Petreyo inclinó la cabeza y pronunció en silencio una oración.
Fabiola hizo lo mismo y pidió fervientemente a Mitra y a Júpiter no sólo la bendición de los alimentos, sino también su ayuda. Seguía sin tener ni idea de lo que iba a hacer.
El postre consistía en todo tipo de pasteles, avellanas y peras y manzanas en conserva. Para no parecer maleducada, Fabiola se sirvió unas pocas porciones pequeñas y se tomó su tiempo para comerlas.
A los dos les escanciaron más vino.
—Vuestra tía de Ravenna —dijo Petreyo de repente—. ¿Cómo habéis dicho que se llama?
—Clarina —repuso Fabiola—. Clarilla Silvina.
—¿Dónde vive exactamente?
La embargó la inquietud. «¿Y qué le importaba a él?»
—No muy lejos del Foro, creo. —Mintió. Escogió una ubicación que podía encajar en cualquier ciudad de Italia—. En una de las calles que salen de la que va hasta la entrada sur.
—¿Tiene una casa grande?
—No especialmente —contestó—. Pero mi madre dice que está bien decorada. Tía Clarina tiene buen gusto.
Él no dijo nada durante unos instantes.
El corazón de Fabiola empezó a latir con fuerza y se entretuvo con otro trozo de fruta seca.
—El año pasado se declaró un incendio en la parte meridional de la ciudad —anunció Petreyo con voz dura—. Casi todas las casas se quemaron.
Fabiola notó cómo se le encendían las mejillas.
—Clarina lo mencionó en una carta —respondió con la voz un poquito demasiado alta—. La suya no sufrió muchos daños.
—Las únicas que no sufrieron daños fueron las que estaban cerca de mi
domus
—declaró el legado con frialdad—. Afortunadamente, mis esclavos consiguieron empapar con bastante agua los tejados cercanos para que no se prendiesen fuego y el incendio no alcanzase mi casa.
Lo miró sin decir nada, con una sensación de náusea en el estómago. ¿Cómo iba a saber ella que Petreyo tenía una casa en Ravenna?
Las siguientes palabras que pronunció fueron como golpes del sino.
—Los vecinos estaban tan agradecidos que todos vinieron a presentar sus respetos. No recuerdo a ninguna dama anciana que respondiera al nombre de Clarina Sil vina.
Fabiola abrió y cerró la boca. En ese momento, él se pasó a su diván; ahora estaban lo suficientemente cerca como para tocarse. Los ojos de Petreyo eran gris pizarra y, ahora, especialmente hostiles.
—Yo… —Fabiola no sabía qué decir, lo cual era extraño en ella.
—No tenéis ninguna tía en Ravenna —dijo el legado con expresión severa—. ¿No es cierto?
Fabiola no respondió.
—Y uno de vuestros acompañantes es un veterano lisiado. ¿A quién puede serle útil una persona así?
El corazón de Fabiola se aceleró. Petreyo debía de haberlos observado desde su tienda cuando llegaron y había reconocido el porte militar de Secundus. Resultaba difícil no darse cuenta.
—¿Secundus? Lo encontré en la escalinata del templo de Júpiter —protestó Fabiola, enfadada porque Petreyo no mostrara respeto por las víctimas de las guerras de Roma. Al fin y al cabo, cosas similares les habían pasado a sus soldados—. Me dio pena. Y ha demostrado ser una persona de confianza.
—¿De veras? ¿Cómo es que ha sobrevivido a la emboscada cuando todos los demás han muerto? —preguntó el legado.
Fabiola se estremeció ante su estudiado interrogatorio.
—No lo sé —susurró—. Tal vez los dioses le hayan evitado la muerte.
—No es en absoluto lo que parece. —Petreyo se incorporó—. Ya veremos lo que dice vuestro criado cuando pruebe el hierro al rojo vivo. Eso los hace cantar como canarios.
—¡No! —gritó Fabiola—. Secundus no ha hecho nada.
No era una reacción totalmente altruista. Pocas personas resistían las torturas, especialmente a manos de los soldados experimentados que Petreyo seguramente tenía a su disposición. Si Secundus revelaba el verdadero destino de Fabiola, toda esperanza de llegar a la Galia se esfumaría. ¿Quién sabía cómo iba a reaccionar el legado cuando lo descubriese? Deshacerse de cuatro viajeros harapientos no suponía ningún problema. Nadie notaría su desaparición.
A Fabiola se le cayó el alma a los pies. En comparación con personajes como Petreyo, ella no era nadie.
Petreyo se dio media vuelta y se inclinó tan cerca de Fabiola que el olor a almizcle de su aliento por la mezcla de
mulsum
y vino le llenó la nariz.
—A no ser que encontremos otra solución —propuso mientras le apretaba suavemente un seno—. Una solución mucho más placentera.
Fabiola vaciló durante unos instantes. Sentía una ligera sensación de náuseas. Una sensación antigua y bien conocida: la que solía tener en el Lupanar cada vez que un cliente la escogía de entre la hilera de prostitutas.
¿Tenía otra opción?
