Acababa de abrir la puerta cuando una voz susurró:
— ¡Stevie!
La voz procedía de atrás del seto del lado este del jardín delantero. Cerré la puerta con sigilo, me acerqué al seto, miré por encima de él y vi a… Kat. Estaba de cuclillas, pegada a la pared de la casa de al lado, con la ropa arrugada, el pelo enmarañado y una cara que era la viva imagen del agotamiento. En las últimas doce horas me había resignado tanto a la idea de no volver a verla, que no me habría sorprendido más si me hubiera encontrado con un fantasma o una de esas sirenas de la mitología.
— ¿Kat?— dije en voz baja y salté el seto—. ¿Qué diablos haces? ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
— Desde las cuatro— dijo mirando de un lado a otro de la calle, más para rehuir mi mirada que porque buscara algo—. O eso creo.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y empezó a sorberse los mocos con fuerza y dolor. Se sonó la nariz con un pañuelo viejo y mugriento, manchándolo de sangre.
— Pero ¿por qué?
Se encogió de hombros, abatida.
— Tenía que salir de allí. Anoche se puso hecho una furia. La verdad es que a veces me pregunto si no está realmente loco.
— ¿Ding Dong?— pregunté y ella respondió con un gesto de asentimiento. Bajé la vista al suelo—. Es culpa mía, ¿no?
Kat negó con la cabeza, mientras las lágrimas se agolpaban en los ojos azules que todavía rehuían mi mirada.
— No fue por eso. O no fue sólo por eso.— Por fin dejó escapar un sollozo—. Stevie, tiene otras tres chicas fijas. ¡Tres! ¡Y yo soy la mayor! ¡No me lo había dicho!
No supe qué decir. Esa información no me sorprendía, desde luego, pero no podía decírselo a Kat.
— Así que— atiné a decir—, ¿tuvisteis una discusión?
— Más bien una pelea— respondió ella—. Le dije que a mí nadie me pone por debajo de una asquerosa de doce años.— Se dio un puñetazo en la sien—. Pero ahora todas mis cosas están allí…
— ¿Todas tus cosas?— pregunté con una sonrisita—. Venga, Kat. Sólo tienes dos vestidos, un abrigo, una mantilla…
— ¡Y la cartera vieja de mi padre!— protestó ella—. La que tiene la foto de mi mamá.
La miré fijamente.
— Pero eso no es lo que más te preocupa, ¿no?— La agarré del codo e intenté que me mirara—. El problema es que no te pasará más coca, ¿eh?
— ¡Bastardo!— gruñó sollozando otra vez—. Sabe muy bien cuánto la necesito. ¡Me juró que siempre me daría!— Finalmente me miró a los ojos con una expresión patética y se arrojó a mis brazos—. ¡Stevie, me estoy volviendo loca! ¡La necesito tanto!
Le pasé un brazo sobre los hombros temblorosos.
— ¡Vamos!— dije—. Entra. Una taza de café cargado te ayudará.
La ayudé a levantarse y prácticamente la llevé en andas hasta la puerta, donde ella se detuvo con cara de susto.
— No hay nadie, ¿no?— dijo mirando hacia las ventanas del salón—. Esperé a que se fueran. No quiero meterte en líos…
— Se han ido— aseguré con el tono más tranquilizador posible—. Pero aunque no fuera así no me crearían problemas. El doctor no es de ésos.
Ella chasqueó la lengua con aire dubitativo.
La llevé a la cocina y le serví una taza del café de Cyrus. Mientras se lo tomaba empezó a examinar la casa con los ojos muy abiertos, y debo confesar que al ver la expresión de sus ojos volví a acariciar la esperanza de que aceptara trabajar para el doctor. Así que la llevé al salón para que el lugar acabara de surtir su efecto. Reanimada por el café cargado, comenzó a moverse con mayor soltura e incluso sonrió, asombrada de las cosas bonitas que tenía el doctor y más aún de que yo viviera en un sitio semejante.
— Seguro que trabajas como un negro— dijo ella abriendo la pitillera de plata que estaba en la repisa de mármol de la chimenea.
— No es un trabajo duro— dije mientras me sentaba en el sillón del doctor como si fuera el señor de la casa—. Me hace estudiar.
