El ángel de la oscuridad (39 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El ángel de la oscuridad
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— Y que lo diga— añadí yo—. Deberían haber visto su cocina. Yo no comería allí ni por todo el oro del mundo. Y el jardín es como un cementerio.

— Continúe— dijo el doctor, entusiasmado.

— En resumen— Marcus bebió del pico de la botella—, parece inconcebible que una mujer así planeara seis crímenes distintos con la misma eficacia que éste. Y debemos recordar que parte de la «habilidad» que le atribuimos es pura y llanamente suerte. Si no tenía idea de quién era Ana Linares, no podía saber que el padre de la niña no la buscaría ni acudiría a la policía. En consecuencia, ha cometido errores, aunque nosotros no podamos hacer nada al respecto. Pero eso no nos impide perseguirla en otra parte… Me refiero al pasado.

— Oh, estupendo— gimió el señor Moore—. El caso se nos ha escapado de las manos y ahora Marcus piensa que es H. G. Wells. Muy bien, Marcus, cuando construyas tu máquina del tiempo, todos nos meteremos dentro y…

— No. Espera, John.— La señorita Howard se irguió y sus ojos verdes recuperaron el brillo de costumbre—. Marcus tiene razón. Esa mujer ha de haber cometido algún error en el pasado, sólo que en su momento nadie trató de detectarlo. Si dejamos temporalmente el caso Linares e investigamos las demás muertes, conseguiremos descubrir sus puntos débiles.

— Después de todo, Moore— convino el doctor—, tenemos nuevos indicios. Ahora sabemos de dónde viene esa mujer. Es un dato crucial y debemos investigarlo pues la mayoría de los asesinos manifiestan alguna conducta aberrante en las primeras etapas de su vida. Y estamos prácticamente seguros de que ha cometido otro crimen antes de secuestrar a la pequeña Linares. En su momento pasó por una muerte natural, pero si interrogamos a los médicos involucrados y revisamos el caso a la luz de lo que hemos descubierto, tenemos muchas posibilidades de cambiar esa interpretación.

El señor Moore escuchó con atención y pareció que iba a seguir discutiendo, pero de repente se le ocurrió una idea.

— Sara, ¿has dicho que su pueblo natal está cerca de Saratoga?

La señorita Howard no vio la relación que tenía esa pregunta con lo que estábamos hablando y arrugó la cara.

— ¿Stillwater? Sí, está a unos veinte kilómetros al sudeste de Saratoga Springs. Junto al río. ¿Por qué, John?

El señor Moore reflexionó un instante y alzó un dedo.

— Tengo un amigo que se crió cerca de Saratoga. Trabajaba en la oficina del fiscal de Manhattan, pero hace unos años se marchó de Nueva York y ahora tiene un empleo en la fiscalía de una ciudad del norte. Ballston Spa sigue siendo la capital del condado, ¿no?

— Así es— respondió la señorita Howard.

— Bien— prosiguió el señor Moore—, si esa tal Hatch ha transgredido la ley, Rupert Picton es nuestro hombre. Es un fiscal nato, le encanta desenterrar trapos sucios.

— ¿Lo ves, John?— dijo el doctor levantando su copa—. No ha sido tan difícil, ¿no? Y no olvidemos que hemos descubierto que en el momento del último asesinato había algún vínculo entre esa mujer y los Vanderbilt. Debemos investigarlo.

Al oír el apellido de esa distinguida familia, la cara del señor Moore se llenó de una alegría perversa, como si fuera un niño con una caja de cerillas.

— Sí, y me gustaría participar en esa investigación— dijo—. El pomposo y santurrón de Corneil Vanderbilt… Quiero estar presente cuando le digan que su doncella dedicaba sus horas libres a secuestrar y asfixiar niños.

— No nos apresuremos a sacar conclusiones, caballeros— dijo Lucius—. De momento sólo tenemos un presunto homicidio y dos secuestros seguros.

