El anillo (25 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: El anillo
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Esa intriga quedó en el aire y como si el tema estuviera agotado Artur empezó a interesarse por mi vida en Nueva York y a contarme anécdotas vividas en la gran manzana. Al rato reíamos.

Artur es un tipo sutil y pienso que sólo quería poner una semilla en ese encuentro; sembrar la duda en mí sobre mis anfitriones los Bonaplata. Y ciertamente tenía sus razones: eran gentes misteriosas. ¿Qué más me estarían ocultando?

Y me dije que, fueran sus historias ciertas o no, Artur lograba subirme unos ánimos que andaban por los suelos por culpa de Oriol. Me miraba sonriente y no se cortaba al elogiar tanto mi mente como mi físico. Normalmente no le hubiera hecho mucho caso a ese adulador, pero mi autoestima necesitaba precisamente eso. Parecía como si quisiera cortejarme y al despedirse me besó la mano.

—No seas cursi —le censuré secretamente complacida. Y le estampé un beso en cada mejilla.

Más tarde telefoneé a mamá.

—Sí, es cierto —me confirmó—. Tanto tu abuelo como el padre de Enric pertenecían a una especie de club religioso. Recuerdo que se autodenominaban templarios y lo normal es que Oriol, siendo hijo varón primogénito, siguiera la tradición.

Aquella noche di otra vez vueltas en la cama. Artur podía tener razón y su sonrisa se me aparecía en la oscuridad. ¡Qué lío!

Treinta y tres

Me desperté aún de madrugada, era una de las noches más cortas del año y no sabía de dónde había venido ese grito. Luego me di cuenta de que era yo quien había gritado. Me encontraba en ese instante lúcido en el que aún recuerdas todo lo soñado y ese ensueño había sido tan real, tan impresionante, que no temí olvidarlo. Encendí la luz para comprobar que estaba despierta. Notaba que ese anillo me quemaba el dedo y vi brillando su piedra como si de un ojo sangriento se tratara. Sentí necesidad de sacármelo, acercarme a la ventana y respirar el aire fresco. Las luces de la ciudad, todavía en tinieblas, confirmaron que estaba despierta. Bueno, despierta siempre y cuando todo lo que estaba viviendo no fuese un sueño mayor, una alucinación de alguien, de alguien que estaba muerto desde hacía años y que como cuando éramos pequeños hacía de su anhelo de búsqueda de tesoros una realidad, aunque sólo momentánea, para aquellos tres mocosos, nosotros.

No me vi la cara. Sólo una puerta a la que llamaba cargando una maleta. Sabía que detrás de esa puerta aguardaba mi final, mi llegada a puerto, la muerte. No tenía posibilidades de sobrevivir, era un suicidio. Pero iba a hacer lo que debía hacer: cumplir la promesa que me unía con mi enamorado hasta más allá de la vida. Como los antiguos templarios, como los jóvenes nobles tebanos de Epaminondas. Al compañero no se le abandona y si lo matan se le venga. Eso había jurado y eso cumpliría. Era lo que había hecho a los tebanos de aquel tiempo, fulgurante y breve cual estrella fugaz, los griegos más poderosos, los héroes más brillantes de la historia. Así también fueron los templarios antes de su decadencia. Yo era de aquella raza de paladines y aquél era el torneo final. Se me encogió el corazón al pensar en mi amigo asesinado y en el hijo al que ya no vería más, mientras la cámara de vigilancia observaba mi espera paciente. Noté un nudo en la garganta, los ojos se me llenaron de lágrimas y empecé a musitar una oración por ellos.

Cuando la puerta se abrió dos individuos que no conocía, trajeados y con corbata, me esperaban. Uno de ellos se quedó a distancia mientras el otro, que había abierto la puerta, sin mediar palabra me empujó de espaldas contra ella obligándome a soltar la maleta. Me cacheó. Una, dos veces, tres. Revisó mi billetero, la pluma estilográfica y mis llaves. Cuando se aseguraron de que no portaba armas inspeccionaron la maleta.

