El anillo (13 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: El anillo
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—Hola, Cristina —dijo Oriol, sin levantarse del sillón, con aspecto abatido. Tenía sus ojos azules enrojecidos. Sí, había llorado. Pero eso no quería decir que fuera homosexual o amanerado como acababa de insinuar Luis en su parodia. Yo entendía su llanto. La nota de Enric me había hecho soltar una llorera de las buenas. ¿Cuántas lágrimas no hubiera derramado de haber sido mi propio padre? Un padre desaparecido en la infancia, ese padre tanto tiempo añorado y que ahora hablaba en carta póstuma. Una misiva que esperando trece años traía sus últimos pensamientos. ¿Quién no se emocionaría?

Hubiera dado cualquier cosa por leer su carta. Pero era algo muy íntimo y no me atreví a pedírsela. Al menos no en aquel momento.

—Míralas —dijo Luis señalando dos pequeñas tablas apoyadas en lo alto de una cómoda. Medían poco menos de un palmo de ancho por dos de alto y en conjunto abultaban como la que yo tenía en casa de mis padres. Eran idénticas en estilo y color.

—Así que éstas forman un tríptico con mi tabla. ¿Verdad?

—Así es —confirmó Oriol—. Las maderas, aunque tratadas para su conservación, están bastante deterioradas por la carcoma, pero aún se puede ver en los lados restos de goznes. Por fortuna la pintura se hacía al temple, eso es, sobre una capa de yeso, indigesto para la carcoma.

—¿Goznes? —inquirí.

—Sí, bisagras —me aclaró Oriol—. Por su tamaño, este tríptico era un pequeño altar portátil. Estas dos piezas funcionaban a modo de puertas que se cerraban sobre la tuya, la mayor. Debía de tener algún tipo de asa y con ese tamaño reducido era fácilmente transportable. Los templarios la usarían en sus misas de campaña.

—¿Templarios? —quiso saber Luis—. ¿Cómo sabes que pertenecía a los templarios?

—Por los santos.

—¿Qué santos son ésos? —pregunté yo.

—El de la tabla de Luis, la que se colocaba a la izquierda de la central, y bajo la escena de Cristo crucificado en el calvario, es San Jorge, está de pie, sobre el dragón de la leyenda.

Miré la tabla colocada a mi derecha, que correspondería a la izquierda del conjunto. Tal como decía Oriol, estaba dividida en dos cuadros, en el inferior, un guerrero, de pie sobre un bicho con forma de sabandija y no mayor que el pellejo de un perro, vestía mallas bajo una túnica corta, capa, casco, corona de santidad, y sujetaba una lanza.

—Vaya porquería de dragón —dije. Ambos rieron.

—Pues sí —dijo Luis—. Vaya mierda de bicho. En lugar de matarlo lo hubiera podido ahuyentar a patadas.

—La pintura gótica, al menos la de los siglos XIII e inicios del XIV no se preocupa de las proporciones ni de la perspectiva —nos aclaró Oriol—. Lo importante es que el santo se identifique. Si se pinta un guerrero pisando algún reptil, ése es San Jorge. Sólo que éste es bastante particular.

—¿Por qué? —inquirí.

—Porque generalmente se le representa con una cruz roja, pero fina y alargada, la de un cruzado común. No como ésta. Ésta es una descarada cruz patada, la cruz del Temple. Los orígenes del santo le sitúan en Asia Menor y era un oficial del ejército romano que convertido al cristianismo sufrió todo tipo de martirios que terminaron al cortarle la cabeza. No hay referencias históricas del personaje pero la leyenda cuenta que rescató a una princesa de un horrible dragón. Los cruzados le hicieron caballero y se convirtió en un símbolo muy poderoso: la victoria del bien sobre el mal. Dicen que apareció en un par de batallas, una en Aragón y otra en Cataluña, decidiendo a tajos de espada la victoria cristiana frente a los musulmanes.

—Y por eso es patrón de Cataluña y Aragón —afirmó Luis.

