Ejército enemigo (14 page)

Read Ejército enemigo Online

Authors: Alberto Olmos

BOOK: Ejército enemigo
3.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se giró, me miró a los ojos y tuve miedo.

Tragué saliva.

–Joder, no sé… –No me era tan fácil soltar mi sentimentalidad de pega con alguien así.

–Me dice Fátima que estás, cómo era, ¿reconstruyendo los últimos días de Daniel?

–Sí, eso es.

–Nuevamente, ¿por algo que debamos saber?

–Ya se lo dije a Fátima… Y te lo digo a ti, claro… No es algo de lo que avergonzarme. –Me sentí algo más seguro, de pronto–. Como no lo vi mucho durante meses, pensé que había acabado mal con él, con mal sabor de boca. Sólo quiero limpiar mi culpa, algo así.

Uf.


Tu culpa es algo que desconoces
.

Me quedé callado y miré el partido. Colombia siempre ganaría a Ecuador. Traté de pensar a toda prisa. ¿Cuáles eran mis preguntas? Dos: qué hacía Daniel si no estaba salvando el mundo y con quién hacía eso. Decidí formular esas preguntas y, si Eduardo no me orientaba adecuadamente, dejarlo estar.

–No lo sé –fue su primera respuesta.

–Ni idea –fue su segunda respuesta.

Estupendo.

Me irrité lo suficiente como para sacar un papel del bolsillo. Se lo mostré con gesto temeroso y tras pronunciar la palabra «Mira» con vocecita de monaguillo.

–¿De dónde has sacado esto?

–Lo tenía Rodrigo en su casa. Es un esquema que le pintó Daniel. Yo lo he copiado, no es el original. ¿Sabes por dónde van los tiros?

–Claro. Fue una idea muy brillante de Daniel. Ese chico se tomaba en serio la labor social. No como tanto hijo de perra.

–No lo entendí muy bien, cuando me lo explicó Rodrigo.

–Rodrigo es gilipollas, qué te va a explicar… Bastante tiene con citar a Pascal sin entenderlo.

–Siempre lo cita, por lo que veo.

Me reí estratégicamente. Le pregunté a qué se dedicaba él.

–Soy profesor de Filosofía. No lo digas muy alto.

–¿En la universidad?

–Qué va, en un instituto. Es como no ser nada, o como estorbar. Lo que prefieras.

–Sí, ya sé que las humanidades están de retirada en la educación. –Contuve el aliento.

–Bah, que les den por el culo. Seguro que crees que sé todo lo que hay que saber desde Platón hasta Derrida, y que me lo paso en grande con la síntesis, el imperativo categórico y toda esa mierda. Para nada. Apenas me interesa. Apenas sé de qué hablo cuando doy clase.

–Ya te habrás desmotivado, ¿no?

–No, llegué desmotivado. Mira –y por primera vez, se volvió hacia mí en el banco–, la mayoría de los profesores de instituto son hijos de profesores de instituto. Mis padres daban clase de Lengua y de Ciencias Sociales. Te dirán que lo llevan en la sangre, cualquier profesor, que tenían vocación y demás estupideces. Nadie lleva nada en la sangre, ¿entiendes?, ninguna vocación. Uno hace lo que hacían sus padres porque es lo fácil; lo fácil. Si tu padre es director de cine, te metes en el mundo del cine; si tiene un bar, lo heredas y sigues con él; y si es profesor de Lengua pues opositas, que ya sabes cómo se hace y qué esperan de ti. En realidad seguimos siendo una sociedad gremial.

–Es posible –lo cierto es que me gustaba la idea–, es posible.

–¿Tu padre qué hace?

–Está jubilado, fue repartidor toda la vida. De bebidas.

–Hostia, pues felicidades. Tú has dado un salto en lateral que muchos no son capaces de dar. Aunque trabajes en esa mierda de la publicidad. ¿Quieres que te explique el esquema?

