Efectos secundarios (5 page)

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Authors: Almudena Solana Bajo

BOOK: Efectos secundarios
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III

Para nuestro Nolotil sin compromiso comenzó una vida de no.

No necesitaba nada más para vivir cómodamente en el apartamento aunque pudiera permitirse uno mejor. No quería apuntarse voluntario a ninguna guardia, no quería azúcar con el café ni hielo en la Coca-Cola. No quería salir cuando no había nada realmente apetecible que hacer. Se aficionó a la cocina india y a los restaurantes y supermercados asiáticos en general. Se volvió loco por los tallarines fritos y se rindió al mundo de las algas crujientes en toda su variedad. Descubrió tardíamente el teatro y recuperó el antiguo hábito de asistir a conciertos alguna tarde que podía combinar sus horarios con los del Auditorio Nacional. Asumió París y Londres como destino habitual en sus días de descanso con viajes
low cost
, sin asiento definido y sin maleta, y recuperó la costumbre de seguir de cerca la programación del Pompidou o de la galería Sachi & Sachi. Podía ver a Gerhard Richter en la Tate Modern o volverse loco en «The Power of Making», la última vista hasta el momento en el Victoria & Albert Hall. No había mucho tiempo disponible, dos o tres días, nada más. Si el clima era bueno para pasear, dejaba pasar las horas en el mercado Borough o tomando un té en Sloane Square, Pimblico o Gloucester Road, la zona de su hotel, muy cerca de la Frances King School of English, el lugar donde había estudiado inglés muchos veranos atrás. Cuando llegaba la noche temprana, se sentaba en un musical. Daba igual cuál, el que le indicaran en el punto de venta de último minuto. Una entrada, sí, una nada más. Un vino grande, sí; no, nada más.

Una noche, en el hotel, Nolotil se detuvo en el canal de la televisión que ofrecía grandes clásicos del cine de ayer. Ya había empezado la película; no sabía el título y nada le hacía recordar si en el pasado ya había escuchado aquello que se decían los actores.

«¿No le parece de alabastro esa montaña, señor Paul?»

Lo decía una mujer muy joven, con la piel de color tostado y un pelo moreno enmarañado y, sin embargo, peinado, vestida de manera sencilla. Ruda y dulce a la vez, se dirigía a un señor, seguramente el dueño de esa casa y de esas tierras que se divisaban hasta el horizonte de la pantalla del televisor del hotel. Volvió a preguntarle.

«¿Acaso no es de alabastro esa montaña?»

La pantalla la quería. Sin embargo, ésa fue una de las pocas frases que esa actriz llegó a pronunciar en el cine. Fue su único papel. La misma frase, dos veces. Y luego dos más.

—El alabastro en su transparencia nos da su mayor riqueza... Éstas son las tierras del resplandor, señor Paul.

—¿Cómo voy a mirar la montaña si usted está aquí, a mi lado, señorita Lupe? Usted es el alabastro más preciado de este paisaje...

—No, no diga eso, por favor...

Los dos actores le resultaban familiares a Nolotil. Sin embargo, no había visto esa película. De eso estaba seguro. Se encontraba cansado; le daba igual. Después de ver el musical
Gosh
en Covent Garden con la entrada suelta que le vendieron en el último minuto, una de esas entradas sueltas para personas sueltas; después de todo un día recorriendo la ciudad a buen ritmo, solo quería descansar. Se lavó los dientes, apagó la luz del baño y paseó sus pies descalzos por la moqueta de la habitación, sin objetivo alguno. Son esas últimas pisadas las que más reconfortan, antes de elevar definitivamente los pies al colchón.

El mando del televisor estaba en su mesilla derecha, solo quería cogerlo para pulsar el botón rojo, ese que tenía el poder de llenar de vetas marrones todas las montañas de alabastro del mundo y hacerlas desaparecer en la negrura.
Power
, se leía en el mando; y lo pulsó. Ejerció su poder. Por casualidad, justo en ese momento llegó un precipitado
the end
, mientras unos nombres desde la pantalla daban las buenas noches. Tom Candle, el primero, aparecería en letras muy grandes, aunque Marleen, una actriz invitada cuyo apellido no recordaba, asomaba también. Se quedó solo con su nombre. Eso es lo que ocurre en esas décimas de segundo en las que uno lee y no recuerda ni lo que recuerda ni por qué.

