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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

El arqueólogo (21 page)

BOOK: El arqueólogo
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—Aquéllos no son soldados rasos —dijo prácticamente susurrando Ubach a Vandervorst.

—No, desde luego —corroboró el belga—. Por su aspecto distinguido y valiente tienen toda la pinta de ser oficiales. Ahí tienes una prueba más de la amabilidad de Áqaba —añadió Vandervorst—. Vete a saber cómo redactó el telegrama aquel buen hombre.

—Puedes estar seguro de que debió de presentarnos como grandes personajes, y por su cara de pocos amigos, estos guerreros se han debido de llevar una gran desilusión al ver que no somos más que un par de pobres y sencillos religiosos —reconoció Ubach en el momento en que los tres hombres armados bajaban del caballo para saludarlos.

—Salam aleikum —los saludaron.

—Aleikum as-salam —respondieron los sacerdotes.

—Tendrían que habernos esperado. Es una temeridad aventurarse solos por estas regiones, donde pueden toparse con bandidos y ladrones.

—Ya lo sé, ya. Ha sido culpa mía —admitió Ubach—. Les pido perdón, pero, francamente, no podíamos esperarlos más tiempo.

A primera hora de la tarde iniciaron el ascenso, por la montaña de Naqb el Eshtar, a la región de Shera. Y buena parte de la jornada transcurrió por los parajes de aquella región inhóspita. El sol se fue poniendo y llegó la hora de buscar algún lugar donde montar el campamento.

Se habían detenido en una fuente donde los camellos pudieron abrevar y los beduinos llenaron las cantimploras.

—Podríamos pasar la noche aquí —sugirió Vandervorst.

—No es un buen sitio, abuna. Encontraremos alguno más seguro no lejos de aquí.

El sacerdote belga se quedó desconcertado con la respuesta del guía de la caravana, pero Ubach ya lo sabía y no le extrañó. Parecía natural establecer el campamento al lado de alguna de las fuentes que ya habían pasado, pero ya se lo había advertido el padre Janssen en Jerusalén y eso precisamente fue lo que Ubach explicó a Vandervorst.

—Joseph, los beduinos no pasan nunca la noche al lado de una fuente o un riachuelo para descansar y dormir.

—¿Por qué? —quiso saber el belga.

—El habitante del desierto siempre busca un lugar aislado, solitario, desconocido, al abrigo de cualquier sorpresa. ¡Fíjate! —Y Ubach lo emplazó a seguir los movimientos de Saleh. No se equivocó.

El lugar que Saleh había elegido no estaba muy lejos, a unos diez minutos de la última fuente donde tanto los camellos como los beduinos habían bebido. Una vez hubieron descargado sus equipajes y ya instalados, Vandervorst se dirigió a Ubach.

—Este rincón del desierto será todo lo seguro que tú quieras, Ventura, y quizás no nos mate ningún bandolero, ¡pero lo hará el frío glacial! —se quejó Vandervorst una vez instalados en una ladera de la montaña cubierta de césped que les podía hacer más agradable la noche. Pero el viento que soplaba les hacía estremecerse de frío, provocando temblores que les debilitaban el cuerpo y el alma.

El viento les daba besos de hielo en las mejillas, que quedaban expuestas y a la intemperie porque la manta no llegaba a calentarlas. Y si tiraban de ella para taparse la cara, se les destapaban los pies y las rachas de vientos les helaban los dedos de los pies. Con aquel frío era imposible conciliar el sueño ni durante un cuarto de hora seguido. Los camellos también parecían preocupados y mostraban su malestar berreando sin parar. Los beduinos y la escolta de oficiales del Ejército turco, reunidos alrededor del fuego, charlaban para matar el tiempo. Eran más de las tres de la madrugada y Ubach tomó una determinación.

—Lo que tenemos que hacer es doblar las mantas, cargar el equipaje sobre los camellos e irnos de aquí.

—Me parece que es una gran idea —aceptó Vandervorst mientras se frotaba las manos, se soplaba las puntas de los dedos y daba patadas contra el suelo para entrar en calor.

Los beduinos y los soldados hacían prácticamente lo mismo para intentar activar la circulación de la sangre, que estaba a punto de congelarse.

La luna seguía luciendo espléndida en medio de un cielo de diamantes que los guiaba por una llanura que sólo rompían algunas ondulaciones suaves del terreno. Cuando empezó a clarear, fueron conscientes del terreno más o menos verdoso salpicado de vez en cuando por una especie de planta que Ubach no había visto antes.

—¿Qué es esa especie de col? —preguntó Ubach a Djayel señalando aquella planta con cuatro hojas extendidas como mandrágoras a ras de suelo, en medio del cual brotaba una caña gruesa de unos dos palmos de altura, coronada por una flor roja.

—Es el kahmun, una hortaliza muy común en estos territorios que, además, es comestible.

—¿Se come?

—Sí, sí, claro. El tallo se puede comer, una vez pelado.

—Como los tronchos de lechuga o de escarola —apuntó Ubach.

Se detuvieron y a Suleiman, Id, Djayel y Saleh les faltó tiempo para deslizarse por el cuello del camello y cortar con sus cuchillos unas cuantas de aquellas hortalizas.

