Authors: Brian Keene
No bastaba con ser más rápido que ellos: tenía que ser más inteligente.
Su objetivo era llegar a White Sulphur Springs a pie y robar un coche en el concesionario Chevrolet local; una vez hecho, viajaría de la interestatal 64 a la 81 norte. Eso le llevaría a Pensilvania, desde donde podría dirigirse a Nueva Jersey.
Jim se dio cuenta de que su plan tenía una laguna: las criaturas podían conducir y no sabía en qué estado estaban las autopistas. Podían estar llenas de trampas listas para supervivientes incautos como él.
¡Pero no podía ir a pie! ¡Tenía que reunirse con Danny, y pronto! Nueva Jersey estaba a doce horas en coche; recorrer esa distancia a pie era inconcebible. Su hijo estaría muerto para cuando llegase. De hecho, ni siquiera ese viaje de doce horas garantizaba que llegase a tiempo.
¿Entonces qué coñ
o estoy haciendo? ¡Seguro que ya está muerto!
Los ruegos de Danny resonaron en sus oídos. Se golpeó las orejas, agitó la cabeza y siguió adelante.
Jim había pasado la mayor parte de su vida cazando ciervos y pavos en las montañas de los alrededores de Lewisburg. White Sulphur Springs estaba a unos ocho o diez kilómetros de distancia, pasando un bosque espeso y un par de cadenas montañosas. Una vez allí, podría equiparse con mejores armas, encontrar un fusil para sustituir el que perdió en su encuentro con el señor Thompson y continuar. Si no se topaba con ningún contratiempo, llegaría a White Sulphur Springs al amanecer.
Pero tenía que idear un plan que cubriese desde el «ahora» hasta el «entonces».
Siguió caminando, engullido por las sombras de los árboles.
En las alturas, un chotacabras cantaba su solitaria canción.
La abuela de Jim siempre decía que oír un chotacabras por la noche significaba que alguien cercano a ti iba a morir.
El pájaro volvió a cantar y Jim se detuvo en seco. Estaba posado justo enfrente de él.
Y estaba vivo.
Volvió a trinar y desplegó las alas.
—Me alegro de comprobar que no soy el único —susurró—. Ojalá tuviese tus alas.
El pájaro alzó el vuelo perdiéndose en la oscuridad.
Siguió caminando.
El anciano se había sentado en el banco a dar de comer a las palomas. Sus cadáveres hinchados revoloteaban a su alrededor. Frankie contemplaba desde la seguridad de los servicios cómo aquellos pájaros muertos lo devoraban: uno de ellos tenía un ojo colgando de la cuenca; dio una pasada, y reclamó el ojo izquierdo del anciano para sí. Tiras enteras de carne eran desmenuzadas por aquellos picos frenéticos y puntiagudos.
El anciano no gritó.
Estaba sentado en completo silencio y parecía no ser consciente de lo que estaba ocurriendo. Se pasó la mano distraídamente por un lado de la cabeza y los restos destrozados de su oreja derecha mancharon el cuello blanco de su camisa.
—Malditos canallas —le oyó murmurar.
Una paloma se lanzó en picado hacia la jugosa ofrenda de su lengua. Cuando el pico se cerró en torno a la carne y arrancó un pedazo, su boca se llenó de sangre.
—¡Vuela! ¡Sé libre! —gritó, aleteando los brazos sin levantarse. Las palomas que lo rodeaban se agitaron y se colocaron en círculo en torno a él. En cuanto dejó de moverse, los pájaros volvieron a abalanzarse sobre él.
—Puto colgado —murmuró Frankie, apretando los dientes.
El viejo seguía moviéndose bajo aquella tormenta de picos. Se retorcía y reía, como si le hiciesen cosquillas.
Ella volvió a temblar, aunque no sabía si por asco, necesidad o miedo. Empezó a volverle el mono. Las costras que plagaban sus delgados brazos empezaron a picarle, y tres uñas roídas y romas empezaron a rascarlas con fruición. Necesitaba un chute. Necesitaba un poco de caballo. Y lo necesitaba ya.
Esa necesidad la había llevado al zoo de Baltimore. De la sartén a las brasas.
T-Bone, Horn Dawg y el resto la habían visto trepar la verja, eso estaba claro. La pregunta era: ¿La habían seguido? ¿La dejarían irse, la dejarían descansar?
¿Descansar?
Sí, descansar. Descansar después de correr por toda la ciudad.
Descansar para siempre. En paz.
Frankie pensó que podía llegar a morir ahí mismo, en unos servicios de caballeros rodeados de animales muertos y hambrientos y de una banda de camellos de heroína que querían la bolsa que ella llevaba. El valor en la calle de esa bolsa de heroína en particular se había puesto por las nubes, porque ya no quedaban más.
Por desgracia, estaba a punto de terminarla. Pensó que a T-Bone y al resto no les iba a hacer ni pizca de gracia saberlo.
El viejo llevaba un rato en absoluto silencio, así que Frankie abrió la puerta con mucho cuidado. Su traje negro era una amalgama rosa de músculo expuesto y terminaciones nerviosas. Su pecho seguía subiendo y bajando: la vida que sus padres le habían dado no lo abandonaría tan fácilmente. No se iría sin pelear.