Es difícil saber si Nolotil aún tuvo reflejos para darse cuenta de algo más antes del descanso tan necesario.
Off
.

Él mandaba. Sin duda la vida así era más egoísta, es verdad, pero, en cierta manera, también era más intensa. Su único freno venía con sus propias negativas; las que quisiera marcarse, las negaciones que lanzaba muchas veces porque sí. Y esto ocurría en cualquier punto del globo en el que se encontrara, en Madrid también.

—Perdona, ¿vas a salir? —le preguntó una chica desde un coche plateado.

—No, no... —Levantó los ojos casi sin mirar.

Por decir sí cuando era no había perdido a su novia. Sin embargo, por decir no cuando era sí conoció a la mujer de su vida.

En realidad, Nolotil tenía prisa por irse. Estaba programando una calle en el GPS de su coche, que no siempre entendía a la primera: cuando le preguntaba localidad, metía la calle, y cuando quería la calle, la máquina volvía al principio de las preguntas primarias, esas que aluden al país. ¿España?

«¡ Joder! Vuelta a empezar.» Ya se estaba enfadando de verdad.

Sonó un claxon. Un ligero toque, pero un buen susto.

—Que no, joder, ¡que no me voy! —Volvió a no mirar.

—No me importa esperar —dijo la chica del coche color plata, pero no la escuchó.

En Madrid no conviene dejar pasar una plaza de aparcamiento en la calle, especialmente las que no tienen parquímetro ni están en zona verde o azul. Éste era el caso de los alrededores del centro de mayores, un oasis sin coste para coches, al lado del bullicio.

—Perdona. —Alguien junto a él, al otro lado de la ventanilla izquierda, tocaba ahora el cristal con sus nudillos.

—¡ Joder! —Se asustó.

Él no reconoció a la chica, pero vio que su coche seguía pegado al suyo, a la derecha.

—Perdona...

—¿Sí? —dijo, al bajar la ventanilla.

—Verás, como veo que parece que te vas pronto, es que no me importa esperar. Quería saber si te ibas...

—Me iré en algún momento, sí —dijo, un poco antipático. Se arrepintió.

—Vale, yo espero, no pasa nada; es que a estas horas es muy difícil encontrar aparcamiento.

Nolotil volvió los ojos al GPS, pero ya había descubierto esos labios, grandes, y esos ojos pequeños y claros. Una mujer que le pareció, cómo decir, distinta...

Ya no supo ser rápido con la máquina. Sin embargo, ella, de nuevo en su asiento, con toda calma, sacó un saxofón de su caja y empezó a chupar una caña dentro de su coche.

Ahora fue él quien se dirigió a su ventanilla izquierda:

—Perdona, ¿sabes hacia dónde queda la calle Vientos Alisios?

—No, pero lo miro. Es el mismo navegador que tengo yo —dijo, sin sacar la caña de su boca.

Su habla no resultaba muy coloquial. Tal vez fuera por la boquilla del saxo, tal vez fuera debido a un acento extraño. Pero esto, si cabe, acentuaba aún más el que ella resultara, ciertamente, muy interesante.

—Lo peor del saxo —miró levemente a su interlocutor— es tener que emblandecer las cañas para que estén bien antes de soplar.

Encendió su GPS sin dejar de chupar.

—¿Está bien dicho
emblandecer
? —Giró su cara hacia él.

—Sí, sí, es correcto —respondió Nolotil sintiendo que sus hombros se empequeñecían.

En un momento ella programó el itinerario y sus labios le dieron la solución, mientras él no dejaba de mirarla ni a ella, ni a la caña ni al saxofón.

—Muchas gracias. Y... todos los martes y jueves dejo plaza libre por aquí a esta hora; estate atenta... —Nolotil sonrió por primera vez.

—De acuerdo, genial.

—Me llamo Nolotil, ¿y tú?

El sol le daba a ella de frente, pero no le molestaba. Sus ojos eran pequeños, como los de un pajarito.

—Me llamo Ventolin —dijo antes de cerrar la puerta de su Toyota Auris y dar marcha atrás para dejarlo salir.

