Ejército enemigo (5 page)

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Authors: Alberto Olmos

BOOK: Ejército enemigo
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–Mira… –Puse un dedo sobre un anuncio–. Ésta es la ONG del padre de Rosa.

–Es grande, la conozco. Son fuertes.

–Y también fogosos. Lanzaron cócteles molotov contra su sede hace unos meses.

–Necesitarán dinero para reconstruirse a sí mismos, los hijos de puta.

Volvió la violencia a sus ojos, tanto más inquietante en función de una sonrisa desequilibrada.

Cerré el diario.

–Éste es el panorama. ¡Solidaridad!

Tomamos un par de cervezas más, y luego una copa. El Coloso seguía albergando al futuro del país, que parecía perfectamente preparado para mantener alto el listón de corrupción, nepotismo e ignorancia. Un grupo de cuatro chicas se nos acercó, atraídas seguramente por la irradiación viril que nimbaba a Daniel cada vez que le recordaba que todos en aquel bar estaban sumamente «concienciados» con los problemas del mundo, y que en la siguiente ronda estarían más concienciados todavía.

Daniel despachó a las chicas sin miramientos. Yo, quizá por compensación, recibí un sms de Rosa.

–Tu chica.

–Sí. Te leería el mensaje pero, aparte de personal, es uno de tantos que podrás leer después de mi muerte.

Sonrió.

–No es mala idea la de dejarme tu clave de mail. Recuerdo que los familiares de un soldado muerto en Irak solicitaron a la empresa equis acceder al correo de su hijo; y no les dejaron. Es como si yo muero y el fabricante de mi armario no deja a mi hermana abrir los cajones. Hay muchas cosas en nuestras cuentas de correo, cosas importantes, ¿no crees?

Abandonamos El Coloso. Las calles se sabían viernes. Había tanta gente joven, tantos cuarentones jugando a serlo, tanta expectativa de recordar esa noche para siempre, que habría sido difícil no pagar un suplemento solidario con la copa.

10 am, arriba. Comida con padres. Regalos. Mi hermano se enfadó y no vino. Pasé la tarde solo. Volví otra vez con mis padres, cenamos. Les dije que había estado con Ana. Ana ni me llamó. Quedan cinco minutos para las doce. Sigue siendo mi cumpleaños. 28.

* * *

7 am, arriba. Metro. Oficina. Poco trabajo. Nuevos compañeros
.

7 am, arriba. Metro. Oficina. Poco trabajo. Comí solo. Cine. Masturbación
.

7 am, arriba. Metro. Oficina. Nueva campaña. Móviles. Me confundí y el jefe me llamo a su despacho. Comí solo.

7 am, arriba. Metro. Oficina. Dos campañas nuevas. Llegan nuevos compañeros. No los distingo de los anteriores. Comí en mi puesto y envié algunos currículums. Mail de Ana
.

7 am, arriba. Metro. Oficina. Comí solo. Cine. Cené solo. Por fin es viernes. No entiendo esa expresión
.

2.34 pm, arriba. No hice nada en todo el día. Internet. Mañana, Ana
.

12.03 pm, arriba. Comí pronto. Vi
Annie Hall
, de Woody Allen. Quedé con Ana, 5 pm. Se fue 6 pm. Cine. Le envié un sms pero no contestó
.

* * *

7 am, arriba. Metro. Oficina. Poco trabajo. Hablé con una chica llamada Sandra. Idiota
.

* * *

11 am, arriba. Quedé con mi hermano. Nada que compartir
.

* * *

7 am, arriba. Metro. Oficina. Último día de trabajo. Adiós telemarketing
.

* * *

9 am, arriba. Metro. Oficina. Primer día de trabajo. Mailmarketing.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Segundo día de trabajo. Casi me pilla un coche al volver a casa
.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Tercer día de trabajo. Mi jefe: Santiago, más iniciativa, por favor, más iniciativa.

