiese cambiar la rueda. Mientras tanto, Ubach lo miraba con una sonrisa en la boca. Estaba encantado con aquel contratiempo, porque le permitía disfrutar de todos aquellos parajes bíblicos y fotografiar alguna escena que le llamase la atención.

Se puso la mano en forma de visera delante de la frente para otear el horizonte. Creyó ver que se acercaba lo que parecía una caravana. Cuando aquel grupo se acercó (pues iban muy deprisa), pudo distinguir una columna de soldados y no tardó mucho en descubrir que eran franceses. Estaban junto a Salihiya, una ciudad que fundó un general de Alejandro Magno en el año 280 antes de Cristo. Hasta hacía pocos meses, estaba bajo el dominio de los ingleses, que controlaban Irak, pero ahora la controlaban los franceses, que dominaban Siria.

Cuando aquellos hombres se acercaron lo suficiente, Ubach los saludó y el líder del destacamento se interesó por el monje.

—¿Qué hace aquí, padre? —dijo el oficial francés.

—El coche nos ha dejado tirados cuando íbamos de camino a Bagdad, monsieur, y mientras lo arreglan, he aprovechado para estirar las piernas, ¿sabe? —respondió con una sonrisa cautivadora. Y su naturaleza curiosa lo llevó a preguntarle—: Y a usted y a sus hombres ¿qué los trae por estos andurriales?

—Estamos en una misión arqueológica.

—¿Dónde? —quiso saber enseguida Ubach.

—En un lugar llamado Dura Europos.

—Y si se lo puedo preguntar, ¿qué ha encontrado? Además de monje, soy arqueólogo, ¿sabe? Así que me interesa cualquier vestigio del pasado —puntualizó Ubach.

—Antes de irse, los ingleses descubrieron unas ruinas con restos de pinturas que, según tengo entendido, son de un valor considerable. Bueno, como mínimo, eso es lo que dice monsieur Cumont, director de la misión.

—¿Franz Cumont? Es una autoridad, una eminencia en arqueología bíblica —reconoció Ubach, que estaba impaciente por seguir a la guarnición francesa hasta el lugar de los hallazgos.

El soldado francés se sorprendió de que aquel monje conociese el trabajo del arqueólogo, y como si pudiera leer sus pensamientos, le dijo:

—Padre, ¿le gustaría acompañarnos hasta el lugar donde se hacen las excavaciones? Si está allí, podría compartir un rato con monsieur Cumont —le ofreció el francés.

—¿De verdad puede llevarme? Pero debe de estar muy lejos y no me puedo separar del coche… —Indicó con la mano el lugar donde Djamil y el resto estaban intentando reparar aquella carraca.

—Oh, no se preocupe, padre, está justo ahí detrás. —Y el francés señaló un montículo que se alzaba delante de ellos—. Nos puede seguir a pie y casi ni perderá de vista a sus compañeros de viaje.

—No se hable más, ¡está hecho! —exclamó el monje.

Ubach siguió a los soldados franceses hasta detrás del pequeño cerro, donde una multitud de personas, occidentales y árabes, trabajaban en la excavación. No se imaginaba qué estaban sacando a la luz. Iban a mostrar al mundo unas construcciones únicas, nunca antes vistas ni documentadas: edificios dedicados a las divinidades paganas, una iglesia con pinturas al fresco, de carácter bautismal y con escenas del Antiguo y el Nuevo Testamento y una sinagoga con frescos encima del estucado. Ubach tomó conciencia de que estaba delante del único ejemplo de templo hebreo con decoraciones pictóricas encima de la pasta habitual de cemento blanco que se aplicaba a la pared. Monsieur Cumont no estaba allí y se maldijo mil y una veces por haberse dejado la Kodak en el coche y no poder capturar lo que tenía ante sus ojos.

Sólo con recorrer el paisaje con la vista, Ubach era consciente de que estaba en los escenarios del gran cuadro de la creación, tal y como explicaba el Génesis; Y más todavía cuando lo que lo procuraba era la vida, todo aquello, que pasaba a un lado y a otro de uno de los ríos sagrados, el Éufrates. Así lo recordaban las Sagradas Escrituras, que Ubach ahora releía mientras rebotaba ligeramente en su asiento a causa del terreno escabroso por donde resbalaba el Ford T.

Un río salía del Edén para regar el jardín y de allí se separaba en cuatro brazos. El primero se llama Fisón, que va por todo el país de Hevilat, donde hay oro. El segundo río se llama Gehón, que va por todo el país de Cus. El tercer río se llama Tigris, al este de Assur, y el cuarto es el Éufrates.