La puerta del coche que cierra, la alegría de un conductor que no debería conducir, ella, el saxo, su GPS, la caña, su destreza, la calle de los Vientos Alisios en sus labios... todo quedó atrás cuando él se fue y ella aprovechó su espacio para aparcar. En ese momento Ventolin revoloteó en el ambiente como si se hubiera instalado una lámpara de Aladino en el espejo retrovisor del coche del médico y de él saliera una estela de chispas que simularan, por ejemplo, un cuento alemán en el que el papel principal estaba reservado a alguien parecido a una dulce granjera de ciudad que lucía una camisa blanca ampliamente escotada en redondo por delante, solo algo ceñida bajo la sujeción desobediente de un cordón de color crudo. En sus pensamientos era ella quien elevaba las mangas de esa camisa, y amasaba con fuerza, y resoplaba para secar el sudor de su frente mientras hacía con fruición un gran pastel de zanahoria con la forma de un saxofón.

O algo así.

VISCOFRESH
LA AZAFATA DE LOS ZAPATOS DE GOMA
I

Vaya, ¡mi hermano! A santo de qué Germán viene ahora a pedirme algo. Me dice que escriba de mí, de las medicinas que tomo, de sus prospectos, y que después se lo dé. Que escriba así, en primera persona, sobre nuestra vida, nuestras cosas, mis enfermedades... Pero ¡qué imprudencia, qué osadía!

No pasa nada. Lo haré. Ahí va.

Soy una más de las mujeres de este mundo. Me llamo Viscofresh. Empezaron llamándome Bichito, Bicho, Visco, cuando estaba en la barriga de mi madre, y terminé así, si es que les interesa saberlo. Tengo cuarenta años y no soy nada del otro mundo. Pero, si mi hermano se empeña en que hable, lo haré.

«He cambiado», me dice.

¡Hay que joderse! ¿Cómo voy a saberlo? Lo he visto menos de cien veces en la vida; el otro día, la última. A los cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años, pues no sé bien cuántos tiene, me viene ahora y me dice que ha cambiado.

No sé cómo era antes del cambio, por lo que difícilmente pueda apreciar nada nuevo en él. «He cambiado.» ¡ Ja! Cómo me río. Me río en su cara y me da igual. «Pero ¿por qué? —le he dicho—. Venga, vale, lo hago...» ¿Por qué le he tenido que decir que sí, que escribiría algo sobre mi vida y mis medicinas? Vaya jodienda. Qué va a decir él de mí, ¡ni idea! No sé qué se trae entre manos este policía nacional, este ser que tengo por hermano. Pero ya puede espabilar, porque voy a terminar muy rápido.

Estoy bien, afortunadamente. Con las gotas Viscofresh monodosis y algún caramelo de anís en el bolso —de esos envueltos en papel ruidoso—, tengo para tirar el día. No sé si es la contaminación de Madrid, el ordenador o qué, pero el ojo se me seca. Por eso necesito gotas, como los repollos reclaman las suyas desde el cielo, para crecer. En el fondo es bonito llevar lágrimas artificiales en el bolso, como quien lleva suspiros de san Antonio o yemas de santa Teresa... Vaya nombres. Yo me quedo con esas lágrimas, no las que hacen llorar y vienen solas a veces, sino las que están envueltas en plástico monodosis y sirven para no llorar, para estar normal, con el ojo jugoso, si se puede utilizar esa expresión. Por lo demás, no necesitaría tanta salud para la vida que llevo. Mi marido es un hombre bueno, de esos que no aportan mucho, es cierto, pero tampoco se oponen a nada. Tenemos dos hijos, buenos chicos que no dan problemas; salieron al padre. ¿Qué más?

Me paso todo el día sentada tras un mostrador, con un ordenador frente a mis ojos y despachando billetes; soy azafata de tierra en Iberia. Cuando hablo, la gente me escucha, y eso no lo puede decir todo el mundo... Bueno, más bien casi nadie, ¡ja! Lo del micrófono, dicen, es mi milagro. Y ustedes dirán: «¡Pues vaya ésta, con lo mal que habla!», y yo les diré: «¡Eh... mucho cuidado con lo que dicen, no vayan a caer en el error! Yo escribo como me da la gana; tengo todo el derecho del mundo, aunque me encuentre en este aprieto por gilipollas, por decirle a mi hermano que lo haría, que sí, que podría contar con unos folios sobre mi medicina, la que más consumo. Escribo así y punto. Si quieren, lo leen, y si no, me da igual. Pero háganle caso a mi hermano, como lo he hecho yo, mierda. Por eso estoy en este embrollo.»

