El 18 Brumario de Luis Bonaparte (8 page)

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Authors: Karl Marx

Tags: #Clásico, Filosofía, Histórico

BOOK: El 18 Brumario de Luis Bonaparte
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Como el mando sobre la Guardia Nacional aparecía aquí como un atributo del alto mando militar, la Guardia Nacional parecía quedar reducida a un apéndice de las tropas de línea. Por fin, el 13 de junio fue destrozada. Y no sólo por su disolución parcial, que desde aquel momento se repitió periódicamente en todos los puntos de Francia y sólo dejó en pie las ruinas de la Guardia Nacional. La manifestación del 13 de junio fue, sobre todo, una manifestación de los guardias nacionales democráticos. Es cierto que no opusieron al ejército sus armas, sino sólo sus uniformes, pero en este uniforme estaba precisamente el talismán. El ejército se convenció de que el tal uniforme era un trapo de lana como cualquiera. El encanto quedó roto. En las jornadas de junio de 1848, la burguesía, en calidad de Guardia Nacional, estuvieron unidas con el ejército contra el proletariado; el 13 de junio de 1849, la burguesía hizo que el ejército dispersase a la Guardia Nacional pequeñoburguesa; el 2 de diciembre de 1851, había desaparecido la Guardia Nacional de la propia burguesía, y Bonaparte se limitó a registrar este hecho al firmar, después de producido, el decreto de su disolución. Así fue cómo la burguesía rompió ella misma su última arma contra el ejército, pero no tenía más remedio que romperla desde el momento en que la pequeña burguesía no estaba ya detrás de ella como vasallo, sino delante de ella como rebelde, del mismo modo que tenía necesariamente que destruir en general, con sus propias manos, a partir del instante en que se hizo ella misma absolutista, todos sus medios de defensa contra el absolutismo.

Entretanto, el partido del orden festejaba la reconquista de un poder que en 1848 sólo parecía haber perdido para volver a encontrarlo libre de sus trabas en 1849, con invectivas contra la república y la Constitución, maldiciendo todas las revoluciones futuras, presentes y pasadas, incluyendo las hechas por los dirigentes de su mismo partido, y por medio de leyes que amordazaban a la prensa, destruían el derecho de asociación y sancionaban el estado de sitio como institución orgánica. Luego, la Asamblea Nacional suspendió sus sesiones desde mediados de agosto hasta mediados de octubre, después de haber nombrado una comisión permanente para el tiempo que durase su ausencia. Durante estas vacaciones, los legitimistas intrigaron con Ems, los orleanistas con Claremont, Bonaparte mediante tournées principescas, y los consejos departamentales en cabildeos sobre la revisión constitucional, casos que se repitiesen con regularidad durante las vacaciones periódicas de la Asamblea Nacional y en los que entraré tan pronto como se conviertan en acontecimientos. Aquí advertimos tan sólo que la Asamblea Nacional obró impolíticamente al desaparecer de la escena durante tan largo intervalo, dejando que sólo apareciese al frente de la república una figura, aunque lamentablemente: la de Luis Bonaparte, mientras el partido del orden, para escándalo del público, se descomponía en sus partes integrantes realistas y se dejaba llevar por sus apetitos de restauración en pugna. Tan pronto como enmudecía, durante estas vacaciones, el ruido ensordecedor del
parlamento
y su cuerpo se disolvía en la nación, nadie podía dejar de ver que sólo faltaba
una cosa
para consumar la verdadera faz de esta república: hacer permanentes las vacaciones parlamentarias y sustituir
su
lema de
Liberté, égalité, fraternité
, por estas palabras inequívocas: Infanterie, cavalerie, artillerie!
[72]
.

Capítulo IV

A mediados de octubre de 1849 reanudó sus sesiones la Asamblea Nacional. El 1 de noviembre, Bonaparte la sorprendió con un mensaje en el que le anunciaba la destitución del ministerio Barrot-Falloux y la formación de un nuevo ministerio. Jamás e ha arrojado a lacayos de su puesto con menos cumplidos que Bonaparte a sus ministros. Los puntapiés destinados a la Asamblea Nacional los recibían, por el momento, Barrot y Compañía.

