—Efectivamente —repuso Fabiola—. Y también es mi guía.
Petreyo resopló, pero dejó que continuase sin más interrupciones.
—Después de beber el
homa
, me convertí en cuervo —explicó con calma—. Y se me permitió tener una visión en la que aparecían los supervivientes del ejército de Craso. Secundus dijo que la había enviado el mismo dios.
—Espera. Esto es demasiado para poder asimilarlo.
El legado se pasó la mano por el cabello corto, se levantó y se acercó a un alto aguamanil de bronce con patas de cisne. Inclinó el cuello y se tiró enérgicamente agua fría varias veces por toda la cabeza y por el cuello. Cogió un paño de un mueble de madera, se secó y se puso una túnica limpia.
Fabiola esperaba pacientemente sentada en la cama.
—Empieza desde el principio —le ordenó mientras se sentaba a su lado—. Dime exactamente cómo conociste a ese tal Secundus.
Fabiola no se complicó y no cambió la historia que le había contado, simplemente le explicó con exactitud cómo había conocido al veterano en la escalinata del templo de Júpiter en Roma. Simplificó su rescate y dijo que había tenido lugar durante los disturbios por la muerte de Clodio. No había necesidad de complicar más las cosas mencionando a Scaevola y los
fugitivarii.
—Todo esto me parece muy conmovedor —dijo Petreyo cuando terminó—. Pero salvar la vida de una joven bonita no significa que el
Pater
te invite a convertirte en uno de los nuestros. —La expresión del rostro se le endureció—. Dime la verdad.
Aquél era un momento crucial.
—Eso es lo que acabo de hacer. La mayoría de mis guardas murió mucho antes de la llegada de los veteranos —prosiguió Fabiola que, modesta, bajó la vista—. Tenía que defenderme o me violaban allí mismo. Quizá los dioses me ayudaron, pero yo logré matar a tres o cuatro de los agresores.
—¡Por Júpiter! —exclamó el legado—. ¿También te han enseñado a pelear?
—No. —Fabiola lo miró con los ojos muy abiertos—. Solamente vi a mi padre y a mis hermanos practicar en el patio de nuestro
domus
. Me imagino que fue por pura desesperación.
Ahora miraba sus esbeltos brazos con un renovado respeto.
Ella se atrevió a ir un poco más allá:
—Secundus dijo que pocas veces había visto tanta valentía, ni siquiera en el campo de batalla.
—Si lo que dices es cierto, no me sorprende —reconoció Petreyo enérgicamente—. Con soldados como tú, poco tendríamos que temer de César.
Fabiola se sonrojó, contenta por su elogio.
Siguió un riguroso interrogatorio sobre las prácticas y los ritos del mitraísmo. Petreyo escuchaba atentamente sin exteriorizar ninguna emoción ante las respuestas de Fabiola. Eso hizo que se pusiese todavía más nerviosa; pero, tomándose su tiempo, la joven fue capaz de contestar correctamente a todas las preguntas.
Cuando el legado hubo terminado, se hizo un largo silencio.
—Sabes mucho sobre el mitraísmo —declaró—. Sólo un iniciado puede saber estas cosas.
Le embargó un gran alivio, pero el suplicio todavía no había terminado.
—Tal vez un antiguo amante intentó impresionarte y te reveló los secretos del mitraísmo —aventuró frunciendo el ceño—. Si me mientes…
—Fie dicho la verdad —respondió Fabiola con toda la calma de la que fue capaz.
Petreyo apoyó la barbilla en la mano mientras iba dándose golpecitos con los dedos en la mejilla.
Era un cliente exigente, pensó Fabiola, un mal enemigo, pero ahora ella ya se había comprometido.
—A quien hay que preguntar es a Secundus —dijo al fin—. Ningún
Pater
mentiría sobre algo así.
A Fabiola le entró pavor al pensar en ese interrogatorio, pues demostraría si Secundus creía realmente en ella.
El legado llamó a uno de los legionarios que hacía guardia en el exterior de la tienda y le ordenó que trajese a Secundus ante ellos.
Se hizo un incómodo silencio mientras esperaban. Tras la revelación de Fabiola, Petreyo parecía un poco avergonzado de lo que habían hecho juntos.
Fabiola, preocupada por que Secundus revelase lo que realmente había sucedido en el Mitreo, era incapaz de enzarzarse en su normalmente animada charla. Aprovechó para lavarse, vestirse y recogerse el cabello. Secundus sacaría sus propias conclusiones sobre lo que había pasado allí pero, a pesar de todo, quería presentar el mejor aspecto posible.
Evidentemente, el legado era demasiado listo para hablar con Secundus delante de ella. Cuando, poco después, el legionario regresó con él, Petreyo le pidió a Fabiola que permaneciese en el dormitorio. No le quedaba más remedio que obedecer.