–Bueno. –Lo puse entre nosotros. Era una hoja arrancada a un bloc. Había usado abreviaturas: Pub., Soli. e Inti.

–Básicamente la idea es ésta. El sistema capitalista ha entrado desde hace años en una nueva etapa: esconder la cabeza. Como te habrás dado cuenta, ya no hay hijos de puta, ahora todos somos buenas personas. Cuanto más dinero tienes, mejor persona eres, de hecho. Ya sabemos, con Baudrillard… ¿Sabes quién es Baudrillard?

–He visto
Matrix
, sí.

Se rió. Su risa sonó como la de un niño.

–Cojonudo. Has visto
Matrix
, yo también, y me gusta mucho. Vivimos en un simulacro, pero no formado por símbolos katakana dados la vuelta, sino por anuncios publicitarios. Todo es publicidad, la publicidad es ideología. La publicidad afecta a los productos de consumo, pero también a la imagen de las empresas, de los gobiernos y de las personas. Ya nadie hace caso a eso, a ese partido de fútbol, ni hace caso a la calle donde vive. La gente, Santiago, no cree en la calle, lo que cree es lo que sale por la tele o corre por internet. Ésa es la realidad, es decir, no es la realidad. Pero es donde estamos todos. Lo que no es público no existe. ¿Cuántas mujeres mueren al año en nuestro país por culpa de la violencia doméstica?

–Cien, creo. Unas cien.

–Unas cien, sí. Bueno, ¿sabes cuántas personas se suicidan, también en un año, también en nuestro país?

–… La verdad es que no conozco el dato exacto. ¿Mil?

–Tres mil. No conoces el dato exacto porque ese dato no se da. Porque cada suicida muere en privado y no sale en el periódico. Eso demuestra que la visión que tenemos de la realidad es sólo la visión que encontramos en los medios. Estoy seguro de que una persona que haya visto suicidarse a cuatro amigos suyos, y que no sepa nada de mujeres muertas a manos de su marido, al ser preguntado en una de esas estúpidas encuestas de «Qué es lo que preocupa a los ciudadanos», dirá sin pestañear que le preocupa la violencia doméstica, pero no el suicidio. Los medios son una lectura transversal e interesada de la sociedad, un modo de unir los puntos, pero no el único modo de unir los puntos.

–Me estoy perdiendo. –Y agité el papel un poco.

–Así las cosas, la acción social empezó en algún momento a interesarse por los métodos de expandir su influencia, y la publicidad, como sabes mejor que yo, siempre ha estado interesada en encontrar ese elemento diferenciador, de distinción, que hace que se fijen más en tu anuncio que en el de otro. De repente, ser solidario se convirtió en cool, ésa es la clave, por lo que todo se volvió solidario, es decir, lo solidario se volvió superficial, se alejó del terreno íntimo para ser incorporado al simulacro…

–De modo que las acciones sociales son simulaciones –cité a Daniel.

–Ahí está la putada. Ya no se hacen las cosas para que cambie la realidad, sino para que se sepa que se hacen cosas. Es como el gobierno. El gobierno no quiere que las mujeres dejen de morir asesinadas, quiere, sobre todo, principalmente, que se sepa que está haciendo algo para que no mueran asesinadas. La campaña social-publicitaria emite este mensaje: nos preocupamos… pero no hacemos nada efectivo. Quien entiende que el mundo es así consigue el éxito. Mira los cantantes, los putos artistas solidarios. Ellos son el sistema, Santiago, el puto sistema, si han triunfado, como Miguel Basó, es porque sus padres eran también cantantes, porque lo tenían fácil, porque han pisado a los que tenían más talento que ellos, porque han aprovechado sus influencias y se han plegado a lo que el mercado pide. Todos disfrutan de una vida regalada, del lujo en estado puro.

–Y se sienten culpables.

–Ni de coña. Alguno, de casualidad. Lo que ven es una oportunidad de negocio. ¿Recuerdas el terremoto de Bolivia?

–Sí.