—Todo está bien, puede pasar —dijo el de más edad. Y tomó la maleta y la delantera.

—Un momento —dije sujetándole—. Esto es mío y lo será mientras la transacción no se haya cerrado.

El individuo miró mis ojos y debió de ver en ellos la determinación de no ceder.

—Es igual —dijo, encogiéndose de hombros, al otro sujeto que ya se cernía sobre mí—. Déjale la puta maleta. No hay peligro.

La sala era grande y estaba decorada con piezas de valor y de estilo ecléctico. En un hermoso sofá
chippendale
esperaba sentado Jaime Boix, el más joven de los hermanos, y detrás de un imponente despacho estilo imperio, Arturo.

Ambos se levantaron al verme entrar y Jaime, sonriente bajo su bigotito gris, me ofreció la mano diciendo:

—Bienvenido, Enric.

No la acepté y repuse:

—Acabemos lo antes posible con esto.

A Jaime se le borró la sonrisa, mientras su hermano, serio, me señaló un sillón.

—Siéntate, por favor —a pesar de la cortesía no era una invitación.

Yo obedecí manteniendo la maleta en mis pies. Jaime se sentó en el sofá de mi derecha, y el más viejo lo hizo detrás del mueble napoleónico. A su espalda, en la pared, pude ver colgadas las otras dos piezas del tríptico; las tablas de San Juan Bautista y de Sant Jordi. Detuve mi mirada en ellas por unos momentos. Estaba seguro, eran ésas. Los dos individuos se quedaron de pie; los observé con curiosidad rencorosa: ellos debían ser los asesinos materiales de mi querido Manuel. Uno se colocó a mi izquierda y otro al frente, bloqueando la salida.

—¿Te has asegurado de que no lleve micrófono? —interrogó Arturo al rufián de la puerta.

—Ni micrófonos ni armas. Con toda seguridad —y luego con sonrisa torcida dijo—: Le he revisado hasta los huevos.

—Antes de finalizar la transacción queremos decirte algo —dijo Arturo cruzando una mirada con su hermano—. Nosotros no queríamos que ocurriera. Lamentamos que tu novio muriera; se puso histérico, se resistió y lo ocurrido fue un accidente. Nos alegramos de que tú seas mucho más sensato y sepas cerrar un trato de caballero. De caballero templario —añadió con un cierto retintín.

—Has amenazado a mi familia —sentía que la sangre me subía a la cabeza. Odiaba, detestaba a ese individuo con todas mis fuerzas—, eso no es de caballero, es ruin, indigno.

—Quiero que sepas que no tenemos nada contra los tuyos, contra ti o tu familia. Ni nada teníamos contra ese chico —hizo una pausa—. Sólo que tú no fuiste razonable; la culpa de lo ocurrido es tuya. Te dimos oportunidad tras oportunidad. Somos gente de negocios y éste es nuestro negocio. No lo podíamos dejar escapar por tu tozudez. Lo lamento.

Hizo una pausa para abrir un cajón. Y sacó varios montones de billetes azules.

—Mi hermano y yo hemos decidido añadir a la cifra medio millón más de pesetas. El precio que acordamos doblaba ya el valor de una tabla gótica de principios del XIV. No tenemos por qué hacerlo, pero es nuestra forma de decir que sentimos lo de tu amigo y de saldar cuentas.

«Saldar cuentas», pensé, y las entrañas se me retorcieron de indignación. «Medio millón de pesetas y se creen que saldan cuentas.» Mis manos temblaban y sujeté una con la otra.

—Bueno, es el momento de que enseñes la mercancía —dijo Jaime—. Estamos impacientes por ver esa famosa Virgen.

Abrí la maleta y saqué la tabla apoyándola, con cuidado, encima de mis rodillas. Todos los ojos se fueron a la imagen y yo no les dejé tiempo para que descubrieran que era falsa; rasgué la cartulina que cubría el reverso y extraje del hueco la pistola allí escondida. Me temblaba la mano al sujetarla y me puse de pie al tiempo que la pintura caía al suelo.

