Authors: Brian Keene
Las calles y callejones estaban descartados, al igual que la carretera de circunvalación. Valoró la posibilidad de esconderse en el tejado de unas casas cercanas, pero aquello tampoco era una buena opción. Se estremeció al recordar al anciano y las palomas.
Empezó a picarle la piel. Su cuerpo volvía a pedirle un chute.
Una tapa de alcantarilla llamó su atención y corrió hacia ella.
Algo emitió un chillido desde las sombras. Puede que fuese un mono, aunque ni sabía ni quería comprobar si estaba vivo o muerto. Agarró la tapa de hierro y empezó a tirar. No se movía. Sus uñas amarillentas se doblaron y rompieron, pero aun así siguió tirando.
Empezó a oír pasos detrás de ella.
Tres criaturas se le acercaban, vestidas con los atuendos de su pasada existencia. Un hombre de negocios, con la corbata roja hundida en su garganta hinchada y llena de manchas. Una enfermera, cuyo uniforme blanco estaba ahora teñido por toda clase de fluidos corporales. Un empleado de mantenimiento, con el logotipo del zoo todavía visible sobre su pecho izquierdo. Llevaba una especie de porra eléctrica, que arrojó hacia delante y crepitó en la oscuridad.
Avanzaron hacia ella entre risas.
Frankie tembló mientras tiraba frenéticamente de la obstinada tapa. Algo se rasgó en su espalda, pero siguió tirando. Los abscesos de sus brazos se rompieron, manando sangre mezclada con pus amarillento.
La tapa se levantó con un crujido y la apartó a un lado.
Los zombis se acercaban. No dijeron una palabra, pero a Frankie su silencio le resultó aún más perturbador. Pensó en el bebé. Aquel bebé zombi que parecía tan indefenso...
Con los brazos debilitados y las colapsadas venas hechas polvo, sacó fuerzas para levantar el brazo y extender el dedo corazón. Entonces se dejó caer por el agujero y la oscuridad la engulló.
Volvía a huir. Y aunque podía correr más que los zombis, no podía huir de sí misma... o del ansia que fermentaba en sus venas.
Martin contempló a Jesús crucificado y pensó en la resurrección.
Lázaro permaneció muerto en su tumba durante cuatro días antes de que Jesús se acercase a él. Martin cogió su Biblia anotada de Scofield y la abrió por el evangelio de san Juan. En el capítulo 11, versículo 39, Marta le decía a Jesús: «ha empezado a oler, pues lleva muerto cuatro días».
Era bastante específico.
También lo era la referencia a Jesús devolviendo a Lázaro a la vida. «¡Lázaro, levántate y anda!»; y el cadáver, aún cubierto por su sudario, hizo exactamente eso. Después Jesús ordenó a la muchedumbre que dejase libre a Lázaro, tras lo cual Juan daba el pasaje por concluido y pasaba a narrar la conversión de los judíos y la conspiración de los fariseos.
La Biblia no decía en ningún momento que Lázaro empezase a comer gente.
La Biblia que Martin había conocido, enseñado y amado los últimos cuarenta años estaba llena de ejemplos de muertos que volvían a la vida. Pero no así.
—Aquel que crea tendrá la vida eterna —dijo Martin. Su voz sonó muy baja en la iglesia vacía.
Se preguntó si las criaturas que había visto merodeando por las calles seguían siendo creyentes. Hubo un tiempo en que muchas de ellas habían sido miembros de su congregación.
Martin había visto muchas cosas en sesenta años. Había sobrevivido al mordisco de una serpiente venenosa cuando tenía siete años y a una neumonía cuando tenía diez. Sirvió como capellán de la Marina durante la guerra de Vietnam y volvió vivo a casa; pero, a cambio, la Tormenta del Desierto se cobró a su hijo. A su único hijo. Había sobrevivido a su mujer, Chesya, que murió cinco años atrás por un cáncer de mama.