— Yo lo sé y tú también, Lucius— respondió el señor Moore—. Pero Vanderbilt no. Quiero ver cómo se le bajan los humos a ese…

— Ya te hemos entendido, John— interrumpió el doctor—, y estarás presente cuando interroguemos a Vanderbilt. Pero aún nos queda una última cuestión.— Como era su costumbre, comenzó a pasearse por la sala (una señal de que habíamos superado el momento de escepticismo y de que continuaríamos con el caso) y a agitar una tiza en la mano—. Sabemos que Libby Hatch, como creo que deberíamos llamarla en adelante, llegará a un momento de crisis con Ana Linares. Después de oír lo que Stevie y Marcus han dicho del estado de su marido, también me inclino a pensar que está matando lentamente a su marido con morfina con la esperanza de que su muerte sea interpretada como consecuencia de la degeneración del hombre. De ese modo la esposa obtendrá la compasión y la admiración que tanto parece necesitar. Y la muerte de Hunter tendrá otros beneficios para ella, que heredará la pensión y la casa, que sospecho es propiedad de él, por no mencionar que le dejará vía libre para su relación con Knox. La cuestión es, ¿cómo prevenir estos hechos? Si continuamos escondiéndonos de ella, creerá que nos hemos dado por vencidos, pero si por el contrario le permitimos saber que estamos investigando su pasado…

— No se atreverá a volver a matar— concluyó la señorita Howard—, por lo menos hasta que la dejemos en paz.

— ¿Piensa decírselo directamente, doctor?— preguntó Lucius—. Le recuerdo lo que ha dicho John sobre los Dusters. Si esa mujer se entera de que vamos tras ella, se lo dirá a Knox y él nos enviará a sus esbirros.

— Razón por la cual será usted quien haga esa declaración, sargento detective. Usted y Marcus. Y no a título personal, sino en nombre del departamento. Puede que nos impidan hacer una investigación oficial, pero ella no tiene por qué saberlo, ¿verdad? No tendrá que presentar ninguna denuncia; basta con que le diga que la policía está al corriente de sus acciones y que vigilará sus movimientos. Si le hacen creer que actúan oficialmente, ella le transmitirá esa impresión a Knox. Los Hudson Dusters, aunque violentos, no son ni ambiciosos ni suicidas. Dudo mucho que arriesguen su libertad, su acceso fácil a la cocaína o su posición de ídolos de los bohemios por hacerle un favor a alguien, aunque ese alguien sea la
paramour du jour
de Knox.

— Tiene razón— dijo Marcus mirando a su hermano.

— Algo más que razón— replicó el doctor. Recogió los periódicos y los informes del hospital y los agitó en el aire—. Tenemos su pasado, o por lo menos fragmentos de él. Esto era lo que nos faltaba, un indicio de lo que se cuece por debajo de la conducta manifiesta, un «hueco por donde colarnos», como bien lo definió Sara. Hasta ahora estábamos paralizados, principalmente porque no encontrábamos orientación alguna en los textos de mis colegas que, como el resto de la sociedad, sufren una especie de miopía que les impide ver que una mujer, una madre, es capaz de crímenes semejantes. En consecuencia hemos avanzado a trompicones, a tientas, tratando de conocer aspectos de esta mujer que todos, en el fondo de nuestro ser, quisiéramos que fueran falsos o imposibles de conocer. Conocíamos su imagen física y teníamos pruebas de su conducta destructiva más reciente, pero ¿qué podíamos sacar en claro de eso? Ahora, sin embargo, tenemos detalles concretos de su pasado: la «clave». Y no debemos vacilar un instante en usarla.

— Aunque, quizá, doctor— dijo la señorita Howard poniéndose en pie y mirándome— deberíamos tomarnos un momento para demostrar nuestra gratitud a la persona cuyo valor nos ha permitido llegar hasta aquí.

Levantó su vaso… hacia mí. Yo me moví incómodo en mi asiento mientras los demás se volvían a mirarme. El desaliento de sus caras había dejado paso a la confianza, a la resolución y a las sonrisas. Uno a uno alzaron las copas y las botellas, y no me importa confesar que me puse como un tomate.

