—No puede ser. Yo quiero a mi mujer y no veo razón alguna para permitir que se vaya. Si quiere tener un hijo bajo mi techo, puede hacerlo y el niño será bien acogido: siempre que se respeten la decencia y las normas establecidas. ¿Pretendes decirme que te importa más Duncan Forbes que esto? No me lo creo.
Hubo una pausa.
—¿Pero no te das cuenta de que tengo que dejarte y tengo que vivir con el hombre al que quiero?
—¡No, no me doy cuenta! No doy nada por tu amor ni por el hombre al que quieres. No creo en esas monsergas.
—Pero ya ves que yo sí.
—¿Tú sí? Distinguida señora, eres demasiado lista, te lo aseguro, para creerte eso de que estás enamorada de Duncan Forbes. Créeme, incluso ahora te importo yo más que él. ¡Así que por qué iba a tragarme esa tontería!
Se dio cuenta de que en eso tenía razón. Y pensó que no podía seguir ocultándolo.
—Porque no es a Duncan a quien quiero —dijo levantando los ojos hacia él—. Sólo hemos dicho que se trataba de Duncan para evitarte el disgusto.
—¿Para evitarme el disgusto?
—¡Sí! Porque a quien quiero de verdad, y eso hará que me odies, es a Mellors, que fue nuestro guardabosque.
Si hubiera podido saltar de la silla de ruedas lo habría hecho. La cara se le puso amarilla y sus ojos centelleaban ante la catástrofe al mirarla.
Luego se reclinó de nuevo en la silla, jadeante y alzando los ojos hacia el techo.
Al final volvió a erguirse.
—¿Quieres decir que me estás diciendo la verdad? —preguntó con aspecto desencajado.
—¡Sí! Y tú sabes que es cierto.
—¿Cuándo empezaste con él?
—En primavera.
Se quedó en silencio, como un animal atrapado.
—¿Y fuiste tú la mujer que estuvo en su dormitorio?
Así que en el fondo lo había sabido siempre.
—¡Sí!
Seguía inclinado hacia adelante en su silla, mirándola como un animal apaleado.
—¡Dios mío, mereces ser eliminada de la faz de la tierra!
—¿Por qué? —articuló ella débilmente.
Pero él pareció no haberla oído.
—¡Esa basura! ¡Ese paleto engreído! ¡Ese zarrapastroso miserable! ¡Y tú liada con él todo el tiempo, mientras vivías aquí y él era uno de mis criados! ¡Dios mío, Dios mío, y que no tenga límites la bajeza bestial de las mujeres!
Estaba fuera de sí de rabia, tal como ella había previsto.
—¿Quieres decir que vas a tener un hijo de un patán como ése?
—¡Sí! Voy a tenerlo.
—¡Vas a tenerlo! ¡O sea que estás segura! ¿Cuánto tiempo hace que estás segura?
—Desde junio.
Se había quedado sin habla y volvió a recuperar la expresión ausente de un niño.
—Se admira uno —dijo por fin— de que sea posible que nazcan seres como ése.
—¿Seres como cuál? —preguntó ella.
Él le dirigió una mirada siniestra sin contestar. Estaba claro que no era capaz de aceptar siquiera la existencia de Mellors en ningún tipo de relación con su propia vida. Era un odio absoluto, inexpresable e impotente.
—¿Y quieres decir que te casarías con él? ¿Y llevarías ese nombre repugnante? —preguntó luego.
—Sí, eso es lo que quiero.
Se quedó otra vez anonadado.
—¡Sí! —dijo por fin—. Eso demuestra que lo que he pensado siempre de ti era lo acertado: no eres normal, no estás en tu sano juicio. Eres una de esas mujeres medio locas, pervertidas, que sólo disfrutan con lo depravado,
la nostalgie de la boue
.
De repente se había vuelto casi ávidamente moral, viendo en sí mismo la encarnación del bien, y en gente como Mellors y Connie la encarnación del lodo, del mal. Parecía irse desvaneciendo paulatinamente dentro de un nimbo.
—¿No crees que sería mejor que nos divorciáramos y acabáramos con todo esto? —dijo ella.
—¡No! Puedes ir a donde te dé la gana, pero no me divorciaré de ti —dijo con gesto de idiota.
—¿Por qué no?
Permaneció mudo, en el silencio de la obstinación de los imbéciles.
—¿Llegarías incluso a dejar que el niño sea legalmente tuyo y tu heredero? —dijo ella.
—El niño no me importa en absoluto.
—Pero si es niño será legalmente tu hijo, y heredará tu título y Wragby será suyo.
—Eso no me importa nada —dijo él.
—¡Tiene que importarte! Evitaré, si puedo, que ese niño sea legalmente tuyo. Preferiría que fuera ilegítimo y mío sólo, si no puede ser de Mellors.
