Authors: Jorge Molist
—¿Te acuerdas cuando veníamos a la feria de Navidad? —le pregunté a Luis.
—¿Qué? —repuso sorprendido. Él estaría pensando en tesoros de oro y piedras preciosas y yo en recuerdos atesorados. Era media mañana cuando Luis estacionó en un subterráneo cercano a la catedral. Habíamos acordado con Oriol que nosotros iríamos a Del Grial, mientras que él se encargaría, a través de unos amigos restauradores, de someter las tablas a rayos X.
—Que si recuerdas cuando veníamos aquí a comprar figuritas y musgo para nuestro belén —repetí.
—Ah, sí. Claro que sí —sonrió—. Lo pasábamos en grande. La feria continúa instalándose en las Navidades, pero ahora toda esta zona es peatonal.
Cruzamos la avenida mientras yo redescubría la soberbia fachada, llena de filigranas talladas en piedra, de la catedral.
—Quiero entrar —dije.
El día anterior, recordando la librería, Alicia afirmó que aún funcionaba, y yo no sentía prisa alguna. Estaba expectante por lo que pudiera ocurrir allí y al mismo tiempo inquieta, temerosa de que no pasara nada y que aquel cuento, aquel bonito juego del tesoro se terminara de pronto escurriéndose de entre los dedos, quedándose en nada, como cuando de pequeña apretaba un puñado de arena fina en la playa. Así que, como niño reservando el placer de la golosina por el placer de posponer su disfrute, quise retrasar unos instantes nuestra llegada.
—¿Quieres hacer una visita turística? ¿Ahora? —se quejó Luis.
—Son sólo unos minutos —repuse—. Quiero ver si es como la recuerdo.
Él aceptó a regañadientes.
Oriol explicó en la comida del día anterior que aquella formidable estructura fue construida en los siglos XIII y XIV cuando los templarios estaban en su apogeo y que éstos desaparecieron antes de que el edificio se terminara. Aquellos frailes fueron grandes propagadores del estilo gótico.
El pequeño vestíbulo de madera de la entrada deja paso a un enorme espacio interior de piedra labrada, donde los pilares se elevan esbeltos en columnas y columnillas formando arcos apuntados, que se cruzan entre ellos, creando bóvedas ojivales. Y en el centro de cada domo, cerrándolo, una dovela clave, la gran piedra llave; soporte de todo, redonda y esculpida, medallón gigantesco que parece flotar en el aire y muestra santos, caballeros, blasones y reyes. En los laterales, por encima de las capillas, grandes ventanas ojivales de bellas y coloridas vidrieras iluminan las superficies pétreas.
El interior del templo no defraudó mis recuerdos, pero fue el claustro lo que me sedujo. Respiraba paz, distancia, aislamiento del mundo material, me costaba creer que me encontraba en medio del corazón de la ajetreada ciudad. El jardín central está poblado de palmeras y magnolios que se alzan, como queriendo escapar hacia el cielo remontando los arcos góticos, por encima de un lago de ocas blancas. Parecía como si estuviéramos a muchos kilómetros de distancia, cientos de años atrás, en plena Edad Media.
Fue entonces cuando vi a ese hombre. Estaba apoyado en uno de los pilares, al lado de la fuente musgosa sobre la que cabalga Sant Jordi. Simulaba mirar las aves.
Sentí un escalofrío. Era el hombre del aeropuerto, el que esperaba en mi hotel, el mismo que me pareció ver entre la muchedumbre en las Ramblas. La misma ropa oscura; barba y pelo blancos. Su aspecto demente. Esta vez sus ojos de azul frío no chocaron con los míos. Pensé que disimulaba.
—Vámonos —le dije a Luis tirando de la chaqueta. Me siguió sorprendido y salimos por una de las puertas que daba a la calle, frente a un viejo palacio.
—¿Qué te ocurre ahora? —quiso saber Luis—. A qué viene la prisa...
—Se hace tarde —murmuré. No quería darle explicaciones.