El ministerio Barrot estaba compuesto, como hemos visto, por legitimistas y orleanistas, era un ministerio del partido del orden. Bonaparte había necesitado de él para disolver la Constituyente republicana, poner por obra la expedición contra Roma y destrozar el partido democrático. Él se había eclipsado aparentemente detrás de este ministerio, entregando el poder del Gobierno en manos del mismo partido del orden y poniéndose la careta de modestia que bajo Luis Felipe llevaba el gerente responsable de los periódicos, la careta del
homme de paille
[73]
. Ahora se quitó la máscara, que no era ya velo sutil detrás del que podía ocultar su fisonomía, sino la máscara de hierro que le impedía mostrar una fisonomía propia. Había constituido el ministerio Barrot para hacer saltar, en nombre del partido del orden, la Asamblea Nacional republicana, y lo destituyó para declarar a su propio nombre independiente de la Asamblea Nacional del partido del orden.

Pretextos plausibles para esta destitución no faltaban. El ministerio Barrot descuidaba incluso las formas de decoro que habrían hecho aparecer al presidente de la república como un poder al lado de la Asamblea Nacional. Durante las vacaciones parlamentarias Bonaparte publicó una carta dirigida a Edgar Ney en la que parecía desaprobar la actuación iliberal del papa
[74]
, del mismo modo que había publicado, en oposición a la Constituyente, otra carta en la que elogiaba a Oudinot por su ataque contra la República de Roma
[75]
. Al votarse en la Asamblea Nacional el presupuesto de la expedición romana, Víctor Hugo, por un supuesto liberalismo, puso a discusión esa carta. El partido del orden ahogó entre exclamaciones despectivamente incrédulas la ocurrencia de que las ocurrencias de Bonaparte pudieran tener la menor importancia política. Ninguno de los ministros recogió el guante en su favor. En otra ocasión, Barrot, con su conocido patetismo vacuo, dejó escapar desde la tribuna palabras de indignación contra los «manejos abominables» en que, según su testimonio, andaban las personas más cercanas al presidente. Por último, el ministerio, a la par que hacía aprobar por la Asamblea Nacional una pensión de viudedad para la duquesa de Orleans, rechazaba todas las propuestas para aumentar la lista civil de la presidencia. Y en Bonaparte, el pretendiente imperial se fundía tan íntimamente con el caballero de industria arruinado, que una gran idea, la de su misión de restaurador del imperio, se complementaba siempre con otra: la de que el pueblo francés tenía la misión de saldar sus deudas.

El ministerio Barrot-Falloux fue el primero y el último ministerio parlamentario nombrado por Bonaparte. Por eso su destitución señala un viraje decisivo. Con él, el partido del orden perdió, para no recuperarlo jamás, un puesto indispensable para afirmar el régimen parlamentario, el asidero del poder ejecutivo. Se comprende inmediatamente que en un país como Francia, donde el poder ejecutivo dispone de un ejército de funcionarios de más de medio millón de individuos y tiene por tanto constantemente bajo su dependencia más incondicional a una masa inmensa de intereses y exigencia, donde el Estado tiene atada, fiscalizada, regulada, vigilada y tutelada a la sociedad civil, desde sus manifestaciones más amplias de vida hasta sus vibraciones más insignificantes, desde sus modalidades más generales de existencia hasta la existencia privada de los individuos, donde este cuerpo parasitario adquiere, por medio de una centralización extraordinaria, una ubicuidad, una omniscencia, una capacidad acelerada de movimientos y una elasticidad que sólo encuentran correspondencia en la dependencia desamparada, en el carácter caóticamente informe del auténtico cuerpo social, se comprende que en un país semejante, al perder la posibilidad de disponer de los puestos ministeriales, la Asamblea Nacional perdía toda influencia efectiva, si al mismo tiempo no simplificaba la administración del Estado, no reducía todo lo posible el ejército de funcionarios y finalmente no dejaba a la sociedad civil y a la opinión pública crearse sus órganos propios, independientes del poder del Gobierno. Pero, el interés material de la burguesía francesa está precisamente entretejido del modo más íntimo con la conservación de esta extensa y ramificadísima maquinaria del Estado. Coloca aquí a su población sobrante y completa en forma de sueldos del Estado lo que no puede embolsarse en forma de beneficios, intereses, rentas y honorarios. De otra parte, su interés político la obligaba a aumentar diariamente la represión, y por tanto los recursos y el personal del poder del Estado, a la par que se veía obligada a sostener una guerra ininterrumpida contra la opinión pública y mutilar y paralizar recelosamente los órganos independientes de movimiento de la sociedad, allí donde no conseguía amputarlos por completo. De este modo, la burguesía francesa veíase forzada, por su situación de clase, de una parte, a destruir las condiciones de vida de todo poder parlamentario, incluyendo, por tanto, el suyo propio, y, de otra, a hacer irresistible el poder ejecutivo hostil a ella.