Había pensado matar primero a Arturo y después a Jaime. Había calculado que tenía el tiempo justo, antes de que los guardaespaldas me liquidaran a mí. Pero en el último momento, quizá mi miedo, quizá mi instinto de supervivencia, o todo a la vez, me hizo cambiar de plan.

El primer disparo fue a las tripas del sicario de mi derecha. Extrañamente, al oír el estampido recuperé la calma y acertándole con el segundo en medio del rostro, pude encarar tranquilo al matón que tenía delante. El hombre ya tenía su revólver en la mano. Mi padre me había llevado de pequeño a practicar tiro olímpico, y olímpico fue el disparo que le traspasó la testa. Me quedaban cinco balas. Más que de sobra para terminar el trabajo. Me enfrenté a Arturo, que había desparramado los billetes en la mesa en un frenético esfuerzo para usar un arma que acababa de sacar del cajón. Le descerrajé un par de tiros en el pecho.

Y allí estaba con la boca abierta Jaime. Se había meado en el sillón
chippendale
. ¡Qué desperdicio!

—Por favor, Enric —suplicaba tartamudeando.

—¿No querías ver a la Virgen? —hice una pausa.

—Por favor... —farfulló.

—¿La viste? —tenía los ojos desencajados. Contemplaba su muerte en los míos y movía la boca sin decir nada—. Pues ahora verás a Satanás —sentencié.

Y al disparar me sentí tan bien como nunca jamás me había sentido antes. Y en unos segundos, tan mal como jamás antes me sentí. No podía creer que aún estuviera vivo y desplomándome en el sofá empecé a llorar.

Treinta y cuatro

Ya dije antes que no soy nada temerosa. Aunque mi madre cree más bien que soy temeraria. El caso es que alguna vez me meto en situaciones tensas... bueno, peligrosas. Y cuando me encuentro en ello me doy cuenta de que no debería estar en aquel lugar y en aquel momento. He de reconocer que esa vez me metí en la boca del lobo, tuve miedo y hubo un momento en que me puse a rezar para salir con bien de semejante trance.

Me vi un par de veces más con Artur Boix, era divertido, seductor y siempre aportaba detalles nuevos sobre los Bonaplata y sus actividades secretas.

Confesó que el asalto a la salida de la librería lo había organizado él y que no aceptaba el rechazo de Oriol a negociar el reparto del tesoro. Juró que bajo ningún concepto sus matones me hubieran hecho daño alguno, que aún estaba furioso con aquellos ineptos por darse a la fuga, pero que parte de la culpa era suya al no contar con la posible reacción de ese tipo que me seguía.

Eso le llevó a proclamar que los Nuevos Templarios eran una secta peligrosa, unos fanáticos, unos fantoches desquiciados. Yo, aun desconociendo cómo funcionaba la orden, sólo por mis simpatías hacia Enric y Oriol, afirmé que él exageraba por su propio interés y que los hacía malos por conveniencia.

Esa defensa mía de los templarios pareció irritarle y me dijo que celebraban ceremonias secretas de las que sólo sabían los iniciados y que prueba de ello era que me habían mantenido al margen, a pesar de ser parte interesada, de vivir con ellos y máxime cuando el anillo que portaba me daba autoridad no sólo de pertenencia a la orden sino de rango. Él insistía, y yo, algo molesta por la posibilidad, no ya de que Alicia, sino que Oriol me tuviera ignorante a propósito, empecé a ridiculizar su historia.

La hermosa sonrisa desapareció de la faz de Artur y puso cara de niño enfurruñado. Lo cierto es que Artur dejaba de ser muy atractivo para pasar a ser sólo guapo cuando apretaba los labios. Entonces lo dijo:

—No te atreverás a presentarte en uno de sus capítulos secretos.