Cruzamos la plaza en dirección a la librería Del Grial, ubicada en una callejuela cercana; esperaba que esa salida brusca despistara al individuo de pelo blanco: estaba ya convencida de que me seguía.
La Del Grial era una librería verdaderamente antigua y se dedicaba a eso, a libros viejos. La encontramos en una casa de aspecto más vetusto aún, de la cual no me atrevería a adivinar edad o época. La puerta y los cortos escaparates tenían zócalo de madera y a través de los cristales todo parecía amontonado; las vidrieras atestadas de libros, colecciones antiguas de cromos, pilas de tarjetas, postales, carteles, calendarios con muchos, muchos años, y una capa de venerable polvo encima. Al entrar sonó una campanilla. No se veía a nadie y Luis y yo nos miramos interrogándonos sobre qué hacer. El desorden que presagiaba aquel lugar en su exterior se veía superado por la realidad de adentro. El local se alargaba a través de un pasillo a cuyos lados se alzaban sendas estanterías, alcanzando el techo con volúmenes de variada encuadernación y tamaño; en el centro, unas mesas con revistas antiguas formaban una isleta que dividía el corredor en dos más estrechos. En sus portadas lucían dibujos de sonrientes muchachas a la moda de los años veinte. Mis ojos se fueron de inmediato a una colección de muñecas recortables a todo color y bellos trajes de época.
—¡Qué lugar! —exclamé, mientras miraba a mi alrededor. Me tentaba quedarme horas curioseando en aquel mundo de antiguallas fascinantes. Las peponas ilustradas, los ejércitos de soldados recortables, aquellas láminas de animales pintados. Recuerdos de infancias vividas y dejadas atrás quizá hacía cien años. Pero veníamos buscando algo muy concreto y después de mi encuentro con aquel hombre en la catedral me sentía inquieta, así que empujé a Luis hacia el interior del establecimiento.
—¡Hola! —gritó, a la vista de que nadie acudía al aviso de la campanilla.
Y entonces percibimos un movimiento al fondo del pasillo. Un muchacho joven, de unos veinte años, nos contemplaba por encima de unas gafas de cristales gruesos, como molesto, mirándonos cual intrusos ruidosos que hubieran profanado su paz de lector solitario de biblioteca. Sin duda lo habíamos retornado, en un momento inoportuno, desde un mundo seguro de antiguas fantasías a esa realidad moderna, prosaica y peligrosa de la que él se refugiaba protegido por barreras de letras, murallas de palabras, trincheras de frases, capítulos y libros.
—¿Qué desean? —nos increpó.
—Hola —repetí colocándome al lado de Luis; me preguntaba cómo contarle esa extraña historia a aquel chico.
—Venimos por algo que dejó aquí para nosotros el señor Enric Bonaplata —le dijo Luis adelantándose.
El chico puso cara de extrañeza antes de responder:
—No le conozco.
—Es que de eso hace muchos años —insistió Luis—. Trece.
—No sé de qué me habla.
Entonces le enseñé mi mano con los anillos.
—De esto —le dije.
Me miró sobresaltado, como si le estuviera amenazando.
—¿Qué es esto? —tras los gruesos cristales sus ojos parecían los de un pez. Miraba mis uñas. Me dije que de tenerlas pintadas en rojo le hubiera dado al muchacho un ataque de pánico.
—¡El anillo! —exclamé con impaciencia. Y sus ojos se fueron a los aros de mis dedos. Los miró unos momentos sin reaccionar.
—¡Este anillo! —aclaró Luis cogiéndolo con mi dedo dentro y acercándoselo al chico. Éste se me quedó mirando con expresión de asombro antes de exclamar:
—¡El anillo!
—Sí. El anillo —le reafirmó Luis.
El chico nos dio la espalda y avanzó unos pasos hacia el interior de la tienda gritando:
—¡Señor Andreu! ¡Señor Andreu!