Pero la muerte era más fuerte.
Y paciente.
Lo vio morir y pensó cuánto tiempo pasaría hasta que volviese.
Sus brazos se estremecieron. Se le formó un nudo en el estómago y notó como si se le hubiese vaciado de golpe. Hurgó en el bolsillo en busca de algo para aliviar la sensación. Lo poco que quedaba.
Lo preparó todo: la papelina, la cuchara y el mechero, y empezó a lamerse los labios. Pronto, ninguno de esos pensamientos importaría: ni el viejo, ni las palomas ni T-Bone y el resto; ni siquiera el bebé. Lo único que importaban eran aquellas marcas egoístas que cubrían sus brazos y que reclamaban hambrientas la aguja como bocas de recién nacidos.
Hizo un nudo. La aguja encontró una vena buena. Apretó.
Su sangre empezó a cantar una melodía dulce y suave que la meció como una nana. Unos segundos después, llegó la conocida euforia. El suave calor en la tripa. Se sintió envuelta en algodón. Con el rostro sonrojado y las pupilas contraídas, Frankie salió de los servicios y se internó en el zoo, flotando más allá de las ruinas de Baltimore y el mundo.
* * *
Frankie estaba tumbada en el hospital. Las brillantes luces le hacían daño en los ojos. Una multitud de caras cubiertas por un velo neblinoso la contemplaba impasible. Su sangre brillaba en los guantes del médico.
Sentía dolor. Estaba deshecha de dentro afuera, pero los médicos y enfermeras no la entendían o sencillamente les daba igual. Mientras hablaban de las noticias de la mañana (¿un muerto que había vuelto a la vida?), ella podía verlo reflejado en sus ojos. Podía leer sus pensamientos en ellos. «Otra puta yonqui trayendo al mundo un hijo no deseado.» Que se fuesen a la mierda; ¿qué más daba lo que pensasen? ¡Deberían estar impresionados! La mayoría de consumidoras de heroína tenían abortos espontáneos, mientras que ella había sido lo bastante fuerte como para llevarlo a término.
Cuanto antes acabase, antes podría llevarse a su bebé y marcharse... (Chutarse.)
... Sintió que algo se le había rasgado y lanzó un aullido agónico. El médico dijo que iba a tener que cortar.
—
No empujes.
—
¡Que te follen!
—
gritó.
Frankie empujó con todas sus fuerzas, empujó hasta que sintió que se le iba a partir la columna.
Algo se rompió. Pese al dolor, lo sintió. Se había roto algo pequeño, pero importante.
—
¡Empuja!
—
la instó el doctor.
—
¡Aclárate de una puta vez!
—
gritó Frankie sin dejar de intentarlo. La agonía aumentó hasta llegar a su punto álgido y entonces, en ese mismo instante, la presión desapareció y Frankie se echó a llorar. Era la única.
—
No me sorprende
—
oyó murmurar a una enfermera.
—
Apunto a las 5:17 de la tarde —respondió el médico.
—
Mi bebé —rogó Frankie, con los labios rotos y secos—. ¿Qué le pasa a mi bebé?
La enfermera se marchó con el infante.
—
¡MI BEBÉ!
La enfermera dio media vuelta y se la quedó mirando. No dijo nada, pero Frankie lo sabía. Lo sabía. Muerto. Recién nacido.
Entonces la aguja penetró en su brazo. Por fin, bendita aguja...
La enfermera desapareció tras el umbral junto a su bebé.
Frankie cerró los ojos por un instante. Se abrieron de par en par cuando, en el pasillo, su bebé muerto empezó a llorar y las enfermeras gritaron.
* * *
Los gritos continuaron cuando Frankie se levantó. Se había quedado dormida. Normalmente podía pasar así entre tres y cuatro horas, pero esta vez no podía calcular cuánto tiempo llevaba. Había oscurecido, y tembló de frío contra la pared del baño.
El grito provenía del exterior. Tardó un rato en recuperar la consciencia. Sus miembros, pesados, seguían adormecidos.
Se arrastró hasta la puerta y echó un vistazo al exterior mientras temblaba por la combinación de heroína y frío.
El viejo estaba moviéndose de nuevo...
... y Marquon lo había encontrado.
El pandillero profirió más gritos de terror, con la boca totalmente desencajada, cuando el viejo alcanzó su barriga y extrajo de ella un húmedo y largo premio. Se desplomó, agitando brazos y piernas, mientras el zombi seguía escarbando. La Tec-9 de Marquon reposaba, olvidada, en la hierba. Algo reventó en su interior, vertiendo su contenido entre aquellos dedos huesudos como plastilina.
Marquon no volvió a hacer un ruido.
Frankie se derrumbó, con la espalda deslizándose por el muro y el pánico fulminando los efectos del colocón. Que Marquon hubiese entrado significaba que el resto también estaba aquí.
Estaban en el zoo, con las demás bestias.
En ese preciso instante oyó disparos, seguidos de un grito. El móvil de Marquon empezó a sonar.