La fe le hizo seguir adelante.
Ahora necesitaba esa fe y se aferraba a ella como un náufrago a un bote salvavidas.
Pero también llegó a cuestionarla. No era la primera vez: el Señor le había puesto a prueba en numerosas ocasiones durante años, aunque nunca con algo tan radical como esto. Pero, como Martin solía decirle a su rebaño, «el buen Señor no pierde el tiempo probando a quienes no tienen mucho que ofrecer».
Caminó por la iglesia hasta una ventana llena de manchas y echó un vistazo por uno de los huecos que dejaban los tablones de madera que la cubrían.
Aunque todavía no había amanecido, la oscuridad estaba empezando a desvanecerse. Becky Gingerich, la organista de la iglesia, había perdido su sucio vestido a lo largo de la noche. Ahora deambulaba entre los arbustos, cubierta sólo por un par de medias de algodón que habían dejado de ser blancas hacía mucho, con sus pechos caídos bamboleándose de un lado a otro. Mordió un antebrazo como si fuese un muslo de pollo, lo tiró a un lado y se quedó con la mirada perdida en la lejanía, gimiendo. Algo había llamado su atención.
Apareció un hombre, cojeando lentamente calle abajo. Sus vaqueros y su camisa de franela estaban sucios y gastados. Sujetaba una pistola, pero ésta colgaba inerte a su lado. No pareció advertir al cadáver que caminaba entre las sombras. Agotado, cayó de rodillas sobre la acera.
Los arbustos susurraron y Becky salió corriendo hacia él. Casi inconsciente, el hombre parecía no percibir el peligro.
—¡Eh! —Gritó Martin, dando puñetazos contra la ventana—. ¡Cuidado!
Corrió hacia la entrada murmurando una rápida oración y apartó con gran esfuerzo el banco de madera que bloqueaba la puerta. Lo dejó a un lado, cogió la escopeta del perchero, abrió los cuatro cerrojos recientemente instalados y se dirigió a toda prisa al exterior.
Al oír aquel jaleo, el extraño giró la cabeza y vio al zombi que se dirigía hacia él. Levantó la pistola, disparó y la bala atravesó el hombro de la mujer de lado a lado. El segundo disparo falló del todo y Martin, que ya estaba a la altura del jardín, se agachó por precaución.
El hombre volvió a apretar el gatillo y falló una vez más. Disparó por cuarta vez, pero el cargador estaba vacío. Confundido, contempló la pistola y después clavó su mirada en Becky.
Cerró los ojos y Martin le oyó susurrar «lo siento, Danny».
Martin descerrajó una perdigonada sobre la espalda de la criatura y ésta cayó de bruces sobre la acera, rompiéndose los dientes amarillos contra el pavimento.
Martin metió un cartucho en la cámara y encañonó al zombi en la nuca.
Becky gritó de rabia.
—Ve con Dios, Rebecca.
La acera quedó salpicada con pedazos de cráneo y cerebro que formaron una especie de mancha de Rorschach.
El sol empezó a asomar sobre los tejados. El rugido de la escopeta reverberó por las tranquilas calles, recibiendo al amanecer.
—Me temo que esto va a llamar mucho la atención. ¡Será mejor que vayamos adentro!
El viejo afroamericano extendió su mano hacia Jim, que la sujetó con fuerza. Pese a su edad, el agarre de aquel hombre era firme. Llevaba un pantalón caqui y zapatos negros, y algo blanco asomaba bajo el cuello de su jersey amarillo.
Un alzacuello de sacerdote.
—Gracias, padre —dijo Jim.
—Reverendo, si no le importa —le corrigió el anciano, sonriendo—. Reverendo Thomas Martin. Y no hace falta que me dé las gracias. Dele gracias a Dios cuando estemos a salvo.
—Jim Thurmond. Tiene razón, salgamos de las calles.
Una sucesión de gritos hambrientos fue todo el incentivo que necesitaron.