Para mi sorpresa, aquella librería se prolongaba más allá del pasillo y desde algún lugar recóndito alguien respondió alarmado por el tono de la voz del mozo:
—¿Qué pasa?
—¡El anillo!
Y apareció un hombre delgado con aspecto de haber superado en varios años la edad legal de jubilación.
La sosa conversación de anillo, ¿qué anillo? se repitió y al fin le puse al señor Andreu el sello templario delante de las narices.
Separó mi mano hasta una distancia adecuada para sus ojos y gafas, exclamando también:
—¡El anillo! —no apartó la vista de la joya ni siquiera para preguntar—: ¿Puedo verlo?
Y lo examinó en todos sus ángulos y al trasluz y al fin se pronunció:
—¡Es el anillo! ¡No hay duda!
«Sí, claro» pensé, «eso es lo que he venido diciendo todo el tiempo». Entonces fue cuando el viejo flaco se quitó las gafas y empezó a medirme con su mirada.
—¡Una mujer! —dijo. «Obviamente» pensé. «Una mujer y el anillo. ¿Lo entiendes ya?» Todos aquellos ademanes y exclamaciones me empezaban a cargar, pero me quedé en prudente silencio. A ver qué hacía después.
—¿Cómo puede tener una mujer el anillo? —su tono era de indignación—. ¡Esperar tantos años para que venga una mujer! ¿Será posible?
—El sábado se leyó el testamento del señor Enric Bonaplata —intervino Luis— y la señorita Wilson junto a Oriol, su hijo, y yo mismo somos sus herederos en cuanto...
—A mí eso no me importa —repuso el viejo cascarrabias, cortándolo—. Yo haré lo que tengo que hacer y basta.
Y refunfuñando algo semejante a «cómo se le ocurrió a ese Bonaplata... otra mujer...» se volvió hacia su madriguera, que yo imaginaba un laberinto de papel antiguo que él roía cuando estaba hambriento y que a juzgar por su aspecto y humor no era capaz de digerir adecuadamente.
El chico se encogió de hombros como queriéndose excusar por el mal genio del abuelo y yo me giré para ver a Luis, que levantó una ceja diciendo sin hablar: ¿qué va a pasar ahora?
De repente mi corazón dio un vuelco. Luis estaba de espaldas a la puerta y en el momento de mirarlo vi a alguien que desde el exterior observaba a través de los cristales. ¡Era el tipo del aeropuerto! El del hotel, el que acababa de ver en el claustro de la catedral. Me estremecí.
El hombre sostuvo mi mirada un instante y desapareció. «¡Esto ya no es casualidad!» Me dije. Al notar mi sobresalto Luis se volvió hacia la puerta, pero ya era tarde.
—¿Qué pasa? —quiso saber.
—Acabo de ver a ese hombre, el de la catedral —susurré.
—¿Qué hombre? —y recordé que no le había dicho nada.
—Aquí está —el viejo apareció con un legajo de papeles sin darme ocasión a responder a mi compañero. Estaba atado con cintas y éstas precintadas con laca roja. El amarillento cartapacio exterior mostraba unas letras escritas a pluma que no fui capaz de descifrar. El hombre puso el paquete en mis manos y bufó de nuevo mirando a Luis en busca de solidaridad.
—¡Otra mujer! —repitió.
Estuve tentada de afearle al viejo su misoginia. Pero no lo hice; tenía lo que había ido a buscar y la aparición del hombre de la barba blanca me preocupaba. Así que le pasé el montón de papeles a Luis y le di las gracias al refunfuñón librero para ir de inmediato hacia la puerta. Saqué medio cuerpo afuera mirando cauta. No, ese hombre no estaba. Un par de señoras de edad se desplazaban por el callejón pero no había ni rastro de aquel personaje siniestro.
Pero yo sentía miedo, inquietud; presentía algo.