Yo repuse que era de mala educación ir donde uno no ha sido invitado. Y él contestó que podía ir y observar sin que me vieran, y yo que eso no estaba bien, y él que yo tenía miedo. Agregó que sabía cómo se podía entrar y salir sin ser visto y todo era cuestión de tener lo que hacía falta para hacerlo.

Le pregunté si él se atrevía a venir conmigo y dijo que sí, pero sólo hasta la puerta, ya que por razones obvias debía entender que de ser descubiertos yo era amiga y portaba el anillo de máxima autoridad templaria, por lo que estaría a salvo, mientras que el tratamiento que esa gente, en tal circunstancia, le daría a él sería más bien agresivo.

—Lo cierto es que aun negándolo me crees y no te fías de ellos —añadió.

No sé si éste era el tercer o cuarto reto que me lanzaba, su sonrisa irónica potenciaba su atractivo; ese toque sarcástico era como el ácido al sorbete de limón. Lo hacía más apetecible. Y entonces le dije:

—¡Claro que me atrevo! —hice una pausa retándolo con la mirada— Aunque toda tu osadía no llegue más allá de abrirme la puerta para que yo pase, me atrevo.

Me estaba manipulando, lo sabía. ¿Qué pretendía enviándome a esa iglesia a las doce de la noche? Sin duda, que yo observara los supuestos ritos templarios, que su credibilidad, la de él, aumentara y la de Alicia y Oriol bajara. Se lo pregunté directamente. Dijo que me quería a su lado en el asunto del tesoro. Y si me descubrían no le importaba que se enteraran de que él me trajo, que supieran de una vez que él estaba acechando y que tocaba negociar. Por derecho, a él le correspondía buena parte de aquella fortuna y que lo mejor para todos era llegar a un acuerdo. «Bueno», pensé, «eso es lo que tú crees».

Era la noche de San Juan, la vigilia más corta, la del solsticio de verano, la velada de las brujas, la de la oscuridad mágica, la de las sombras luminosas. San Juan Bautista, el decapitado patrón del Temple; en esa noche, según Artur, la secta se reuniría en una vetusta iglesia gótica cercana a la plaza de Cataluña. Me dijo que la liturgia católica celebra siempre las muertes de sus santos y sólo el nacimiento de uno: el del Bautista, y que éste se sitúa en el calendario precisamente en el punto opuesto a la Navidad, celebración del natalicio de Jesús, en el solsticio de invierno. Las fechas no fueron escogidas al azar, sino que se superponen a las celebraciones populares de los solsticios que arrastran consigo los ritos paganos y esotéricos precristianos. Y que los caballeros del Templo de Jerusalén participaban plenamente en ellos.

Sentía la ciudad vibrando con una energía excepcionalmente intensa, era noche de verbena y nadie se preocupaba del día siguiente; llegara de la forma que lo hiciera, y se alcanzara en el estado que fuera, sería festivo. En el cielo estallaban fuegos de artificio y por las calles, concurridas como si fuera de día, grupos de jóvenes andaban petardeando entre risas y carreras. Era noche de fuego, de cava y de ese pastel de consistencia dura, barnizado de azúcar vidriado y cubierto de frutas confitadas y piñones llamado coca.

Artur me entregó un mapa del templo y me explicó su disposición interna. A la iglesia de Santa Anna los fieles acceden a través de lo que hoy es la entrada principal, sita en el extremo derecho del crucero y cuyo pórtico está jalonado por cinco arcos góticos apoyados en sendas columnillas. Una estatua de la Virgen preside este acceso que da a la plazoleta de Ramón Amadeu. La segunda entrada se sitúa al pie de la cruz latina que forma la planta original del templo, cruz bastante desdibujada en la actualidad a causa de las capillas laterales que se le fueron añadiendo. Esa entrada comunica con el claustro, una hermosa construcción de planta y piso de arcos góticos cubriendo un pasillo que rodea un jardín cuadrado. Al claustro se accede también desde la plazoleta, aunque dicha entrada se cierra con una cancela férrea, abierta para el disfrute del público sólo en ocasiones señaladas.

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