Enseguida un quedo murmullo de voces llegó desde la parte principal de la tienda. Fabiola reconoció la voz de Secundus que respondía a una serie de preguntas. Hecha un manojo de nervios, se arrodilló ante el altar de piedra y observó la estatua de Mitra. «Perdóname, altísimo —pensó—. He mentido en tu presencia sobre lo sucedido en el Mitreo. Pero eso no significa que no crea en ti. Ayúdame y te prometo que seré para siempre una fiel seguidora.» Se trataba de una promesa de gran magnitud, pero Fabiola sabía que su situación era desesperada. Si la versión de Secundus sobre lo ocurrido no concordaba con la suya, sería Orcus, dios del inframundo, y no Mitra, con quien tendría que lidiar. Por deshonrar su religión, el legado podría ordenar que la matasen.
Seguía rezando cuando Petreyo entró en el dormitorio. Su voz la sobresaltó.
—Secundus es un buen hombre —dijo—. No es un mentiroso.
Tragó bilis y se volvió hacia él.
—Yo tampoco lo soy —susurró, convencida de que Secundus la había descubierto.
—El
Pater
lo ha corroborado todo —sonrió Petreyo—. Está convencido de que tu increíble visión fue obra de Mitra.
—Entonces, ¿me creéis?
—Te creo —repuso afectuosamente—. Te daré la ayuda que me has pedido. El dios querría que así fuese.
Fabiola estuvo a punto de desmayarse del alivio. Había valido la pena arriesgarse.
Petreyo se le acercó por la espalda y ella sintió su tibio aliento en la nuca.
—Nunca me había acostado con un seguidor de Mitra —dijo.
Fabiola cerró los ojos. Todavía le quedaba un precio por pagar, pensó con amargura. ¿Siempre sería así?
Petreyo le ahuecó las manos bajo los pechos y se estrechó contra sus nalgas.
Fabiola le acarició la entrepierna con la mano. Para ella, el amanecer tardaría en llegar.
Petreyo ni siquiera le había preguntado adónde se dirigía. Evidentemente, sus soldados se lo dirían a su regreso; aun así, el magnánimo gesto que había tenido con ella era un ejemplo notable de cumplimiento de los principios, pensó Fabiola. Le había ofrecido su ayuda de forma gratuita, simplemente porque se la había pedido. Sonrió con ironía. La ayuda de Petreyo no había sido completamente gratuita, por supuesto. Pero, aunque se había acostado con ella, el legado había demostrado ser superior a la media al respetar uno de los principios fundamentales de su fe. Por su considerable experiencia con los hombres, Fabiola dudaba que la mayoría hubiese actuado de la misma forma. A pesar de que Petreyo era uno de los oficiales de Pompeyo, deseaba que todo le fuese bien.
Pareció apropiado que el
optio
y la media centuria de legionarios que había espantado a los
fugitivarii
acompañasen a Fabiola y a sus compañeros hacia el norte. Al final del primer día, Fabiola ya se alegraba de que marchasen imperturbables alrededor de la litera que Petreyo le había ofrecido. Cuanto más lejos estaban de Roma, más se relajaba el imperio de la ley en el país. El grupo se encontraba continuamente con desertores, bandidos y campesinos empobrecidos, cualquiera de ellos podría haber sido capaz de robar y matar a cuatro personas que viajasen solas. Sin embargo, nadie se atrevía a enfrentarse a cuarenta soldados bien armados, por lo que el viaje prosiguió sin incidentes durante más de dos semanas.
Siguieron la calzada romana a lo largo de la costa para evitar los Alpes y cruzaron la frontera con la Galia Transalpina. Era la primera vez que Fabiola salía de Italia, y ahora se alegraba aún más de tener tanta protección. Aunque todo el campo estaba salpicado de granjas, era evidente que se trataba de un país extranjero. Ni siquiera la presencia de controles regulares consiguió aplacar sus miedos. La mayoría de los romanos sabía que la población de la Galia estaba formada por tribus temibles, gentes que se revelaban ante la menor provocación. Y a Fabiola, los hoscos habitantes de los asentamientos y las miserables aldeas por las que pasaban le parecían realmente peligrosos. Los hombres de cabellos largos y mostachos vestían pantalones anchos con dibujos y túnicas con cinturón, indumentaria muy diferente a la romana. Se adornaba cuellos y muñecas con collares y brazaletes de plata, y prácticamente todos llevaban una espada larga, un escudo hexagonal y una lanza. Incluso las mujeres iban armadas con cuchillos. Era una nación de luchadores que no aceptaban a sus amos.
Fabiola no podía explicarles que, por su condición de antigua esclava, no tenía nada en contra de ellos y que no tenía nada que ver con la agresiva política exterior de Roma. Para quienes la veían, ella era simplemente otra rica romana de paso.
Sin embargo, según le había explicado el
optio
, en esa zona apenas se habían librado luchas. Gran parte de la Galia Transalpina llevaba más de un siglo bajo el control de la República y, afortunadamente, las tribus no habían respondido a la llamada a las armas de Vercingétorix. Así pues, la intranquilidad de Fabiola crecía a medida que avanzaban hacia el norte, hacia las regiones afectadas por el levantamiento. Los rumores que contaban los legionarios destinados en los enclaves regulares y en las plazas fuertes hacían poco para mitigar su intranquilidad. César había sufrido importantes reveses en Gergovia y había perdido a cientos de soldados. Envalentonado con su victoria, Vercingétorix había llevado a su ejército a la ciudad fortificada de Alesia para esperar la llegada del enemigo.