–Miguel Basó organizó conciertos «solidarios» aquí, en esta misma ciudad. Juntó a sus cuatro amigos y cantaron cuatro canciones cada uno, a veinte euros la entrada. A lo mejor recaudaron cinco mil euros para Bolivia. Pero salieron en todos los periódicos. Muchos de ellos acababan de sacar disco, ¿sabes? Los que no sacaban disco ni se molestaron en aparecer por el escenario. ¿Te das cuenta de la campaña de publicidad encubierta que supone eso? ¿Del ahorro para sus discográficas? Es acojonante que no los cojamos y los ahorquemos.

–…

–Es una forma de hablar.

–Ya.

–La mayoría de ellos tienen a una boliviana limpiándoles la mierda de su casa. La mayoría de ellos podrían ahorrarnos ir a escuchar su puta música de mierda desembolsando en un plisplás cinco mil euros. Cinco mil euros no es nada para ellos, Santiago. Y hasta esa nada la tenemos que pagar nosotros con la excusa de la solidaridad con Bolivia.

–Entonces, ¿la intimidad dónde entra aquí? Por si te sirve de algo, con perdón, hace tiempo que creo que la intimidad ha desaparecido. Con internet. Ya no hay intimidad. O, no sé, la gente no es consciente de ese valor, la intimidad.

Asintió con la cabeza.

–La gente es gilipollas. Mira, cualquier persona con perfil en una red social es un gilipollas. Daniel tenía…

Se detuvo de pronto.

–¿Perdón?

–Daniel tenía, bueno, un texto sobre las empresas en internet y sobre cómo se están apropiando de la vida privada de los ciudadanos sin que éstos se den cuenta. La publicidad está destrozando la intimidad, con nuestro total consentimiento, además.

–Sí.

–En todo caso, la solidaridad, según este puto esquema, debe iniciar el camino hacia la intimidad, es decir, debe ser una acción que a uno le cueste algo, no sólo hacer clic en una de esas payasadas de red social o ir a un concierto. No se puede cambiar el mundo haciendo fiestas.

–En eso estoy muy de acuerdo, Eduardo. Mucho, mucho. No he visto a nadie pasárselo mejor que a la gente concienciada. ¿Por qué hay que hacer una fiesta para solucionar cada problema?

–Porque si no hay fiesta, la gente no va. O va a la acción donde sí hacen una fiesta. A Fátima no se lo puedo decir…

–¿La ves mucho? –¿He sonado celoso?

–No, no mucho. Soy demasiado pesimista para ella, ahora. No le puedo decir que todas esas manis a las que va como a la guerra son ridículas. Tocan los tambores, cantan, bailan… porque liberen a presos políticos, porque concedan derechos civiles a gente que vive oprimida, porque terminen las guerras… Y luego se van a casa y ponen la tele a ver si salen o cuelgan las fotos de la mani en su perfil. Y así hemos cambiado el mundo.

–La verdad es que todo esto que dices no está muy alejado, si me permites el comentario, de mi forma de pensar.

–¿Tú tienes criada?

Sonreí. Tenía la respuesta
correcta
, pero quise ver en sus ojos cómo preparaba el hachazo sobre mi posible señoritismo.

–Pues no. ¿Criada?

–Servicio doméstico, lo llaman ahora. La señora de la limpieza. ¡La Reina de la Limpieza!, acabará siendo, no te jode. Cualquier persona que pague a otra por limpiarle la mierda es parte del sistema, y punto. ¿Sabes que hay una línea directa entre la prostitución y fregar escaleras? Es o una cosa o la otra. Eso es. O te joden literalmente, o te joden moralmente. Y luego algunas putas novelistas subnormales van y escriben novelas sobre su señora de la limpieza, sobre cómo la admiran. Me dan ganas de vomitar.

–La culpa, nuevamente.

–La culpa, puede. O que los pobres siempre son un buen tema sobre el que escribir, cuando no tienes ningún otro tema.

