Riendo para sí, Picton se metió la pipa en la boca y salió del edificio. Antes de seguirlo, reparé en la expresión de resentimiento de los ojos del guardia.
Durante la cena todos reímos y conversamos animadamente, aunque no sobre el caso. Conscientes de lo que sucedería más tarde esa misma noche, era como si temiéramos echar un maleficio al caso actuando como si Libby Hatch ya hubiera llegado y estuviera encerrada en su celda. Poco faltó para que al señor Moore le diera un ataque cuando se dio cuenta de la fecha en que estábamos. Era 27 de julio, lo que significaba que se había perdido la primera carrera de la temporada en Saratoga. Para animarlo, la señorita Howard sugirió que jugáramos una partida de póquer después de cenar, y con esta sugerencia no sólo consiguió que el señor Moore dejara de protestar, sino que los demás olvidáramos temporalmente nuestras preocupaciones.
Después de hacer los honores a una de las excelentes tartas de la señora Hastings, pasamos al salón y todos, salvo Cyrus y Lucius, nos sentamos en torno a la mesa de juego. El más joven de los Isaacson estaba demasiado nervioso para sentarse a jugar y Cyrus prefería tocar el piano. Los demás, sin embargo, hicimos nuestras pequeñas apuestas y nos enfrascamos en el juego con auténtico entusiasmo. La partida se volvió más y más apasionante con el paso de las horas, y sólo cuando la señora Hastings bajó de su habitación para avisarnos de que debíamos darnos prisa si queríamos recibir el tren de medianoche, nos dimos cuenta de lo tarde que se había hecho. Cuando lo hicimos, creo que a todos nos dio un vuelco el corazón; al menos un montón de carreras innecesarias precedieron nuestra salida: la clase de actividad frenética en que suele embarcarse la gente cuando llega un momento largamente esperado y no obstante imprevisible.
La caminata hacia la estación fue bastante tranquila, aunque yo observé que había muchas caras curiosas al otro lado de las ventanas iluminadas, algo muy inusual en un pueblo donde, como ya he dicho, todo el mundo se acostaba temprano. No era difícil explicar esa conducta insólita: la sensación de que la comunidad entera estaba en vísperas de un acontecimiento que podía cambiar sus ideas sobre muchas cosas— e incluso sobre sus propias personas— era más palpable que en cualquier otro momento de los cinco días previos, más palpable incluso que cuando Picton había anunciado el auto de procesamiento. Así que cuando oímos el lejano pitido del tren de medianoche, que todavía se encontraba a varios kilómetros al sudeste, no me cupo duda de que no éramos los únicos que temblábamos como hojas en el pueblo.
En el andén había otras personas: el guardia Henry, que tenía órdenes de esperar al sheriff Dunning, el señor Grose, del
Ballston Weekly Journal,
y un par de empleados suyos. El alcalde del pueblo estaba de vacaciones desde antes de que nosotros llegáramos allí, y al enterarse del auto de procesamiento había decidido prolongarlas. Al igual que Pearson, el fiscal del distrito, había supuesto que no sacaría ningún provecho político de este caso, sólo problemas, y acaso problemas graves. Grose no habló demasiado con ningún miembro de nuestro equipo, y Picton tampoco le ofreció noticias frescas sobre el caso. De cualquier modo no las habría publicado; de hecho creo que se encontraba allí por si se daba la improbable casualidad de que Dunning llegara solo o de que se produjera una catástrofe de algún tipo en la estación. Sospeché que si todo marchaba según lo previsto, la edición del sábado del periódico dedicaría sólo unas pocas líneas a lo ocurrido esa noche.
Cuando pasaban varios minutos de la medianoche, Picton señaló que esperaba que los españoles fueran aún más impuntuales que los estadounidenses si nuestro país pensaba declararles la guerra. Finalmente, a las 0.15, volvimos a oír el silbato del tren, esta vez mucho más cercano. El Niño saltó a las vías, puso en práctica el viejo truco indio de pegar la oreja al metal y regresó al andén asintiendo con entusiasmo. Oímos el ruido del tren al mismo tiempo que una luz resplandecía a través de una abertura entre los edificios situados detrás de la estación, y al cabo de unos segundos la locomotora de vapor y los cuatro vagones semivacíos irrumpieron con estrépito, obligándonos a retroceder unos pasos.
El sheriff Dunning fue el primero en bajar del primer vagón, y a pesar de la oscuridad notamos que estaba exhausto.
Lo siguió uno de sus agentes, y después de una larga pausa apareció «ella».
Su cuerpo curvilíneo estaba enfundado en un vestido negro de seda, cuya falda se mantenía intacta gracias a un duro miriñaque. Tenía las manos juntas, sujetas por un par de esposas pasadas de moda. Del pequeño sombrero negro azabache, adornado con una pluma de gallo, caía un velo también negro, aunque los orificios del tul eran lo bastante amplios para permitirnos ver con claridad los ojos dorados, que se iluminaron al captar la luz de la farola de gas del andén y se posaron en nosotros.