—Haz lo que mejor te parezca.
No había manera de hacerle cambiar.
—¿Y no te divorciarás de mí? —dijo ella—. ¡Puedes utilizar a Duncan como pretexto! No hay necesidad ninguna de mencionar el nombre real. A Duncan no le importa.
—Nunca me divorciaré de ti —dijo, como si estuviera remachando un clavo.
—¿Pero por qué? ¿Porque yo quiero que lo hagas?
—Porque hago lo que me parece, y eso no me parece.
Era inútil. Subió y le contó a Hilda los resultados.
—Es mejor que nos vayamos mañana —dijo Hilda— y dejar que recupere la sensatez.
Así que Connie pasó la mitad de la noche recogiendo sus cosas verdaderamente privadas y personales. Por la mañana hizo que enviaran sus baúles a la estación sin decir nada a Clifford. Decidió verle sólo para despedirse, antes de la comida.
Pero habló con la señora Bolton.
—Tengo que decirle adiós, señora Bolton, ya sabe por qué. Pero sé que puedo confiar en que usted no hablará.
—Oh, claro que puede confiar en mí, excelencia; ha sido algo muy triste para todos nosotros, desde luego. Deseo que sea usted feliz con el otro caballero.
—¡El otro caballero! Es el señor Mellors y le quiero. Sir Clifford lo sabe. Pero no diga nada a nadie. Y si un día cree usted que Sir Clifford estaría dispuesto a divorciarse de mí, comuníquemelo, por favor. Me gustaría casarme con el hombre al que quiero.
—Desde luego sería lo mejor, excelencia. Puede usted confiar en mí. Seré fiel a Sir Clifford y le seré fiel a usted, porque me doy cuenta de que los dos tienen razón, cada uno a su manera.
—¡Muchas gracias! Mire… querría darle esto…, si me lo acepta.
Así Connie dejó Wragby una vez más y se fue con su hermana Hilda a Escocia. Mellors encontró trabajo en una granja en el campo. La intención era que él consiguiera su divorcio si era posible, aunque no fuera posible el de Connie. Y durante seis meses trabajaría en el campo para que más tarde Connie y él pudieran comprar su propia granja, a la que él dedicaría sus energías. Porque tendría que trabajar y mucho, y tendría que ganarse la vida, aunque fuera el capital de Connie el que les permitiera ponerse en marcha.
De modo que tendrían que esperar hasta la primavera, hasta el nacimiento del niño, hasta que el verano comenzara a apuntar.
Finca The Grange Old Heanor
29 de septiembre
He entrado aquí sin grandes dificultades porque conocía a Richards, el zapador de la compañía, del ejército. Es una granja que pertenece a la compañía minera de Butler y Smitham; la utilizan para cultivar heno y avena para los caballos de la mina; no es una empresa privada. Pero tienen vacas y cerdos y todo lo demás y me pagan treinta chelines a la semana como obrero. Rowley, el granjero, me cambia de trabajo siempre que puede para que aprenda lo más posible entre ahora y las Pascuas. No he oído nada de Bertha. No sé por qué no se presentó para el divorcio, y no sé tampoco dónde está ni qué se propone. Pero si me estoy quieto hasta marzo, supongo que entonces seré libre. Y no te preocupes por Sir Clifford, decidirá librarse de ti cualquier día. Ya es mucho que te deje en paz.
Me alojo en una casa antigua de Engine Row que está muy bien. El dueño se ocupa de una máquina en High Park, alto, con barba y muy ferviente de la Secta de la Capilla. La mujer es una cosita como un pajarito, que admira todo lo que le parece distinguido: habla todo el tiempo el inglés de la corte y repite incansable «permítame, por favor…». Pero perdieron a su único hijo varón en la guerra y eso ha dejado una especie de vacío en ellos. Tienen una hija alta y desgarbada que se prepara para maestra de escuela y yo la ayudo a veces en sus lecciones, así que somos casi una familia. Son gente muy buena y casi demasiado amables conmigo. De manera que creo que estoy más mimado que tú.
No me disgusta el trabajo de la granja. No es para entusiasmar, pero no aspiro a entusiasmos. Estoy acostumbrado a los caballos, y las vacas, aunque son muy femeninas, me producen un efecto tranquilizante. Cuando me siento a ordeñarlas con la cabeza apoyada en un flanco me sirve de descanso. Tienen seis «Hereford» bastante buenas. Ya se ha terminado la cosecha de la avena; fue divertido, a pesar de que he acabado con las manos bastante mal y llovió mucho. No me ocupo demasiado de la gente, pero me llevo bien con todos. Lo mejor es ignorar la mayor parte de las cosas.
