—Usted no cree en Dios, ¿verdad?
—No.
—Para mí las cosas no tendrían sentido sin Él.
—Para mí no tienen sentido con él.
—Leí una vez un libro…
Nunca supe qué libro había leído Pyle (presumiblemente no era de York Harding ni de Shakespeare, ni la antología de poesía contemporánea, ni de
La fisiología del matrimonio
… quizá fuese
El triunfo de la vida
). Nos llegó una voz directamente a la torre donde estábamos, parecía hablar desde las sombras a través de la trampilla… una voz hueca de megáfono que decía algo en vietnamita.
—Ya está —dije.
Los dos centinelas se aprestaron a escuchar, con las caras vueltas hacia el agujero para el rifle, y las bocas abiertas.
—¿Qué es? —preguntó Pyle.
Caminar hasta el ventanuco era corno atravesar la voz. Miré rápidamente afuera: no había nada que ver… ni siquiera podía distinguir la carretera, y cuando volví a mirar al cuarto había un rifle apuntando, no sabía bien si a mí o al hueco. Pero cuando anduve siguiendo la curva de la pared el rifle se movió, vacuo, me siguió apuntando: la voz volvió a decir lo mismo otra vez. Me senté y bajaron el rifle.
—¿Qué está diciendo? —preguntó Pyle.
—No lo sé. Supongo que han encontrado el coche y estarán diciéndoles a estos tipos que nos entreguen o será peor. Es mejor que coja esa ametralladora antes de que se decidan.
—Éste nos disparará.
—Aún no está seguro. Cuando lo esté disparará en cualquier caso.
Pyle movió las piernas y el rifle volvió a levantarse.
—Me moveré por la pared —le dije—. Cuando él mueva los ojos, apúntele.
Justamente cuando me levantaba se paró la voz: el silencio me hizo saltar.
—Deje caer el rifle —dijo Pyle secamente.
Me estaba preguntando si la ametralladora estaría cargada —no me había molestado en mirarla— cuando el soldado arrojó su rifle.
Crucé la habitación y lo cogí. Entonces empezó otra vez la voz… tenía la impresión de que 110 había cambiado ninguna sílaba. Quizá estuvieran usando un disco. Me preguntaba cuándo expiraría el ultimátum.
—¿Y qué va a ocurrir ahora? —me preguntó Pyle, como un colegial que contempla un experimento en el laboratorio: no parecía personalmente involucrado.
—Quizá un bazuca, quizá un viet.
Pyle examinó su ametralladora.
—No parece tener ningún misterio —dijo—. ¿Disparo un tiro?
—No, déjeles que duden. Preferirán tomar el puesto sin disparar, y eso nos da tiempo. Lo mejor es que nos larguemos rápidamente.
—Puede que estén esperando abajo.
—Sí.
Los dos hombres nos observaban… digo hombres, aunque dudo que sumaran cuarenta años entre los dos.
—¿Y éstos? —preguntó Pyle, añadiendo con una franqueza sorprendente—: ¿les disparo?
Quizá quería probar la ametralladora.
—No han hecho nada.
—Nos iban a entregar.
—¿Y por qué no? —le dije—. No se nos ha perdido nada aquí. Es su país.
Descargué el rifle y lo puse en el suelo.
—No irá a dejarlo, ¿verdad? —dijo.
—Soy demasiado viejo para correr con un rifle. Y ésta no es mi guerra. Vamos.
No era mi guerra, pero deseaba que aquellos otros que había en la oscuridad también lo supieran. Apagué de un soplo la lámpara de aceite y descolgué las piernas por la trampilla, buscando a tientas la escalera. Podía oír a los centinelas hablando en murmullos uno con el otro como los cantantes de moda, en aquella lengua que sonaba como una canción.
—Siga recto, hacia adelante —le dije a Pyle—, hacia el arrozal. Recuerde que hay agua… no sé con qué profundidad. ¿Preparado?
—Sí.
—Gracias por la compañía.
—Siempre es un placer —dijo Pyle.
Oí a los centinelas que se movían detrás de nosotros: me pregunté si tendrían cuchillos. La voz del megáfono sonó apremiante, como si estuviera ofreciendo una última posibilidad. Algo se movió suavemente en la oscuridad debajo de nosotros, pero podía haber sido una rata. Titubeé.
—Ojalá pudiera echar un trago —dije entre murmullos.
—Vamos.
Algo subía por la escalera: no oía nada, pero la escalera temblaba bajo mis pies.
—¿Qué le detiene? —dijo Pyle.
No sé por qué pensé en ello como en algo que se acercaba silenciosa y subrepticiamente. Sólo un hombre podía subir por la escalera, y sin embargo no podía concebirlo como un hombre igual a mí mismo —era como si un animal se estuviera acercando para matar, muy sigilosamente, e implacable como un ser de otra creación—. La escalera temblaba y temblaba y me imaginé que veía unos ojos relampagueantes que miraban hacia arriba. De pronto no lo pude soportar más y salté, y no encontré nada allí abajo salvo el suelo esponjoso, contra el que me torcí el tobillo como pudiera haberme torcido una mano. Oí cómo bajaba Pyle por la escalera; me di cuenta de que había sido un estúpido aterrorizado que no había reconocido sus propios temblores, yo, que había creído que era duro y que carecía de imaginación, todo eso que debe ser un observador imparcial y un reportero. Me puse en pie y casi volví a caerme por el dolor. Me dirigí hacia el arrozal arrastrando un pie, y oí cómo Pyle me seguía. Entonces el proyectil de bazuca hizo explosión en la torre y me vi con la cara en el suelo otra vez.
