—¿Quiere decir que prefiere que no avise al médico?
—¡Eso! No quiero que venga —dijo la voz sepulcral.
—Pero Sir Clifford, está usted enfermo y yo no me atrevo a cargar con la responsabilidad. Tengo que avisar al médico, o me echarán a mí la culpa.
Una pausa, y luego la voz inexpresiva dijo:
—No estoy enfermo. Mi mujer no volverá.
Era como si fuera una estatua la que hubiera hablado.
—¿Que no volverá? ¿Quiere decir su excelencia? —la señora Bolton se acercó un poco a la cama—. ¡Oh, no puedo creerlo! Puede usted confiar en su excelencia, volverá.
La estatua de la cama siguió imperturbable, aunque empujó la carta hacia los pies de la cama.
—¡Léala! —dijo la voz fúnebre.
—¡Pero si es una carta de su excelencia! Estoy segura de que ella no querría que lea una carta dirigida a usted, Sir Clifford. Puede usted contarme lo que dice, si lo desea.
—¡Léala! —repitió la voz.
—Bien, si tengo que hacerlo, lo hago por obedecerle, Sir Clifford —dijo ella.
Y leyó la carta.
—Bueno, me sorprende su excelencia —dijo—. ¡Había prometido tan firmemente que volvería!
La cara de la cama pareció profundizar en su expresión de abstraimiento furioso pero inmóvil. La señora Bolton la observó y comenzó a preocuparse. Sabía con qué tenía que enfrentarse: histeria masculina. El cuidado de las tropas le había hecho aprender algo sobre aquella enfermedad tan desagradable.
Estaba un poco molesta con Sir Clifford. Cualquier hombre sensato se habría dado cuenta de que su mujer estaba enamorada de otro e iba a abandonarle. Incluso estaba segura de que Sir Clifford no tenía interiormente ninguna duda al respecto, sólo que se negaba a admitirlo. Si lo hubiera admitido y se hubiera preparado para cuando llegara el momento, o si lo hubiera admitido y hubiera plantado cara con su mujer contra la situación, se habría portado como un hombre. ¡Pero no! Lo sabía y había estado engañándose todo el tiempo, diciéndose que no era verdad. Había visto al diablo retorciendo el rabo ante él y había pretendido que eran los ángeles sonriéndole. Aquella situación de falsedad había dado como resultado esta crisis de engaños, desquiciamiento e histeria, que es una forma de locura. «Esto le pasa —pensó para sí, odiándole en parte— por pensar sólo en sí mismo. Vive tan encerrado en su propia inmortalidad, que cuando recibe una impresión fuerte es como una momia enredada en sus vendajes. ¡Mírale!»
Pero la histeria es peligrosa, y ella era enfermera, era su obligación sacarle de aquel estado. Cualquier tentativa de despertar su virilidad y su orgullo sería para peor: porque su virilidad estaba muerta temporalmente, si no definitivamente. Sólo lograría irse ablandando más y más, como un gusano, para acabar más desquiciado aún.
El único remedio era provocar su autocompasión. Como la Dama de Tennyson, tenía que llorar o morir. Y así la señora Bolton empezó a llorar antes que él.
Se cubrió la cara con la mano y estalló en pequeños gemidos descontrolados.
—¡Nunca lo hubiera creído de su excelencia, nunca!
Lloraba, convocando repentinamente sus propios males y sentido de la desgracia y derramando lágrimas por sus propias penas amargas. Una vez que hubo comenzado, su llanto fue realmente auténtico, tenía no pocas razones para llorar.
Clifford pensaba en cómo le había engañado la mujer, Connie, y, en el contagio de la pena, las lágrimas cubrieron sus ojos y comenzaron a resbalar por sus mejillas. Lloraba por sí mismo. Tan pronto como la señora Bolton vio las lágrimas sobre su cara ausente, enjugó sus propias mejillas con un pañuelo pequeño y se inclinó hacia él.