Y la titánica lucha continuaba todavía.
Pese a la renuencia del
optio
de Petreyo, Fabiola insistió en proseguir el viaje. Sus instrucciones eran las de acatar las órdenes de Fabiola, y ésta no iba a permitir que lo olvidase. Secundus y ella habían consultado un oráculo en una de las ciudades cerca de la frontera y los augurios habían sido buenos. Falsos o no, ya no había vuelta atrás. Su terco orgullo lo impedía. Si César perdía la batalla de Alesia, sus planes no habrían servido de nada. En ese caso, a la joven no le importaba lo que le sucediese. Con su madre muerta y Romulus probablemente también, lo mejor sería que ella muriese.
Sin embargo, si César salía victorioso, su ambición y la de Brutus no conocerían límites. Más aún, el pueblo lo adoraría. La represión de los disturbios de Roma llevada a cabo por Pompeyo no sería comparable a una victoria sobre cientos de miles de fieros guerreros. Los ciudadanos apreciarían todavía más semejante golpe apabullante por el histórico temor de los romanos a la Galia. El saqueo de su capital a manos de los miembros de las tribus hacía más de tres siglos había dejado una cicatriz perdurable en la psique nacional. César «tenía» que ganar, porque así Fabiola podía continuar la búsqueda de Romulus y averiguar la identidad de su padre.
Prosiguieron el viaje.
Escapar de Scaevola había sido hasta entonces la parte más aterradora y escalofriante del periplo de Fabiola. Es decir, hasta que se acercaron a Alesia. El horror seguía kilómetro tras kilómetro. Y, sin embargo, la amenaza no era de los vivos. A tan sólo unos veinte kilómetros desde el último puesto de avanzada de los legionarios, el campo estaba plagado de aldeas incendiadas y campos de cosechas abrasadas. Rebaños de reses y ovejas yacían masacrados, sus cadáveres hinchados hedían bajo el sol de principios de verano. Los hombres de Vercingétorix habían trabajado duro con la intención de privar de alimentos y suministros al ejército de César. Los únicos seres vivos que quedaban eran pájaros y animales salvajes. No había gente; todos habían huido o se habían unido a Vercingétorix en Alesia. Fabiola se percató de que era un indicio de lo desesperada que había sido la batalla. El jefe de una tribu sólo ordenaría la destrucción del sustento de su pueblo en las peores circunstancias. Ahora grandes extensiones de tierras de la Galia eran baldías, lo que significaba que no habría alimentos para el próximo invierno. Mucho tiempo después de que los soldados de ambos bandos hubiesen marchado, mujeres y niños inocentes morirían de hambre. Este coste adicional en sangre resultaba espeluznante.
Pero ¿qué podía hacer ella? Una mujer no podía cambiar el talante agresivo de la República romana o de uno de sus mejores generales. Como de costumbre, prevaleció su lado pragmático. No podía ayudar a los habitantes de la Galia. Solamente podía ayudar a quienes estaban cerca de ella, como sus esclavos. Además, decidió encontrar al muchacho que Scaevola había perseguido en sus tierras. El recuerdo de lo que el
fugitivarius
le había hecho después de capturarlo todavía la torturaba.
Fabiola no tenía mucho tiempo para pensar en eso.
Más allá de los campos agrícolas devastados yacían más muestras fehacientes de la guerra de César. A pocos kilómetros de Alesia, había galos muertos o moribundos a lo largo del borde del camino, hombres que habían huido de la batalla o que habían sido evacuados por sus compañeros que después tuvieron que dejarlos morir porque no podían seguir. Afortunadamente, no había señal de guerreros que pudieran hacerles frente, pero el temor del
optio
era tan grande que se negó a continuar. Rojo de vergüenza por su determinación, insistió en que Fabiola y veinte soldados más se ocultasen en un bosquecillo bastante grande a cientos de pasos del camino. A Fabiola no le quedó más remedio que contemplar frustrada cómo él y otros legionarios se ponían en marcha para intentar averiguar algo.
El
optio
no tardó mucho en regresar.
—¡Todo ha terminado! —gritó exultante cuando ya estaba lo bastante cerca—. ¡César lo ha conseguido!
Los soldados escondidos cuchicheaban entre sí entusiasmados.
Fabiola exhaló un largo suspiro de alivio y Secundus sonrió de oreja a oreja. Impacientes, esperaron a que el oficial subalterno los alcanzara.
—Parece ser que la batalla finalizó ayer. ¡Por todos los dioses, deberíais verlo! —exclamó agitando los brazos emocionado—. Las legiones de César han construido kilómetros de fortificaciones alrededor de la ciudad para que no pudiesen escapar.