—¿Está usted herido? —me preguntó Pyle.
—Algo me dio en la pierna. Nada grave.
—Sigamos —dijo Pyle apremiándome.
Lo podía ver porque parecía cubierto por una fina capa de polvo blanco. Enseguida desapareció como ocurre con una película en la pantalla cuando se funden las lámparas del proyector: sólo seguía la banda sonora. Me levanté a duras penas con la rodilla buena e intenté ponerme de pie sin que el tobillo izquierdo, que era el malo, cargara con el peso, y de nuevo me caí, sin poder respirar por el dolor. No era el tobillo: algo le había ocurrido a la pierna izquierda. No me preocupaba —el dolor quita la preocupación—. Me quedé muy quieto en el suelo con la esperanza de que el dolor no me volviera a encontrar. Incluso contuve la respiración, como se hace con el dolor de muelas. No pensaba en los viets, que muy pronto estarían inspeccionando las ruinas de la torre: lanzaron otro proyectil —querían asegurarse bien antes de acercarse—. «¡Cuánto dinero cuesta —pensé, cuando el dolor cedía— matar a unos pocos seres humanos!… se puede matar a los caballos de forma mucho más barata». No debía de estar totalmente consciente porque empecé a pensar que había llegado al matadero, que era mi terror infantil en la pequeña ciudad en la que nací. Pensábamos entonces que oíamos a los caballos relinchar de miedo y la explosión del tiro de gracia sin dolor.
Hacía un rato que no había vuelto el dolor, ahora que estaba tendido quieto, conteniendo la respiración… eso me parecía tan importante como cualquier otra cosa. Me preguntaba con lucidez si debería quizá arrastrarme hacía los arrozales. Los viets posiblemente no tendrían tiempo de registrar mucho. A estas alturas habría salido otra patrulla en un intento por encontrar a los soldados del primer tanque. Pero tenía más miedo del dolor que de los guerrilleros, y me quedé quieto. No había ni rastro de Pyle por ninguna parte: debía de haber llegado a los arrozales. Oí entonces a alguien que lloraba. Venía de la torre, o de lo que había sido la torre. No parecía que fuera un hombre llorando: era como un niño que estuviera asustado por la oscuridad y que tuviera miedo de gritar. Supuse que sería uno de los dos muchachos… quizá su compañero había muerto. Deseé que los viets no lo degollaran. No se debería hacer una guerra con niños; y me vino a la mente entonces aquel cuerpecito enroscado en una zanja. Cerré los ojos… eso me ayudaba a apartar el dolor, también, y esperé. Una voz gritó algo que no entendí. Casi sentía que podía dormir en esta oscuridad, en esta soledad, sin el dolor.
Entonces oí los susurros de Pyle:
—Thomas, Thomas.
Había aprendido con rapidez la técnica de moverse sin ruido; no lo había oído regresar.
—Váyase —le respondí con susurros.
Entonces me encontró y se echó a mi lado.
—¿Por qué no me siguió?, ¿está herido?
—La pierna. Creo que está rota.
—¿Una bala?
—No, no. Un tronco. Piedra. Algo de la torre. No está sangrando.
—Tiene que hacer un esfuerzo.
—Váyase, Pyle. No quiero, me duele mucho.
—¿Qué pierna es?
—La izquierda.
Se arrastró a mi alrededor y me levantó el brazo por encima de su hombro. Quería sollozar como el muchacho de la torre pero sentía rabia, y es difícil expresar la rabia en un susurro.
—Maldita sea, Pyle, déjeme en paz. Quiero quedarme.
—No puede.
Estaba tirando de la mitad de mi cuerpo apoyándose en el hombro y el dolor era intolerable.
—No quiera ser un maldito héroe. No quiero ir.
—Tiene usted que ayudar —me dijo—, o nos cogen a los dos.
—Usted…
—Cállese o lo van a oír.
Yo estaba llorando de humillación… no se podría usar una palabra más fuerte. Me alcé apoyándome en él y dejando la pierna izquierda colgada… parecíamos dos torpes contendientes en una carrera a tres patas y no habríamos tenido ninguna posibilidad de escapar si, en el momento en que salíamos, no hubiera empezado a disparar una Bren con rápidos y breves tiros, carretera abajo en dirección a la torre siguiente. Quizá hubiera una patrulla que estaba empujando o quizá estuvieran completando su ronda de tres torres destruidas. Así se cubrió el ruido de nuestra lenta y desmañada escapada.
No estoy seguro si estuve consciente todo ese tiempo: creo que durante los últimos veinte metros Pyle debió de cargar con casi todo mi peso.