E hicieron bien porque la vegetación desapareció completamente y el paisaje volvió a estar dominado por las pequeñas dunas y la explanada que hacía justicia al nombre de la Arabia desierta. La monotonía se había instalado en el ánimo de la caravana, y aunque ya veían Maan, les sobresaltó la aparición por el horizonte de una fila de una treintena de camellos que se les acercaba cabalgando.

Entonces, alguien dijo:

—¡El jeque Hassan!

Tanto los beduinos como los soldados y los religiosos hicieron el mismo gesto: tiraron de las riendas de sus monturas y se detuvieron. Los integrantes de la caravana se miraron unos a otros, y sus miradas transmitían desde respeto, emoción y excitación a incertidumbre, angustia y miedo. Ubach entendía aquel extraño nerviosismo porque el nombre de Hassan era una leyenda.

Envuelto en un polvo dorado, una gran nube de arena que levantaban sus camellos, el jeque se plantó delante de la caravana. Estirado y orgulloso, parecía un tipo gentil y con buen porte, con una de aquellas fisonomías morenas, elegantes, respetables y majestuosas que abundan por el desierto. El propio Ubach no podía creerse lo que veía. Se lo había imaginado más desastrado y con cara de pocos amigos.

—¿De dónde vienen? —preguntó en un tono autoritario.

Pasaron unos segundos antes de que alguien se atreviera a responder. El padre Ubach, no obstante, apenas se lo pensó y se erigió como portavoz improvisado de la caravana. El miedo que aquella figura infundía en el resto de miembros del grupo provocaba un silencio que, antes de que resultase incómodo, el monje optó por romper de una manera muy atrevida.

—Mire, aaa… ahora estamos a punto de llegar a… Maan y mañana, Dios mediante, eehh…, saldremos haciaaa… Petra —dijo a trompicones y pronunciando tan mal como podía. Bajo la túnica, Ubach sudaba a chorros, y no era por culpa del sol.

—He preguntado de dónde vienen —insistió levantando la voz al mismo tiempo que los beduinos y los soldados turcos, la escolta que tenía que cubrirlos, se amedrentaban ante aquella voz estruendosa.

Todo lo contrario que el padre Ubach, que, haciéndose el despistado y mascullando un árabe macarrónico, respondió:

—¡Ah! ¿Quiere saber de dónde venimos? Perdone, me había parecido entender que nos preguntaba adónde íbamos. ¿De dónde quiere que vengamos sino de Áqaba? —respondió de manera insolente.

—¿Sabe usted que todo el territorio que va de Áqaba hasta aquí es mío y está bajo mi dominio?

Ubach lo miraba abriendo y cerrando los ojos muy deprisa, como quien no acaba de entender lo que le dicen, y sólo le respondió con su silencio.

—¿No sabe que el jeque Hassan —y se golpeó el pecho con fuerza con la mano derecha— tiene derecho a recibir una cantidad de cada viajero que quiera cruzar su territorio?

A Ubach le hizo gracia que expusiese su reclamación en tercera persona en lugar de hacerlo en primera, ya que se refería a sí mismo. Ubach pensó que era una manera de conferirse más importancia de la que tenía. No pudo evitar apuntar una sonrisa que no llegó a estamparse en la boca porque el jeque Hassan volvió a hablar.

—Soy soberano de estas tierras y ejerzo mi derecho legítimo de hacer pagar un tributo a quien pasa. Ni siquiera el sultán de Constantinopla está libre de pagar ese peaje —quiso aclarar ante aquellos forasteros que se resistían a su poder.

—Estas tierras me han gustado mucho, ciertamente… —reconoció Ubach—. Unas montañas bellísimas, unos panoramas fantásticos…, eeeh… Vive en un lugar único y privilegiado, jefe.

—No le estoy diciendo eso. —Al jeque Hassan le empezaba a rondar la mosca detrás de la oreja porque veía que aquel monje se estaba haciendo de rogar—. A ver, díganme cuánto han pagado por cada camello —dijo señalando a los animales—, y les diré cuánto tienen que pagar al jefe Hassan.

—Verá, jeque, me ha encantado conocerlo y saber que es usted amo y señor de esta tierra de Áqaba. Quizás algún día vuelva, y, si me lo permite, vendré a visitarlo a su casa.

La cara del jeque Hassan reflejaba su desconcierto. Ubach había conseguido desarmarlo.

—¿Pero quiere hacer el favor de pagarme de una vez? —insistía gritando el jeque.

—Oohh, jeque Hassan, no le entiendo, perdóneme. Salam aleikum y que tenga buen viaje —dijo el padre Ubach mientras silbaba, y dio un tirón a su camello para que se pusiese en marcha. Sorprendidos, los demás miembros de la caravana lo siguieron.

El jeque Hassan se quedó sin cobrar mientras veía alejarse la caravana.

Cuando estuvieron lo bastante lejos, los beduinos y los soldados felicitaron a Ubach por su valor y Vandervorst le preguntó:

—Ventura, menuda cara se le ha quedado al jeque, creo que estaba entre la rabia y la impotencia. ¿De dónde has sacado el valor para desafiarlo?