No podía creer lo que ocurrió a continuación, pero estaba convencida de que era cosa de las drogas.
El viejo cogió el móvil, lo observó y habló.
—Mandad más...
Apagó el móvil con su mano cubierta de entrañas y siguió comiendo.
Frankie se dirigió a cuatro patas hasta el lavabo más cercano. Se estiró hasta la sucia porcelana y se echó un poco de agua en su demacrado rostro. Luego se puso de pie, intentando pensar.
Escuchó unas voces, pero esta vez estaban mucho más cerca. Reconocía esas voces.
—¡La hostia, tío, pero mira qué mierda!
Horn Dawg.
—Marquon. Será hijo de la gran puta el negrata, le dije que no hiciese el gilipollas. Míralo ahora.
T-Bone.
—¡Pero mira por dónde, el postre! Ahora mismo estoy con ustedes, caballeros.
El zombi.
La respuesta fue una andanada de disparos seguida de otro timbre. Al principio Frankie pensó que eran sus oídos, pero se dio cuenta de que era otro teléfono móvil.
—Hey —dijo T-Bone, interrumpiendo súbitamente el estruendo—. ¿Qué pasa?
Silencio, seguido de un «¡Putos idiotas de los huevos! ¿Cómo que se ha escapado de su puta jaula? Hostias, ¿es que pensaba que esa zorra iba a estar ahí escondida?».
Frankie volvió a asomar por la puerta en el momento en que T-Bone guardaba el móvil en el bolsillo, lleno de rabia. El zombi era una pila de carne cosida a balazos que descansaba ante ellos.
—¿Quién era? —preguntó Horn Dawg.
—El C de los cojones, que dice que Willie ha sacado al puto león de su jaula porque pensaba que esa zorra podía estar escondida ahí dentro. El muy gilipollas le pegó un tiro al candado.
—Tío, igual es mejor que nos olvidemos de todo esto —replicó Horn Dawg, pálido—. ¿Un puto león suelto? Para nada, tío, yo paso.
—Tío, que le follen al león —escupió T-Bone—. Y que te follen a ti también; de aquí no nos vamos hasta que la encontremos. Y pégale un tiro en la cabeza a Marquon; sólo nos falta que se levante y le dé por jalarse a un hermano.
Horn Dawg obedeció con un único disparo. Volvió a mirar a T-Bone.
—¿Te dijo C si el león estaba vivo o muerto?
—¿Y tú qué coño crees, negro? Llevan ahí metidos en sus jaulas ni se sabe cuánto, ¿te crees que sigue vivo? Y te digo otra cosa: el C de los cojones está hasta el culo de crack; dice que el león le ha hablado.
De los arbustos más allá de la fuente llegó un súbito rugido, grave y estremecedor, una sinfonía de perfecta furia bestial. Entonces el follaje se separó y la silueta del rey de la selva se perfiló frente a la luna.
El rey estaba muerto. Larga vida al rey.
El león sonrió.
Salió disparado y los pandilleros huyeron en busca de refugio.
El refugio de Frankie.
Ella corrió hacia una de las letrinas, abrió una puerta y la cerró tras de sí en el momento exacto en que la puerta exterior se abría de golpe.
—¡Dispara a ese cabrón! —Gritó Horn Dawg—. ¡Fríe a ese hijoputa!
En vez de eso, T-Bone cerró la puerta y apretó el hombro contra ella.
—¡No puedo disparar, negro! ¡Tengo el cargador vacío! ¡Por eso te pedí que le pegases un tiro a Marquon! Ahora trae un cubo de basura y ponlo frente a la puerta.
—Tío, un puto cubo de basura no va a parar a un león muerto —dijo Horn Dawg mientras colocaba el cubo—. Espero que sea demasiado grande para pasar por la puerta; si no, estamos jodidos.
—La muy puta... esa zorra yonqui está bien jodida como le ponga la mano encima. Mira que meterme en esta mierda...
Un arañazo en la puerta hizo callar a los dos. Frankie se puso en cuclillas sobre la taza del váter, encerrada en la letrina, y contuvo la respiración en su pecho. Si aquella cosa entraba, no se conformaría con T-Bone y Horn Dawg, pero si se movía y les revelaba su posición, el león sería un regalo en comparación. De eso estaba bien segura, y ese convencimiento se traducía en un sudor grueso que manaba de todos sus poros. Tenía la certeza de que iba a morir.
Dios, ¿por qué había tenido que quedarse sin caballo? ¿Por qué así? No podía morir así. ¿Por qué no podía morir feliz? ¿Por qué no podía morir colocada?
El váter a sus pies estaba frío.
El león habló, culminando cada palabra con un rugido: aquellas cuerdas vocales nunca habían formulado palabras, pero estaban empezando a hacerlo.
Aquellas palabras pertenecían a un idioma que Frankie jamás había oído... ni ella ni nadie de este planeta. Era como si algo en el interior del león intentase hablar, como si estuviese controlando aquellas cuerdas vocales para sus propios fines. Pero la lengua de un león no está diseñada para hablar.