— Vaya— dijo Libby Hatch con el mismo tono que había empleado la primera vez que la habíamos oído hablar, un tono susceptible de interpretarse de muchas maneras y que me recordó las palabras de la señorita Howard sobre la personalidad disociada de Libby Hatch. Cuando vio a las personas que estaban detrás de nosotros, la mujer adoptó un aire más melancólico—. Señor Picton— dijo mientras bajaba los peldaños del vagón, ayudada por el sheriff Dunning—. No esperaba volver a verlo, y mucho menos en circunstancias como éstas.
— ¿De veras?— preguntó Picton en voz baja, incapaz de reprimir una sonrisa—. ¡Qué curioso! Porque yo siempre he pensado que volveríamos a encontrarnos y precisamente en estas circunstancias.
Los ojos dorados nos dirigieron una rápida mirada de odio a los demás y luego suavizaron su expresión al posarse en Grose.
— ¿Es usted, señor Grose?
— Sí, señora Hatch— respondió el hombre, algo sorprendido—. ¿Me recuerda?
— Sólo nos vimos un par de veces— respondió Libby con un pequeño gesto de asentimiento—, pero claro que lo recuerdo.— Debajo del velo, los ojos dorados se anegaron en lágrimas—. ¿Cómo está mi pequeña Clara? Me han dicho que ha recuperado el habla. Pero no puedo creer que haya… que haya…
Sus hombros se sacudieron y unos sollozos suaves escaparon de sus labios fruncidos.
Grose, que parecía a un tiempo confundido y emocionado, iba a responder algo, pero el doctor se interpuso entre los dos.
— Señor Picton, ¿me permite una sugerencia…?
— Desde luego— respondió Picton, captando la idea al vuelo— Dunning, usted y yo llevaremos a la señora Hunter, que así se llama ahora, a los tribunales. Hay una celda esperándola. ¿Ha traído un coche, Henry?
El guardia, que también parecía conmovido por la pequeña escena que acababa de presenciar, dio un paso al frente.
— Sí, señor.
— Entonces, vamos, señora— dijo Picton señalando la zona de aparcamiento de la estación—. Si desea hablar con la prensa, tendrá que presentar una solicitud a tal efecto en mi oficina.
El sheriff Dunning se colocó detrás de la mujer.
— Vamos, señora— dijo—. Será mejor que haga lo que dice el señor Picton.
Libby Hatch siguió llorando durante unos segundos, pero cuando vio que no le serviría de nada, se volvió hacia el doctor. La tristeza desapareció de su semblante con aterradora rapidez.
— Esto es obra suya, doctor. No crea que no lo sé. Pero no me importa lo que le haya dicho a mi hija ni lo que le haya hecho creer; cuando me vea, sabrá lo que debe hacer. Soy su madre.— Picton sujetó con firmeza el brazo derecho de Libby, hizo una seña a Dunning para que hiciera lo mismo con el izquierdo, y entre los dos la obligaron a andar—. ¿Me ha oído, doctor?— gritó por encima del hombro—. ¡Soy su madre! Sé que eso no significa nada para usted, pero para ella sí. ¡Y para cualquiera que tenga corazón! ¡Haga lo que haga, no podrá cambiar eso!
Llorando otra vez, la mujer se dirigió al aparcamiento con sus escoltas, seguidos de cerca por los agentes y el guardia de los tribunales.
Los demás los miramos subir a un coche de tres asientos, tirado por dos caballos, que se alejó mientras la única ocupante seguía sollozando. Entonces Grose se volvió hacia el doctor y lo reprendió con la mirada. Hizo una señal a sus hombres y juntos se encaminaron hacia el final de Bath Street, donde estaban las oficinas del
Journal.
— ¿Y bien, Kreizler?— dijo el señor Moore en medio del silencioso aparcamiento—. Supongo que ésa es la cuestión, ¿no?
El doctor lo miró con expresión ausente.
— ¿La cuestión?— preguntó en voz baja.
— Es la madre de Clara— respondió con expresión sombría pero también llena de curiosidad—. ¿Puedes cambiar ese hecho?
El doctor negó con la cabeza y abrió mucho los ojos.
— No. Pero quizá podamos cambiar el significado de ese hecho.
La comparecencia ante el juez estaba programada para las diez de la mañana siguiente, y quince minutos antes estábamos reunidos en la sala principal de los tribunales. Picton estaba sentado ante una larga mesa situada a la derecha de la sala, justo delante de la barra de roble que separaba la tribuna del público de la zona reservada a los funcionarios judiciales. Ante una mesa similar, a la izquierda de la sala, estaban Libby Hatch y un individuo moreno y atildado, con unos quevedos dorados sobre la nariz aguileña. Sin embargo, a pesar de sus bonitas gafas y su traje elegante, Irving W. Maxon no podía disimular su incertidumbre: miraba de un sitio a otro como un pajarillo nervioso, como si no supiera cómo se había metido en esa situación ni qué debía hacer para salir airoso de ella. Libby Hatch, por el contrario— que volvía a lucir su vestido negro de seda, aunque sin el sombrero y el velo— era la viva imagen de la confianza, con la vista fija en el estrado de madera que tenía delante con una cara que parecía a punto de esbozar la coqueta sonrisa que la caracterizaba.