En lugar de apartarlo, lo atrajo hacia sí.
Norte de Italia, primavera-verano de 52 a. C.
Con la intención de reducir a Petreyo a una sombra sudorosa y agotada, Fabiola había utilizado al copular con él todos los trucos que conocía de su anterior profesión. Durante todo el tiempo que dedicó a volver al legado loco de pasión, no dejó de pensar en la forma de salir de aquella situación.
¿Cómo podría reunirse de nuevo con Secundus y Sextus y continuar a salvo el viaje hacia la Galia?
Petreyo no tenía ninguna razón para dejar a Fabiola en libertad. Una núbil compañera de cama como ella haría su viaje a Roma mucho más placentero. Y ella no podría hacer nada si él decidía mantenerla a su lado. Con casi cinco mil soldados a su entera disposición, el implacable legado podía comportarse como le viniera en gana.
La posibilidad de quedarse y convertirse en la amante de Petreyo ya se le había ocurrido. No era un hombre feo y daba la sensación de ser bastante agradable. Brutus, que estaba lejos, en la Galia, no podría hacer nada al respecto. Fabiola decidió no optar por esta posibilidad por dos razones. La primera porque significaba cambiar su lealtad y pasarse al bando de Pompeyo y, por algún motivo, le parecía una mala idea. Su instinto le decía que el antiguo socio de César en el triunvirato no era el hombre al que había que apoyar. Y la segunda, y más importante, era que si se convertía en la amante de Petreyo, y por lo tanto se aliaba con un enemigo de César, probablemente nunca llegaría a conocer al noble que tal vez fuese su padre.
También se le ocurrió otra idea más cruel. Sencillamente se limitaría a esperar a que el legado se durmiese y entonces lo mataría. Pero, aunque consiguiese salir de la tienda sin ser descubierta y encontrara a Docilosa, a Secundus y a Sextus, el siguiente paso resultaría imposible. No había razón para pensar que los disciplinados soldados de Petreyo los fueran a dejar pasar a ella y a sus acompañantes sin permiso. Fabiola no tenía ningún deseo de que la crucificasen o la torturasen a muerte, uno de los dos castigos que seguro le infligirían cuando encontrasen el cuerpo del legado.
En el nombre del Hades, ¿qué podía hacer?
Fabiola pensaba que ya lo había cansado y se sorprendió cuando Petreyo, con renovada energía, volvió a tomarla poco tiempo después. A cuatro patas, alentaba sus profundas embestidas con fuertes gemidos. Cuando el legado hubo terminado y se hundió en las sábanas empapadas de sudor, Fabiola bajó de la cama. Necesitaba pensar desesperadamente. Desnuda, dio unos pocos pasos hasta una mesa baja con una selección de alimentos y bebidas dispuesta sobre ella. La joven llenó dos copas con vino aguado y, cuando se dio media vuelta, se encontró a Petreyo admirándola.
—¡Por todo lo sagrado! —exclamó con un suspiro de satisfacción—. Pareces una diosa llegada para tentar a un simple mortal.
Fabiola esbozó una sonrisa estudiada y lo miró con coquetería.
—¿Quién eres? —le preguntó intrigado—. No he conocido a ningún comerciante con una hija como tú.
Ella se rio con voz ronca y lentamente dio una vuelta que provocó un fuerte gemido de deseo.
Pero la pregunta la volvería a repetir, de eso no cabía la menor duda. Fabiola intentó aplacar la sensación de miedo que le oprimía el pecho. Petreyo no era un cliente saciado al que acompañar a la puerta cuando se agotase su tiempo. Era un hombre acostumbrado a lograr lo que quería, un poderoso noble experto en el gobierno de los soldados y en guerras. Totalmente a su merced, en su territorio, sus ardides femeninos sólo servían hasta cierto punto.
Como todos los dormitorios, el de Petreyo tenía en la esquina una pequeña hornacina. La mayoría de los romanos rezaba a los dioses al levantarse y al retirarse para pedirles consejo y protección durante el día y la noche. El legado no era menos. Fabiola recorrió indiferente la mirada por el altar de piedra, pero algo le llamó la atención. En un lugar prominente, delante de deidades como Júpiter y Marte, se encontraba una pequeña figura con capa que le resultaba familiar. Fabiola se quedó sin respiración cuando reconoció a Mitra. La estatua delicadamente tallada representaba la misma imagen que la gran escultura del Mitreo en Roma. El dios, tocado con un gorro frigio, estaba agachado sobre un toro tumbado y, con la mirada al frente, le clavaba un cuchillo en el cuello.
Fabiola cerró los ojos y pidió su ayuda divina.
¿Sería ésta su oportunidad?
Petreyo era devoto de Mitra. Fabiola había estado en el interior del templo del dios y había bebido el sagrado
homa
. Y, lo que era más importante, había tenido una visión de un cuervo. El hecho de haber hecho todo aquello sin permiso y de haber escandalizado a la mayoría de los veteranos resultaba irrelevante en aquellos momentos.
Una osadía empezó a fraguarse en la mente de Fabiola. Era lo único que se le ocurría, así que tendría que funcionar.