Les decía que escribo como me venga el viento en ese momento; a nada le tengo respeto: ni a las vocales ni a las consonantes, ni a las líneas rectas ni curvas, ni a las hojas lisas ni a las de cuadros. A tomar por culo todo. Yo prefiero hablar. Ahí sí me esmero. Lo que pasa es que mi voz es todo lo calmada que no soy yo. La gente, dicen, se enamora de mí cuando me escucha, sobre todo cuando hablo por el micrófono y... cuando no me tienen delante. Vaya, lo entiendo. Soy desgarbada, como me imaginan al leerme. Camino a zancadas, con zapatos negros o marrones, ni planos ni de tacón. Si quieren saber más, les diré que, más allá del uniforme, llevo siempre pantalones amplios y jerséis de lana gorda que abriga en invierno y de lana gorda que no abriga en verano. Siempre siento la necesidad de cubrirme de más, me cago en la puta, y a ver por qué tengo yo que decir todo esto. Bueno, yo creo que somos una pequeña tribu de mujeres las que tenemos esta necesidad que es casi como una obsesión sin días buenos. Cuando me veo delgada, en lugar de lucir algo más exótico o más ceñido, me pongo los mismos pantalones anchos, porque, en el fondo, es como si sintiera una doble satisfacción al notar que me quedan escandalosamente grandes. Y me digo: «¡Bien, Bicho, hay que ver lo delgada que estás!» Sin embargo, si me noto gorda, si he tomado potaje de cuchara y filetón de cuchillo cortante y si además se me fueron los ojos tras la crema catalana que ofrecía el menú, entonces qué más da haber elegido por la mañana los pantalones amplios, el jersey con bolas o el uniforme con una talla de más. Amplitud es lo que necesito para no sentirme mal. No como otros que se quieren morir cuando se les salta el botón del pantalón. A mí nunca se me salta nada. Ya ven. En estas cosas no piensan los de la moda, pero yo sí. Paso muchas horas al día sentada. Necesito que nada me pellizque mi ombligo cuando apoyo mi santo culo en el asiento.

¿Quién nos convenció de que estas sillas de ruedas son cómodas? Nadie me ha sabido responder quién fue esa eminencia. Todos estamos incómodos sentados en sillas que terminan en ruedas sencillamente porque no encontramos acomodo en el suelo. En las películas de Hollywood sí: los ejecutivos estiran sus tirantes y su espalda hacia atrás, moviendo la parte trasera de la silla y, con ella, también las ruedas, y se desplazan ligeros, disfrutando de la travesía, como si una orquesta interpretara el
Vals del Murciélago
para que salgan de paseo los zapatos Lottusse de cordones perfectos, casi caramelizados. El vals, o estas sillas, son solo para esas personas a las que, aunque estén sentadas, siempre se las ve elegantes y erguidas. Para esa gente son la sangre vienesa y los tres tiempos que siempre quedan bien en un compás. Mi situación es distinta; llevo zapatos de suela de goma; chirrían según por qué suelos me mueva y detesto que mis carnes laterales se vean comprometidas por algún imprevisto. Ya de pequeña, cuando todavía no empezaba a aumentar mi volumen, no me hacían gracia las cosquillas por detrás, esas que llegaban de cualquier espontáneo; no entiendo por qué les gustaban tanto a los demás. No: ¡fuera sorpresas y fuera sillas gilipollas! Abajo las estrecheces; no quiero tampoco que me opriman las sisas de ninguna camisa de algodón con pinzas en la espalda, de esas que después tengo que coser cuando se disparan. Tampoco las quiero planchar. Y sobre todo: no quiero que la silla se mueva; solo la quiero para sentarme. Creo que soy suficientemente clara: no quiero moverme cuando estoy quieta. ¡Joder, es algo básico!