El nuevo ministerio llamábase el ministerio d'Hautpoul. No porque el general d'Hautpoul hubiese obtenido el rango de presidente del Consejo. Con Barrot, Bonaparte había suprimido prácticamente esta dignidad, que condenaba el presidente de la república, ciertamente, a la nulidad legal de un rey constitucional, pero de un rey constitucional sin trono y sin corona, sin cetro y sin espada, sin atributo de la irresponsabilidad, sin la posesión imprescriptible de la suprema dignidad del Estado y, lo más fatal de todo, sin lista civil. En el ministerio d'Hautpoul no había más que un hombre de fama parlamentaria, el prestamista Fould, uno de los miembros de peor reputación de la alta finanza. Le tocó en suerte la cartera de Hacienda. Consúltense las cotizaciones de la Bolsa de París y se verá que, desde el 1 de noviembre de 1849, los fondos franceses suben y bajan con las subidas y bajadas de las acciones bonapartistas. Habiendo encontrado así su aliado en la Bolsa, Bonaparte se adueñó, al mismo tiempo, de la policía mediante el nombramiento de Carlier para prefecto de policía de París.

Sin embargo, las consecuencias del cambio de ministerio sólo podían revelarse conforme fuesen desarrollándose las cosas. Por el momento, Bonaparte sólo había dado un paso adelante para luego verse empujado hacia atrás de un modo tanto más visible. A su agrio mensaje, siguió la declaración más servil de sumisión a la Asamblea Nacional. Cuantas veces los ministros hacían el tímido intento de presentar como proyectos de ley sus caprichos personales, ellos mismos parecían cumplir a regañadientes un mandato grotesco, obligados tan sólo por su posición y convencidos de antemano de la falta de éxito. Cuantas veces Bonaparte, a espaldas de sus ministros, se iba de la lengua hablando de sus intenciones y jugando con sus idées napoléoniennes, sus mismos ministros le desautorizan desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional. Parecía como si sus apetitos usurpadores sólo se exteriorizasen para que no se acallasen las risas malignas de sus adversarios. Se comportaba como un genio ignorado, considerado por el mundo entero como un bobo. Jamás fue objeto del desprecio de todas las clases de un modo más completo que durante este período. Jamás la burguesía dominó de un modo más incondicional, jamás hizo una ostentación más jactanciosa de las insignias de su dominación.

No me propongo escribir aquí la historia de sus actividades legislativas, que se resume, durante este período, en dos leyes: la ley restableciendo el impuesto sobre el vino y la ley de enseñanza, que suprime la incredulidad religiosa. Si a los franceses se les ponían obstáculos para beber vino, en cambio se les servía con tanta mayor abundancia el agua de la vida justa. Si en la ley sobre el impuesto del vino la burguesía declaraba intangible el antiguo odioso sistema fiscal francés, con la ley de enseñanza intentaba asegurar el antiguo estado de ánimo de las masas, que lo hacía soportar. Se asombra uno de ver a los orleanistas, a los burgueses liberales, estos viejos apóstoles del volterianismo y de la filosofía ecléctica, confiar a sus enemigos hereditarios, los jesuitas, la administración del espíritu francés. Pero, orleanistas y legitimistas, aunque discrepasen en lo que se refería al pretendiente a la corona, comprendían que su dominación colegiada exigía unir los medios de opresión de dos épocas, que los medios de sojuzgamiento de la monarquía de Julio debían completarse y fortalecerse con los medios de sojuzgamiento de la Restauración.