Las minas marchan mal; éste es un distrito minero como Tevershall, pero más bonito. A veces voy al «Wellington» a pasar un rato y charlar con la gente. Se quejan mucho, pero no van a cambiar nada. Como dice todo el mundo, los mineros de Notts-Derby tienen el corazón en su sitio. Aunque al resto de su anatomía no debe pasarle lo mismo en un mundo que ya no tiene sitio para ellos. Es gente que me gusta, aunque no son precisamente una inyección de optimismo: han perdido el antiguo espíritu del gallo de pelea. Hablan por los codos sobre la nacionalización: nacionalización de los beneficios, nacionalización de toda la industria… Pero no se puede nacionalizar el carbón y dejar las demás industrias como están. Hablan de dedicar el carbón a otros usos, lo mismo que intenta Sir Clifford. Puede que funcione aquí y allí, pero no como cosa general; por lo menos yo lo dudo. Se haga lo que se haga, luego hay que venderlo. La gente es muy apática. Piensan que toda esta leche está condenada a desaparecer, y yo creo que tienen razón. Y lo mismo les pasará a ellos. Algunos de los jóvenes gritan mucho diciendo que habría que establecer un soviet, pero no están muy convencidos. Nadie está convencido de nada, excepto de que éste es un agujero sin salida. Aunque hubiera un soviet, hay que conseguir vender el carbón: y ése es precisamente el problema.
Tenemos una gran población industrial y hay que darle de comer, así que hay que mantener esta puñetera noria en marcha. Hoy día las mujeres hablan mucho más que los hombres y con bastantes más cojones. Ellos parecen castrados; se dan cuenta de que esto se acaba, pero se comportan como si no hubiera nada que hacer. De cualquier manera, a nadie se le ocurre qué se podría hacer, a pesar de toda la palabrería. Los jóvenes están cabreados porque no tienen dinero que gastar. Toda su vida depende de poder gastar dinero, y ahora se encuentran sin él. Esta es nuestra civilización y nuestra educación: acostumbramos a las masas a depender por completo del gasto de dinero, y luego el dinero desaparece. Las minas están funcionando dos días o dos días y medio por semana, y no hay signos de que la cosa mejore ni siquiera en invierno. Eso significa que un hombre tiene que mantener a una familia con veinticinco o treinta chelines. Las mujeres son las que están más furiosas. Pero también son las compradoras más furiosas hoy día.
¡Si se les pudiera explicar que vivir y comprar no son lo mismo! Pero es inútil. Con sólo que estuvieran educados para vivir, en lugar de para ganar y comprar, podrían vivir muy bien con veinticinco chelines. Si los hombres llevaran pantalones rojos como te dije, no les importaría tanto el dinero; si supieran bailar, saltar y brincar, y cantar, y ser arrogantes y hermosos, no les haría falta mucho dinero. Y no dar a las mujeres otra diversión que ellos mismos y que las mujeres hicieran lo mismo por ellos. Deberían aprender a estar desnudos y ser bellos, a cantar juntos, a bailar en grupo como antiguamente, a labrar las sillas donde se sientan y a bordar sus propios emblemas. El dinero les sobraría. Esa es la única forma de solucionar el problema industrial: enseñar a la gente a que sepa vivir y viva en la belleza sin necesidad de comprar. Pero no puede hacerse. Las cabezas sólo miran hoy en una dirección. Mientras que la gran masa de la gente no debería intentar pensar siquiera, porque no pueden. Deberían vivir y dar saltos y adorar al gran dios Pan. Es el único dios apropiado para las masas, y siempre lo será. Hay una minoría que puede dedicarse a cultos más elevados si le gusta. Pero que la masa sea siempre pagana.
Claro que los mineros no son paganos, ni mucho menos. Son un rebaño triste, un montón de moribundos: muertos para las mujeres, muertos para la vida. Los jóvenes se lanzan a toda velocidad en sus motocicletas, con sus chicas, y bailan jazz cuando pueden. Pero están muy muertos. Y además hace falta dinero para eso. El dinero envenena cuando se tiene y mata de hambre cuando no.