—¿Es su iglesia, reverendo?
El anciano sonrió.
—Es la iglesia de Dios, yo sólo trabajo aquí.
* * *
Martin improvisó una cama usando mantas y un banco. Jim se opuso, insistiendo en que sólo necesitaba descansar un momento, pero cayó en seguida en un profundo aunque perturbado sueño. Martin sorbió un poco de café instantáneo y echó un vistazo al reloj, escuchando de vez en cuando a las criaturas que moraban en el exterior.
Poco después del mediodía, un zombi perdido encontró el cadáver de Becky y empezó a comerse los restos. Martin contempló asqueado cómo otras criaturas se acercaban al festín como hormigas. De vez en cuando, echaban un vistazo alrededor de la iglesia y de las casas cercanas. Martin se preguntó si se pondrían a investigar, pero parecían satisfechas con el almuerzo que habían encontrado.
Una hora después, cuando el grupo de fétidas criaturas se dispersó, no quedaba de Becky más que huesos y algunos pedazos de carne roja desperdigados por la acera y la hierba.
Jim se despertó durante la puesta de sol, alarmado al no recordar dónde se encontraba. Se sentó de golpe, echando un vistazo por toda la iglesia. ¡Aquello no era el refugio! Entonces vio al predicador, sonriendo bajo la luz de las velas, y recordó...
... y al recordar, pensó en Danny.
—Tenga —dijo Martin mientras le tendía una humeante taza de café—. No es muy bueno, pero le ayudará a espabilarse.
—Gracias —dijo Jim. Bebió un poco y miró a su alrededor—. Esto parece muy seguro. ¿Ha fortificado todo usted solo?
El predicador rió en voz baja.
—Sí, por la gracia de Dios. Conseguí asegurar el lugar antes de que las cosas se pusiesen feas. Conté con la ayuda de John, nuestro conserje. Él fue quien puso los tablones sobre las ventanas.
—¿Dónde está ahora?
El rostro de Martin se ensombreció. Permaneció en silencio un instante y Jim se preguntó si le había oído.
—No lo sé —dijo finalmente—. Supongo que estará muerto. O no muerto, mejor dicho. Se fue hace dos semanas; insistió en que quería recuperar su camioneta para sacarnos de aquí con ella. Estaba convencido de que era un problema local y que el gobierno tendría la zona acordonada; pensó que deberíamos ir a Beckley o Lewisburg, o puede que a Richmond. No volví a verlo.
—Por lo que sé, está pasando lo mismo en todas partes —dijo Jim—. Yo... vengo de Lewisburg.
—Y a pie, por lo que parece —comentó Martin, sorprendido—. ¿Cómo ha sido capaz?
—Estuve a punto de no conseguirlo —admitió Jim—. Supongo que puse el piloto automático.
—En estos tiempos, los hombres están obligados a hacer lo que deben —suspiró el predicador—. Pensé que fuera sería distinto. Recé por un equipo de radio, o un par de altavoces AM/FM de esos que llevan los jóvenes, para poder enterarme de lo que pasaba. No he tenido contacto con nadie y la corriente ha estado casi completamente cortada, excepto por unas cuantas farolas. Hace unos días oí pasar un avión, pero eso es todo.
—A Lewisburg todavía llegaba energía: tenía radio, televisión y acceso a internet, pero no me servía para nada. No hay nada... nadie. Y eso de que es algo local... ha pasado más de un mes. Si así fuese, habría venido el ejército.
El predicador pensó en ello, se excusó y desapareció en una habitación lateral. Jim empezó a atarse las botas.
Cuando volvió, Martin le ofreció unas Oreo, pan, galletitas de animales y un mosto templado para cenar.
—Cogí las galletas y los aperitivos de la catequesis. El pan y el mosto eran para comulgar.
Comieron en silencio.
Unos minutos después, Martin se fijó en que Jim le estaba observando.