Doblé la hoja del bloc y me la guardé de nuevo. El partido había acabado sin nosotros, era la hora de comer y en el campo sólo quedaba un marcador abusivo. Todo el barrio estaba comiendo.

Nos levantamos. A los pies de Eduardo yacían cinco colillas de tabaco negro. Tiró la sexta junto a ellas y la apagó con eficacia de ejecutor.

–Entonces –dije–, con todo este panorama, ¿qué…? no sé… ¿qué hizo Daniel? ¿Qué hiciste tú? Quiero decir, no hay…

–Dejarlo.

–¿Así, sin más? ¿Dejarlo?

–Sí.

–¿Y jugar al fútbol los domingos?

–Qué coñazo eres con eso, Santiago.

Me encogí de hombros. Iniciamos el descenso de la colina. Yo miraba el cordón desatado de Eduardo rebotando contra la tierra del sendero, rebozándose en arena.

Nos despedimos a la salida del parque. Eduardo se mostró bastante afable en ese instante final, como si no hubiera ningún problema en vernos de nuevo, como si yo no fuera al cabo tan gilipollas.

Y a lo mejor no lo era, porque volví a casa sabiendo que me había mentido.

En aquellos días descubrí por qué hay tantas solteronas resolviendo misterios: es lo más entretenido cuando no follas. Abandoné casi por completo la pornografía y me dejé sepultar por los dos millones de palabras que conformaban mi herencia verbal. Los mails de Daniel caían sobre mí como el código verde de la trilogía cinematográfica matricia. Acción, reacción, citaba. Y me introducía por la madriguera de conejo.

Mi principal campo de trabajo eran los mails de Eduardo, esos 1.589 mensajes. Había rebobinado mi charla con él a conciencia, y hasta había anotado en mi bloc los highlights de su discurso, como pruebas fehacientes, pistas válidas, guantes encontrados junto a un alféizar, cuando se trataba sólo de opiniones. Busqué en una plataforma de vídeos las escenas más conocidas de la película
Matrix
, en un remedo idiota de ese método idiota tan socorrido en las películas de policías idiotas. Si el asesino sigue la pauta de Dante, se leen la
Divina comedia
; si el asesino es fan de tal escritor, se leen la obra completa de ese escritor. Siempre me pareció una estupidez, pero ahora, con mi pequeño caso imaginario sobre la mesa, la técnica de recurrir al acervo cultural común no me pareció tan descabellada.

Todo lo que tiene un comienzo tiene un final. ¡Menuda pista!

Lo que fui concluyendo con la lectura de los mensajes de Eduardo fue que el reticente filósofo era considerablemente paranoico. No me extrañó que me odiara sin haberme visto nunca, porque la publicidad constituía el principal foco de su irritación diaria.

«Anuncios de salvaescaleras, Dani, te lo digo en serio, ahí hay algo que no encaja.»

Un salvaescaleras era un pequeño asiento plegable que esperaba a la altura del primer escalón y que servía para subir la escalera sin pisar ni siquiera el segundo. Se abatían, alojaban a su pasajero y, por un carril dispuesto a lo largo de la pared, ascendían hasta el piso de arriba. Al parecer, Eduardo dudaba mucho de que ese producto se vendiera en cantidades superiores a las que registra el mercado de los sifones o el de los palacios. Por ello, le extrañaba (primero), y enloquecía (después), que, día tras día, varios periódicos de tirada nacional y tasas publicitarias poco asumibles lucieran en su portada («¡en la portada, Daniel, en la puta portada!») un único anuncio: el de los salvaescaleras.

¿Quién compraba eso?, se preguntaba Eduardo. ¿Cuántos salvaescaleras hay que vender para pagar un espacio publicitario tan caro como es la portada de un periódico? «Aquí hay algo que no encaja», sentenciaba.

Other books

Friend of Madame Maigret by Georges Simenon
Sail Upon the Land by Josa Young
Must the Maiden Die by Miriam Grace Monfredo
Paige and Chloe by Aimee-Louise Foster