—Con cuidado ahora —dijo—, vamos a entrar.
El arroz seco crujía a nuestro alrededor y el barro eructaba y subía. El agua nos llegaba a la cintura cuando Pyle se paró. Estaba jadeando y tenía algo en la respiración que le hacía emitir un ruido como de un sapo enorme.
—Lo siento —le dije.
—No lo podía dejar —dijo Pyle.
La primera sensación fue de alivio; el agua y el barro me mantenían la pierna suave y firmemente como una venda, pero pronto el frío nos hizo castañetear los dientes. Me preguntaba si sería ya más de medianoche; podrían quedarnos unas seis horas así si los viets no nos encontraban.
—¿Puede usted dejar de apoyarse sólo un momento? —me dijo Pyle.
Y me volvió la irritación irrazonable… no tenía ninguna excusa salvo el dolor. No había pedido que me salvara, o que me pospusiera tan dolorosamente la muerte. Pensaba con nostalgia en mi lecho en el suelo seco y duro. Me mantuve como un flamenco sobre una sola pierna intentando aliviar a Pyle de mi peso, y cuando me movía, los tallos de arroz me hacían cosquillas, me cortaban y crujían.
—Me ha salvado la vida —dije, y ya Pyle carraspeaba preparando la respuesta convencional—, para que ahora pueda morir aquí. Prefiero la tierra seca.
—Es mejor que no hable —me dijo Pyle como si yo fuera un enfermo.
—¿Quién diablos le pidió que me salvara la vida? Vine al Oriente para que me mataran. Es típico de su maldita impertinencia.
Me tambaleé en el barro y Pyle me sujetó colocándome el brazo alrededor de su hombro.
—Descanse —me dijo.
—Usted ha visto películas de guerra. No somos un par de infantes de marina, y no le van a dar una medalla al valor.
—Sh… Sh…
Se oían pasos, que se acercaban al borde del arrozal. La Bren de la carretera dejó de disparar y no había más ruido que el de los pasos y el ligero crujido del arroz cuando respirábamos. Entonces se pararon los pasos: parecía que estaban sólo una habitación más allá. Sentí la mano de Pyle que me apretaba el lado bueno para que me agachara lentamente; nos hundimos juntos en el barro muy despacio con el fin de causar el menor trastorno posible al arroz. Manteniéndome con una rodilla, y echando la cabeza hacia atrás con dificultad, conseguí mantener la boca fuera del agua. Me volvía el dolor a la pierna y pensaba: «si me desmayo aquí me ahogo» —siempre había odiado y temido la idea de ahogarme—. ¿Por qué no puede uno elegir la propia muerte? Ahora no había ruidos: quizá a seis metros de distancia estaban esperando un crujido, una tos, un estornudo… «Oh, Dios —pensé—, voy a estornudar». Si tan siquiera me hubiera dejado solo, sería responsable sólo de mi propia vida —no de la de él— y él quería vivir. Apreté los dedos que tenía libres contra el labio superior, como ese truco que aprendemos de pequeños cuando jugamos al escondite, pero el estornudo se prolongaba, estaba a punto de estallar, y en el silencio de la oscuridad los otros lo estaban esperando. Lo sentía llegar, lo sentía, y llegó…
Pero en el mismo segundo en que estalló el estornudo, los viets abrieron fuego con las ametralladoras, dibujando una línea de fuego a lo largo del arroz… se tragó mi estornudo con su repiqueteo seco como el de un taladro que hace agujeros en una superficie metálica. Respiré profundamente y me metí debajo del agua… de forma tan instintiva elude uno lo que quiere, coqueteando con la muerte, como la mujer que pide que su amante la viole. Sentimos cómo el arroz era barrido encuna de nuestras cabezas, y pasó la tormenta. Salimos a respirar en el preciso momento en que oímos cómo los pasos volvían hacia la torre.
—Lo hemos conseguido —dijo Pyle, y aun con mi dolor me pregunté qué habíamos conseguido: en mi caso, la vejez, el sillón de editorialista, la soledad; y en su caso, ahora sé que hablaba prematuramente.
Luego nos decidimos a esperar en el frío. A lo largo de la carretera a Tanyin ardía como con vida una hoguera: ardía feliz como una celebración.
—Ése es mi coche —dije.
—Qué terrible, Thomas. No soporto ver cómo se destruyen las cosas —dijo Pyle.
—Debe haber quedado suficiente gasolina en el tanque para que arda así. ¿Tiene usted tanto frío como yo, Pyle?
—Estoy helado.
—¿Qué le parece si salimos y nos echamos en la carretera?
—Deles otra media hora.
—Usted es el que está soportando el peso.
—Puedo aguantar, soy joven.
Lo había dicho con humor, pero sonó igual de frío que el barro. Yo había tratado de disculparme por lo que el dolor me había obligado a decir, pero éste volvió otra vez.
—Es usted joven, desde luego. Puede permitirse el lujo de esperar, claro.
—No le entiendo, Thomas.
Habíamos pasado juntos lo que parecía una semana completa con sus noches, pero no conseguía entenderme mejor que lo que entendía francés.