Desde luego, aquella región era menos desolada y más amable para el viajero gracias a la presencia a mano izquierda de las aguas tranquilas y antiquísimas del amplio y solemne Éufrates, uno de los cuatro ríos del Paraíso. El río regaba las orillas más o menos abruptas, adornadas con tamarindos y palmeras, bajo las cuales nacía la vida de los pueblos, como Ana, cuyas mujeres tenían fama por su belleza y por sus vestidos, y cuyos hombres eran los mejores portadores de agua de Bagdad. O como Hama, con su fortaleza imponente, construida en la cima de una colina desde donde gobernaba la vida de la ciudad y del río. No obstante, lo más llamativo eran las norias que había a lo largo del río. Como el casco urbano de Hama está tan elevado respecto al lecho del río, el gran caudillo de los musulmanes tuvo que buscar un sistema para subir el agua hasta la población y llevarla hasta las tierras de cultivo. Y así nacieron las norias, que antiguamente se construían con madera de nogal, de olmo, de morera, de eucaliptos y de roble. Las que quedaban en pie —y algunas incluso funcionaban— eran de piedra. Ubach se detuvo delante de una que tenía un diámetro de más de veinte metros. El nombre español de noria proviene del árabe naúra, que significa «la que gime». Bastaba con acercarse a una de aquellas máquinas para entender el sentido de la palabra. Y Ubach estaba a punto de comprender de verdad el significado de la palabra. Cuando las norias giraban de manera continua por la acción de la corriente del agua, producían unos sonidos a medio camino entre los golpes y los ruidos estridentes del roce metálico, y que parecían auténticos lamentos o gemidos.

La noria que había captado la atención del monje todavía funcionaba a pesar de ser muy antigua. Los pesados chirridos se mezclaban con los gritos y las risas de un grupo de cuatro chicos que se habían subido a ella. Llevaban un bañador improvisado y competían por ver quién se lanzaba desde más altura al agua. Mientras los atrevidos chicos iban subiendo cada vez más y más arriba, Ubach aprovechó para hacerles unas fotografías. Cuando los jóvenes vieron la Kodak del monje, se emocionaron y treparon todavía a más altura. Ubach estaba preocupado por la integridad física de aquellos muchachos que, en un ataque de inconsciencia, se jugaban la vida por nada. El primero que se lanzó salió de la superficie sin ningún problema, indemne. Y así también lo hicieron el segundo y el tercero, pero el cuarto… Un mal paso hizo que se le quedase el pie atrapado en una de las palas, perdió el equilibrio y se precipitó con tan mala suerte que se golpeó la cabeza al caer contra diversas partes de la estructura de la noria. Cuando llegó al agua, ya sin sentido, los lamentos de los compañeros del chico muerto quedaron ahogados por los gemidos de la noria, que seguía empujando el agua. Ubach se quedó petrificado ante aquella escena, y por eso no pudo apretar el botón para encender la cámara. Lo que acababa de presenciar le sirvió para entender no sólo el significado de la palabra noria, en árabe, sino la profunda realidad que entrañaba la palabra —la que gime—, y la poderosa imagen de la noria de la vida: en un momento estás arriba y feliz, y en muy poco tiempo estás abajo, enterrado y muerto de pena.

Los caballos de Mahoma

Ubach tenía la impresión de que, bajo la arena que levantaba la rueda desvencijada de aquel deteriorado Ford T, se escondían ciudades antiquísimas que con excavaciones precisas podrían determinar una nueva cronología del Antiguo Oriente. Mientras pensaba en ello, sobre las dos de la tarde, llegaron al jan de Abu Kemal para pasar la noche. Un lugar como aquél no les haría añorar las barracas o casuchas de barro, sucias y miserables, donde tan sólo podían tomar un vasito de té o cuatro tragos de leche ácida, antes de tumbarse sobre el suelo desnudo y polvoriento.

Aquel jan era un edificio bien construido y de piedra, que incluía un mercado propio donde pudieron comprar provisiones como, por ejemplo, pollos, trigo hervido, melones y sandías. Un jan era una fonda con un patio muy grande y amplio donde se acomodaban las caravanas de viajeros que hacían las rutas de Siria a Irak. No en vano, al tratarse de un paso fronterizo, tuvieron que presentar los pasaportes, aunque, gracias al hábito que vestían el padre Ubach y el padre Bakos, se libraron del registro de equipaje. No obstante, la gran presencia de soldados británicos dentro y fuera del jan extrañó al padre Ubach y le preguntó al teniente que había revisado sus pasaportes:

—Discúlpeme, pero ¿por qué realizan estos registros? ¿A qué se debe semejante despliegue militar?

—Es por su propia seguridad, padre. Las obras para la futura construcción del ferrocarril han hecho que la inseguridad aumente. Y esta zona es difícil de defender y conservar —indicó el teniente.

—¿Por qué?