Detrás de ella oyó una risa queda.
—Afortunadamente, no tengo una estatua de Príapo para pedirle por mí —dijo Petreyo—. Si fuese así, te tendría despierta toda la noche.
—No lo necesitamos —respondió Fabiola mientras separaba ligeramente las piernas y hacía una reverencia a Mitra.
La visión que esta postura ofrecía hizo que el legado, sorprendido, emitiese un gemido lujurioso.
Con un sutil balanceo, Fabiola dio media vuelta y caminó hacia él mientras sus senos generosos se movían suavemente. La luz de las lámparas de aceite coloreaba su piel y le otorgaba un seductor brillo ámbar. Por su larga experiencia, sabía que al verla así ningún hombre se le resistía. Dejó la copa de vino en el suelo al lado de la cama y apoyó las manos en las caderas.
—Pareces una mujer que no se anda con tonterías —dijo Petreyo.
Ella se rio y arqueó la pelvis hacia él:
—¿Ah, sí?
«Si tú supieras.»
Incapaz de aguantar más juegos, extendió la mano para sujetarla, pero ella se zafó de él.
El legado frunció el ceño.
Fabiola enseguida se acercó de nuevo y dejó que sus dedos impacientes le agarrasen las nalgas.
—¿Quién necesita a Príapo? —masculló, y dio la vuelta hasta el borde de la cama en un desesperado intento de acercarse más—. Te voy a follar otra vez ahora mismo.
Fabiola sonrió para sí. Así era como lo quería: loco de pasión. Se giró y miró hacia abajo mientras Petreyo aplastaba el rostro contra su entrepierna.
—Veo que tenéis una estatua de Mitra.
—¿Qué? —su voz sonaba amortiguada.
—El dios guerrero.
Se separó con aspecto bastante irritado.
—Empecé a seguirlo durante la campaña en Asia Menor. ¿Por qué?
Fabiola se dio cuenta de que tenía que actuar con muchísima delicadeza y calló.
Se agachó, suavemente lo atrajo hacia sí y empezó a acariciarle el miembro erecto.
Disfrutando de lo que ella le hacía, Petreyo se relajó de nuevo.
Fabiola subió a la cama en silencio y se tendió sobre él.
Cuando eyaculó, Petreyo jadeó de placer y le sujetó las caderas con las manos. Después se dejó caer sobre las sábanas y cerró los ojos.
Convencida de que en ese momento el legado era todo lo vulnerable que podía llegar a ser, Fabiola arrojó el dado.
—He oído que los seguidores de Mitra se honran y respetan profundamente —comentó—. Se ayudan mutuamente cuando es necesario.
—Si podemos, nos ayudamos —le respondió él ya con voz somnolienta.
—¿Y en el caso de que se trate de una situación extraña o difícil?
—Motivo de más para ayudar.
—Y casi todos sois soldados —prosiguió Fabiola, cambiando de táctica.
—Sí.
—Pero algunos no.
—Exacto —repuso Petreyo con voz confundida—. Hay hombres de muchos oficios y profesiones en nuestra religión. Incluso algunos esclavos dignos. Todos somos iguales ante nuestro dios.
La semilla ya estaba plantada, pensó Fabiola. Había llegado el momento de actuar.
—Esta noche os he ayudado —murmuró mientras se separaba de él y se estiraba en la cama.
Petreyo se rio:
—Sí. Y mucho.
—Entonces, ¿me ayudaréis vos a mí?
—¡Por supuesto! —repuso divertido—. ¿Qué es lo que deseas? ¿Dinero? ¿Vestidos?
Fabiola apretó los puños con la esperanza de que los principios fundamentales de honor mencionados tantas veces por Secundus también constituyesen una parte importante de las creencias de Petreyo. No había manera de saberlo si no lo intentaba.
—Más que eso. —Se detuvo y se dio cuenta que le temblaban las manos—. Necesito un salvoconducto y hombres suficientes para que me protejan en mi viaje hacia el norte.
Se incorporó de un salto, de repente completamente despierto.
—¿Qué has dicho?
—Soy la primera mujer que ha entrado en el Mitreo de Roma —repuso—. Para convertirme en una adepta.
—Está prohibido en todos los casos —tartamudeó Petreyo—. Sé que las provincias están un poco atrasadas en lo relacionado a las nuevas tradiciones, pero ¿esto? ¿Bajo qué autoridad se te permitió?
—Secundus —respondió—. El veterano manco que estaba conmigo cuando vuestras tropas nos rescataron.
—¿Un lisiado de bajo rango? —se burló—. Parece que se le ocurren ideas muy por encima de su condición. ¿Es que quiere follarte?
No le sorprendía, pensó Fabiola, que un hombre de la posición de Petreyo menospreciase a alguien tan humilde como Secundus.
—¡En absoluto! —respondió con firmeza—. Y, a pesar de lo que penséis, me admitió en el Sendero. Mi rango es el de
corax
, lo que me convierte en camarada vuestra.
—Ahora me dirás que es el
Pater
del templo —dijo con sorna el legado.