Pero yo también sonreía un poco.

— Por Stevie— prosiguió la señorita Howard—. Que ha hecho lo que ninguno de nosotros podría haber hecho, porque ha vivido lo que ninguno de nosotros ha vivido.

— ¡Por Stevie!— dijeron todos al unísono, bebieron grandes tragos de las copas y se congregaron a mi alrededor.

Yo miré primero a
Mike
y luego por la ventana. No recuerdo haberme sentido a un tiempo tan incómodo y complacido en toda mi vida.

— Vale, vale— dije alzando las manos para atajar sus muestras de afecto y agradecimiento—. Recuerden que tenemos trabajo…

25

El domingo el hurón
Mike
regresó a casa con Hickie y yo perdí un compañero que me ayudara a olvidar lo mal que había acabado con Kat. Pero el lunes por la mañana reanudamos la investigación y pronto estuve demasiado ocupado transportando al doctor y a los demás por la ciudad para pensar dónde estaría Kat o qué estaría haciendo. Sabía que le había escrito a su tía y que aguardaba una respuesta antes de viajar a California. Tenía la esperanza de que se pusiera en contacto conmigo antes de marcharse. Pero esperar era preferible a preocuparse, y puesto que Kat tenía el dinero y su billete, consideré que podía olvidar mis temores tanto si se comunicaba conmigo como si no.

El lunes por la mañana el doctor, el señor Moore y yo emprendimos el largo viaje al hospital St. Luke, que el año anterior había sido trasladado de su antiguo edificio en la calle Cincuenta y cuatro a uno nuevo en la calle Ciento catorce, entre Amsterdam Avenue y Morningside Drive. Acompañé a mis pasajeros hasta la entrada de uno de los pabellones— casualmente, el Pabellón Vanderbilt— donde las enfermeras uniformadas con vestidos largos de color azul celeste y delantales blancos procuraban mantener sus pequeños gorros blancos mientras subían y bajaban por la escalera de caracol metálica que rodeaba un pequeño ascensor. El doctor y el señor Moore entraron en el ascensor para subir a la planta alta, mientras yo regresaba a la calesa. Conduje hasta Morningside Heights y pasé las horas siguientes fumando un cigarrillo tras otro y contemplando el barrio de Harlem que se extendía por debajo de las escarpadas rocas.

La visita no fue tan bien como el doctor había deseado. Los médicos y enfermeras que habían atendido a la señora Libby Hatch y a su «hijo» dos años antes se escandalizaron ante la sugerencia de que la mujer había matado al niño y obligaron al doctor a dirigirse a las autoridades del hospital para permitirle el acceso a los archivos. Y esos archivos no revelaron nada nuevo sobre las visitas de la señora Hatch al hospital. Al igual que los documentos que yo había robado de su casa, decían que la mujer había actuado con rapidez y valor y que su comportamiento había inspirado la admiración y la compasión del personal del St. Luke.

Según nos dijo el doctor en el camino de regreso, este último punto le parecía particularmente interesante. Por lo visto en Alemania había un grupo de alienistas, psicólogos y especialistas de los nervios (a los que llamaban «neurólogos») que mientras estudiaban el tema de la histeria femenina habían descubierto que en ocasiones sus pacientes se volvían tan adictas a la atención de los médicos como los morfinómanos y los cocainómanos a la droga. El doctor explicó que si Libby Hatch sentía esa misma necesidad, podría haber usado la enfermedad de los niños a los que cuidaba (o descuidaba) para satisfacerla. Era como matar dos pájaros de un tiro; por una parte disimulaba su incompetencia como madre, y por otra obtenía la atención y los elogios de los médicos y las enfermeras. Sabríamos con seguridad si tenía ese deseo cuando recabáramos más información sobre su pasado, puesto que era típico que dicha necesidad se creara en etapas tempranas de la vida y se manifestara una y otra vez con posterioridad. Hasta era posible que llegara el día en que nos pudiéramos servir de esa necesidad, ya que, como toda conducta compulsiva, en el fondo era una grave debilidad y un obstáculo que podía traicionar, incluso destruir, a la persona afectada.