—En efecto, pero también lo es de Inglaterra, Rusia y de algún otro país; se puso muy de moda en la Edad Media. En todo caso, reparad en que murió decapitado. En el cuadrado superior, dentro de lo que parece una capilla habréis reconocido la escena, es un Cristo crucificado en el calvario. Muy clásica. Está la Virgen en actitud de desmayo y un San Juan apóstol doloroso con la mano en la mejilla en señal de consternación. Esta imagen está tan repetida en el gótico, tanto en pintura como escultura, que los anticuarios apodan al santo «el del dolor de muelas».

—En cuanto a mi tabla, que según las marcas de los goznes se situaba a la derecha del conjunto, nuestra izquierda según la miramos, muestra arriba, también dentro de una capilla, a un Cristo triunfante, resucitando, surgiendo del Santo Sepulcro.

Miré el cuadrado superior, rematado por un arco ligeramente apuntado, al estilo de mi pintura de la Virgen, y me di cuenta de que ese elemento era distinto en la tabla de Luis. Su arco tenía un lóbulo central que lo dividía en dos.

—Y en la parte inferior tenemos a San Juan Bautista, el precursor de Cristo —continuaba Oriol—, el que lo bautizó en el río Jordán. Era santo patrón por excelencia de los Pobres Caballeros, tal como los templarios se hacían llamar.

—Sí. Aspecto pobre sí tiene —afirmé. Era un hombre barbudo y de pelo largo con una especie de pergamino en su mano derecha y que se cubría con taparrabos de piel de oveja.

—Murió decapitado, como San Jorge —aclaró Oriol.

—Gracias por el detalle. Pero te lo podías haber ahorrado —bromeé fingiendo desagrado.

—Salomé, la concubina del rey, le pidió un deseo. Éste se lo concedió, y era la testa del Bautista en una bandeja.

—¡Qué asco! —dijo Luis.

—Así que los templarios gustaban de los santos que perdían la cabeza —concluí mirando a Oriol con intención.

—Ciertamente —repuso él sosteniéndome la mirada con media sonrisa. Me quedé dudando si había captado el tono de mi afirmación.

—Esto requiere una explicación, señor historiador —ahora era Luis el que quería saber—. Esos templarios parecían ser una secta muy rara.

—La historia es larga. Empezó cuando los príncipes cristianos, en gran parte borgoñas, francos, teutones e ingleses, inflamados por las arengas de varios frailes predicando a través de Europa, cayeron sobre Tierra Santa cual plaga de langosta. Mucho peor aún. Incluso los bizantinos y su capital Constantinopla, cristianos pero ortodoxos, sufrieron aquella banda de salvajes. Hubo baños de sangre inenarrables. Los reinos ibéricos apenas aportamos contingentes, suficiente trabajo teníamos con nuestra reconquista; estamos hablando de un siglo antes de la batalla de las Navas de Tolosa. Entonces los musulmanes controlaban la mayor parte de la Península y los reinos cristianos estaban bajo amenaza continua.

—Bueno, ¿y qué tiene que ver eso con las cabezas? —pregunté impaciente.

—Con el tiempo y el desgaste, los ímpetus de los nobles cristianos en Tierra Santa se moderaron y se empezó a pactar. Así, cuando un caballero caía prisionero en combate, se acostumbraba a negociar un rescate por su libertad. Si se trataba de un plebeyo, sin recursos para pagar, se le esclavizaba. Eso no ocurría con los Pobres Caballeros de Cristo. Habían hecho votos de pobreza y de morir luchando por la fe; eran máquinas entrenadas para la guerra. Por lo tanto los musulmanes sabían que no importaba cuán alto fuera el rango del templario que capturaran ni las fortunas que atesorara la orden, jamás cobrarían rescate por uno de ellos. Y tampoco eran aprovechables como esclavos; sería como poner una bomba de relojería en casa. Por lo tanto, eso sí, con gran respeto y admiración, cuando lograban coger a uno de los caballeros de la cruz roja patada vivo, le cortaban el cuello lo antes posible. Por esa misma razón los templarios luchaban hasta la muerte, no se rendían, no pedían tregua ni esperaban clemencia.