Los campesinos, defraudados en todas sus esperanzas, oprimidos más que nunca, de una parte, por el bajo nivel de los precios de los cereales y, de otra parte, por la carga de las contribuciones y por el endeudamiento hipotecario, cada vez mayores, comenzaron a agitarse en los departamentos. Se les contestó con una batida furiosa contra los maestros de escuela, que fueron sometidos al prefecto, y con un sistema de espionaje, al que quedaron sometidos todos. En París y en las grandes ciudades, la reacción misma presenta la fisonomía de su época y provoca más de lo que reprime. En el campo, se hace baja, vulgar, mezquina, agobiante, vejatoria; en una palabra, el gendarme. Se comprende hasta qué punto tres años de régimen del gendarme, bendecido por el régimen del cura, tenía que desmoralizar a las masas incultas.

Por grande que fuese la suma de pasión y declamación que el partido del orden derrochase desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional contra la minoría, sus discursos eran monosilábicos, como los del cristiano, que ha de decir: sí, sí; no, no. Monosilábicos en la tribuna y monosilábicos en la prensa. Insulsos como los acertijos cuya solución se sabe de antemano. Ya se trate del derecho de petición o del impuesto sobre el vino, de la libertad de prensa o de la libertad del comercio, de los clubes o del reglamento municipal, de la protección de la libertad personal o de la regulación del presupuesto del Estado, la consigna se repite siempre, el tema es siempre el mismo, el fallo está siempre preparado y reza invariablemente: «
¡Socialismo
» Se presenta como socialista hasta el liberalismo burgués, como
socialista
la ilustración burguesa, como socialista la reforma financiera burguesa. Era socialista construir un ferrocarril donde había ya un canal y socialista defenderse con el palo cuando le atacaban a uno con la espada.

Y esto no era mera retórica, moda, táctica de partido. La burguesía tenía la conciencia exacta de que todas las armas forjadas por ella contra el feudalismo se volvían contra ella misma, de que todos los medios de cultura alumbrados por ella se rebelaban contra su propia civilización, de que todos los dioses que había creado la abandonaban. Comprendía que todas las llamadas libertades civiles y los organismos de progreso atacaban y amenazaban, al mismo tiempo, en la base social y en la cúspide política a
su dominación de clase
, y por tanto se habían convertido en «
socialistas
». En esta amenaza y en este ataque veía con razón el secreto del socialismo, cuyo sentido y cuya tendencia juzgaba ella más exactamente que se sabe juzgar a sí mismo el llamado socialismo, el cual no puede comprender por ello cómo la burguesía se cierra a cal y canto contra él, ya gima sentimentalmente sobre los dolores de la humanidad, ya anuncie cristianamente el reino milenario y la fraternidad universal, ya chochee humanísticamente hablando de ingenio, cultura, libertad o cavile doctrinalmente un sistema de conciliación y bienestar de todas las clases sociales. Lo que no comprendía la burguesía era la consecuencia de que su
mismo régimen parlamentario
, de que
dominación política
en general tenía que caer también bajo la condenación general, como
socialista
. Mientras la dominación de la clase burguesa no se hubiese organizado íntegramente, no hubiese adquirido su verdadera expresión política, no podía destacarse tampoco de un modo puro el antagonismo de las otras clases, ni podía, allí donde se destacaba, tomar el giro peligroso que convierte toda lucha contra el poder del Estado en una lucha contra el capital. Cuando en cada manifestación de vida de la sociedad veía un peligro para la «tranquilidad», ¿cómo podía empeñarse en mantener a la cabeza de la sociedad el
régimen de la intranquilidad
, su propio régimen, el
régimen parlamentario
, este régimen que, según la expresión de uno de sus oradores, vive en la lucha y merced a la lucha? El régimen parlamentario vive de la discusión, ¿cómo, pues, va a prohibir que se discuta? Todo interés, toda institución social se convierten aquí en ideas generales, se ventilan bajo forma de ideas; ¿cómo, pues, algún interés, alguna institución van a situarse por encima del pensamiento e imponerse como artículo de fe? La lucha de los oradores en la tribuna provoca la lucha de los plumíferos de la prensa, el club de debates del parlamento se complementa necesariamente con los clubes de debates de los salones y de las tabernas, los representantes que apelan continuamente a la opinión del pueblo autorizan a la opinión del pueblo para expresar en peticiones su verdadera opinión. El régimen parlamentario lo deja todo a la decisión de las mayorías; ¿cómo, pues, no van a querer decidir las grandes mayorías fuera del parlamento? Si los que están en las cimas del Estado tocan el violín, ¿qué cosa más natural sino que los que están abajo bailen?

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