El alienista (70 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
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Siempre había sido difícil describir a los no iniciados el efecto que causaba este barrio legendario. Incluso en una agradable noche primaveral como la de aquel jueves, el lugar rezumaba una profunda sensación de amenaza mortal; sin embargo, esta amenaza no siempre se exteriorizaba— ni siquiera habitualmente— mediante voces o modales agresivos, como ocurría en otras zonas poco recomendables de la ciudad. En el Tenderloin, por ejemplo, reinaba un ambiente general de juerga provocativa que hacía que los encuentros con matones borrachos dispuestos a demostrar su valor fueran simples trámites. Pero por lo general esto no eran más que demostraciones ruidosas, y un asesinato en el Tenderloin todavía era un acontecimiento digno de mención. En cambio, el Five Points era un barrio totalmente distinto. Es cierto que podían oírse gritos y chillidos, pero solían proceder del interior de los edificios, y si se originaban fuera, pronto eran sofocados. En realidad creo que lo más desconcertante en la zona del Mulberry Bend (de la que varias manzanas eran demolidas en aquel entonces, gracias a la infatigable campaña de Jake Riis) era el nivel sorprendentemente bajo de actividad en el exterior. Los vecinos del barrio pasaban casi todo su tiempo metidos en las miserables chabolas y apartamentos que delimitaban las calles, y más frecuentemente en las tabernuchas que ocupaban la planta baja y el primer piso de muchos de aquellos escuálidos edificios. La muerte y la miseria hacían su trabajo sin gran ostentación en el Bend, y lo cierto es que trabajaban mucho: sólo con bajar por aquellas calles decrépitas y solitarias bastaba para que un espíritu alegre se preguntara por el valor primordial de la vida humana.

Observé que Lucius hacía precisamente esto al llegar a la dirección que Harper nos había dado: el 119 de Baxter Street. Al lado de la entrada del edificio, unos cuantos peldaños de piedra, sucios y mojados de orines, bajaban hasta una puerta que, a juzgar por las risas y gruñidos que salían de allí, era la entrada a la tabernucha que al parecer frecuentaba Beecham. Me volví hacia Lucius y vi que observaba aprensivo los oscuros escalones.

— Lucius, tú y Sara quedaos aquí— dije—. Alguien tiene que quedarse para vigilar.

Asintió y sacó un pañuelo para secarse la frente.

— Mejor— contestó—. Quiero decir que me parece bien.

— Y si surge algún problema, no enseñes la placa— añadí—. Por aquí es una invitación a que te asesinen.— Mientras Marcus y yo nos dirigíamos a los primeros peldaños, me volví a echar un último vistazo a Lucius y luego murmuré al oído de Sara—: Cuida de él, ¿quieres?

Sara me sonrió y, aunque hubiera jurado que también sentía cierta aprensión, sabía que su puntería sería firme ante cualquier eventualidad. Marcus y yo entramos en el local.

No sé muy bien cómo debían ser las cuevas que habitaban los hombres en la prehistoria, pero la mayoría de las tabernuchas del Five Points no serían comparativamente mejores, y la que visitamos aquella noche no se diferenciaba de la mayoría. El techo estaba a tan sólo dos metros y medio del sucio suelo pues el local había sido concebido originalmente para que fuera el sótano de la tienda de arriba. No había ventanas, y la luz procedía de las cuatro asquerosas lámparas de petróleo que colgaban sobre el mismo número de mesas largas y bajas, situadas en dos filas. En esas mesas se sentaba o dormía la clientela, cuya diferencia de edad, sexo e indumentaria únicamente se veía superada por el aspecto uniforme de su demencia alcohólica. Habría unas veinte personas en el local aquella noche, aunque sólo tres— un par de hombres y una mujer que no dejaba de gruñir ante los incomprensibles comentarios de los otros dos— daban auténticas señales de vida. Cuando entramos, los tres nos examinaron con miradas vidriosas por el odio, y Marcus inclinó la cabeza hacia mí.

— Sospecho que aquí lo esencial es moverse con lentitud— musitó.

Asentí y nos acercamos a la barra, una tabla que se apoyaba sobre dos bidones al fondo del local. Inmediatamente aparecieron ante nosotros dos vasos llenos de la sustancia típica de aquellas tabernuchas: la cerveza rancia, una mezcla repelente y sin fuerza que se hacía con los restos de docenas de barrilitos procedentes de establecimientos algo más honorables. Pagué por las bebidas pero no hice el menor gesto de tocar la mía, y Marcus apartó su vaso a un lado.

El tabernero que teníamos delante mediría un metro sesenta y cinco, tenía el cabello leonado, un bigote del mismo color y en el rostro la típica mirada de resentimiento, algo desquiciada.

— ¿No quieren la bebida?— inquirió.

Negué con la cabeza.

— Información. Sobre un cliente.

— Largo— espetó el hombre—. Esfúmense.

— Sólo un par de preguntas— dije, sacando algo más de dinero.