* * *

9 am, arriba. Metro. Oficina. Lotería de Navidad en el trabajo. No compré. Miradas reprobatorias.

* * *

9 am, arriba. Metro. Oficina. Poco trabajo. Comida con Ana. Llegué tarde. Cine. Masturbación.

12 am, arriba. Comí solo. Aquí termina este cuaderno. Quedan siete.

* * *

9 am, arriba. Metro. Oficina. Más trabajo que nunca. Mailmarketing
.

El sobre abierto estaba sobre la mesa. Hacía compañía a los vasos que había sacado para Rosa, a la botella vacía, al tapón de esa botella y al tapón de la segunda botella, que traje a media tarde y que ya pedía a gritos el tiro de gracia. Vacié lo que quedaba en un vaso.

Me recosté contra el sofá. No había luz en la casa. Bebía y miraba un papel con una palabra invisible. La leía en mi memoria, sin cesar. Era la palabra clave, la palabra postmoderna, el vocablo del mago, la contraseña de la intimidad.

También era el único regalo acertado que me habían hecho en mi vida.

Imaginé a Daniel volviendo a casa aquella noche, después de verme. Vivía en el centro, podía ir caminando a todas partes. Mientras yo me adormilaba en un taxi, tratando de recuperar, como es mi costumbre, hasta la última palabra pronunciada en la conversación anterior, Daniel entraba en su edificio, subía las escaleras, abría la puerta de su apartamento, daba la luz, caminaba hasta su cuarto, tiraba de algunos cajones, revolvía algunos papeles, encontraba un folio blanco, DIN-A4, escribía una palabra con bolígrafo azul en la parte superior, doblaba el folio dos veces, hasta la mitad primero, y luego hasta la nueva mitad del folio, miraba a su alrededor, tiraba de otros cajones, revolvía otros papeles, encontraba un sobre autoadhesivo, metía dentro el folio doblado por dos mitades, tiraba del delgado papelito alargado que preserva el carril del pegamento, suspiraba un poco y cerraba el sobre.

Mientras, en el taxi, yo le escuchaba decir: «Hay muchas cosas en nuestras cuentas de correo, cosas importantes, ¿no crees?». O decir: «Hay algunas cosas importantes en los mails, ¿verdad?». O decir: «Hay mensajes importantes ahí, siempre».

Imaginé a Daniel empuñando de nuevo el bolígrafo, escribiendo una preposición y, después, mi nombre: Santiago. A lo mejor estuvo a punto de poner otro nombre. A lo mejor, días después, pensó que todo era una tontería y le faltó poco para romper el sobre. A lo mejor lo hubiera roto si no llegan a matarle.

Algo habría que hacer.

2

Durante los tres meses siguientes a mi ruptura con Ana estuve tratando de entrar en su cuenta de correo electrónico. Todas las tardes, después del trabajo, me sentaba frente a mi portátil, entraba en la página web, escribía su dirección y tanteaba contraseñas durante un par de horas. No acerté nunca.

No era un neófito. En los noventa franqueé varias barreras crípticas. La gente acababa de abrir sus primeras cuentas de correo y, aparte de elegir nombres disparatados y pueriles, confiaba muy poquito en su propia memoria: escogían como clave lo que tenían más a mano. Fechas de nacimiento, a menudo; segundos apellidos, nombre de su calle, número de teléfono, muchas veces. Recuerdo a Patricia. En la pista que su webmail le permitía darse a sí misma, había escrito: «Un color». Me llevó diez segundos entrar y ver que todos los mails que yo le había enviado estaban en la basura.

Era «violeta».

Después, la cosa se complicó. Los usuarios fueron dándose cuenta de que su correspondencia electrónica tomaba cada vez más relevancia en sus vidas, y de que no podían dejar los cajones abiertos cuando venían las visitas. Empezaron las claves alfanuméricas, los medidores de seguridad de la contraseña elegida, el cambio de password cada dos o tres meses, la desconfianza hacia todos esos amigos y novios y familiares a los que anteriormente habíamos dejado entrar por nosotros en nuestra privacidad postal punto algo. Además, hubo juicios.