Anduvimos por las callejuelas, casi desiertas, camino al aparcamiento y vi acercarse a un par de jóvenes bien vestidos. En nada se parecían a ese viejo extraño, y me sentí más tranquila. Pero al cruzarnos, uno de ellos me abordó, empujándome contra un portalón de madera cerrado.
—Si calláis y sois obedientes no os pasará nada —nos advirtió el tipo. Me asusté al verle empuñar una navaja que movía, amenazándome, frente a mi cara. De reojo me pareció percibir que Luis se encontraba en un aprieto semejante.
—¿Qué quieren? —dijo él.
—Dame eso.
—Ni pensarlo —repuso Luis.
—Dámelo o te rajo el cuello —gritó el que le amenazaba. Y el hombre empezó a tirar de los documentos que Luis se negaba a ceder. «¡Quieren los papeles!», pensé sorprendida. Me imaginé a mi amigo moribundo, tendido en un suelo ensangrentado y yo intentando auxiliarle. Ni ese legajo, ni el tesoro, si de verdad existía, merecían su muerte. Nada merecía la muerte, eso es algo sobre lo que yo había meditado mucho desde el derrumbe de las Torres Gemelas.
—¡Dáselo, Luis! —grité.
Pero Luis continuaba resistiéndose y el individuo que forcejeaba con él lanzó un navajazo hacia las manos de mi amigo. Por suerte Luis pegó un tirón y no le acertó. Yo apoyaba mi espalda en la puerta y el segundo facineroso, pinchando mi cuello con su navaja, gritó: —¡Suelta los papeles o la mato!
Entonces ocurrió todo a la vez. Vi que por detrás de nuestros asaltantes, como surgido de la nada, llegaba el viejo de pelo y barba blancos. Tenía los ojos desorbitados. Yo ya estaba atemorizada, pero al ver a aquel hombre noté una extraña flojera en mis piernas. Por poco se me suelta la vejiga. Puro pánico. Se abatía sobre nosotros presagiando muerte. Blandía un cuchillo de hoja ancha de brillo siniestro y llevaba enrollada su chaqueta negra sobre su brazo izquierdo. Luis soltó un lamento; la navaja del salteador le había alcanzado en la mano con la que se aferraba al legajo. Le siguió un aullido de sorpresa y dolor, al hundir el viejo su daga en el costado derecho del tipo que me amenazaba. Éste dejó caer su navaja y yo sentí un gran alivio al no percibir su filo en mi cuello. En aquel momento Luis, herido en la mano, soltaba la carpeta pero su agresor, ocupado enviándole una cuchillada al viejo que se le venía encima, no se pudo hacer con ella. El recién llegado, con una agilidad y rabia sorprendentes para su edad, desvió el navajazo con su brazo protegido por la chaqueta y de inmediato devolvió la acometida lanzándole al individuo un tajo con aquel enorme cuchillo que parecía una espada corta. El otro, más joven, lo esquivó de un salto. Yo continuaba de espaldas a la gran puerta de madera y vi cómo el forajido herido emprendía la huida renqueando. El otro, que se había quedado frente al viejo y de espaldas a Luis, trató, otra vez, de herir a su inesperado oponente, que frenó la cuchillada con el brazo protegido tal como había hecho con la anterior. No esperó más el asaltante y aprovechando el momento, antes de que el viejo reaccionara, salió corriendo en pos de su compinche.
No me quedé tranquila; aquel anciano me atemorizaba más que el par de truhanes que había ahuyentado. Envainó su daga, sin preocuparse de limpiarle la sangre, en una funda de cuero que colgaba de su cadera y tranquilo, mirándonos a uno y a otro con esos ojos azules algo extraviados, se puso su arrugada chaqueta, tan negra como el resto de su atuendo. Comprobé que con ella escondía el arma a la perfección. «¿Qué querrá ese lunático?», me pregunté. Ni Luis ni yo nos habíamos movido, estábamos como en estado de conmoción, observando con recelo a nuestro salvador; mi amigo cubriendo su mano herida con la otra y yo protegiendo mi espalda contra la puerta.