—¡Pero no se torture, Sir Clifford! —dijo en un derroche de sentimentalismo—. ¡Vamos, no se torture, no; sólo conseguirá hacerse daño!
Su cuerpo se estremeció de repente al contener sus mudos sollozos y las lágrimas se hicieron más abundantes. Ella le puso la mano sobre el brazo y sus propias lágrimas volvieron a fluir. Él se estremeció de nuevo, convulsivamente, y ella le echó el brazo por el hombro.
—¡Vamos, vamos! ¡Ya está, eso es! ¡No se atormente, vamos, ya está bien! ¡No se atormente! —susurraba ella bañada también en lágrimas.
Y lo apretó contra sí, y echó los brazos en torno a sus fuertes hombros, al tiempo que él apoyaba la cabeza en su regazo y gemía con el temblor agitado de sus enormes hombros, mientras ella le acariciaba suavemente el pelo rubio y decía:
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Ya está bien! ¡Ya está bien! ¡Cálmese! ¡Trate de olvidarlo!
Él echó sus brazos en torno a ella y se apretó como un niño, humedeciendo la pechera almidonada de su delantal blanco y el regazo de su vestido de algodón azul pálido con sus lágrimas. Por fin se había abandonado por completo.
Y así, pasado un tiempo, ella le besó y le acunó en su regazo, mientras dentro de su corazón se decía a sí misma: «¡Oh, Sir Clifford! ¡Oh, altos y poderosos Chatterley! ¡A esto es a lo que habéis llegado!» Y al final él se durmió, como una criatura. Ella se sentía agotada y se retiró a su habitación, donde se puso a reír y a llorar al mismo tiempo, vencida también por la histeria. ¡Era tan ridículo! ¡Tan horrible! ¡Caer tan bajo! ¡Qué vergüenza! Y al mismo tiempo era tan desquiciante.
Después de aquello, Clifford fue como un niño en manos de la señora Bolton. La cogía de la mano y reclinaba la cabeza en su pecho; y una vez que ella le besó ligeramente, dijo:
—¡Sí! ¡Béseme! ¡Béseme!
Y cuando ella pasaba la esponja por su cuerpo grande y rubicundo, solía decir lo mismo: «¡Béseme!», y ella le besaba el cuerpo al azar, un poco en broma.
Pasaba el tiempo tumbado con una expresión extraña y ausente, como un niño asombrado. Y la miraba con ojos abiertos e infantiles, distendido y admirándola como a una Virgen. Era un abandono absoluto por su parte, renunciando a toda su virilidad y retrocediendo a una situación de niño realmente perversa. Luego llevaba la mano a su regazo, le tocaba los pechos y los besaba entusiasmado, con el entusiasmo de la perversión, con el entusiasmo de ser niño cuando era un hombre.
La señora Bolton se sentía excitada y avergonzada, le gustaba y no al mismo tiempo. Pero nunca le apartaba ni le rechazaba. Así llegaron a una mayor intimidad física, una intimidad pervertida, dentro de la cual él era un niño provisto de un candor aparente, de una admiración aparente, rayanos casi en la exaltación religiosa. Era la reproducción literal y perversa del «… a no ser que os hagáis como uno de estos niños». Mientras que ella era la Magna Mater, llena de fuerza y potencia, con el gran niño-hombre rubio sometido a su voluntad y a sus cuidados.
Lo curioso era que cuando aquel hombre-niño que Clifford había llegado a ser, y en que se había estado convirtiendo durante años, surgió al mundo, se mostraba más agudo y más despierto de lo que había sido el verdadero hombre. Aquel hombre-niño pervertido era ahora realmente un hombre de negocios; cuando se trataba de negocios era el macho absoluto, aguzado como un alfiler, duro como un pedazo de acero. Cuando estaba entre hombres, yendo directo a lo suyo, tratando de sacar todo lo posible de las minas, era de una dureza astuta y extraña y de una absoluta seguridad. Era como si su pasividad misma ante la Magna Mater le proporcionara una especie de reflejo especial para los negocios materiales y le proveyera de una cierta fuerza enorme e inhumana. El encenagamiento de las emociones íntimas, la absoluta degeneración de su personalidad viril, parecían prestarle una segunda naturaleza, fría, casi visionaria, positiva para los negocios. En los negocios no era humano.