—¿Por qué? —preguntó Jim.
—¿Por qué qué?
—¿Por qué ha permitido Dios que pase esto? Pensé que el fin del mundo tendría lugar cuando Rusia invadiese Israel y no se pudiese comprar nada sin una tarjeta de crédito con el 666 en su número de serie.
—Ésa es una interpretación —respondió Martin—. Pero está hablando de profecías del fin de los tiempos: recuerde que hay muchas, muchísimas ideas distintas sobre lo que significan.
—Pensaba que cuando tuviese lugar la Ruptura, los muertos volverían a la vida. ¿Y no es eso lo que está pasando?
—Bueno, la palabra «Ruptura» no aparece ni en el Viejo ni en el Nuevo Testamento. Pero sí, la Biblia menciona que los muertos volverán a la vida, por así decirlo, para volver a reunirse con el Señor en su retorno.
—No se ofenda, reverendo, pero, si ha vuelto, ha dejado todo hecho una mierda.
—Ya vale, Jim. Él no ha vuelto... todavía no. Lo que está ocurriendo no es obra de Dios. Es a Satanás a quien se ha legado el dominio de la Tierra. Pero, aun en estas circunstancias, debemos mantenernos firmes y confiar en la voluntad del Señor.
—¿Eso crees, Martin? ¿Crees que ésta es la voluntad del Señor?
Martin hizo una pausa para escoger sus palabras con precaución.
—Jim, si me estás preguntando si creo en Dios, la respuesta es sí. Sí, creo. Pero lo que es más importante: creo que todas las cosas, buenas y malas, tienen su razón de ser. Pese a lo que hayas podido oír, Dios no provoca las cosas malas. Un tornado no es obra de Dios, pero su amor y su poder nos dan la fuerza para recuperarnos tras él. Y es ese mismo amor el que nos hará salir de ésta. Creo que hemos sido salvados por una razón.
—Yo sí tengo una razón, desde luego —respondió Jim, poniéndose en pie—. Mi hijo está vivo y tengo que llegar a Nueva Jersey para salvarlo. Gracias por la comida y el refugio, reverendo. Y, sobre todo, gracias por haberme salvado el pellejo. Me gustaría pagarte, si me lo permites. No tengo gran cosa, pero hay unas latas de sardinas de sobra y Tylenol en la mochila...
—¿Tu hijo está vivo? —Repitió Martin—. ¿Cómo puedes estar seguro? Nueva Jersey está muy lejos.
—Me llamó ayer por la noche al móvil.
El anciano lo miró como si estuviese loco.
—¡Sé que suena raro, pero ocurrió! Está vivo, escondido en el ático de mi ex mujer. Tengo que reunirme con él.
Martin se levantó lentamente del banco.
—Entonces te ayudaré.
—Gracias, Martin, de verdad que lo agradezco, pero no puedo pedirte algo así. Tengo que moverme deprisa, y no quiero...
—Tonterías —interrumpió el predicador—. Me has preguntado sobre la voluntad de Dios y el significado de todo esto. Bueno, pues fue su voluntad que recibieses esa llamada, como fue su voluntad que estuvieses vivo para recibirla. Y también es su voluntad que te ayude.
—No puedo pedirte que hagas algo así.
—No me lo estás pidiendo tú. Me lo está pidiendo Dios.
—Martin dio un pisotón y después, más calmado, le dijo—: Es lo que me dicta mi corazón.
Jim se quedó mirándolo sin pestañear. Entonces esbozó, lentamente, una sonrisa.
—De acuerdo —dijo, ofreciéndole la mano—. Si es la voluntad de Dios y todo eso, supongo que no puedo interponerme.
Se estrecharon la mano y volvieron a sentarse.
—Bueno, ¿cuál es el plan? —preguntó Martin.
—Necesitamos un vehículo. Supongo que en la iglesia no hay ninguno que pueda utilizar, ¿no?