El hombre miró ansioso a su alrededor, y al ver que el trío de clientes relativamente cuerdos ya no nos miraba, se metió el dinero en el bolsillo.

— ¿Y bien?

El nombre de Beecham no provocó ninguna reacción en el tabernero, pero cuando pasé a describirle que se trataba de un hombre alto y con un tic en la cara, en el brillo de los enfermizos ojos de aquel individuo advertí que nuestro amigo Mitchell Harper había jugado limpio con nosotros.

— Una manzana más arriba— murmuró el tabernero—. En el número ciento cincuenta y cinco. Ultimo piso, al fondo.

Marcus me miró con recelo, y el tabernero lo captó.

— ¡Yo mismo lo he visto!— insistió él—. ¿Son de la familia de la chica?

— ¿La chica?

El tabernero asintió.

— Se llevó a una chica allí arriba. La madre pensaba que la había secuestrado. Pero no le hizo daño, aunque aquí de poco mata a un tipo por hacer un comentario.

Sopesé la información.

— ¿Bebe mucho?

— Antes no. Al principio no entendí por qué venía aquí. Pero luego ya empezó a beber más.

Miré a Marcus, quien me contestó con una rápida inclinación de cabeza. Después de dejar algo más de dinero sobre la barra nos dispusimos a marchar, pero el tabernero me agarró del brazo.

— Yo no les he dicho nada— advirtió, con tono de apremio—. Con ese tipo no valen bromas.— Nos enseñó varios dientes, amarillentos y grises—. Menudo pico ése que lleva.

Marcus y yo nos pusimos nuevamente en marcha mientras el tabernero daba cuenta de los dos vasos de cerveza rancia que nos había servido. Avanzamos con cuidado junto a los cuerpos casi sin vida de las mesas, y aunque un hombre se dio la vuelta en la entrada y empezó a orinar en el suelo, indiferente a nuestro paso, no dio la impresión de que hubiera nada personal en el hecho.

— Entonces, ¿Beecham bebe?— inquirió Marcus, pasando por encima del charco.

— Sí— contesté, abriendo la puerta—. Recuerdo que Kreizler comentó en una ocasión que nuestro hombre podía haber entrado en una fase final de autodestrucción. Cualquiera que venga a beber a un sitio como éste tiene que haber alcanzado forzosamente esa etapa.

Al salir a la calle encontramos a Sara y a Lucius tan inquietos como los habíamos dejado.

— Andando— me apresuré a decir, dirigiéndome hacia el norte—. Tenemos una dirección.

El número 155 de Baxter Street era un vulgar edificio de apartamentos; aunque en otro barrio las mujeres y los niños que se hallaban asomados a las ventanas en una noche tan típicamente primaveral estarían riendo, o cantando, o como mínimo gritándose unos a otros. Allí simplemente estaban con la cabeza apoyada en las manos, los más jóvenes con aspecto tan hastiado como el de los mayores, y ninguno mostraba el más mínimo interés por lo que sucedía en la calle. Un hombre a quien yo le hubiera calculado unos treinta años estaba sentado en el descansillo de entrada al edificio, haciendo oscilar un palo que parecía una porra de policía. No era difícil imaginar, después de haber echado una ojeada a los rasgos hoscos y la mueca arrogante de aquel hombre, cómo había llegado a sus manos aquel trofeo. Subí los peldaños, y el extremo de la porra se apoyó en mi pecho con la fuerza suficiente para impedirme seguir avanzando.

— ¿Asunto?— inquirió el tipo con cara de rufián, y su aliento soltó una vaharada a licor alcanforado.

— Venimos a ver a un vecino— contesté.

El tipo se echó a reír.

— No me busques las cosquillas, lechuguino. ¿Asunto?

Hice una pausa antes de responder.

— ¿Se puede saber quién es usted?

Se echó a reír.

— Bueno, yo soy el tipo que vigila el edificio… para el casero. Así que no trates de burlarte de mí, a menos que quieras probar esta porra…— Hablaba con el acento del Bowery, inmortalizado hacía mucho tiempo por los matones de la ciudad: una manera de hablar a la que siempre era difícil tomar en serio. Sin embargo, no me gustaba aquella porra, así que volví a echar mano a mi billetero.

— Ultimo piso— dije, tendiéndole unos billetes—. Al fondo. ¿Hay alguien en casa?

El tipo recuperó la sonrisa.

— Oh— exclamó, agarrando el dinero—, ¿quieres decir el tipo de…?— De pronto empezó a parpadear y a contorsionar cómicamente la mandíbula, la mejilla y el ojo. Al parecer insatisfecho con los resultados de su actuación, intensificó el efecto halando de la cabeza con las manos. Complacido con este esfuerzo adicional, se echó a reír en voz alta—. No, no está en casa— dijo al fin—. Nunca está por las noches. Por el día, a veces; pero por las noches no. Puedes mirar en la azotea, tal vez ande por allí… A ése le gusta andar por las azoteas.

— ¿Y su apartamento?— inquirí—. Tal vez le esperemos allí.