Seguro que te estoy dando la lata con todo esto. Pero no quiero darte la murga hablando de mí, y además a mí no me pasa nada. No quiero pensar demasiado en ti, porque el resultado es que los dos llegamos a ser un puro revoltijo en mi cabeza. Pero, desde luego, sólo vivo para el momento en que tú y yo vivamos juntos. Estoy realmente asustado. Presiento al demonio en el aire y tratará de atraparnos a los dos. El demonio no, Mammón: que sólo es, creo yo, la voluntad colectiva de la gente que va tras el dinero y odia la vida. Sea como sea, siento que hay unas grandes manos blancas que se agitan en el aire y tratan de aferrarse a la garganta de cualquiera que trate de vivir más allá del dinero para estrangularle. Se acercan malos tiempos. ¡Se acercan malos tiempos, muchachos, se acercan malos tiempos! Si todo sigue como hasta ahora, el futuro no reserva más que muerte y destrucción para las masas industriales. Siento a veces que todo mi interior se diluye en agua, y mientras tanto ahí estás tú, que vas a tener un hijo mío. Pero no te preocupes. Por malos que hayan sido los tiempos, no han podido apagar nunca los corazones: ni siquiera el amor de las mujeres. Así que no podrán apagar mi deseo de ti, ni esa pequeña llama que existe entre tú y yo. Estaremos juntos el año que viene. Y aunque estoy asustado, creo en ti y en mí. Un hombre tiene que luchar y esforzarse por conseguir lo mejor y luego confiar en algo que esté más allá de sí mismo. No hay seguridad frente al futuro, a no ser creyendo en lo mejor que llevamos dentro y en la potencia que hay por encima de todo ello. Y así yo creo en la pequeña llama que hay entre nosotros. Para mí es ahora lo único que hay de positivo en el mundo. No tengo amigos, amigos íntimos. Sólo te tengo a ti. Y esa pequeña llama es lo único que me importa ahora en la vida. Está también el niño, pero eso es algo al margen. Es mi Pentecostés, la lengua de fuego entre tú y yo. El viejo Pentecostés está fuera de lugar. Yo y Dios es un poco presuntuoso de alguna forma. Pero esa pequeña llama bifurcada entre tú y yo: ¡ésa es la cosa! Y a eso me atengo y a eso me atendré a pesar de los Cliffords, las Berthas, las compañías mineras, los gobiernos y las masas ávidas de dinero.
Por eso es por lo que no me gusta empezar a pensar en ti ahora. No sirve más que para torturarme, al mismo tiempo que no significa ayuda alguna para ti. No quiero que estés separada de mí. Pero si empiezo a torturarme algo se destruye. Paciencia, siempre paciencia. Este será el cuarenta invierno de mi vida. Y no puedo hacer nada por borrar los inviernos anteriores. Pero este invierno me apoyaré en mi pequeña llama de Pentecostés y tendré algo de paz. Y no permitiré que la apague el aliento de la gente. Creo en un misterio más alto que no permite que muera siquiera la flor del azafrán. Y si tú estás en Escocia y yo en los Midlands y no puedo rodearte con mis brazos ni entrelazar mis piernas en torno a ti, tengo algo de ti a pesar de todo. Mi alma vibra contigo en la pequeña llama de Pentecostés, como la paz de joder. Jodiendo dimos vida a una llama. Hasta las flores nacen de un polvo entre el sol y la tierra. Pero es algo delicado que requiere paciencia y mucho tiempo.
Por eso venero ahora la castidad, porque es la paz después del joder. Me gusta ser casto ahora. Me gusta como a los copos de nieve les gusta la nieve. Me gusta esta castidad que es la pausa de la paz de nuestro joder y que es entre nosotros como un copo de nieve de un fuego blanco bifurcado. Y cuando llegue la verdadera primavera, cuando volvamos a unirnos, podremos, jodiendo, hacer que la pequeña llama se vuelva brillante y amarilla, brillante. ¡Pero ahora no, todavía no! Ahora es tiempo de castidad; es tan maravilloso ser casto, como un río de aguas frescas en mi alma. Adora la castidad ahora que fluye entre nosotros. Es como la lluvia y el agua fresca. ¿Cómo puede gustarles a los hombres andar de aventura en aventura? Qué miseria ser como Don Juan, incapaz de lograr la paz por mucho que joda, con la pequeña llama encendida, impotente e incapaz de castidad en los frescos momentos de reposo, tan refrescantes como el descanso junto a un río.
Demasiadas palabras porque no puedo tocarte. Si pudiera dormir rodeándote con mis brazos, la tinta podría quedarse en el tintero. Podríamos ser castos juntos de la misma forma que podemos joder. Pero tendremos que estar separados durante algún tiempo y es quizás la forma más sensata de actuar. Si se pudiera estar seguro…
No te preocupes, no te preocupes, no debemos torturarnos. Confiemos realmente en la pequeña llama y en el dios sin nombre que impide que se extinga. Realmente hay aquí tanto de ti conmigo, que es una pena que no estés toda tú a mi lado.
No te preocupes por Sir Clifford. Si no sabes nada de él, no te preocupes. No puede hacerte realmente nada. Espera y verás que al final querrá librarse de ti, expulsarte. Y si no lo hace, ya nos arreglaremos nosotros para no tropezar con él. Pero querrá. Acabará decidiendo vomitarte como algo abominable.
Ahora ni siquiera soy capaz de dejar de escribir y escribir.
Pero una gran parte de nosotros está ya junta y lo único que podemos hacer es dejarnos guiar por ella y encaminar nuestros pasos a encontrarnos pronto. John Thomas le da las buenas noches a Lady Jane, un poco colgajón pero con el corazón lleno de optimismo.