Picton había puesto el reloj abierto sobre la mesa y lo miraba con mayor serenidad de la que había demostrado desde que lo conocíamos.
El doctor, el señor Moore, los sargentos detectives y la señorita Howard estaban sentados en la primera fila de la tribuna del público, detrás del señor Picton y la barra. Cyrus, el Niño y yo estábamos detrás de ellos. El filipino, que se había aseado escrupulosamente para la ocasión y llevaba traje de etiqueta, era una de las personas más presentables en las gradas del público, que desde las nueve y media estaban atestadas con los desaliñados vecinos del pueblo y algunos visitantes de Saratoga, de aspecto más cuidado. El sheriff Dunning estaba sentado a una mesa pequeña, a la derecha de Picton, y detrás de él, contra la pared derecha, estaba la tribuna del jurado con sus doce asientos vacíos. En el otro extremo de la sala había un guardia, y delante de él la estenógrafa de los tribunales, una mujer con aire formal y el peculiar nombre de Iphegeneia Blaylock. El escritorio del alguacil, situado delante del asiento del juez, estaba desocupado, y a ambos lados de dicho asiento había dos lámparas de hierro y dos banderas, la nacional y la de Nueva York. Junto a la puerta, pendientes de los que entraban y salían y de cómo se comportaban, estaban Henry y otro hombre uniformado un poco más bajo aunque aparentemente igual de fuerte.
Me resultaba extraño observar la escena desde un sitio distinto del banquillo de los acusados, pero la sensación de extrañeza pronto dejó paso a un sentimiento de alivio e incluso de entusiasmo, pues tomé conciencia de que en los días venideros todos nuestros esfuerzos de los últimos tiempos llegarían a una conclusión u otra en ese lugar. Era como estar junto a la valla de la pista de carreras, esperando que dieran salida a los caballos. Ansioso porque la función comenzara de una vez por todas, comencé a sacudir involuntariamente las manos y los pies. Y a juzgar por los ruidos que oía a mi alrededor, no era la única persona impaciente en la sala: los rumores, el parloteo y las risitas nerviosas subían de volumen segundo a segundo, y a las diez menos tres minutos tuve que gritar para hacerme oír por el señor Moore.
— ¿Qué?— me respondió señalándose la oreja.
— Le he preguntado si sabe cómo están las apuestas en el local de Canfield— grité.
Él asintió con un gesto.
— Cincuenta a una. Y estoy seguro de que subirían si Rupert no llevara el caso.
Silbé y miré al suelo, pero entonces se me ocurrió una idea y alcé la cabeza.
— ¿No podríamos apostar a través de una tercera persona?
El señor Moore sonrió, pero negó con la cabeza.
— Ya lo había pensado, pero le he prometido a Rupert que no lo haríamos. ¡Es muy supersticioso y cree que nos traería mala suerte!
Yo también sonreí y asentí. Cualquiera con alma de jugador habría comprendido a Picton.
En ese momento se abrió la puerta situada al fondo de la sala y entró el alguacil, que parecía dispuesto a devorar a cualquiera que quisiera convertir la sala en un circo. Jack Coffey era un hombre corpulento, con una mirada mortífera más propia de un parroquiano de una taberna de la frontera que de un funcionario de los tribunales, pero cuando vi al juez Brown, comprendí por qué había contratado los servicios de ese corpulento alguacil. Tan pequeño que prácticamente desapareció detrás del estrado cuando subió por la pequeña escalerilla que conducía a su asiento, Charles H. Brown tenía grandes orejas que sobresalían como las de un mono, una corta pero espesa melena de cabello blanco y un montón de arrugas en el rostro afeitado. Sin embargo, su mirada se asemejaba a la del alguacil y advertía que no estaba dispuesto a consentir impertinencias, mientras que la expresión firme de sus labios finos y arrugados y de su mandíbula angulosa daba fe del gran número de casos en que había tenido que administrar justicia.
Al verlo, me alegré aún más de no ocupar el lugar de Libby Hatch.
— ¡Todos en pie!— bramó el alguacil Coffey, con una voz profunda procedente de su fornido pecho.
Todos los presentes se incorporaron y se hizo un silencio absoluto mientras el alguacil notificaba el número exacto de la sesión sin desviar la vista de la concurrencia, por si algún listillo aún no se había dado cuenta de que estaba ante el poder supremo del estado de Nueva York. Con una tablilla en la mano, Coffey leyó los cargos.
— El pueblo del condado de Saratoga contra la señora Elspeth Hunter de la ciudad de Nueva York, antes señora Elspeth Hatch de Ballston Spa, antes señorita Elspeth Fraser de Stillwater, a quien se acusa de los homicidios con premeditación y alevosía de Thomas Hatch, de tres años de edad, y de Matthew Hatch, de cuatro años de edad, y del intento de asesinato de Clara Hatch, de cinco años de edad, todos naturales de Ballston Spa, hechos acaecidos el 31 de mayo de 1894.