Después de colarme en las cuentas de correo de varias personas (todas un auténtico coñazo, salvo la de una chica que recibía de su pareja las fotos porno que se habían tomado en vacaciones) investigué si lo que estaba haciendo era delito. Suponía que lo era, o que llegaría a serlo, pero quería tomarle la temperatura legal exacta al asunto, sentirme pionero quizá, entender un poco más las consecuencias de mi acción si llegaba a ser descubierta, y, sobre todo, saber cómo podían pillarte. Parecía imposible.

Encontré un caso grave. Una mujer no pudo entrar en su cuenta de correo. La contraseña había sido cambiada. Probó varias veces y después escribió a la empresa en la que había abierto su mail personal. No hubo manera de recuperarlo. ¿Quién era ella? ¿Cómo sabían que no estaba tratando de reventar el mail de otra persona? Eran una empresa seria, no podían traicionar la confianza de sus clientes. A los pocos días, varias personas de su entorno empezaron a recibir mensajes suyos. Eran airados, obscenos, delirantes y, claro está, muy perjudiciales. Su jefe recibió un mail «de ella» en el que le llamaba hijo de puta y cuestionaba la paternidad de sus hijos. Sus mejores amigas fueron calificadas de zorras, gordas, feas y miserables. Su pobre madre, que acababa de entrar en el mundo virtual, recibió de su hija el siguiente mensaje: «Eres la peor madre del mundo».

La mujer se estresó y acudió a la policía. Supongo que fue difícil para todos entender el nuevo delito que estaba naciendo. Después de varias pesquisas, alcanzaron el hilo lógico que señalaba el ovillo del mal. «¿Le has revelado tu contraseña a alguien?» La mujer recordó a una compañera de máster, con la que intimó bastante durante el curso. Ya no se frecuentaban. «Era muy envidiosa», diría ahora la mujer, iluminada.

La policía la interrogó y le exprimió una confesión. Culpable. La condenaron a dos años de cárcel y al pago de varios miles de euros. La cosa iba en serio.

Durante un tiempo, abandoné mi práctica solitaria. Era divertida, pero seguía sin confiar en mi modus operandi. Pensé en acudir a un cibercafé, a uno que estuviera en otro distrito, y acometer allí mi crucigrama criminal. Pero, dado que llevaba meses sin acertar ninguna clave ajena, y que internet se había llenado de pronto de vídeos pornográficos de cariz casero, concluí que no podía haber nada en una cuenta de correo que fuera más íntimo que lo que la gente había empezado ya a mostrar masivamente.

Sin que apenas lo notáramos, internet mató la intimidad.

Di un paso más en mi ocio oculto: cada vez que pescaba la dirección de correo electrónico de compañeras de trabajo, clientas, proveedoras, amigas, conocidas, desconocidas (siempre mujeres), la introducía en un buscador y ataba cabos. En la red, el mail era más personal que el nombre propio con todos sus apellidos detrás. Había miles de Lauras Pérez, Juanes Hurtado, Pedro Luises Sánchez, Eugenias García. Había miles de Santiagos Serrano, también. La búsqueda de mi nombre me deparó verme en algunas webs como profesor universitario, en otras como delincuente común, en otras como bombero, policía, portavoz del servicio sanitario, dueño de una empresa de pintura mural o violador reincidente. En internet tu nombre te pertenecía menos que el taburete en un bar.

Los internautas tuvieron que buscarse otro nombre. Surgió el nickname. Al igual que con las direcciones de correo electrónico, los nicknames eran ridículos y lamentables, pero al cabo se incorporaron a la conversación con el mismo estatus que Horacio Quiroga o Rodolfo Valentino. Muerta la intimidad, se acuchilló el sentido del ridículo. Robot99, PumukiBlanco o PollaMUYlarga interactuaban contigo en chats, blogs, foros y redes sociales. El nickname era una máscara que sustituía delante de los teclados a la máscara del nombre propio. Detrás de la máscara, la persona seguía siendo la misma. Casi nadie mentía en internet, ni era capaz de inventarse un yo distinto; simplemente, creían que ser sinceros les volvía otro.