— ¿Estudiar?— preguntó Kat con cara de asco—. ¿Para qué?
Me encogí de hombros.
— Dice que eso me permitirá vivir en una casa como ésta algún día.
— ¿A quién quiere engañar?— replicó ella—. Seguro que él no tiene todo esto porque haya estudiado.
Volví a encogerme de hombros porque no quería reconocer que el doctor venía de una familia adinerada.
— Ya entiendo por qué te gusta tanto este sitio.— Prosiguió mirando a su alrededor—. ¡No se puede negar que está muchísimo mejor que Hudson Street!
Al oír esas palabras se me ocurrió algo, una idea que seguramente me habría asaltado en el mismo momento en que había visto a Kat de no ser porque la preocupación por ella, como siempre, me había nublado la mente.
— Kat— dije lentamente, sopesando la cuestión—, ¿cuánto hace que frecuentas el local de los Dusters?
La chica se sentó en el sillón que estaba frente a mí, se abrazó como si tuviera frío y se encogió de hombros mientras bebía otro sorbo de café.
— No sé. Más o menos un mes. Desde que conocí a Ding Dong.
— Entonces sabrás quién entra y sale de allí, ¿me equivoco?
— Conozco a los clientes fijos— respondió encogiéndose de hombros otra vez—. Pero ya sabes cómo es ese lugar. Todas las noches van peces gordos a correrse una juerga. Media ciudad ha pasado por ahí en un momento u otro.
— Pero ¿reconocerías a los fijos?
— Puede. ¿Qué quieres saber?— Se levantó y se acercó a mí—. ¿Por qué pones esa cara, Stevie? De buenas a primeras te has puesto muy raro.
Miré fijamente la alfombra durante unos segundos y luego la tomé de la mano.
— Ven conmigo.
Enfilé hacia la escalera y prácticamente arrastré a Kat al estudio del doctor. En la habitación cubierta de paneles de madera, las cortinas estaban echadas y la oscuridad era casi total. Tropecé un par de veces antes de llegar a la ventana, y cuando tiré del cordón de la cortina comprobé que había sido con los libros. La estancia estaba aún más desordenada que la semana anterior.
Kat miró alrededor con expresión ceñuda mientras se limpiaba la nariz.
— Este sitio no me gusta tanto— dijo con una mezcla de asombro y desencanto—. ¿Para qué demonios quiere tantos libros?
No respondí; estaba demasiado ocupado buscando algo entre los papeles del escritorio del doctor, con la esperanza de que los sargentos detectives hubieran dejado al menos una copia.
Debajo de un libro gordo escrito por el doctor Krafft-Ebing, encontré por fin una de las fotografías del dibujo de la señorita Beaux.
La acerqué a la luz que se filtraba a través de las delgadas cortinas blancas que todavía cubrían las ventanas y le hice una seña a Kat para que se acercara.
— ¿Alguna vez has visto a esta mujer?— pregunté enseñándole la foto.
— Claro— respondió ella, reconociéndola de inmediato—. Es Libby.
— ¿Libby?
— Libby Hatch. Una de las amantes de Goo Goo.— Se refería a Goo Goo Knox, el cabecilla de los Dusters. Kat arrugó la cara como siempre que no entendía algo, como si su nariz fuera la broca de un taladro—. ¿Qué diablos hace tu amigo el doctor con una foto de Libby? Y una buena foto.
— Libby Hatch— murmuré mirando por la ventana durante unos segundos, tiempo suficiente para darme cuenta de que, tal como la señorita Howard había dicho el día anterior, el asunto que teníamos entre manos era mucho más complicado de lo que parecía al principio.
— ¡Vamos!— dije sujetando otra vez la mano de Kat.
Tiré de ella como de una muñeca de trapo y corrí a la puerta. Entonces cambié de idea, volví al escritorio y abrí la agenda de piel donde el doctor apuntaba las direcciones y los números de teléfono.
— ¡Stevie!— protestó Kat—. ¿Te importaría dejar de arrastrarme de un lado a otro? No me siento precisamente como una atleta, ¿sabes?