Un momento, tengo que hablar.

«Se ruega a los señores pasajeros... Dolores Plant, Ventolin Bottem y Augmentine Vela que se presenten en la puerta de embarque número C-18, por favor.»

—Perdone, si ya estoy aquí. —Llega corriendo una mujer con un maletín voluminoso de color negro.

—¿Tarjeta de embarque, por favor? —Mi voz sin micrófono es normal, pero se hace respetar, sobre todo ante los que llegan tarde y saben que el avión no espera jamás. Vivo con el agua al cuello y mi puesto de trabajo en el aire, de manera que, ¡qué coño!, puedo ser inaccesible si me apetece...

—Sí, aquí está. Muchas gracias.

—De acuerdo. —Miro el papel DIN A-4.

—Perdone... ¿Podría avisar que tengan especial cuidado en cabina con este maletín? Es un saxo, voy a un concierto...

—Cada cual cuida de su equipaje de mano; tenga cuidado al elegir dónde lo deja.

—Es que me lo movieron el otro día al meter unas botellas y abrigos, y...

—Como le digo —qué gusto poder hacer callar a veces—: cada uno debe cuidar de sus objetos personales, aun así, coméntelo ahora en cabina. Pase.

—Muchas gracias.

Detrás de ella, las otras dos mujeres llegan poco a poco. ¡Qué pachorra tenemos a veces las mujeres!

—Disculpe, me he retrasado... —Unos tacones ruidosos debajo de una mujer se paran delante de mí—. ¡Qué difícil es encontrar líquido para las lentillas en Barajas! —exclama.

—Pase, pase. —Ni le respondo—. ¿Siguiente, por favor? —Levanto los ojos para mirar a la última en llegar.

—Sí, aquí tiene.

La mujer de nombre Augmentine, la última que faltaba, está realmente pálida.

—¿Se encuentra bien? —pregunto.

A esa mujer sí la siento más cercana, la verdad. Y yo, en mi lado soleado, sé resultar imbatible. ¡Qué coño!

—¿Quiere un poco de agua? No se preocupe, déjeme sus cosas, no las cargue; así, muy bien. Siéntese, mejor agache un poco la cabeza hacia las rodillas...

—Sí, ya se me pasa, ya se me pasa... —dijo ella, apurada.

—¿Un chicle de clorofila con azúcar? —Tal vez me excedí en mi ofrecimiento—. Tengo por aquí, en algún sitio...

—Pues mire... Sí, gracias.

A las veinte masticadas de la goma se encontró mejor.

—Estoy embarazada. Mire, usted es la primera en saberlo. Bueno, no, la segunda —me dijo como si fuera su amiga del alma.

Quise abrazarla, vaya tontería.

Perdí un poco mi papel. Saqué otro chicle de clorofila con azúcar para mí y me senté a su lado, elevando incluso mis zapatones de medio tacón hacia el frente, hasta que, así las dos, masticando sin hacer ruido, convenimos tres minutos después en que ya el mareo había desaparecido de su cara y podía subir al avión tranquilamente.

—Es difícil encontrar chicles con azúcar ahora. —Su cara ya era otra.

—Le indicaré a la sobrecargo que le dé unos frutos secos y un zumo, le sentarán bien.

—Muchas gracias, de verdad. —Me miró como solo se mira a la comadrona en el día del parto. Solo por esa mirada se podía decir que estaba embarazada—. ¿Cómo te llamas? —me preguntó.

Ella ya me había dicho adiós y estaba entrando al
finger
, pero de repente giró su cabeza hacia atrás, llegándome la pregunta nuevamente, como en eco.

—¿Cómo te llamas? —dijo bastante alto; me tuteó.

—¿Mi nombre?... Visco —respondí contenta por haber entrado yo también en acción.

No había reparado en que nunca antes nadie me lo había preguntado; soy yo la que tengo que ver los nombres y apellidos en los billetes de avión y verificarlos, contrastándolos con los que aparecen escritos en las identificaciones... Así es la vida; parece que las cosas siempre ocurren en el mismo plano. Pues no, hoy soy yo quien respondo.

—¡Me llamo Visco! ¡Viscofresh! —repetí contenta, bien alto.

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