La dirección de correo me llevaba a ese nickname, tendía un puente entre la persona real y la persona hiperreal, depositaba en mis manos el juguete de una vida. Muy pocas personas abrían un mail falso para cada una de sus gestiones on-line. Debido a la proliferación de servicios, un internauta avanzado al que le tomaras la medida pasaba a serte más conocido que tu propia madre. Tenía un blog, donde veías por su sintaxis y sus opiniones si era inteligente o estúpido, acomplejado o engreído. Internet había obligado a la gente a expresarse por escrito, y eso hacía de leer una forma de conocimiento personal. Las faltas de ortografía eran como corbatas mal anudadas, zapatos sucios, uñas mordidas. Las frases cortas parecían pasos pequeños o tendencia a tamborilear sobre la mesa. Un vocabulario selecto remitía a fumadores en pipa o a pedofilia. Escribir todo en mayúsculas denotaba afán de protagonismo; utilizar abreviaturas propias de sms, prisa por follar. La tipografía era un rostro, y leer, mirar directamente a los ojos.

Como usuario avanzado, la persona a la que yo fiscalizaba también tendría un microblog. Podía saber en todo momento dónde estaba, de qué humor, con quién; y qué leía, qué película acababa de visionar y qué canción tarareaba obsesivamente. Por su cuenta en una web de almacenamiento de fotografías podía conocer su cuerpo, su entorno, el lugar al que había ido de vacaciones, las drogas que había tomado en una fiesta y la pinta de su novio. En su red social echaba un ojo a sus amigos, cuántos tenía y de qué edad, país, condición. Gracias a otros servicios, descubría sus gustos musicales, sus restaurantes predilectos y hasta la dirección de su domicilio particular si había puesto un anuncio de
SE ALQUILA HABITACIÓN
utilizando su ubicuo correo electrónico como modo de contacto.

Y todo sin posibilidad alguna de que esa persona supiera que yo andaba rondando.

Soy invisible.

Tener en mi poder la cuenta de correo de una persona muerta, sus «bienes verbales», me daba morbosos escalofríos. Como si me dejaran hundir las manos en las entrañas de un cadáver.

Daniel conocía vagamente mis incursiones indecentes, le había hablado de mis noches a la caza y captura de la privacidad ajena, pero sin revelarle más allá de lo estrictamente juguetón, deportivo. Nunca le hablé de lo sórdido. Porque la sordidez impregnaba el paladar a la segunda cucharada. Sin darme cuenta, a veces me había encontrado leyendo mails dolorosos en los que se detallaban conflictos familiares, penas últimas, desgarro. Y era entonces, y sólo entonces, cuando me arrepentía inútilmente y deseaba no haber leído nunca aquello, no haber dado ese paso, porque lo que acababa de saber me tomaba de rehén a la espera de un pago imposible por parte de mi conciencia.

Hay una verdad vedada.

Varias veces le miré los mensajes de móvil a Ana y pasé días intentando que ella me dijera lo que yo ya sabía para no tener que dar explicaciones paralelas a sus explicaciones. Al final tuve que confesarle que sabía que era una puta.

Hay una verdad que no sabe no hacer daño.