— Lo siento— dije mientras abría la agenda en la «I». Encontré el número que buscaba y volví a correr hacia la puerta, siempre con Kat a rastras.
— ¡Ay!— gritó ella—. ¿No me has escuchado, Stevie?
No respondí. Bajamos a la cocina y entramos en la despensa, donde por fin solté a Kat para coger el auricular y el micrófono del teléfono. Segundos después le di a la operadora el número de los sargentos detectives, o más bien el de la casa de sus padres, que estaba en la calle Dos entre la Primera y la Segunda avenidas, cerca del viejo cementerio de Marble y no muy lejos de un par de sinagogas.
Una voz de mujer respondió al otro lado de la línea; gritaba como todos los que todavía consideraban que el teléfono era un invento fantástico.
— ¿Diga?— vociferó la mujer con marcado acento extranjero—. ¿Quiénes?
— Quisiera hablar con uno de los sargentos detectives, por favor— respondí.
Kat dio un paso atrás y puso cara de preocupación.
— Stevie, no estarás llamando a la poli para que vengan a buscarme, ¿no?
Como de costumbre, Kat daba por sentado que todo lo que pasaba tenía que ver con ella.
— Tranquila— respondí negando con la cabeza—. Es por… negocios.— Me gustaba la sensación de decirle algo así—. Sírvete más café. También tenemos nevera, si quieres…
Me interrumpí porque la mujer del teléfono me estaba gritando.
— ¿Cuál de los sargentos detectives? ¿Lucius o Marcus?
— ¿Eh? Ah, cualquiera, me da igual.
— Marcus está en la jefatura. Llamaré a Lucius. ¿Quién lo llama?
— Dígale que es Stevie.
— ¿Stevie?— repitió la mujer, poco impresionada—. ¿Qué Stevie? ¿Stevie qué?
Comenzaba a perder la paciencia.
— El doctor Stevie— dije arrancando una risita a Kat, que estaba investigando la comida que guardábamos de la nevera nueva.
— Negocios— se burló ella mirándome por el rabillo del ojo—. Claro.
La mujer dejó el teléfono con un estruendo que me retumbó en la cabeza y me hizo apartar el auricular.
— ¡Dios santo!— exclamé. Esperaba que no me hubiera roto el tímpano—. ¡Maldita familia de locos!
Pocos segundos después volví a oír un chirrido al otro lado de la línea y la voz de Lucius, aunque no me hablaba a mí.
— No, mamá, Stevie no es médico, sólo es… ¡Por favor, mamá, vete!— Oí unas protestas indescifrables y Lucius repitió—: ¡Vete, mamá!— Respiró hondo y esta vez me habló a mí—: ¿Stevie?
— El mismo.
— Lo siento. Mi madre todavía no entiende el teléfono y dudo que alguna vez llegue a hacerlo. ¿Qué pasa?
— Tengo novedades que creo que les ahorrarán trabajo a usted y al sargento detective Marcus. ¿Puede ir a buscarlo y traerlo aquí?
— Iré yo— respondió Lucius—. Estaba haciendo el análisis de la muestra que tomé del dardo, pero ya he terminado. A propósito, es estricnina. Marcus tenía que pasar por la jefatura y luego por el instituto. ¿Por qué?
— Será mejor que le diga que venga— respondí—. Creo que he descubierto algo muy importante.
— ¿Dónde está el doctor?
— El y Cyrus han ido al museo, pero no tardarán en volver. ¿Podrán venir?
— Tomaré un cabriolé y veré si encuentro a Marcus en el instituto.— Apartó la boca del micrófono y gritó—: ¡No, mamá, lo que hueles son productos químicos, no hay nada que limpiar…!— Volvió a dirigirse a mí—. Tengo que dejarte antes de que mi madre incendie la casa. Te veré en media hora.
La comunicación se cortó con un chasquido y colgué el auricular. Al regresar a la cocina, vi que Kat estaba a punto de freír unos huevos con arenques en una sartén grande.
— ¿Qué tal los «negocios»?— preguntó con una sonrisa.
Pero yo estaba demasiado asombrado para responder.
— Kat, ¿sabes cocinar?