—¿Y qué otra cosa podíamos hacer? ¿Pagarle lo que nos pidiera? ¡De eso ni hablar! —dijo en un tono enérgico el monje—. Mira, Joseph, me he envalentonado y he fingido que no lo entendía, es lo único que se me ha ocurrido para escapar de las zarpas codiciosas y maliciosas de ese jeque. De todos modos, creo que si nos ha dejado ir sin cumplir con el pago ha sido también porque llevamos una escolta armada con escopetas, y eso frena al más atrevido, por mucho que se llame Hassan ben Jad y se lo conozca con el apodo de Azote del Desierto.

La ciudad de piedra

Envueltos por el misterio de una penumbra difusa, Ubach, los beduinos y los soldados turcos se adentraban por un pasillo estrecho de no más de dos metros, rodeado por riscos que se alzaban a más de ochenta metros. La erosión de las aguas había dibujado a lo largo de los años infinitas curvas, regulares y graciosas, repentinas y salvajes. Al cabo de unos minutos, la garganta se ensanchaba para dar paso al estallido exuberante de la naturaleza de aquel sitio que hacía que cualquiera, incluso el hombre más poderoso de la Tierra, se sintiera minúsculo ante la obra de una civilización antigua y la inmensidad y la grandeza de la naturaleza, que hacía apreciar y valorar aquella manifestación única. Detuvieron a los camellos para observar detenidamente, de arriba abajo, todos y cada uno de los detalles del monumento que se alzaba majestuoso ante ellos.

—Es… —Y no encontraba la palabra para definirlo—. Es como una joya, una preciosidad, y con razón le pusieron el nombre de Tesoro del Faraón —reconoció Ubach, que se quedó impresionado ante aquella obra de arte, esculpida en gres.

Resbalando por el cuello del camello, Ubach bajó con la habilidad que había ganado después de varias jornadas viajando a lomos del animal. A pesar de la poca luz que había al final del paso de aquel estrecho de Sik, Ubach se encontró de cara con la fachada rojiza de Jaazne Firaun, el Tesoro del Faraón, bordado en la pared. Dos pisos de columnas con capiteles finos y delicados, excavados en la piel de la roca. Dos portales de frontón triangular sostenidos a un lado y al otro por dos medias columnas que soportaban molduras de estilo egipcio. Por arriba, estaban rematados con unos merlones que recordaban a los monumentos asirios o babilónicos y que insinuaban unas pequeñas aberturas, que resultaron ser nichos y urnas con todo tipo de adornos. Abajo, una puerta única que invitaba a entrar en otro tiempo, en otra época; si cerraba los ojos y tocaba la piedra porosa y rugosa, podía notar todo lo que había vivido el pueblo nabateo, nómada y traficante por excelencia. Oía el rugido de las caravanas que cruzaban los desiertos de Arabia hacia el Mediterráneo y que paraban en Petra para proveerse de agua. Percibía el aroma de las especias, el incienso y la mirra que llevaban del valle de Hadramut. Sentía el dolor que arrastraban los esclavos, que, como una mercancía más, se arrastraban encadenados de aquí para allá. Los nabateos habían llegado a organizar un contingente militar para proteger las rutas de salteadores y bandoleros, así como asegurar el tráfico de mercancías y los beneficios comerciales que se derivaban de él, y cuando volvían, se encerraban y escondían dentro de su ciudad de piedra, dentro de las rocas, donde vivían.

—Cuesta imaginar cómo consiguieron los nabateos hacerse invencibles dentro de la roca —reconocía Ubach.

—Debían de haber aprendido ya la lección después de confiar en Antígono, que arrasó con ellos aprovechando que los hombres estaban fuera de la fortaleza por obligaciones del comercio —le apuntó Djayel.

El asentamiento que estaba delante de ellos estaba bastante disgregado y se veían señales de vida por todas partes. Se paseaban por el sitio que ocupaba la ciudad, dividida en dos, por el valle de Musa o de Moisés. Se veían todavía las ruinas del puente que las unía, del paseo principal que las enaltecía con un soportal de lado a lado acabado con una triple portada triunfal. Paseaban la vista por las termas, por el templo y por el teatro que habían entretenido y protegido a sus habitantes, por la acrópolis que los defendía y por las casas que les daban un cálido refugio y que en aquel momento estaban reducidas a un montón de ruinas. Desviaron la mirada hacia las montañas y los ojos se les perdían por los precipicios esculpidos al capricho de los vientos. A Ubach le faltó tiempo para subirse montaña arriba y para conseguir llegar a la cima, coronada por una mezquita blanca.

—Yebel Harun —dijo en la lengua beduina—. La montaña de Aarón.

Mientras el resto de los miembros de la caravana seguía deleitándose con la diversidad de monumentos de la ciudad de piedra entre templos, nichos, altares y tumbas, él había decidido escalar por un laberinto de congostos y precipicios hasta la cima de la montaña. Bastante perjudicado y casi sin aliento, consiguió llegar a la cima. No estaba solo.

BOOK: El arqueólogo
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