Pero quizá los muertos entienden la verdad de otra manera. Pienso en el asesinato de Kennedy, por ejemplo. Es uno de esos misterios que hemos heredado tan tarde que nos resultan casi bíblicos, como si sólo un dios omnisciente estuviera en el secreto de su explicación. Sin embargo, alguien mató a Kennedy, alguien ordenó hacerlo; por tanto, alguien sabe la verdad del asunto. Y esa verdad, peligrosa en vida, se vuelve inocua en la comodidad de la tumba. ¿Por qué no desvelarla? ¿Por qué no dejarlo todo preparado para desvelarla? ¿Por qué tener en vilo a la humanidad venidera con un enigma que puede resolverse en unas pocas frases? Fui yo, fue aquél, nos lo ordenó fulanito. ¿Los muertos no participan de la vanidad de los héroes? ¿El que va a morir no cae en la tentación de paladear durante los últimos años de su vida el inmenso escándalo o beneficio o trastorno que su herencia verbal va a provocar? Más que el misterio de un magnicidio, me inquietaba el misterio del hombre que conoce la verdad del magnicidio y decide que esa verdad, sencillamente,
no existe
.

Cada vez que accedía a la cuenta de correo de otra persona sentía cocaína en el corazón, oro en las manos, el culo de miss Venezuela rozándome la polla. Era el delito. Era la emoción de matar. Era poder.

Uno necesitaba varios minutos para asimilar lo que estaba haciendo, para entender dentro de
qué
se movía. El lugar del crimen era un lugar de palabras, delinquir era leer, abrir un mensaje recién recibido activaba todas las alarmas: cuidado. Desplazaba el ratón por la interfaz del correo con parsimonia de francotirador. Cuando hacía clic sobre un mensaje contenía el aliento, apuntalaba los párpados, atendía minuciosamente a los cambios que se producían en la pantalla. Después, me atiborraba de intimidad.

Frecuentar el lugar del delito limaba aristas a la excitación, la hacía evidente y consabida, como la repetición de un gol por la tele. La costumbre de inmiscuirse volvía el allanamiento un derecho, y su práctica, una rutina. Al final uno se aburría de tantos mensajes descafeinados, de tantos mails basura, quejas recurrentes, citas anuladas, fotos de ojos rojos y planes para el fin de semana. La gente carecía de interés incluso por escrito.

El correo de Daniel era distinto. Mientras la web tramitaba mi acceso no sentí la cercanía de lo impropio, la adrenalina del hombre invisible, sino algo muy parecido a acostarme por primera vez con una chica nueva: cierta curiosidad, cierto agradecimiento, un poco de orgullo.

En la bandeja de entrada había treinta y tres mensajes sin leer. Diez eran del día en que murió Daniel; el resto abarcaba todo el calendario hasta fechas muy cercanas. El último lo había recibido el martes anterior. Fue el primero que abrí.

Se llamaba Javier. Escribía a un muerto para que le aconsejara sobre cómo entrar a trabajar en el sistema penitenciario, en calidad de asistente social de reinserción. Le recordaba al muerto que se habían conocido en la empresa ProSana S.L., daba algunos detalles de su vida laboral común en aquel «manicomio de mierda» y hacía un chiste malo antes de entrar a matar: «¿Puedes ayudarme?».

Se despedía de manera tan falsamente enrollada como se había presentado («Hola, Daniel, qué tal todo»), y dejaba su número de teléfono, «por si lo has perdido».

Era el mensaje más a trasmano que podía encontrarme, pero me hizo pensar en si mi condición de heredero de aquella estafeta virtual incluiría la prebenda de responder a los remitentes. De responderles qué. «Hola, Javier, Daniel ha muerto… ha sido asesinado… yo soy un amigo al que ha dejado… ha permitido husmear en sus cosas… en su correo electrónico… me llamo… siento mucho comunicarte la triste noticia…»

Respuesta de Javier: «Jajajaja, Daniel, siempre tan cachondo».

Nuevo intento: «Javier, es en serio, no soy Daniel, Daniel murió».

Nueva respuesta: «Jajajaja, Daniel, muy ocurrente. ¿Qué hay de lo mío?».

Por supuesto, renuncié a contestar. Además, pensé que contestar un mail socavaría poco a poco mi ventajosa posición, y hasta podía alarmar a mucha gente, ponerlos en mi contra, obligarme quién sabe si por vía judicial a devolver aquel cofre del tesoro al fondo del océano, sin llaves ya nunca.

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