— No me vengas con ésas— respondió con tono burlón—. ¿Crees que papá y yo teníamos criados, señor Stuyvesant Park? Siempre cocinaba para él. Huevos y arenques, ¡ése sí que es un desayuno como Dios manda!— Trató de romper un huevo en el borde de la sartén, pero el temblor de su mano se lo impidió. Entonces perdió la sonrisa y respiró hondo—. Dime, Stevie— dijo otra vez en voz baja y sin mirarme—. Tu amigo el doctor… bueno, ¿atiende a sus pacientes aquí?
— No— respondí negando con la cabeza. Sabía muy bien por qué me hacía esa pregunta—. De eso nada, Kat.
— Es que…— Su mano volvió a temblar y sus ojos se llenaron de lágrimas de desesperación—. No sé si puedo romper los huevos…
Recordé vagamente algo que el doctor me había dicho cuando estaba en el instituto y él se ocupaba de un chico que estaba aún peor que yo. Era algo sobre lo que podía pasarle al cuerpo humano cuando uno dejaba de tomar drogas de golpe y porrazo. Sabía que probablemente hubiera un poco de cocaína en la pequeña consulta que el doctor mantenía en la planta baja, pero no estaba dispuesto a dársela a Kat. Sin embargo, cuando ella gimió de dolor, se apretó la barriga y se sentó en una silla, pensé que debía hacer algo, de modo que corrí a la consulta y abrí el pequeño armario con puertas de cristal donde el doctor guardaba un montón de frascos. Los revisé rápidamente y encontré elixir paregórico. Sabía que se lo daban a los bebés que tenían cólicos, así que supuse que no podía hacerle ningún daño a Kat. Crucé el pasillo corriendo y me acuclillé junto a Kat.
— Aquí tienes— dije, pasándole el frasco—. Prueba esto.
Sin quitarse la mano del estómago, Kat gimió y bebió un buen trago del líquido. Luego apartó el frasco y sacó la lengua.
— ¡Puaj! ¿Qué demonios es eso?
— Algo para el dolor de barriga.
— ¡Necesito coca!— protestó dando una patada en el suelo.
— Kat, aquí no hay. Procura tranquilizarte. Bebe un poco más.
Le acerqué el frasco a la cara, pero ella cabeceó para impedir que la obligara a tragar el líquido amargo. Sin embargo, después de otro sorbo pareció tranquilizarse.
— ¿Mejor?— pregunté.
Asintió lentamente con la cabeza.
— Un poco. Uf.— Finalmente se quitó la mano del estómago, respiró hondo y se puso en pie—. Sí. Ya estoy mejor.
— Puede que ahora te apetezca comer algo, ¿eh?— La llevé hasta el fogón—. Aunque todavía no estoy seguro de que sepas cocinar.
Kat consiguió soltar una risita y cogió un huevo con mano más firme.
— Espera y verás— dijo rompiendo con habilidad la cáscara marrón en el borde de la sartén—. Después querrás tomar un desayuno como éste todos los días.— Se encogió un poco y se volvió hacia la mesa—. Dame un poco más de eso, ¿quieres? Sabe a rayos, pero me sienta bien.
Mientras freía los huevos y los arenques, Kat tomó varios tragos del elixir paregórico, y su humor mejoró considerablemente. La media hora siguiente la recuerdo como uno de los momentos más felices que pasé con ella. Preparamos el desayuno y comimos como dos personas normales; charlamos, reímos y olvidamos por un rato lo que la había llevado a casa del doctor. Empezó a hablar del día en que iba a tener una casa grande y hermosa, y aunque yo jamás creí que hacer la calle pudiera conducirla a un sitio así, parecía tan contenta y sana que la dejé soñar despierta. De hecho, sentí un poco de pena al oír el timbre poco después de las diez. Yo estaba fregando los cacharros y Kat había encendido un cigarrillo mientras seguía fantaseando con su futuro. Incluso llegó a bromear diciendo que me contrataría para que trabajara en su casa. Nunca, ni siquiera en mis fantasías, había imaginado que Kat y yo pudiéramos vivir bajo el mismo techo cuando fuéramos adultos, y era una posibilidad tan remota que tampoco se me ocurrió esa mañana. Supongo que ella tenía mucha más imaginación que yo.