—Verá, este territorio es propiedad de la tribu de los anza, los árabes que viven en esta zona del desierto. Son guerreros, muy combativos, y muy celosos de sus territorios, donde crían los caballos de pura raza, junto con la tribu de los shammar.

—De acuerdo —respondió meditabundo Ubach—, pero con todo este revuelo militar, ¿cree que nos quedará algún jergón para pasar la noche en esa fonda?

—No se lo puedo asegurar, padre —le reconoció el militar—. Pero le aseguro que intentaré hacer todo lo que pueda para encontrar una buena solución. Con un poco de suerte, antes de cenar, podrán estar en una habitación, y me sentiría muy honrado si cenase conmigo en mis dependencias, ¿qué me dice?

—Cuente con ello —dijo Ubach mirando al padre Bakos, que también asentía con la cabeza.

—Pregunte por el teniente Terrier, James Terrier, para servirlo.

Se puso firme delante de ellos y les dedicó el saludo habitual de los militares de servicio, es decir, con la mano derecha, el antebrazo inclinado y rígido sobre la frente y a la altura de la ceja, los dedos juntos y la palma de la mano hacia fuera. Después desapareció en el patio de la fonda, que estaba llena entre los beduinos de las caravanas y los militares.

La guarnición inglesa mantenía ocupado el jan de la aldea. El chófer y los otros compañeros de viaje de los dos religiosos tuvieron que alojarse en un taller donde hacían ladrillos de barro y paja, que había al lado; pero no se quedaron dentro, pues allí estaban los camellos, sino en el terrado y al raso, con el cielo estrellado como único techo y una manta miserable para hacer frente a la escarcha.

Mientras tanto, acomodaron a Ubach y a Bakos en una habitación limpia, con dos colchones y con vistas al patio, que a aquella hora bullía como un hormiguero. A la hora de cenar, cuando llegaron a las dependencias del teniente, le dieron las gracias mientras saboreaban el arroz con pollo que les sirvieron. El militar se interesó por el itinerario y el objetivo de la visita del padre Ubach, pero la conversación derivó enseguida hacia aquella misteriosa tribu que hacía necesaria la presencia del contingente del Ejército británico.

—Hasta cierto punto es comprensible que los anza actúen de ese modo —soltó el teniente James Terrier.

—No me puedo creer que diga eso, teniente —observó sorprendido Ubach—. Viniendo de usted, ese comentario es realmente explosivo. Me parece que no le conviene que lo sepa nadie, ni repetirlo muy a menudo —se atrevió a recomendarle el monje.

—Sí, ya lo sé —dijo sonriendo el militar británico—, pero ¿qué puedo temer de dos religiosos como ustedes? Lo entenderán rápidamente. —Parecía tener la intención de sincerarse—. En esta zona del desierto, los anza crían los caballos más excepcionales que he visto jamás.

Hablaba con un brillo en los ojos sorprendente por su cargo en el Ejército británico; ahora bien, sabía contagiar su pasión y conseguir que lo escucharan.

—Gracias a una selección muy esmerada, de aquí, de estas tierras, salen los caballos más fuertes, más resistentes y más ágiles, en definitiva, los mejores del mundo.

—¿Y a qué se debe? —preguntó Ubach.

—Hay dos razones fundamentales que lo explican. —Y el teniente, que resultó ser un experto en el tema de los orígenes de los purasangres árabes, desgranó su teoría—: La gran calidad de los camellos y los problemas de adaptación de los caballos al entorno hostil y duro del desierto. Tenga en cuenta que menos de la mitad de los potros que nacen alcanzan la edad adulta en el desierto. Los más fuertes y resistentes son los únicos capaces de sobrevivir.

—Por tanto, la selección natural es implacable…

—¡Exactamente! Ocurre prácticamente lo mismo que con los hombres. Y esa selección natural confiere al caballo árabe su categoría excepcional, su extraordinaria dureza y resistencia. Los anza, supervivientes natos y, por tanto, luchadores de pura cepa, quieren preservar este entorno porque les ha dado un arma providencial. Es comprensible que veneren a unos caballos con esas características y modelados por el entorno. La vida diaria en este medio natural tan hostil donde todos dependen de todos para sobrevivir crea un vínculo mágico entre el purasangre y el hombre, en quien deposita una confianza ciega e ilimitada; y esa fidelidad incondicional recíproca se traduce también en una defensa del territorio.

—Es casi una devoción religiosa —apuntó el padre Ubach.

—No se equivoca en absoluto, padre —dijo el teniente, dándole la razón—. La cría de estos caballos de pura raza árabe se ha convertido en un deber religioso que pasa de generación en generación. Y por eso no es extraño que las tribus del desierto, como los anza o los shammar, se dediquen a ella con tal fervor que a veces roza el fanatismo.

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