— Puede que esté cerrado— contestó el individuo con otra sonrisa. Le tendí otro billete—. Aunque es posible que no.— Entró en el edificio—. No seréis polis, ¿verdad?

— No te pago para que me hagas preguntas— le contesté.

El tipo concedió a mis palabras algo parecido a una reflexión, y luego dijo:

— Vale. Venid conmigo. Pero en silencio, ¿eh?

Seguimos al hombre al interior. La larga y oscura escalera estaba impregnada con los habituales hedores a basura en descomposición y a deposiciones humanas, y al llegar al pie de ella dejé que Sara fuera delante.

— Muy lejos del mundo de la señora Piedmont— susurró al pasar.

Ascendimos los seis tramos de escalera sin ningún incidente, y luego nuestro guía llamó a una de las cuatro puertas que daban al pequeño rellano. Al no obtener respuesta, levantó un dedo.

— Esperad aquí un segundo— dijo, y luego subió el tramo final de escaleras hasta la azotea. Cuando a los pocos segundos regresó, su aspecto era más relajado.— Nadie— dijo. Acto seguido sacó un gran llavero del bolsillo trasero del pantalón y abrió la puerta a la que antes había llamado—. Hay que asegurarse de que no anda por los alrededores. Es un tío con malas pulgas, el…— En lugar de decir un nombre, empezó de nuevo a contorsionar la cara, lo cual fue preludio de otra carcajada. Finalmente entramos en el apartamento.

Encendí una lámpara de petróleo que había en un estante, junto a la puerta. La estancia, que poco a poco se fue haciendo visible, era básicamente un estrecho pasillo, quizá de unos nueve metros de longitud en total. En la mitad se había construido una pequeña partición y un portal con un dintel en la parte superior. Dos aberturas recientes, practicadas en las paredes laterales, eran el único contacto del apartamento con el mundo exterior. A través de un reducido patio de ventilación, permitían atisbar el desolado paisaje de otras aberturas similares en las paredes de los apartamentos vecinos. Había una pequeña cocina económica adosada a la partición, y no parecía que existiera más sanitarios que un cubo oxidado. Desde la puerta de entrada podían verse unos cuantos muebles: un escritorio viejo, una silla cerca de la partición y, tras ésta, los pies de una cama. Distintas capas gruesas de pintura barata se habían desconchado de las paredes, dejando al descubierto una capa anterior, creando en conjunto la impresión de una mancha marrón, como las que suelen verse al pie de los retretes.

En aquel lugar vivía el ser que en el pasado había sido Japheth Dury y que ahora era el asesino John Beecham. Y dentro de aquel reducido agujero tenía que haber pistas, por difíciles que fueran de encontrar. Sin decir nada, señalé a los Isaacson el extremo más alejado del apartamento. Éstos cruzaron la partición y entraron en aquella zona. Sara y yo avanzamos indecisos hacia el viejo escritorio, mientras nuestro guía permanecía alerta en la puerta de entrada.

El lugar era tan pequeño y el mobiliario tan escaso que el registro no nos llevaría más de cinco minutos. El viejo escritorio tenía tres cajones, que Sara empezó a registrar casi a oscuras, metiendo las manos en ellos para asegurarse de que no se le escapaba nada. Encima del escritorio clavado con tachuelas sobre la desconchada pared, había una especie de plano. Al apoyarme sobre el mueble para estudiarlo experimenté una extraña sensación bajo las manos, y al retirarlas descubrí que el tablero había sido profundamente grabado mediante una serie de monótonas y nada decorativas muescas. Volví a apoyar las manos y me dediqué a estudiar el plano. Al instante identifiqué el perfil de Manhattan, pero las marcas que habían dibujado sobre aquel perfil me resultaron extrañas: una serie de líneas rectas que se entrecruzaban, con números y símbolos misteriosos anotados en varios puntos. Me disponía a estudiarlos más de cerca cuando de pronto oí a Sara, que me llamaba:

— Mira, John.

Bajé la vista y vi que del cajón de abajo sacaba una pequeña caja de madera. La depositó con bastante aprensión, sobre el tablero del escritorio y se apartó.

Pegado a la tapa de la caja había un viejo daguerrotipo, muy parecido en estilo y composición a las obras que el eminente fotógrafo Matthew Brady había hecho sobre la Guerra Civil. Basándome en lo vieja y gastada que estaba la imagen, juzgué que debía ser de la misma época que las de Brady. La imagen que aparecía en él era la de un hombre blanco muerto: le habían arrancado la cabellera, las vísceras y los genitales, y las flechas le sobresalían de brazos y piernas: también le faltaban los ojos. No había marcas identificativas en la imagen, pero era obvio que se trataba de una de las creaciones del reverendo Victor Dury.

La caja en que estaba pegado el daguerrotipo se hallaba fuertemente cerrada, pero de su interior parecía emerger cierto hedor… el mismo que había percibido en la habitación de Beecham en casa de la señora Piedmont: a carne de animal en descomposición. El corazón me dio un vuelco al coger la caja, pero antes de que pudiera abrirla, oí la exclamación de Marcus:

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