—Ya veo —dijo Luis sonriendo guasón—. Por eso los templarios sentían esa camaradería con los santos decapitados; eran colegas.

Oriol afirmó con un gesto.

—¡Ah! —exclamé sumándome a la ironía de Luis—, eso lo explica todo. También que guardaran trozos de muerto en sus anillos. Vaya gente rara.

—Bueno, ¿qué hacemos ahora? —continuó Luis—. Aquí tenemos las tablas de los santos descabezados antes de que les cortaran la testa y en Nueva York la pieza central. Según Enric, ese tríptico contiene el secreto de un fabuloso tesoro —me miró a mí—. Tendrás que hacer que nos envíen la pieza que falta, ¿no?

—Espera un momento —cortó Oriol—. Nadie está obligado a aceptar una herencia. Cristina no quiso darnos antes una respuesta y ahora debe decidir si quiere buscar ese tesoro o no. Si decide hacerlo, adquirirá un compromiso y eso va a producir cambios en su vida, tal vez importantes. Empezando por pasar una temporada aquí —lanzó una mirada a mi anillo de prometida—. Y seguramente tiene compromisos en América.

—¿Qué ocurre contigo, Oriol? —inquirió Luis—. ¿A qué viene esa pregunta? ¡Claro que Cristina quiere encontrar el tesoro!

—Deja que lo diga ella por sí misma. Yo también tengo sentimientos encontrados en este asunto. Pienso que a veces hay cosas que no se debieran remover. No hay que resucitar a los muertos.

Había un tono triste en su voz que me conmovió.

—¿Qué quieres decir con eso? —Luis se estaba enfadando—. ¿Otra vez con ésas, Oriol? ¡Por Dios! ¡Estamos hablando de la última voluntad de tu padre!

—Yo estoy por buscar ese tesoro —dije, en un impulso, cortando la polémica que se iniciaba, y a sabiendas del lío que mi decisión causaría en Nueva York.

—Yo también —dijo Luis y ambos quedamos pendientes de Oriol.

Él miró al techo y pareció pensar. Luego su cara se iluminó con esa sonrisa, la de cuando era niño, la que me enamoraba. Parecía como si el sol saliera de entre nubarrones.

—No voy a dejar que os divirtáis solos —y levantó la barbilla con arrogancia traviesa—. Además, nunca lo conseguiríais sin mí. Yo también juego.

Yo casi salto de alegría, miré a Luis, se le había pasado el enfado y también sonreía. Era como regresar a la infancia, jugar de nuevo con Enric. Sólo que él ya no estaba con nosotros. ¿O quizá sí?

—¡Bravo! —exclamó Luis levantando su mano para palmear las nuestras—. ¡A por esa fortuna!

De pronto la expresión de Oriol se ensombreció cuando dijo:

—No sé, pero siento algo extraño —tragó saliva—. Quizá no sea tan buena idea.

Hizo que desaparecieran las sonrisas y yo pensé que quizá supiera algo que los demás ignorábamos. ¿Qué razones tendría para esa reserva? ¿Qué le habría dicho su padre en esa carta póstuma?

Dieciocho

Esa noche, otra vez, tuve dificultades para conciliar el sueño dándole vueltas a aquel galimatías. Me senté en la oscuridad a contemplar las luces de una Barcelona que, a pesar de haber superado las cuatro de la madrugada, parecía bastante menos dormida que la noche anterior. Claro, era viernes. Habíamos salido los tres a cenar y después fuimos a tomar unas copas al local de moda. Luis se metía conmigo, actuaba como el gallito del corral. Y yo se suponía que debía de ser la gallina. Me piropeaba, usando un doble lenguaje cuya connotación sexual iba creciendo conforme las copas caían. Sus elogios no me molestaban, me hacía reír. No quise frenarlo para ver cómo reaccionaba Oriol. Éste observaba a su primo divertido y de cuando en cuando añadía alguna observación positiva sobre mi persona. ¿Por qué las mismas palabras en su boca me sonaban mucho mejor que cuando Luis las pronunciaba? Y sus ojos. Sus ojos azules brillaban en la penumbra del local. No elevaba la voz como su primo, así que cada vez que él decía algo yo, para poder oírlo por encima del barullo, me acercaba dejando casi de respirar. Al principio me divirtió el jueguecito, pero me quedé con esa impresión de que Luis actuaba de gallito, yo de gallina... y Oriol de capón. Y eso me deprimía, así que no quise prolongar demasiado la velada para llamar a Nueva York a una hora razonable.