Aquello era un triunfo para la señora Bolton. «¡Hay que ver cómo se está recuperando! —se decía orgullosa—. ¡Y todo gracias a mí! La verdad es que nunca hubiera salido adelante con esa Lady Chatterley. No era mujer para poner a un hombre en pie. Lo quería todo para ella misma.»
¡Y al mismo tiempo, en algún rincón de su retorcida alma femenina, cómo le despreciaba y odiaba! Era para ella la bestia caída, el monstruo que se arrastra. Y aunque le ayudaba y le estimulaba en lo posible, lejos, en el más remoto rincón de su antigua femineidad saludable, le despreciaba con un menosprecio sin límites. El más bajo mendigo era mejor que él.
Su comportamiento con respecto a Connie era curioso. Insistía en volver a verla. Es más, insistía en que volviera a Wragby. Esto último era una fijación definitiva y absoluta. Connie se había ido con la promesa firme de volver a Wragby.
—¿Pero es que servirá de algo? —decía la señora Bolton—. ¿Por qué no la deja irse y se libra de ella?
—¡No! Dijo que volvería y tiene que volver.
La señora Bolton dejó de llevarle la contraria. Sabía a lo que se enfrentaba.
Excuso decirte el efecto que me ha hecho tu carta (escribió a Connie a Londres). Quizás puedas imaginártelo si haces un esfuerzo, aunque sin duda no te molestarás en hacer ese esfuerzo de imaginación por mí. Como respuesta sólo puedo decirte una cosa: he de verte personalmente, aquí en Wragby, antes de poder decidir nada. Prometiste firmemente volver a Wragby e insisto en que cumplas tu promesa. No creeré nada ni entenderé nada hasta verte aquí personalmente y en circunstancias normales. No necesito decirte que aquí nadie sospecha nada y que tu vuelta sería completamente normal. Y si después de que hayamos hablado de las cosas, crees seguir opinando lo mismo, no me cabe duda de que llegaremos a un acuerdo.
Connie le enseñó la carta a Mellors.
—Quiere empezar su venganza contra ti —dijo, devolviéndole la carta.
Connie estaba callada. Le había sorprendido un tanto descubrir que tenía miedo a Clifford. La asustaba acercarse a él. Le temía como si se tratara de algo malvado y peligroso.
—¿Qué puedo hacer? —dijo.
—Nada, si no quieres hacer nada.
Escribió tratando de rechazar la demanda de Clifford. Él contestó:
Si no vienes ahora a Wragby, consideraré que vas a volver en otro momento y actuaré en consecuencia. Para mí no cambiará nada. Esperaré aquí, aunque tenga que esperar cincuenta años.
Estaba asustada. Era una imposición insidiosa. Ella estaba segura de que haría lo que prometía. No le concedería el divorcio y el niño sería suyo, a no ser que ella encontrara un medio de demostrar su ilegitimidad.
Tras una época de inquietudes y preocupaciones, decidió ir a Wragby. Hilda iría con ella. Se lo escribió así a Clifford. Él contestó:
No me gusta que venga tu hermana, pero no le cerraré la puerta. No me cabe duda de que es cómplice en el abandono de tus deberes y responsabilidades. No esperes, por tanto, que muestre ningún placer al verla.
Fueron a Wragby. Clifford no estaba cuando llegaron. Las recibió la señora Bolton.
—¡Oh, excelencia, no se trata de la feliz vuelta al hogar que habíamos esperado! ¿O sí? —dijo ella.