Después de reflexionar un momento, el señor Moore dijo que esa necesidad podía ser la razón de que Libby Hatch, o la señora Hunter, no hubiera tratado al doctor de la misma manera que a él mismo o a los Isaacson. Era cierto que los había abordado con una actitud calculada para apelar a los puntos débiles o a la vanidad de cada uno de ellos, pero quizás hubiera algo más en su respeto hacia el doctor. Tal vez no hubiera concebido la posibilidad de que una persona semejante interviniera en la investigación del secuestro o era posible que cuando se había mostrado especialmente amable con él, en el momento en que nos marchábamos, sintiera la necesidad de que el doctor le correspondiera, que creyera en su inocencia. Sin duda eso explicaría por qué había reaccionado con furia cuando el doctor rechazó su cordialidad. El señor Moore prosiguió diciendo que si la mujer tenía un deseo inconsciente de obtener la aprobación del doctor, quizá los sargentos detectives debieran hacerle saber que continuaría colaborando en el caso; sería como clavarle una espinita, por decirlo de algún modo, con la sola intención de inquietarla. Esa noche, cuando nos reunimos con Marcus y Lucius en la calle Diecisiete, ellos estuvieron totalmente de acuerdo con este razonamiento y decidieron incluir esa información en su visita de advertencia.

Sin embargo, dicha visita no se llevaría a cabo hasta que, con la ayuda de la señorita Howard, investigaran más a fondo las muertes de los bebés de la maternidad, ya que los sargentos detectives querían enfrentarse a nuestra adversaria con la mayor cantidad de munición posible. Pero esta investigación complementaria resultó harto complicada pues fue difícil, cuando no imposible, localizar a las madres de los niños en cuestión y más aún hacerlas hablar. Como ya he dicho, en la Maternidad de Nueva York se atendía a madres solteras y pobres, y muchas de ellas no se inscribían con sus nombres verdaderos. Este era el caso de las madres de mejor posición económica que ingresaban en el hospital para ocultar el resultado de una relación adúltera o que habían disfrutado de las ventajas del matrimonio sin molestarse por cumplir antes con sus formalidades. Los Isaacson y la señorita Howard tardaron varios días en encontrar a una sola mujer que reconociera ser la madre de uno de los niños muertos, y cuando la encontraron, dicha mujer olfateó problemas legales y se deshizo de ellos rápidamente.

Entretanto, el doctor y el señor Moore se ocuparon de la siguiente tarea programada: ir a visitar al honorable Cornelius Vanderbilt II, a quien el señor Moore llamaba «Corneil». (El nombre lo diferenciaba de su abuelo, el viejo bribón que había puesto a la familia en el mapa, y también de su hijo, Cornelius III, a quien llamaban «Neily».) El señor Cornelius II era un hombre generoso con las sociedades benéficas, pero también era el mayor santurrón de Nueva York y naturalmente no tenía ningún interés en relacionarse con un personaje tan cuestionable como el doctor Kreizler. Para que alguno de los miembros de nuestro equipo fuera admitido en su enorme mansión de la Quinta Avenida— que los entendidos en arquitectura describían como un
«château
del Renacimiento francés» y ocupaba una manzana entera entre las calles Cincuenta y siete y Cincuenta y ocho— hubo que solicitar los favores de un intermediario. En concreto, el señor Moore se vio obligado a pedir ayuda a sus padres, cosa que detestaba hacer. Éstos concertaron una visita para la tarde del jueves, pero también advirtieron al señor Moore que, independientemente del asunto que lo llevara allí, debía abstenerse de mencionar el nombre del hijo del señor Vanderbilt, Neily, de cuya existencia el viejo caballero no quería saber nada en esos momentos.

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