Mi madre puso el grito en el cielo. Que ya me había dicho que eso era una trampa, que seguro que lo del tesoro era invención de alguien para atraerme a Barcelona. ¡Cómo podía tirar por la borda mi excepcional carrera de abogada tomándome ahora un año sabático! Era igual si sólo se trataba de un mes o dos. Lo estropeaba todo.

¡Alicia! ¡Seguro que esa bruja tenía la culpa! ¡Que ni me acercara a ella! ¡Y que no! Ya me podía olvidar de eso; bajo ningún concepto ella me enviaba la tabla de la Virgen tal como yo pedía. Que regresara, por favor, que ese asunto no le gustaba. ¡Ah! ¿Y Mike? ¿Qué iba a ocurrir con Mike?

Yo le razoné que era una aventura maravillosa de esas que la mayor parte de la gente desea, pero jamás disfruta en sus vidas, que se tranquilizara, que Mike lo entendería, y también los del bufete. Y que si no lo aceptaban, yo era capaz de encontrar un trabajo mejor a mi regreso.

—¿Pero es que no lo comprendes, Cristina? —me dijo—. Si te quedas ahora, no volverás nunca —sollozaba.

Hice lo que pude por tranquilizarla. Por lo general, mi madre es una señora muy comedida. ¿Por qué esos excesos? ¿Qué le ocurría?

Mike fue mucho más razonable.

—Está bien, reconozco que suena como una aventura de las de Indiana Jones —argumentaba—, pero ¿no será que a alguien se le han fundido los plomos? ¿Un tesoro? Eso es muy excitante, pero lo de encontrar tesoros no ocurre en la vida real. Bueno, en la bolsa y en los casinos quizá... pero sólo es para profesionales.

Si deseas quedarte unos días más, hazlo, pero que sea un número que acordemos de inicio. ¿Qué quieres? Un par de semanas, un mes... pero luego se acabó. Recuerda que estamos prometidos y no hemos fijado aún fecha de boda.

—¡Sí, señor! —cuando Mike se ponía a razonar, negociando los términos adecuados, era una máquina de lógica irrefutable—. Tiene sentido. Trato hecho. Tan pronto regrese decidiremos fecha. ¿De acuerdo?

—Sí. De acuerdo —respondió cauto—. Pero no me has dicho cuánto tiempo te quedas.

—Porque aún no lo puedo precisar... menos de un mes. Seguro —afirmé enfáticamente.

—Pero ¿no habíamos quedado en fijar un tiempo preciso? —parecía que se enfadaba.

—Sí, claro que sí —me apresuré a darle la razón—. Pero para saber el tiempo que necesito, necesito tiempo...

La línea quedó en silencio. Me preguntaba si Mike estaría teniendo dificultades al digerir el juego de palabras que me había salido, él es muy de números, o quizá simplemente se estaba enfureciendo.

—¿Cariño? —inquirí al rato—. ¿Estás ahí?

—Sí, pero esto no me gusta —gruñó—. Quiero saber cuánto jodido tiempo mi prometida se va a quedar del otro lado del océano. ¿
Capici
? —a veces Mike trata de soltar una palabra en español y le sale italiano del Bronx.

Eso y otras cosas meditaba yo a las cuatro de la mañana, contemplando las luces lejanas de la ciudad a través de la oscuridad del jardín y sintiendo que sólo una pared me separaba de él, de Oriol.

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