—¿Ah, no? —dijo Connie.
¡Así que aquella mujer lo sabía! ¿Cuánto sabía o sospechaba el resto de la servidumbre?
Entró en la casa, que odiaba ahora con todas las fibras de su cuerpo. Aquella mole desproporcionada e incoherente le parecía un ser maligno, una amenaza directa contra ella. Había dejado de ser su dueña y ahora era su víctima.
—No seré capaz de quedarme aquí mucho tiempo —dijo a Hilda en un susurro horrorizado.
Y sufrió al entrar en su dormitorio, al volver a tomar posesión de él como si nada hubiera pasado. Le era odioso cada minuto pasado entre los muros de Wragby.
No vieron a Clifford hasta que bajaron a cenar. Se había puesto un traje y una corbata negra: estaba un tanto reservado y muy en el papel de gran señor. Se comportó con una perfecta cortesía durante la comida y mantuvo una especie de educada conversación de circunstancias: pero todo parecía teñido por la locura.
—¿Hasta dónde está enterada la servidumbre? —preguntó Connie una vez que la mujer hubo salido.
—¿De tus intenciones? No saben nada en absoluto.
—La señora Bolton lo sabe.
—La señora Bolton no forma exactamente parte de la servidumbre —dijo él, cambiando de color.
—Eso es igual.
El ambiente fue tenso hasta después del café, cuando Hilda dijo que se iba a su habitación.
Después de irse ella, Clifford y Connie permanecieron en silencio. Ninguno de los dos quería ser el primero en hablar. Connie estaba tan contenta de que no se hubiera lanzado por la vía patética, que facilitaba todo lo posible su altivez permaneciendo en silencio y con la cabeza baja, mirándose las manos.
—Supongo que no te preocupa haber roto tu promesa —dijo él por fin.
—No he podido evitarlo —murmuró ella.
—¿Y quién puede si tú no puedes?
—Me imagino que nadie.
La miró con una extraña rabia llena de frialdad. Estaba acostumbrado a ella. Era como si estuviera incrustada en su mente. ¿Cómo podía dejarle ahora y destruir el entramado de su existencia cotidiana? ¿Cómo se atrevía a desequilibrar así su personalidad?
—¿Y a cambio de qué quieres renunciar a todo? —insistió él.
—¡Del amor! —dijo ella. La banalidad era lo mejor.
—¿Amor por Duncan Forbes? Te parecía que no valía la pena cuando nos conocimos. ¿Pretendes quererle ahora más que a nada en la vida?
—Una cambia —dijo ella.
—¡Posiblemente! Es posible que hayas tenido un capricho. Pero todavía tienes que convencerme de la importancia del cambio. Simplemente no creo en tu amor por Duncan Forbes.
—¿Y por qué tienes que creerlo? Lo único que tienes que hacer es aceptar el divorcio y no creer en mis sentimientos.
—¿Y por qué tendría que divorciarme de ti?
—Porque no quiero seguir viviendo aquí. Y porque realmente no te hago falta.
—¡Perdóname, pero yo no cambio! Por mi parte, y puesto que eres mi mujer, preferiría que siguieras bajo mi techo con dignidad y en silencio. Dejando los sentimientos personales a un lado, y te aseguro que es mucho dejar por mi parte; es de una amargura infinita ver este orden de vida destrozado aquí en Wragby, y ver el curso normal de la vida diaria hecho trizas y todo por un capricho tuyo.
Tras un período de silencio, ella dijo:
—No puedo evitarlo. Tengo que irme. Estoy esperando un niño.
También él se quedó en silencio durante un tiempo.
—¿Y es por el niño por lo que tienes que irte? —preguntó al fin.
Ella asintió.
—¿Y por qué? ¿Es que Duncan Forbes quiere tanto a su retoño?
—Seguramente más de lo que tú le querrías —respondió ella.